El fin de San Petersburgo (1927)
En el décimo aniversario de la revolución bolchevique el Comité Central del Partido Comunista decidió conmemorar (justificar y publicitar) aquel hecho histórico en una serie de películas que encargó a los directores soviéticos más prestigiosos del momento. Entre ellos, Sergei M. Eisenstein rodó Octubre (Oktyabr, 1927) y Vsevolod Pudovkin filmó El fin de San Petersburgo (Koniets Santk-Petersburga, 1927), dos ejemplos de montajes trepidantes que difieren en su manejo, como también difieren las perspectivas de estos dos cineastas imprescindibles en la evolución de la narrativa cinematográfica. Allí donde Eisenstein concedió protagonismo al colectivo y al montaje por yuxtaposición de imágenes que acceden a la idea pretendida por el realizador, Pudovkin se decantó por una edición más clásica, minuciosa, en la que individualiza al grupo en uno o varios personajes a quienes se observa durante su concienciación política y social. El individuo escogido por el cineasta en El fin de San Petersburgo es un joven campesino (Ivan Chuvelyov) obligado por la precariedad rural a emigrar a la ciudad en busca de trabajo, pero allí encuentra una carestía similar a la del campo y también las protestas obreras que inicialmente no comprende. Su contacto con un antiguo vecino de su pueblo (Aleksandr Chistyakov), a quien acude a pedir ayuda durante su estancia en San Petersburgo, y con su mujer (Vera Baranovskaya) le posibilita el acceso a dos individualidades proletarias que le descubren la situación de la masa obrera, lo que permite al realizador partir de ellos para exponer el momento histórico, 1914, previo a la Gran Guerra, y las huelgas que provocan las represalias de los patrones y de las autoridades a su servicio. La historia narrada por Pudovkin se divide en cuatro periodos: el prologo en el campo, la estancia del campesino en la ciudad, que coincide con el momento anterior al estallido de la Gran Guerra, la contienda bélica, durante la cual se emplea el montaje en paralelo para mostrar el frente (donde los trabajadores luchan y mueren) y la bolsa donde los empresarios se pelean para aumentar sus riquezas, y el levantamiento de 1917, que pone fin a la ciudad de Pedro, símbolo del antiguo régimen zarista (que se observa en las estatuas mostradas en varios planos a lo largo de la película), y al continuismo del gobierno provisional de Karenski, el cual no convence a los soviets, que asumen la lucha armada para alcanzar el comienzo que implica la caída de la ciudad burguesa y el nacimiento de la proletaria Leningrado. Las imágenes de El fin de San Petersburgo avanzan a la velocidad del espléndido montaje de su autor, una velocidad que pasa de un plano a otro provocando que la acción avance hacia ese momento histórico que conmemoran las imágenes de la película, aunque, más que homenaje, en esta espléndida película y en otras igual de espléndidas, como Octubre o La caída de la dinastía Romanov (Padeniye dinasti Romanovikh; Esther Shub, 1927), también prevalece la exaltación del movimiento bolchevique que asume el rol liberador de los oprimidos para justificar el alzamiento y la posterior implantación de las ideas que en 1927 aún parecían funcionar, al menos en cuanto a la creatividad de la que gozaba su cine, que encontró en Kuleshov, Vertov, Eisenstein, Pudovkin, Shub, el dúo Kózintsev-Trauberg o Dovzhenko, diferentes perspectivas, pero todas ellas fundamentales en la evolución del cine soviético y del lenguaje cinematográfico.
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