Puede que no sea la intención principal, quizá ni siquiera la secundaría, pero existe un buen número de películas producidas dentro del sistema de estudios clásico —aproximadamente, el periodo que abarca desde 1924 hasta la década de 1960— que posibilitan el debate sobre los temas e ideas que plantean. Sus responsables quizá no lo tengan en cuenta o lo den por cerrado, con sus respuestas cinematográficas, pero dicha posibilidad, la de confrontar ideas, existe y Amarga victoria (Dark Victory, 1939) es un buen ejemplo. Asoma en la evolución de Judith Traherme (Bette Davis) y en su respuesta a ¿vivir una mentira feliz o ser consciente de una verdad hiriente? Más si cabe, cuando dicha verdad conlleva aceptar la inminencia de su muerte. Judith es una mujer altiva que aparentemente lo tiene “todo”, amigos, dinero, atractivo, salud,… aunque esta última empieza a fallar y, a pesar de sus reticencias iniciales, acaba visitando a Frederick Steele (George Brent), el especialista que, tras operarla, le dice que la intervención ha sido exitosa. Los análisis son definitivos, objetivos y no dan pie a dudas. Padece una enfermedad incurable que inevitablemente precipitará su muerte. Entonces, ¿por qué miente a la paciente? ¿Se trata de un mal profesional o de uno bueno que prioriza aquello que entiende por humanitarismo?
El médico decide ocultar a su paciente la verdad porque su intención parte del ambiguo y bienintencionado "es por su bien", aunque no cuente con la principal afectada. Su "bien", el del especialista, pretende evitar que la joven sufra el dolor que presupone implicaría conocer su funesto destino, pero su postura nos lleva a preguntarnos si es lícito ocultar a Judith su enfermedad terminal. Es evidente que existen dos respuestas, habrá quien se decante por una y habrá quien lo haga por la otra, pero lo único que se mantendrá inalterable es que le concierne a ella y ella ignora su realidad. Partiendo de esto, el profesional le niega parte de sí misma, de sus decisiones, de sus aptos futuros y podríamos concluir que quien la quiere le está negando el derecho a ser y a decidir como afrontar el tiempo que le resta. Plausible o reprochable, la actuación de Steele y de Ann (Geraldine Fitzgerald), la amiga que conoce la verdad, no deja de ser el engaño que impide a Judith ser consciente. De tal manera, engañada, prosigue su vida sin preocupaciones, feliz de su relación con el doctor, de quien se enamora y en quien confía hasta que la casualidad provoca que descubra la verdad y con ella el sufrimiento, el desengaño, la decepción y el replantearse todo cuanto creía real. Planteada la cuestión, la dirección de Edmund Goulding en Amarga Victoria fluye para el lucimiento de su actriz principal, una Bette Davis que hace suyo el personaje, deambulando entre la luz y las tinieblas de una joven primero caprichosa y posteriormente enfadada con su entorno, dominada por su desconfianza, por su temor y por el dolor que conlleva su enfermedad y la mentira que en ese instante es su vida. Y ahí la actriz hace suyo al personaje, le confiere el valor y la humanidad necesaria para hacer creíble su victoria, la cual, aunque amarga, libera a Judith y le permite ser consciente y consecuente con los hechos que le afectan.
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