Partiendo de que Pedro Páramo (1966) puede considerarse una adaptación cinematográfica fallida, que no una mala película, habría que apuntar que las irregularidades que presenta respecto al sobresaliente original literario no solo se deben a Carlos Velo, su realizador, ni a la insulsa presencia de John Gavin, <<un actor gringo de segunda, que se vería muy bonito disfrazado de charro, pero que jamás pudo con el personaje...>>.1 Sin duda, con el protagonismo de Anthony Quinn, el actor pretendido por Velo, quizá con una fotografía de Gabriel Figueroa más fantasmal, acorde con el tono mortuorio de la historia, y sin las alteraciones en el guion que el cineasta trasladó a la pantalla, las irregularidades se minimizarían, al igual que el desequilibrio entre la realidad y la irrealidad espectral que fluyen magistrales y sin aparente orden en la novela breve de Juan Rulfo. Pero, aparte de esto, las irregularidades también nacen de la subjetividad de comparar dos lenguajes distintos, cine y literatura, y pretender que el autor, y Velo lo era, sea infiel a su personal interpretación de la obra literaria que adapta. El realizador dedicó varios años al desarrollo de su película, sin embargo, el resultado final no le satisfizo y asumió la culpa <<por tener aceptado estas ideas y estas "amables sugerencias" que hicieron híbrido y frío el film, cuando contaba con un magnífico guión, y actores estupendos, llenos de entusiasmo; sin embargo todo fue sometido a un rasero de producción, a un nivel de mediocridad industrial odioso>>.2 Las imposiciones imposibilitaron el film pretendido, pero, aunque denostada en su momento, la adaptación fue valiente en su planteamiento, ofreciendo una cruda visión de un entorno social que encierra poética y realismo, y también las dudas de quien, manteniéndose fiel la obra que admira, no halla las soluciones adecuadas para que la armonía (imagen-letras) se imponga a los altibajos narrativos que observo en la película. En el film, la ruptura temporal literaria se trasforma en el orden cronológico que mezcla el presente y el pasado, algo por otra parte comprensible, debido a la complejidad de una obra que, anterior a su publicación en 1955, había llamado la atención del cineasta orensano, que encontró en el México rural recreado por su amigo Rulfo conexiones con su Galicia natal. Estas dos tierras de miserias, supersticiones y caciquismo se fusionan en la desolada y fantasmagórica Comala, adonde Juan Preciado (Carlos Fernández) se traslada tras el fallecimiento materno. Ante el lecho de muerte de su madre, este promete buscar a Pedro Páramo (John Gavin), su padre y el de tantos otros, y exigirle aquello que les negó en vida de la difunta. Pero allí solo encuentra la soledad espectral y el espacio macabro que, traslada la acción a distintos momentos pretéritos, descubrimos dominado por el cacique don Pedro Páramo, un hombre sin escrúpulos que somete tanto a los hombres como a las mujeres que habitan el pueblo y sus alrededores. Este sometimiento feudal, similar al que podría encontrarse en la Galicia de la juventud de Velo, se une a la constante presencia de la muerte, de la ignorancia, del deseo carnal y de las voces de los difuntos que transitan el presente, un ahora desde el cual se accede al pasado de desintegración que ha convertido a Comala en el purgatorio de almas que, sin encontrar reposo en el más allá, salen al paso o al encuentro de Juan Preciado.
1.Ignacio López Tarso, citado en Miguel Anxo Fernández. As imaxes de Carlos Velo. Edicións A Nosa Terra
2.Carlos Velo, citado en Miguel Anxo Fernández. As imaxes de Carlos Velo. Edicións A Nosa Terra
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