Su presencia recurrente en Hijos de la anarquía (Songs of Anarchy, 2008-2014) fue insuficiente para asentar la trayectoria actoral de Taylor Sheridan, aunque este contratiempo acabó abriéndole un nuevo camino, quizá insospechado o ya decidido de antemano, que le llevó a reinventar su carrera artística escribiendo guiones. Suyas son las historias que dieron pie a las espléndidas Sicario (Denis Villeneuve, 2015) y Comanchería (Hell in Highwater; David Mackenzie, 2016), dos western modernos que presentan aspectos comunes que también encontramos en la menos mediática Wind River (2017), otro excelente thriller intimista que, al igual que las nombradas, asume características del western para adentrarse en un espacio humano desolado, pesimista y violento. Esta película, que no tuvo una buena distribución ni obtuvo el respaldo comercial de los films de Villeneuve y Mackenzie, desvela a un realizador cuya mirada fílmica, cruda y dura, concede al entorno natural, humano, salvaje, olvidado e inhóspito el protagonismo de su segundo film tras las cámaras. Tanto en Sicario como en Comanchería el espacio físico es indispensable para entender las emociones que mueven a sus personajes, lo mismo sucede a los hombres y mujeres de Wind River, condicionados por el espacio que resulta fundamental en sus comportamientos y se convierte en la presencia más importante que asoma en la pantalla. El paraje nevado donde se desarrolla la trama se extiende por las montañas de Wyoming donde sus pobladores, la mayoría nativos norteamericanos, sufren las duras condiciones de vida a las que se han visto obligados a adaptarse. El medio transmite frío, silencio y aislamiento, y resulta el lugar ideal para la soledad, el dolor, la ausencia de piedad y para la certeza de que en la reserva y alrededores <<se sobrevive o te rindes>>. La aceptación del entorno (sus montañas, sus árboles, sus nieves perpetuas y su desolación) forma parte de Cory Lambert (Jeremy Renner), Ben (Graham Greene) o Martin (Gil Birmingham), aunque no de la agente Jane Banner (Elizabeth Olsen), a quien envían para investigar la aparición del cadáver que el primero encuentra congelado en el bosque. El cuerpo de la joven violada, muerta por congelación mientras huía de sus agresores, precipita la investigación que avanza a lo largo de los minutos, pero sobre todo posibilita el acceso a la intimidad de seres marcados por el dolor, la pérdida y la falta de respuestas. La chica hallada por Corey resulta ser la hija de su amigo Martin, también era la mejor amiga de su hija fallecida y es el recuerdo de las desapariciones de nativas norteamericanas que se producen en un país donde apenas importan a nadie. El desinterés por esta minoría étnica parece confirmarse con el envío de una sola agente, sin preparación y sin conocimiento de un terreno hostil como la reserva de Wind River. Jane Banner se presenta con su ropa urbana y con la inocencia o ignorancia que va perdiendo a medida que se adentra en la fría realidad que descubre de la mano de Cory, cuya dura y sincera comprensión nace de su relación con el hábitat al que pertenece, el cual le ha robado parte de sí mismo y le ha condenado a asumir el dolor como algo inherente a la cotidianidad que la cámara y el pausado e intimista ritmo narrativo de Sheridan nos transmiten con acierto y sin falsos sentimentalismos.
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