miércoles, 25 de abril de 2018

El globo rojo (1956)

Si hablamos de fantasía, quizá nos dejemos llevar a mundos mágicos que cobraron y cobran forma en el cine o en la literatura, pero la magia reside en nuestra mirada y en cómo interpretamos aquello que surge y sucede tanto en la pantalla como en las líneas, o simplemente en aquello que descubrimos a nuestro alrededor. Por aquello de las distintas interpretaciones, habrá quien no encuentre magia en El globo rojo (Le Ballon Rouge, 1956), quizá porque la fantasía de la película no fluye de anillos ni de varitas, tampoco de las chisteras o de los espejos de magos que juegan con las percepciones de quienes observan. La fantasía del film de Albert Lamorisse reside en su sencillez y en la inocencia que pasea entre las construcciones ajadas y las calles grises de la ciudad donde el globo rojo, al que alude el título de este multipremiado cortometraje, cobra vida en su encuentro con Pascal (Pascal Lamorisse). Desde este afortunado instante, el recorrido por el grisáceo de aceras, fachadas desconchadas y personas sin sonrisas se transforma en la ilusión compartida por el niño de seis años y el objeto volador que le sigue a casa, al colegio, a la iglesia o a cualquier rincón donde se muestra travieso, feliz y extrovertido, como demuestra su coqueteo con el globo azul que sujeta la niña (Sabine Lemorisse) con quien ambos se cruzan. Inseparables, niño y globo, globo y niño, comparten las andanzas que nos acercan la magia del cine, sin abusos de efectos especiales (los justos para dotar de vida al balón rojo) ni heroicidades ostentosas, solo la ilusión, la amistad y la alegría que acaba siendo la envidia de los compañeros de colegio. El globo rojo no precisa diálogos para mostrar a un tiempo la comunicación que se produce entre los dos amigos, sin necesidad de pronunciar palabras incapacitadas para expresar la veracidad del sentimiento, y la incomunicación entre la pureza representada en Pascal y la mezquindad (suma de envidia, intolerancia, incomprensión o destrucción) de adultos como ese director del colegio que le regaña o de los niños que intentan atrapar y destruir al compañero flotante. De tal manera, sin palabras pero con ideas, el simbólico viaje a la infancia y a la imaginación realizado por Lamorisse recorre París desde el humor y la ternura, también desde rechazo que la magia existente en este clásico del cine infantil transforma en victoria, la de la alegría, el colorido y la libertad que asumen decenas de globos que se elevan por el cielo parisino para confirmar que la ilusión no puede ser destruida por la mezquindad.



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