<<Nuestra real preocupación no está más en perseguir la creación de un nuevo arte, sino en contribuir a desarrollar una nueva cultura...>>1 Como había sucedido en el cine soviético de la década de 1920, sin apenas referencias autóctonas previas, el cubano posrevolucionario buscaba su identidad y, en un primer momento, asumió la revolucionaria. Aquellos ya lejanos años sesenta, entre la ilusión y los interrogantes que se abrían tras el triunfo de la revuelta castrista, surgieron los Tomás Gutiérrez Alea, Sara Gómez, Humberto Solás o Julio García Espinosa (a quien pertenecen las palabras que inician el comentario). Estos fueron algunos de los nombres propios del cine que empezó a gestarse en el ICAIC, un cine que nacía en la modernidad cinematográfica y con la intención de eliminar barreras entre lo cultural y lo popular. García Espinosa fue fundamental en aquellos primeros años, tanto por sus películas como por sus teorías cinematográficas, entre las cuales se sitúa su manifiesto Por un cine imperfecto (1969), imperfección que el realizador llevó a la práctica por primera vez en su película más reconocida, quizá la más exitosa del cine cubano, y, sin duda, un film rupturista y revolucionario, pero, también, un film que adquiere significado pleno en su tiempo. <<Reflexionado sobre Aventuras de Juan Quinquín, me percaté de que me había inspirado en Cervantes y El Quijote, salvando las distancias desde luego, en el sentido de que el autor tomó lo popular de las novelas de caballería para redondear una expresión transcendente de ese género. Aquí estaban las películas de aventuras con las cuales me planteé hacer algo similar.>>2
Partiendo de dicho planteamiento, García Espinosa rompió con la narrativa convencional, alteró la linealidad temporal y combinó western, comedia, aventura, documental,... e incluso cómic —en bocadillos que exteriorizan pensamientos de personajes o en rótulos donde el autor se expresa mediante la palabra escrita—, para desarrollar varias etapas en la vida de Juan Quinquín (Julio Martínez), el héroe de la historia, a quien la Historia, el hambre y la opresión empujan hacia la lucha armada. Juan se descubre perseguido por tropas regulares o asomando la cabeza de la tierra donde, oculto bajo la superficie, ha sobrevivido al ataque militar. En ese instante inicial es un guerrillero, sin embargo, la siguiente escena retrocede en el tiempo y lo muestra en su pueblo natal, ejerciendo de monaguillo en la iglesia del párroco que le sermonea en un vano intento de condicionar la identidad el campesino, a quien poco después expulsa de la villa. Quinquín y su amigo Jachero (Erdwin Fernández), en ese momento dos pícaros ajenos a la revolución, pretenden recaudar veinte pesos para satisfacer la demanda de Federico García. En su intento, deambulan con un viejo león enjaulado, por el cual destierran al protagonista, u organizando la primera corrida taurina celebrada en Cuba, cuyo éxito popular no mitiga las carencias, ni el hambre —su toro se queda literalmente en los huesos, devorado por el pueblo que, fuera de campo, llena sus estómagos vacíos- ni las demandas económicas de las autoridades, que les exigen la mayor parte de los beneficios obtenidos, lo cual supone que a la pareja apenas les reste para comer. El recorrido de ambos personajes expone al tiempo ficción y realidad, comedia y drama, surrealismo, denuncia y, entre la ligereza y la toma de conciencia, apunta la provocación de un cineasta que buscaba <<explorar caminos, y no lograr resultados del todo satisfactorios>>3, puesto que la insatisfacción, la propia, provocaría continuar la búsqueda de un cine sin distancias entre lo culto y lo popular, un cine que alejase al público de la alienación y del populismo sobre el que se sustenta el cine más comercial.
1,2,3.Juan Antonio García Borrero. Julio García-Espinosa. Las estrategias de un provocador. Fundación Cultural de Cine Iberoamericano de Huelva, Huelva, 2001
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