viernes, 31 de enero de 2014

La cuadrilla de los once (1960)


Un par de años antes, 
Frank Sinatra y Dean Martin habían compartido cartel en Como un torrente (Vincente Minnelli, 1958), pero la película que reunió al "Rat Pack" al completo fue la penúltima que dirigió Lewis Milestone. Vista su trayectoria anterior (Sin novedad en el frente, El extraño amor de Martha Ivers o Arco de triunfo) se deduce que Milestone había vivido tiempos mejores a su encuentro con el quinteto de amigos que se citó en Las Vegas no por casualidad. Para los Sinatra, Martin, Sammy Davis, Jr., Peter Lawford y Joey Bishop (el menos problemático del grupo) la localidad de Nevada era un entorno habitual donde solían actuar tanto individualmente como en colectivo; de hecho, durante el rodaje fueron un reclamo artístico y turístico de primer orden para que la ciudad del juego se llenase de curiosos que pretendían ver sus actuaciones cada noche en el Sands, casino del que Sinatra y Martin eran accionistas. Más que una película la La cuadrilla de los once (Ocean's Eleven, 1960) fue la excusa perfecta para que estos "cinco magníficos" reuniesen a su alrededor a otros amigos como Richard Conte, Angie Dickinson, Henry SilvaShirley MacLaine, con quienes estarían encantados de participar en una producción que se podría definir como una irregular gamberrada para mayor gloria de Sinatra y Cia.


Desarrolla en tres partes,
La cuadrilla de los once se inicia con la presentación de los miembros del antiguo grupo del paracaidistas liderado por Danny Ocean (Frank Sinatra), quienes posteriormente se reúnen en la casa de Acebos (Akim Tamiroff), donde planifican un golpe aparentemente imposible. Durante esta primera parte predomina un tono cómico carente de humor, ya que el supuesto ingenio mostrado por Ocean o Foster (Peter Lawford), en sus continuos intentos de burlarse de Acebos, resulta más cargante que divertido. Concretado el plan y las funciones de cada uno de sus miembros, el equipo se traslada a Las Vegas donde deambulan por los cinco casinos que pretenden asaltar durante la noche de Fin de Año, cuando la ciudad sufra el apagón energético provocado por Bergdorf (Richard Conte). La parte final, supuestamente la más irónica, se pone en marcha después de apoderarse del dinero que transportan en el camión de la basura que conduce Josh Howard (Sammy Davis, Jr.). A partir de ahí el asunto se complica con la irrupción de Duke Santos (Cesar Romero), un tipo de dudosa reputación, y futuro padrastro de Foster, que los descubre y les exige la mitad del botín a cambio de su silencio. A lo largo de los minutos se acentúan los altibajos narrativos de La cuadrilla de los once, algo que por lo visto no quitó el sueño a Sinatra, máximo responsable de la producción, quien por lo visto se negaba a realizar una segunda toma cuando Milestone sugería que podría mejorarse la primera; quizá porque el cantante prefería no perder tiempo y continuar con la fiesta que significaba estar rodeado de un grupo de amiguetes con los que pretendía pasar un buen rato compartiendo otros intereses ajenos al mundo del espectáculo. Y por si quedase alguna duda de que se trataba de una película de y para la troupe Sinatra, en la imagen final se descubre tras ellos un cartel luminoso donde se lee el nombre de los cinco miembros del Rat Pack que cada noche actuaban en directo en el Sands.

jueves, 30 de enero de 2014

Más extraño que la ficción (2006)



En Niebla (1914), Unamuno se desmarcó de estilos y patrones narrativos para introducirse en su relato y confrontarse con su personaje, que se ve sorprendido por el inesperado encuentro con un creador que le niega la existencia y le genera dudas hasta ese instante impensables. Similar en ciertos aspectos, aunque desde una perspectiva menos reflexiva y más cómica, en Más extraño que la ficción (Stranger than Fiction, 2006) se descubre a una narradora omnisciente que se introduce en la vida de Harold Crick (Will Ferrell) para describir la rutina de quien no puede evitar la sorpresa, la desorientación y el miedo que le produce escuchar una voz en off que se cuela en su cotidianidad para detallar cuanto hace. Harold no tarda en oír como la descriptora anuncia su inminente muerte, la misma que no desea y hacia la cual parece ser guiado. La perplejidad y el miedo se apoderan del cuadriculado inspector de hacienda, pero estas emociones son ajenas a Karen Eiffel (Emma Thompson), quien, sin saberlo, ha entrado en contacto directo con la cotidianidad de un personaje que resulta ser de carne y hueso, y que nada sabe de la incapacidad de la autora para dar con una muerte novelesca que satisfaga sus inquietudes literarias. Como consecuencia de su imposibilidad se comprende que Karen, además de fumadora compulsiva, es una escritora que atraviesa por una aguda crisis creativa y también existencial que ya dura diez años, y que afecta directamente a ese individuo que se niega a sucumbir a la intención de quien cree haberlo escrito, descrito y creado. Para la novelista la muerte de Harold no deja de ser algo aceptable dentro de su profesión, ya que supuestamente se trata de un personaje que ha cobrado vida en su mente, y por lo tanto en ese mismo espacio generador de ideas debe encontrar su fin, algo que el hombre real no está dispuesto a aceptar al ser consciente de que posee una existencia propia, aunque ésta se encuentre programada para realizar una y otra vez los mismos rituales que confirman que se trata de un individuo anodino y solitario que ve como su tiempo pasa sin más. Pero, tras escuchar las extrañas palabras que anuncian su fin, la víctima cae en la cuenta de que quiere vivir, y para ello busca ayuda profesional, y la acaba encontrando en un profesor de literatura (Dustin Hoffman) que intenta comprender si el necesitado vive inmerso en una narración cómica o trágica, algo que se antoja de suma importancia, pues de ello depende tanto el final del relato como el del protagonista, que a esas alturas de la película ya ha aceptado la presencia de la intrusa dentro de su cotidianidad. De ese modo el contable asume que no controla su destino, el cual parece estar en manos de ese demiurgo femenino que busca su muerte, pero que al mismo tiempo también le despierta de su letargo y lo impulsa a recuperar los pequeños sueños que se fueron quedando por el camino, a medida que su aceptación-sumisión creaba la monotonía que eliminó la posibilidad de hacerlos reales. Aquellas cuestiones, sin importancia aparente, son las que habrían dado sentido a la vida de este personaje, atrapado entre la ficción y la realidad, que asume la fugacidad del momento y acepta su existencia finita, lo que le posibilita apartarse de la falsa idea de control (que lo ha mantenido controlado) y descubrir que aún no es demasiado tarde para tomar sus propias decisiones, porque, al fin y al cabo, en la capacidad de elegir reside una de las principales diferencias entre el ser real (que pretende ser) y aquel que, sin opción a escoger, ha nacido predestinado a vivir y morir en las páginas de una novela en la que alguien escoge por él.

martes, 28 de enero de 2014

El espía que surgió del frío (1965)


Finalizada la Segunda Guerra Mundial, y a raíz de la Guerra Fría, la novela de espionaje cobró mayor presencia dentro del panorama literario. 
Esto no quiere decir que anteriormente no hubiese de este tipo de novela, pero fue a partir de los años cincuenta cuando se produjo su explosión definitiva, gracias a la irrupción de aquel agente doble cero que se dedicaba a salvaguardar los intereses de los suyos en un planeta dividido en buenos, malos y los demás, donde, además de enfrentarse a los villanos de turno que pretendían destruirlo, a él y al lado que representaba y defendía, se entretenía con cuantas chicas le salían al paso. Pero la realidad de la época difería de la presentada por Ian Fleming en Casino Royale y en las sucesivas entregas de su 007, aunque debido al éxito editorial de este personaje se forjó la imagen del espía viril, físico, elegante y vital que poco después se vería potenciada con la presencia de Sean Connery en la película Agente 007 contra el Dr. No (Dr. NoTerence Young, 1962) y sucesivas. De tal manera, el publico cinematográfico y el literario tuvieron acceso a un agente con licencia para matar y con suma facilidad para seducir a mujeres de buen ver y de todos los colores, en lugar de uno con licencia para trabajar dentro de la fría clandestinidad de un ámbito más real que el mostrado en las aventuras de James Bond, icono del espía sofisticado, cínico, conquistador y seguro de sí mismo, aunque a todas luces irreal. Al tiempo que se producía el auge de Bond, un autor británico alcanzaba fama internacional con su tercera novela, y fue entonces cuando David Cornwell, conocido en el ámbito literario bajo el seudónimo de John le Carré, desveló a las masas su perspectiva de agentes en la sombra. La magnífica acogida de El espía que surgió del frío, una obra maestra del género, propició el interés de los productores cinematográficos, que deseaban realizar una adaptación que finalmente fue llevada a cabo por Martin Ritt en esta excelente visión de un agente de mediana edad, inseguro, pesimista y desencantado, que se mueve dentro de un ambiente gélido donde también existen dos bandos, aunque en estos no se distinguen ni buenos ni malos. Podría decirse que la irrupción de le Carrétanto en la novela como en el cine de espionaje, implicó o supuso tramas más sombrías y menos parciales que las producciones anticomunistas del Hollywood de finales de la década de 1940 y parte de la siguiente o que las expuestas por Fleming en sus creaciones literarias y en las adaptaciones cinematográficas de su personaje 007, un agente más espectacular y colorista que los espías de tonalidades grisáceas como Alec Leamas —la interpretación de Richard Burton, sus gestos, sus silencios, su mirada, transmiten la interioridad de su personaje sin necesidad de forzarla con palabras que restarían sinceridad a la sombría y herida interioridad del personaje—, quien apenas se distingue de otros tipos grises que practican su misma profesión, ya sea para un lado u otro del telón de acero.


En los primeros compases de 
El espía que surgió del frío (The Spy Who Come in from the Cold, 1965) se presencia una conversación entre Control (Cyril Cusack) y Leamas durante la cual el primero comenta que, a pesar de la diferencia ideológica existente entre los dos bloques enfrentados, ambos emplean métodos similares, cuestión que confirma que la única regla válida para este tipo de individuos son los resultados. Desde su aparición en pantalla, cuando aguarda en la frialdad nocturna en el lado occidental del muro de Berlín, se comprende que Leamas no es un héroe, nunca lo ha sido y jamás lo será, solo es un individuo sombrío y solitario en quien empiezan a aflorar las dudas y las frustraciones acumuladas durante años, como queda confirmado minutos después en la reunión anteriormente citada. A partir de este instante se observa al quemado veterano fuera del servicio secreto, intentando encontrar su lugar en una sociedad en la que no encaja. Aunque se trata de una actuación para alcanzar un fin, Leamas no miente cuando exterioriza contrariedad y desorientación, pues estas son emociones auténticas y, como tal, su comportamiento, entre violento y lastimero, no deja de ser la realidad que anida en él, y solo en compañía de Nan Perry (Claire Bloom) parece mitigar su desencanto. La misión de este hombre hecho por y para su época pasa por hacer creer a los agentes rivales que su desilusión lo convierte en un desertor en potencia a quien tantear, antes de iniciar el acercamiento que se produce poco después, durante el cual Leamas responde a las mismas preguntas que posteriormente le realiza Fiedler (Oskar Werner), su antagonista y su igual. Pero la trama de espionaje no es más que un aspecto secundario en El espía que surgió del frío, ya que su prioridad se encuentra en mostrar la compleja y amarga personalidad de un hombre a quien se utiliza y que a su vez no duda en utilizar, aunque también posea un lado más humano, que surge cuando conoce a Nan, quien, al igual que él, semeja a la deriva en un mundo dominado por el desencanto, los intereses y la frialdad de opuestos que no dejan de ser iguales, al menos en los caminos que eligen para alcanzar las metas que persiguen.

domingo, 26 de enero de 2014

El nuevo caso del inspector Clouseau (1964)


De los personajes que deambulan por La Pantera Rosa (The Pink Panther, 1963) fue el interpretado por Peter Sellers el que llamó la atención del público en su estreno, al recaer en él los momentos más alocados y divertidos del film. Este hecho, sumado al contundente éxito en la taquilla, provocó que meses después los responsables de la mítica comedia realizasen una segunda entrega. Pero, a diferencia de La Pantera RosaEl nuevo caso del inspector Closeau (A Shot in the Dark) se centró en exclusiva en las andanzas del inepto funcionario de la policía francesa, aunque para él esa ineptitud no es más que su superioridad intelectual y profesional, pues no cae en la cuenta ni de su evidente torpeza ni de su innegable habilidad para crear el caos allí donde se presenta. Esta nueva desventura de Clouseau marcó la pauta a seguir en los sucesivos títulos que componen la famosa saga que convirtió en estrella de primer orden a Peter Sellers; aunque tanto él como el director y guionista Blake Edwards quisieron poner fin a su implicación en la franquicia tras este film, y ambos rechazaron participar en una nueva entrega, la fallida El rey del peligro (Inspector Clouseau, 1968), que sería dirigida por Bud Yorkin e interpretada por Alan Arkin en el papel del torpe gendarme, pero sin conseguir hacer olvidar la excelente caracterización del actor británico. No obstante, cuando sus carreras necesitaron un éxito seguro, que mantuviese sus estatus dentro de la industria cinematográfica y sanease sus bolsillos, tanto el actor como el realizador retornaron a la franquicia con una cuarta película, El regreso de la Pantera Rosa (The Return of the Pink Panther, 1975), a la que siguieron La Pantera Rosa ataca de nuevo (The Pink Panther Strikes Again, 1976) y La venganza de la Pantera Rosa (Revenge of Pink Panther, 1978). Posteriormente, ya sin Sellers (fallecido en 1980), Edwards dirigió otras tres secuelas, muy inferiores a las nombradas, en una de las cuales, Tras la pista de la Pantera Rosa (Trail of the Pink Panther, 1982), el cineasta rindió homenaje al genial cómico empleando imágenes de archivo de su personaje. Uno de los aspectos a destacar de El nuevo caso del inspector Clouseau sería la introducción de dos habituales fundamentales en la saga: Kato (Burt Kwouk), el sigiloso criado del inspector, y sobre todo el desquiciado comisario Dreyfus (Herbert Lom), principal víctima de la personalidad de un subordinado a quien siempre desea ver muerto y a quien intenta asesinar a lo largo de la trama, que se inicia en una mansión donde las puertas se abren y se cierran para recibir a las parejas de amantes que deambulan en la nocturnidad, durante la cual se comete el crimen que será "investigado" por el imperturbable Clouseau. Aunque, desde el comienzo de sus pesquisas, el agente no puede evitar sentir cierta simpatía hacia la sospechosa (Elke Sommer), a quien una y otra vez pone en libertad para poder seguirla empleando su inigualable incapacidad de disfrazarse, la misma que irremediablemente le conduce a ser constantemente arrestado y enjaulado.

El ladrón de Bagdad (1924)


Los inicios de Raoul Walsh en el cine estuvieron ligados al director David Wark Griffith, de quien aprendió técnicas de montaje y de movimiento de cámara; también hay quien afirma que Griffith le encargó hacia 1914 la realización del que sería su primer largometraje. Diez años después, asentado en el Hollywood de los pioneros, Walsh dirigió El ladrón de Bagdad (The Thief of Bagdad, 1924), película protagonizada, producida y coescrita por Douglas Fairnbanks, quien por aquel entonces era una de las grandes estrellas de la pantalla y el rostro indiscutible del aventurero, gracias a películas como La marca del zorro (Fred Niblo, 1920), Los tres mosqueteros (Fred Niblo, 1921) o Robin de los bosques (Allan Dwan, 1922). Consciente de lo que público esperaba de sus personajes, Fairbanks se decantaba por participar en producciones repletas de acción en las que daba rienda suelta a su agilidad y a su carisma, algo que sin duda se descubre en El ladrón de Bagdad, un film diferente a sus anteriores aventuras, ya que ésta destaca por la magia y la alegría de un espectáculo visual hasta entonces inédito, que presentaba innovadores efectos visuales que fueron desarrollados por Robert Fairbanks (hermano de actor) y potenciados por la fotografía de Arthur Edenson, por los soberbios decorados realizados por Irving J.Martin y William Cameron Menzies y por el espléndido vestuario a cargo de Mitchell Leisen. Con un presupuesto que alcanzó la cifra récord de dos millones de dólares, 
Raoul Walsh dio rienda suelta a su máxima de que el cine es acción en movimiento, y para mayor gloria de Fairbanks, que mantenía el control sobre la producción, llevó a cabo una de las más espectaculares fantasías cinematográficas extraídas de Las mil y una noche, aunque la versión más popular posiblemente sea la producida por Alexander Korda en 1940.


El protagonista de esta ilusión en movimiento es un joven a quien se conoce por el nombre de Ahmed (
Douglas Fairbanks), que se dedica a corretear por el bazar robando cuanto se le pone a tiro, pero su jovial y pícara existencia cambia de modo radical cuando se apropia de una soga mágica que emplea para superar los muros del palacio del califa (Brandon Hurst), donde pretende apoderarse de un suculento botín. Sin embargo, una vez dentro, sus planes de riqueza se transforman en amor hacia la princesa (Julianne Johnston), a quien pretende conseguir haciéndose pasar por uno de los príncipes pretendientes que llegan a Bagdad con la intención de hacerla su esposa. No obstante, cuando la muchacha le corresponde, el príncipe mongol (So-Jin), deseoso de conquistar la ciudad o por las armas o por matrimonio, desenmascara al truhán para librarse de su rival más peligroso. Torturado y condenado a muerte, Ahmed logra escapar gracias a la ayuda de la princesa, a quien no olvida y por quien se lanza a las increíbles aventuras que se suceden mientras la doncella aguarda, y para ganar tiempo propone al resto de candidatos que su esposo será aquél que la obsequie con el regalo más sorprendente. El ladrón de Bagdad se encuentra repleta de efectos que hicieron las delicias de un público ajeno a escenas como la de la soga mágica que se iza para que Ahmed acceda al castillo, tampoco estarían acostumbrados a ver a un hombre árbol cobrar vida o sumergirse con el ladrón en el fondo marino, por no hablar de la visión de un caballo alado o el vuelo de una alfombra mágica cuyo coste ascendió a sesenta mil dólares de la época, lo que indica que Fairbanks, como productor-actor, y Walsh, como realizador, iban a por todas a la hora de crear un espectáculo que marcó un hito dentro del cine fantástico.

sábado, 25 de enero de 2014

Las mejores intenciones (1992)


El quinto largometraje del danés Bille AugustPelle el conquistador, además de darle a conocer fuera de su país, le proporcionó excelentes críticas y numerosos premios, entre ellos la prestigiosa Palma de Oro, el Oscar y el Globo de Oro a la mejor película de habla extranjera. Pero también llamó la atención de otros colegas de profesión, como fue el caso del mítico realizador sueco Ingmar Bergman, quien lo escogió para que fuese el encargado de dirigir el guión que había escrito sobre los primeros años de relación entre sus padres (Karin y Erik). Las mejores intenciones (Den Goda Viljan) se estrenó en formato de miniserie de cuatro capítulos, con una duración total de seis horas, aunque meses después fue proyectada en las salas comerciales con un metraje que se redujo a la mitad. Y por segunda vez August sería galardonado con la Palma de Oro, en esta ocasión como recompensa por su acertada puesta en escena de la compleja historia de Bergman, sin traicionar el cine de aquél ni el suyo propio; aunque sus posteriores producciones no han vuelto a alcanzar el nivel de las que hasta día de hoy se consideran sus dos grandes obras. La acción de Las mejores intenciones se desarrolla entre 1909, momento en el que Anna (Pernilla August) y Henrik Bergman (Samuel Fröler) se conocen, y 1918, pocas semanas antes del nacimiento del segundo hijo del matrimonio (que en la vida real sería el realizador de Fresas salvajes). Durante este periodo de constantes altibajos, las personalidades de los miembros de la pareja se enfrentan entre sí y con un entorno en el que Henrik nunca llega a encontrar el equilibrio emocional que le permita aplacar el rechazo que habita en su interior, algo que se deja entrever al inicio del film, pues se intuye que se trata de un hombre de ideas rígidas, incapaz de olvidar o perdonar, condicionado por los recuerdos de una infancia marcada por la pobreza y el rechazo de su familia paterna. Como consecuencia del pasado el Henrik adulto desprecia a su abuelo en el presente, cuando aquél le pide que visite a su esposa moribunda, ya que uno de sus últimos deseos sería el de congraciarse con su nieto. Sin embargo el joven se muestra intransigente, convencido de su derecho a no perdonar. Este prefacio permite acceder al carácter de Henrik, descubriendo en él el sufrimiento y la falta de empatía que le impiden relaciones satisfactorias. Por contra, Anna se presenta antagónica a la sombría y recta personalidad de quien será su esposo, rodeada por un núcleo familiar que la arropa y la protege, y dentro del cual el estudiante de teología no encaja. Durante la primera parte de Las mejores intenciones prevalecen las trabas externas, como serían la oposición de Karin Akerblom (Ghita Borby) a una relación que sospecha que hará desgraciada a su hija, la relación que Bergman mantiene con Frida (Lene Endre) o la tuberculosis que padece Anna y que la obliga a abandonar Suecia. En un segundo momento de la película, superada la separación, la pareja decide casarse, pero antes se detienen en el hogar de Alma Bergman (Lena Hjelm), quien también parece convencida de que su futura nuera sufrirá al lado de su hijo, pues en él no hay cabida para la alegría o la calidez que desprende la joven. La parte más intimista del relato se desarrolla durante la estancia del matrimonio en el pueblo donde Henrik es destinado tras realizar sus votos religiosos; y allí, desde el primer instante, la existencia de Anna se torna fría y solitaria, supeditada al gélido carácter de un esposo dominado por complejos que provocan que priorice su trabajo o sus convicciones religiosas y personales por encima de las necesidades de una mujer que se consume entre los silencios y la aceptación de un entorno que le desespera.

jueves, 23 de enero de 2014

Mary Poppins (1964)


Cuando Jack Warner produjo My Fair Lady desechó la idea de contar con la actriz Julie Andrews, por aquel entonces sin experiencia en cine, aunque había interpretado al personaje principal del musical de mismo título estrenado en Broadway en 1956. Pero otro mítico productor, Walt Disney, tras verla actuar en Camelot pensó que ella sería la protagonista ideal para la producción musical y familiar que iba a llevar a cabo. Así pues,  "gracias" al rechazo de Warner y al buen ojo de Disney, a Julie Andrews se le presentó su gran oportunidad cinematográfica en Mary Poppins, por la cual obtuvo el Oscar a la mejor actriz del año y el Globo de Oro a la mejor actriz de comedia o musical. Pero, dejando a un lado esta anécdota, la película, basada en los libros infantiles escritos por P. J. Travers, fue dirigida por el británico Robert Stevenson, a quien (a pesar de haber rodado títulos tan interesantes como Alma rebelde, Opio o Despacio, forastero) se le recuerda principalmente por esta y otras producciones que rodó para el sello Disney (Un sabio en las nubes, Ahí va ese bólido o La bruja novata). Supuestamente uno de los grandes aciertos del film residió en la combinación de números musicales, fantasía, cine familiar e imágenes animadas (impuestas por Disney), que en su conjunto ofrecen un espectáculo amable que por momentos llega a resultar empalagoso incluso para los más pequeños, al menos ese fue la sensación que me produjo cuando la vi de niño. Años después, cuando volví a verla, aquella percepción no sufrió alteración alguna, más aún, me convencí de que Mary Poppins era y es una de esas películas que alcanzan un estatus que no se corresponde con lo que en realidad ofrece. En un primer momento de la película se observa a un núcleo familiar bajo el dominio de la rigidez paterna, la cual está apunto de ser derrotada por la figura solitaria que la cámara muestra sentada sobre una nube. Esta presentación de Mary Poppins no deja lugar a dudas, se trata de una joven diferente, portadora de fantasía y de buenos sentimientos, que llega a un barrio londinense para prestar su ayuda a la familia Banks, que semeja haber perdido su razón de ser. Pero antes, en esa misa calle de decorado, se descubre el imaginativo hogar-navío del almirante Boom (Reginald Owen), quien cada día, a horas puntuales, lanza salvas que afectan a todos sus vecinos, entre quienes se cuentan los dos niños a quienes la nueva institutriz muestra como la fantasía puede ayudarles a cumplir sus sueños, que en realidad se reducen a recibir las atenciones tanto de la madre (Glynis Johns), feminista practicante en ausencia de su esposo, como del padre (David Tomlinson), que representa a la figura del refinado gentleman inglés, serio, austero, trabajador y ajeno a la ilusión que no tarda en cambiar la existencia de los suyos y la suya propia. Con la irrupción de la niñera mágica la fría cotidianidad de pequeños y mayores cobra candidez, colorido y musicalidad, de modo que con su presencia se abren las puertas de un mundo imaginario por donde también deambula Berth (Dick Van Dyck), en algunos aspectos similar a Mary, pero con un comportamiento más cercano al de los dos niños a quienes anima a disfrutar del lado bueno de las cosas. En este personaje (acompañado de un grupo de desollinadores) recae el que posiblemente sea el mejor número musical del film, aquel que se desarrolla sobre los tejados de Londres y concluye en el interior del hogar de los Banks ante la atónita mirada de un padre que finalmente comprende que la plenitud no reside en la rigidez de conducta o en un trabajo que castra su capacidad para soñar y le aleja de los suyos, sino en el calor que le proporciona su familia, la cual, tras la buena labor de la niñera, alcanza un final Disney.

lunes, 20 de enero de 2014

Elegidos para la gloria (1983)


En 1979, 
Tom Wolfe publicó Lo que hay que tener, uno de sus libros más populares, y cuatro años después Philip Kaufman lo adaptó a la pantalla convirtiéndolo en esta reconocida producción que, a lo largo de sus tres horas de metraje, desarrolla parte de la historia de la aeronáutica estadounidense comprendida entre 1947 y 1963. Pero antes de que Elegidos para la gloria (The Right Stuff, 1983) se centre en el programa espacial Mercury, las imágenes presentan a los verdaderos responsables de su éxito: los pilotos de pruebas, cuyo valor, destreza, orgullo, control ante situaciones extremas y una pizca de locura, les confiere lo necesario para luchar por objetivos como el de superar la barrera del sonido o posteriormente alcanzar el espacio. A estos individuos, imprevisibles y difíciles de manipular, poco les importan las cuestiones ajenas a su trabajo mal remunerado, en el que arriesgan sus vidas pilotando reactores con los que surcan el firmamento en busca de traspasar la mítica y, hasta ese entonces, inalcanzable velocidad del sonido. Así se descubre que la cotidianidad de estos pioneros del aire se mueve al borde de la muerte, de hecho, la mayoría solo alcanza el sueño eterno y un hueco en la pared del bar de Pancho Barnes (Kim Stanley), donde decenas de fotografías recuerdan que alguna vez existieron, y que persiguieron una meta al alcance de unos pocos elegidos como Chuck Yeager (Sam Shepard). Este aviador, más cercano a la figura del cowboy que a la del militar, se convierte en el mejor entre todos los que se citan en la base Edwards al ser el primero en superar el match 1, el 14 de octubre de 1947.


Años después, otros pilotos como Gordon Cooper (
Dennis Quaid), Derek Slayton (Scott Paulin) y Gus Grissom (Fred Ward) llegan a esa misma base, en donde son reclutados para unirse al programa espacial que el gobierno pone en marcha a raíz de la alarma que, entre políticos y militares, provoca el lanzamiento del primer satélite artificial soviético allá por octubre de 1957. Como consecuencia de la idea de que la nación que controle el espacio dominará la tierra, y de la rivalidad existente entre los máximos representantes del bloque capitalista y del comunista, un año más tarde nace el proyecto Mercury de la NASA y la conocida como "guerra de las galaxias", en la que tanto rusos como estadounidenses desarrollan sus programas espaciales (con la inestimable colaboración de los científicos sacados de Alemania a la conclusión de la Segunda Guerra Mundial) para ser los primeros en enviar a un ser humano al espacio exterior. Esta fecha se confirma el 12 de abril de 1961, cuando los soviéticos toman la delantera al lanzar la Vostok 1 con Yuri Gagarin a bordo, mientras que los norteamericanos pierden su oportunidad al enviar, tres meses antes, a un chimpancé en lugar de a uno de los siete astronautas que se han dejado la piel preparándose para la misión. Respecto a esto, en momentos puntuales de Elegidos para la gloria, se observa que las decisiones de los burócratas responsables del proyecto no tienen en cuenta a los pilotos a quienes pretenden controlar y emplear como reclamo publicitario ante la nación —cuya interés es clave para conseguir el presupuesto que permita la continuidad del programa—, que aclama como héroes a esos pilotos que, al igual que el indomable Yeager, tienen lo que hay que tener para superar barreras míticas.



domingo, 19 de enero de 2014

Lío en los grandes almacenes (1963)


Entre 1955 y 1964 el cómico 
Jerry Lewis y el director y guionista Frank Tashlin realizaron ocho comedias en común que presentan un humor basado en el gag visual, influenciado por el slapstick y el cómic, y en la personalidad de un personaje soñador, cargado de tics, torpe e inseguro; aunque no se necesita profundizar demasiado en él para descubrir que se trata de un sujeto inadaptado que se rebela contra lo establecido. A pesar de los detractores de Lewis y de los críticos que no lo tomaron en serio (tuvieron que ser cineastas franceses como Jean-Luc Godard quienes salieron en defensa de su cine), el humor desarrollado tanto en estas películas como en parte de sus realizaciones como director posee una personalidad propia que lo convirtió en un referente renovador de la comedia de la época, como también lo sería Tashlin, quien sin duda tuvo parte de culpa en el estilo que Lewis desplegó como director y guionista. Aunque sus trabajos son menos reconocidos que los desarrollados por los Charles Chaplin, Buster Keaton, Ernst Lubitsch, Leo McCarey, Preston Sturges o Billy Wilder, el dúo Tashlin-Lewis también forma parte de la historia de la comedia hollywoodiense, siendo Lío en los grandes almacenes (Who's Minding the Store?, 1963) una de sus grandes aportaciones al género de la risa.


En su inicio, el film destaca por la original presentación de Norman Phiffier (
Jerry Lewis), el protagonista a quien se accede a través de los informes de los detectives contratados por la señora Tuttle (Agnes Moorehead), la dominante dueña de una importante cadena de grandes almacenes y madre de Bárbara (Jill St. John), que es novia del joven despistado e inocente a quien se ha grabado sin su conocimiento. En ese instante inicial, mientras uno de los detectives comenta la personalidad del sujeto en quien se centra la filmación casera, se accede al carácter de la señora Tuttle, al de Barbara (sin necesidad de que esté presente) e incluso al del señor Tuttle (John McGiver), cuando asoma por la puerta del despacho de su esposa y ella lo humilla sin el menor miramiento. La personalidad de la acaudalada no esconde sus rasgos dominantes y manipuladores, pues trata a cuantos la rodean como seres inferiores a quienes en todo momento controla y amedrenta, quizá por ello no llama la atención que ponga en práctica un plan maquiavélico con el que pretende impedir que su hija se case con semejante espécimen. Para llevar a cabo su proyecto necesita la colaboración del solícito señor Quimby (Ray Walston), el gerente a quien ordena (ella nunca pide) que emplee a Norman en la superficie comercial donde trabaja Barbara (que pretende mantenerse alejada de cuanto significa su madre) y que le encargue las tareas más duras, de modo que renuncie al empleo y así su hija comprenda que su enamorado no es más que un infeliz y un fracasado.


Pero, contra todo pronóstico, el personaje de Lewis triunfa sobre la adversidad sin darse cuenta de la misma; siempre lo hace, porque su interpretación del entorno difiere, así como su intención de encajar dentro del orden que desordena —pues
 en realidad rechaza tal posibilidad. La estancia del joven en los almacenes es una constante sucesión de divertidos gags que se inician con la famosa secuencia de “la maquina de escribir” y concluyen con una excelente tempestad creada por una voraz aspiradora que semeja poseer vida propia. Durante estos dos momentos se suceden las escenas cómicas en las que prevalece la torpeza de Norman, pero también su afán de superación y su empeño por demostrar que puede conseguir ser dueño de su existencia (y de su relación sentimental), actitud que acaba contagiando al señor Tuttle en su particular revolución matrimonial.

jueves, 16 de enero de 2014

Alien 3 (1991)


Asumir la dirección de una saga de éxito puede resultar un arma de doble filo, pues, si bien se asegura el interés por parte del público fiel a la serie, también se corre el riesgo de no responder a las expectativas creadas. Más o menos este sería el panorama con el que David Fincher se encontró cuando, tras varios años de experiencia en la ILM de George Lucas, en publicidad y en videoclips, debutó en la realización de largometrajes con Alien 3, una secuela que no salió bien parada de la inevitable comparación con Alien (Ridley Scott, 1979) y Aliens, el regreso (James Cameron, 1986), limitándose a desarrollar situaciones similares a las mostradas previamente por Scott y Cameron. Aunque el film de Fincher se encuentra más próximo al planteamiento realizado por el director de Blade Runner (se ubica la acción en un espacio claustrofóbico donde un grupo de humanos se enfrenta con una sola de las famosas criaturas diseñadas por H. R. Giger), mantiene un punto de contacto con su antecesora más inmediata al iniciarse con los restos de la nave en la que viajan Ripley (Sigourney Weaver), el cabo Hicks y la pequeña Num. Aunque, cuando la teniente vuelve en sí, comprende que ella es la única que ha sobrevivido al impacto contra la superficie del planeta, que descubre habitado por una pequeña comunidad de presidiarios que ha cambiado la violencia por la religiosidad con la que pretenden no reincidir en actos pasados. Sin embargo, la estancia en este planeta se reduce a un espacio delimitado; y al igual que sucede con la nave Nostromo o con la colonia espacial, el complejo carcelario se convierte en el escenario exclusivo del nuevo enfrentamiento entre la sufrida heroína y el letal espécimen que ha llegado con ella, y que se mueve libremente por los oscuros y estrechos corredores donde no hay el menor rastro de la tecnología desplegada por el grupo de marines en la producción de James Cameron, lo cual implica que Ripley deba acabar con la criatura con los escasos medios de los que se dispone en el antiguo centro penitenciario. Aparte de la repetición de la lucha entre viejos conocidos, Alien 3 reincide en otros aspectos vistos con anterioridad en la saga; pero todos ellos se quedan en meros esbozos que se pierden a través de los túneles donde la cámara de Fincher busca sobresaltos que solo pillan desprevenidos a los presos, ya que ni al público ni a Ripley debería sorprender una situación que volvería a repetirse por cuarta vez en Alien: Resurrección (Jean-Pierre Jeunet, 1997).

sábado, 11 de enero de 2014

Moonrise Kingdom (2012)

Como se descubre en anteriores películas de Wes AndersonMoonrise Kingdom se encuentra poblada por individuos cuyos comportamientos pueden resultar a primera vista un tanto extraños, pero si se profundiza en ellos se observa que son fruto de necesidades y carencias emotivas y afectivas como las que condicionan a los miembros de la familia de Los Tenenbaum o a los tres hermanos de Viaje a Dajeeling. Y al igual que aquéllos, los personajes de Moonrise Kingdom se encuentran sumidos en la insatisfacción que les ha derrotado y obligado a ser como son, por lo que solo los dos niños protagonistas hacen algo para apartarse de ella al llevar a cabo el plan que han ideado por correspondencia. Pero antes de que las imágenes se centren en Sam (Jared Gilman) ya se comprende que se trata de un niño a quien no aceptan ni en el seno de su familia de acogida ni en el campamento scout de donde se fuga para encontrarse con Susan (Kara Hayward), condicionada por la indiferencia de unos padres que nada tienen que decirse, salvo el intercambio insustancial de información laboral. La aventura de Susan y Sam les lleva a recorrer una isla donde afloran sus sentimientos, sus reflexiones y su relación afectiva, en la que encuentran el calor y la comprensión que no han hallado en un entorno del que nunca se han sentido parte. La escapada es su manera de revelarse contra aquéllo que les lástima, y durante un breve espacio de tiempo consiguen apartarse de un ambiente repleto de seres emocionalmente tan heridos como ellos, entre quienes destaca la presencia del solitario jefe de los scouts (Edward Norton) y la del capitán Sharp (Bruce Willis), triste, taciturno y amante de Laura Bishop (Frances McDormand), la madre de la niña. No obstante, el sueño de libertad resulta efímero y concluye con su captura, pero la noticia de que Sam será enviado a un centro de acogida, o algo peor, parece despertar tanto a los adultos como al grupo de niños que hasta ese instante han rechazado a su compañero, a quien deciden ayudar para que vuelva a huir en compañía de su alma gemela poco antes de que estalle la tormenta a la que el narrador (Bob Balaban) hace referencia en los primeros compases de la película. En Moonrise Kingdom Wes Anderson volvió a desarrollar su peculiar estilo, que se posiciona entre el cine personal y el comercial, marcado por la irrealidad y el humor que dan forma a las relaciones que se producen entre los personajes, centro exclusivo de sus intereses como guionista y director; de ahí que se priorice en los sentimientos de rebeldía de los dos niños ante la pasividad de los adultos, en el distanciamiento que domina en el matrimonio Bishop o en la derrota existencial de un policía que intenta escapar de la soledad mediante su relación clandestina con Laura.

jueves, 9 de enero de 2014

Fitzcarraldo (1982)


<<Opresiva sensación de seguir adelante con algo que en realidad nadie podría manejar. Si todo esto sucediera en otro país tendría menos dudas. La mayor incertidumbre: los actores, el nuevo campamento, el barco por encima de la montaña, la gran organización que todavía nadie ha entendido, los indios, las finanzas... el listado podría extenderse a voluntad. Vista desde el avión, la sola dimensión de la selva es aterradora, nadie que no haya estado allí en persona podría imaginársela>>

Werner Herzog, Manaos - Iquitos, 2/8/80


 Algunos de los sueños que guían los actos humanos escapan a la comprensión de quienes son ajenos a ellos, incluso, a veces, superan la de  quienes los sueñan, los poseen y se dejan poseer por ellos. De ese modo soñar se convierte en una necesidad vital que puede llegar a ser la obsesión que inevitablemente les conducen hacia su derrota existencial o hacia la continua lucha por hacer real la irrealidad soñada: su razón de ser y de existir, la misma razón que les lleva al límite.


Inspirado en el personaje real Brian Sweeny Fitzgerald, Fitzcarraldo (Klaus Kinski), como otros personajes de la fructífera y tortuosa relación profesional entre Werner Herzog y Klaus Kinski -que asumió el papel protagonista cuando Jason Robards no pudo continuar rodando-, es uno de esos seres obsesionados con una idea que lo impulsa a realizar acciones poco comunes, como sería su intención de construir un teatro donde disfrutar de representaciones de ópera. Hasta aquí, su intención no parece descabellada, pero, en el corazón de la selva amazónica del siglo XIX, la ópera poco importa a los oriundos del lugar o a los occidentales que se han instalado en las orillas del río, para enriquecerse con el caucho.


Vive entre el materialismo empresarial europeo y el primitivismo de la cultura indígena que ni comprende ni desea comprender. En ese espacio, donde no pertenece a ninguno de los dos entornos, Fitzcarraldo no desiste en su empeño de levantar ese espacio físico donde algún día podría actuar su admirado Caruso. Este soñador impulsivo perdió su fortuna tiempo atrás, persiguiendo otra quimera, que consistía en construir una línea de ferrocarril en los Andes. Ahora, sin blanca, necesita conseguir el capital que le permita materializar su ambición musical, y para ello pretende embarcarse en otra de sus visiones imposibles, que pasa por adquirir el barco que compra gracias a la ayuda económica de Molly (Claudia Cardinale), la única persona que, aparte de sí mismo, parece creer en él.


Durante esta primera mitad de Fitzcarraldo (1982), Herzog ubica y desubica al personaje, único en su género, con su traje blanco y obsesionado con su anhelo, en el entorno donde se enfrentan dos culturas y dos naturalezas -física y humana-, que nada tienen en común. La segunda parte se inicia cuando el barco zarpa río arriba, hacia un destino que solo el visionario parece conocer.


El recorrido por el río y la selva se convierte en el detallado documento de las labores de una embarcación que se adentra en el territorio de los Jíbaros, cuya sola mención asusta a la tripulación hasta el extremo de abandonar al occidental y a los tres hombres que permanecen a su lado, en ese espacio inhóspito donde se agudiza la locura que guía su conquista del imposible que persigue. Esta segunda mitad se desarrolla a lo largo del viaje fluvial, de perseguir y vivir el sueño, que implica sacrificios que la cámara de Herzog muestra en su crudeza, desde una perspectiva realista que permite observar entre otras cuestiones el arduo e inútil trabajo que significa transportar la embarcación por una montaña para así evitar los rápidos que impiden el paso del barco de vapor de un afluente a otro. Una crudeza similar al viaje del obsesivo fueron la preproducción y el rodaje de la propia película, que resultó un cúmulo de dificultades a superar, desde el cambio de protagonistas como las dificultades logísticas y naturales del medio, aunque, finalmente, Herzog logró su conquista de lo inútil, estrenando su aventura con gran aceptación por parte de la crítica y con la recompensa del premio al mejor director en el festival de Cannes.

miércoles, 8 de enero de 2014

El diablo sobre ruedas (1971)


Tras dirigir varios episodios de series de televisión, un joven y prácticamente desconocido
Steven Spielberg se hizo cargo de la adaptación televisiva de un relato publicado por Richard Matheson en la revista Play Boy, cuyos derechos fueron adquiridos por la Universal y el propio Matheson se encargó de escribir. En 1971 la cadena ABC estrenó El diablo sobre ruedas (Duel, 1971con gran éxito y dos años después fue comercializada en salas europeas con una duración superior a su pase televisivo, convirtiéndose en la película que impulsó la carrera cinematográfica de su realizador, quien, cuatro años después, alcanzaría fama mundial gracias al rotundo éxito obtenido por Tiburón (Jaws, 1975). En El diablo sobre ruedas se desconocen los motivos que empujan a un camionero, que nunca se deja ver, a perseguir hasta el límite a David Mann (Dennis Weaver), a quien al inicio de la película se descubre conduciendo su vehículo rumbo a una reunión laboral después de haber discutido con su esposa. Pero ¿por qué le acosa hasta el punto de sacarlo de la calzada? Los motivos del camionero carecen de importancia, como tampoco la tiene el conductor en sí mismo, pues ésta recae en el gigante oxidado que conduce, y que parece adquirir vida propia cuando se lanza a la caza del turismo dentro del cual David se convierte en la presa. Este hombre de mediana edad, mediocre y sometido a su rutina, se muestra incapaz de comprender por qué ese máquina demoledora se empeña en atacarle, lo que provoca que abandone la sumisión que le domina en los primeros compases para poder sobrevivir a lo largo de una carretera donde la amenaza nunca desparece. La mayor parte del film trascurre sobre el asfalto donde se enfrentan ambos conductores, aunque en momentos puntuales David se detiene, ya sea en una cabina telefónica, donde una vez más es atacado, o en un bar de carretera donde sus pensamientos delatan el nerviosismo que le domina al saberse víctima de una situación a la que no encuentra ni lógica ni fin. En ese local su desequilibrio emocional aumenta al descubrir que en el exterior se encuentra aparcado el viejo camión que le ha estado persiguiendo, cuestión que le lleva a sospechar que el desconocido es uno de los clientes de la cafetería. Sin embargo no puede reconocerle, solo ha visto sus botas, similares a las del individuo con quien se enzarza en una pelea que solo sirve para agudizar la confusión que le domina. El diablo sobre ruedas posee un ritmo trepidante, y puede que fuese mayor si Spielberg hubiese logrado convencer a los productores, que se negaron a prescindir de los diálogos, aunque los que hay tampoco impiden que se trate de un thriller de carretera plenamente visual. Desde el primer encuentro, impera la tensión que se genera tanto desde el rostro y el comportamiento de un hombre que se ve en una situación límite como en la constante presencia del mastodóntico y letal ser de metal que le persigue.

martes, 7 de enero de 2014

El carnicero (1970)



Una de las etapas más interesantes dentro de la filmografía de 
Claude Chabrol se encuentra en sus colaboraciones con el productor André Génovès, en una serie de películas que abarcan los films producidos entre La ruta de Corinto (La route de Corinthe1967) e Inocentes con manos sucias (Les innocents aux mains sales, 1975). Entre ambas producciones Chabrol rodó algunas de sus películas más destacadas (La mujer infielEl carniceroLa ruptura o Relaciones sangrientas), en su mayoría interpretadas por Stéphane Audran, la protagonista de esta intriga en la que, una vez más, el cineasta priorizó su interés por la complejidad de los personajes por encima de la trama criminal. Esta predilección por profundizar en el individuo provoca que el ritmo de El carnicero (Le boucher, 1970) avance condicionado por la soledad, las frustraciones, los anhelos o los rechazos que definen las personalidades de los dos personajes centrales, a quienes se descubre en un pequeño pueblo de provincias donde la cotidianidad y las relaciones diarias se ven alteradas por la boda en la que se inicia su amistad. Popule (Jean Yanne), el carnicero, y Hélène (Stéphane Audran), la maestra, se erigen en el centro exclusivo de una narración en la que los sentimientos y las sensaciones que habitan en ellos no necesitan ser expresados en voz alta para comprender el desequilibrio emocional que les domina, y que se agudiza a medida que avanzan los minutos de una película en la que Chabrol intencionadamente relegó el suspense a un plano secundario. Desde la interioridad de la maestra y del carnicero se comprende que el acercamiento entre ambos se encuentra limitado e imposibilitado por las frustraciones, como se aprecia en un primer momento en la incapacidad de la docente a la hora de aceptar las emociones que el carnicero despierta en ella, al aferrarse a la soledad tras la que se ha protegido desde el desengaño amoroso sufrido diez años atrás. Al tiempo que se desarrolla la relación entre la directora de la escuela y un hombre incapaz de olvidar sus años en el ejército se inicia la intriga criminal que gira en torno a la aparición del cadáver de una mujer en las proximidades del pueblo. Pero, sin testigos y sin pistas, las autoridades desisten en la investigación y abandonan la pequeña población dejando que la monotonía continúe, sin embargo ésta vuelve a alterarse cuando la maestra y sus alumnos descubren el cuerpo sin vida de otra mujer. Este instante acaba con la posibilidad de que la profesora abandone la represión y la desconfianza que marcan su tiempo, pues al lado del cuerpo encuentra el encendedor que le regaló a Popule. Aunque en ningún momento llega a pronunciar sus sospechas, ya que de materializarse rompería definitivamente la oportunidad de escapar de su soledad; y de ese modo, cuando los gendarmes regresan y el policía la interroga, omite el detalle del mechero a pesar de la inquietud que le provoca saber que Popule puede ser el psicópata a quien buscan. Pero en El carnicero la trama criminal carece de importancia, siendo la escusa en la que Chabrol se apoyó para aumentar la sensación de desesperación que habita en dos personajes que no saben o no pueden vivir con sus miedos, sus decepciones u otros desequilibrios emocionales que solo parecen mitigarse cuando comparten espacio y tiempo.