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martes, 30 de mayo de 2023

La calumnia (1961)


Quizá esté de más recordar que lo que hacemos hoy, mañana lo haríamos de distinta manera. Pero, de no hacerlo, me quedaría sin comienzo para el texto y, además, viene a cuento. Las ideas y los pensamientos del presente evolucionan a medida que nuestro pensamiento conoce nuevos aspectos, se replantea los viejos y realiza una reconstrucción constante y continua que no tiene por que afectar la esencia del individuo. También los aspectos externos condicionan lo que hacemos hoy y lo que haremos mañana, y este es el caso en el que introduzco a William Wyler y sus dos versiones de The Children's Hour: Esos tres (These Three, 1936) y La calumnia (The Children's Hour, 1961). El resultado fueron dos películas distintas, aunque evidentemente similares debido a su misma fuente teatral, pero son sus particularidades, las de la época de los rodajes y las del propio cineasta —es obvio que Wyler no era el mismo en 1936 que en 1961—, hacen que las adaptaciones sean diferentes y, por momentos, se complementen para dar una idea mayor sobre la intolerancia más que sobre la mentira que da pie al drama. La calumnia es la más fiel de las dos a la obra de Lillian Hellman, sin ser suyo el guion —obra de John Michael Hayes— y quizá la más fiel al propio Wyler, que no fue, ni mucho menos, el único de los grandes que rodó una nueva versión de alguna de sus películas. Más que por cuestiones comerciales, lo hizo por ofrecer lo que en su momento no pudo, debido a condicionantes de la época —tal cual el código Hays—, o pasó por alto. Aquí su perspectiva es más amarga, tanto en su visión del mundo infantil, en la niña que inicia el bulo y lo lleva al límite sin importarle a quien arrastre y destruya, como los adultos que no tienen el menor miramiento a la hora de condenar, herir e incluso conducir a la muerte a sus víctimas, que son aquellas de entre sus miembros que salen del orden o no encajan en los márgenes que aquel ordena…


Todos hemos tenido infancia y solo los hipócritas y quienes se visten de ingenuidad dirían que los niños son inocentes, pues, en menor o mayor grado, la inocencia es lo primero que se pierde al socializarse. Ya desde nuestros primeros pasos, primero sin ser conscientes, quizá a imagen de la sociedad en la que entramos a formar parte con paso titubeante, los individuos hacemos de la mentira un recurso natural. Bromeamos con mentirijillas y las decimos “piadosas” o, en casos extremos, pasamos a terrenos más peligrosos donde o nos defendemos o atacamos. Rosaline (Veronica Cartwright) y Mary (Karen Balkin) son ejemplos contrarios de ese uso extremo de la mentira. La primera se ve empujada a ella; tiene miedo y solo mintiendo parece alejar el peligro que siente; la segunda es un ejemplo de la peligrosidad, en el uso de la mentira. Mary es una niña consentida y caprichosa, que destaca por su capacidad manipuladora y por ser consciente de lo que hace y porqué lo hace; quizá no lo sea del alcance de su obra, pero ¿quien sí? ¿O quién reconocería que escogió obrar de ese modo y no de otro? Para ella, el fin que persigue justifica los medios que emplea para lograrlo: que no sería otro que dejar un colegio donde no puede dictar ni manipular a su antojo, ya que las dos profesoras, Karen (Audrey Hepburn) y Martha (Shirley MacLaine), no caen en su juego. Pero, aparte, en La calumnia, ya no es una cuestión de verdades y mentiras, sino de los prejuicios, de la hipocresía, de una sociedad cuya moral es incapaz de aceptar las libertades que solo cree y sostiene de boquilla, no de hecho. Queda claro que, como todo defensor a ultranza del “bien”, de su idea (in)moral del “bien”, la abuela (Fay Bainter) de Mary siembra el mal al correr la voz de que Martha y Karen son amantes, catalogando de antinatural aquello que no comprende y que su tolerancia no tolera. De ese modo, aunque la vida privada de los demás no sea de su incumbencia, asume que sí lo es y decide creer ciegamente en la idea que su nieta le ha susurrado, pero que la anciana llevaba consigo y que el resto de padres también llevan en su genética social. Los prejuicios de la abuela no solo les lleva a juzgar la supuesta relación de las maestras como antinatural, sino que las acusa de <<estar jugando con la inocencia de muchas niñas>>, pero Wyler deja claro que las únicas que juegan con la inocencia de alguien son ella, su nieta Mary, la tía de Martha (Miriam Hopkins) y el resto de inquisidores que deciden despreciar y destruir lo que no es aceptado en el seno de su hipocresía social…

jueves, 11 de julio de 2019

Esos tres (1936)


En su
Elogio a la locura, Erasmo insinúa que la fortuna sonríe a los locos y a los audaces, y se muestra esquiva con los sabios. Samuel Goldwyn era afortunado, pues no era ningún sabio, ni siquiera un hombre culto. Quizás por ello la fortuna le fue propicia y le concedió dinero, poder y fama, pero lo más probable sería que, aunque no destacaba por sus conocimientos culturales, Goldwyn tuviese olfato y sentido práctico para los negocios, sobre todo para el cinematográfico. En este punto no cabe la menor duda de que fue uno de los grandes magnates de Hollywood, del cual fue pionero en la década de 1910 y años después, ya asentado el sistema de estudios, fundó el que posiblemente haya sido el primer estudio cinematográfico de un solo hombre. Había creado su imperio independiente, y como emperador se creía el amor y señor de todas las películas que produjo, incluidas las rodadas por William Wyler, el cineasta estrella de The Goldwyn Company. Para corroborar su "locura" y su grandeza, el magnate no dudaba en gastar cuanto hiciera falta para rodearse de prestigio, puede que en un intento de llenar sus lagunas culturales o de buscar mayor calidad para sus producciones, y contrataba a cualquier escritor o escritora de moda que se pusiera a tiro. Así llegó a California Lillian Hellman, quien, en 1934, había obtenido un éxito descomunal con su primera obra teatral, The Children's Hour, un drama incómodo para la época, que insinuaba a través de una calumnia infantil la inexistente relación lésbica entre sus dos maestras, pero, sobre todo, la pieza denunciaba la hipocresía y la intolerante moral del momento.


Los nombres de
Goldwyn, Wyler y Hellman se unieron por primera vez en los créditos de Esos tres (These Three, 1936), la adaptación cinematográfica que, por miedo a la censura del código Hays, eliminó el suicidio, cambió el título teatral y la mentira que pone en marcha el drama escénico por la supuesta relación entre Martha (Miriam Hopkins) y Joe (Joel McCrea), el prometido de Karen (Merle Oberon); y no sería hasta un cuarto de siglo después, cuando el realizador realizaría una segunda versión, La calumnia (The Children's Hour, 1961), fiel al original literario. Más allá de su innegable calidad formal y de que los cambios introducidos en el guión -escrito por la propia autora de la obra- no alterasen en demasía lo expuesto en Broadway, Esos tres luce en la sobriedad de su puesta en escena, en su paso de la felicidad y luminosidad iniciales a la negrura que las sustituye avanzado el metraje, en las interpretaciones del elenco -destacando las de Miriam Hopkins, Bonita Granville y Marcia Mae Jones- y en su denuncia, ya no a la mentira de Mary (Bonita Granville), la niña que acusa a las dos profesoras de mantener relaciones con el mismo hombre y bajo el mismo techo -el de la escuela que dirigen y han levantado desde la nada-, sino al comportamiento de los adultos que nunca ponen en duda la calumnia y, desde esta, juzgan y condenan al trío protagonista. La mentira forma parte del ser humano desde que logra establecer conexión entre significado y significante, sin embargo la hipocresía tarda algo más, llega cuando asumimos como válida la moral establecida, aquella que habita de puertas afuera, y desde ella se condena la intimidad ajena mientras damos rienda suelta a la propia. De eso trata Esos tres, la primera gran película de Wyler, de la hipocresía y de la intolerancia de una sociedad que prefiere castigar aquello que considera inaceptable sin intentar mirar y corregir sus múltiples defectos, los cuales se observan tanto en la niña, caprichosa y manipuladora, a quien ya desde su primera aparición en la pantalla Wyler concede un carácter antipático, incluso maléfico en momentos posteriores -en su invención y en la coacción a Rosalie (Marcia Mae Jones), la compañera a quien obliga a dar veracidad a su calumnia-, como en la decencia asumida por su abuela (Alma Kruger), una decencia indecente que, en nombre de las buenas intenciones, nunca pone en duda las palabras de su nieta y, desde estas falsedades que de la boca infantil fluyen sin pausa, la dama señala, acusa, ataca y destruye la dignidad y las ilusiones del trío difamado.

viernes, 10 de mayo de 2019

Lillian Hellman. Arriba y abajo, abajo y arriba

Un ascensor inteligente y con conciencia de ser, también sería consciente de su existencia y que esta se reduciría a vivir en un continuo arriba y abajo, fruto de los caprichos, comodidades, intereses o necesidades de sus usuarios, que se convertirían en parte de su cotidianidad laboral y puede que personal. Autora teatral, guionista ocasional, liberal, blanco de la caza de brujas y mucho más, Lillian Hellman (1905-1984) no fue un ascensor, fue una mujer independiente, liberal, de carácter difícil y de sobrado talento dramático. Ella misma reconocía que no era una persona fácil y The Children's Hour o Little Foxes corroboran su talento y su intención transgresora. En su primera pieza teatral, The Children Hour's, criticó la intolerancia y los prejuicios morales que destruyen a dos mujeres que se aman. A pesar de las dudas sobre su acogida, fruto de una temática tabú para 1934, su paso por los escenarios resultó tal éxito que la convirtió en una de las autoras más populares y destacadas del panorama escénico estadounidense de la época. Pero pronto sobrevino el fracaso. Su segunda obra, Days to Comen, fue mal recibida por parte de la crítica y del público y, aparte de la decepción que significaría su rechazo, implicó temores, dudas y la comprensión de que su realidad laboral era similar a la del elevador del inicio del comentario. <<El fracaso de un segundo trabajo es, creo, más perjudicial para un escritor que cualquier fracaso pueda volverlo a ser. [...] Pasaría dos años antes de que pudiera escribir otra obra, The Little Foxes, y cuando lo conseguí estaba tan aterrorizada que la escribí nueve veces.>>* Tanto en un edificio como en el mundo teatral, arriba y abajo, abajo y arriba, son distancias que se recorren de continuo, a veces por uno mismo y otras por los caprichos, las necesidades o los intereses ajenos. Y de nuevo el sube y baja, y de nuevo en lo más alto del ámbito teatral con Little Foxes, en la que el blanco de su certera mirada fue su familia materna, que durante el siglo anterior había asumido la esclavitud como una de sus fuentes de ingreso. La mayoría de sus obras, entre ellas Watch on the Rhine y Juguetes en el ático, fueron adaptadas a la pantalla y en 1977 Fred Zinnemann dotó de imagen y sonido al tercer capítulo de Pentimento en la película Julia. Pentimento fue uno de los tres libros autobiográficos de la autora, posiblemente la más destacada de la historia teatral estadounidense, que en las páginas de su texto rememora su juventud, sus relaciones y su oficio, aunque este solo asume protagonismo en un capítulo. A quien alude de continuo es Dashiell Hammett, como también lo hace en su narración sobre la caza de brujas que da forma a Tiempo de canallas. Figura clave en la literatura policíaca, nos habla de Hammett y de la relación de altibajos que compartieron durante tres décadas, hasta el fallecimiento del novelista. En pocas líneas, la autora también recuerda cómo se produjo su contacto con el cine, de mano del pionero cinematográfico y productor independiente Samuel Goldwyn, quien no dudó en hacerle una propuesta poco después del sonado éxito de The Children's Hour. <<Recibí una oferta para escribir guiones cinematográficos para Samuel Goldwyn [...] Me había contratado para escribir una estupidez anacrónica, confiando que la podría dejar presentable, para que la dirigiera Sidney Franklyn.>>* El magnate fue el responsable de que Hellman llegase a Hollywood y trabajase junto a William Wyler en la adaptación de su primera obra. Wyler volvería en varias ocasiones a contar con la colaboración o con material de la escritora y esta relación profesional dio sus frutos en Esos tres, la adaptación de la primera obra de Hellman, en su posterior revisión en La calumnia, Calle sin salidaLa loba o, sin acreditar, en El Forastero. Quizá sean estos trabajos cinematográficos los más populares de la escritora, aunque no fueron los únicos. Pero, al igual que su oficio teatral y que la vida del ascensor, a veces se llega a subsuelo sin apenas percatarse cómo. En la cima o hundida en el fango, la vida de esta escritora sufrió uno de sus peores momentos cuando el Comité de Actividades Antiestadounidenses se lanzó a la persecución de cualquier sospechoso de ser miembro o de simpatizar con el partido comunista. Las purgas dentro de la administración Truman fueron constantes durante los últimos años de la década de 1940 e inicios de la siguiente, pero, al no tener más funcionarios que limpiar, el Comité decidió volcar todo su esfuerzo en los intelectuales, sobre todo en los escritores, dramaturgos y guionistas. El primer toque de atención lo sufrió cuando encarcelaron a Hammett por haber pertenecido al partido comunista, después, ella misma se enfrentó ante el inquisitorio de senadores y congresistas, pero se acogió a la quinta enmienda y se negó a dar nombres. La detención de Dashiell Hammett y la negativa de la dramaturga tuvieron sus consecuencias inmediatas: de la riqueza pasaron a tener que vender sus posesiones y a una difícil situación económica y personal que la escritora nunca pudo olvidar, como corrobora la escritura de Tiempo de canallas. Fueron años oscuros, años en los que su nombre figuró en la lista negra de Hollywood y, por tanto, de ver como la industria cinematográfica, también la radio y la televisión, le cerraban las puertas hasta la década de 1960, cuando ya desinteresada por el cine participó en los guiones de Juguetes en el Ático -basada en su obra estrenada con gran éxito en 1960- y la contundente y crítica La jauría humana. En la actualidad, el ascensor de la memoria ha llevado su nombre hasta la parte alta, donde, sin duda, por sus contribuciones al teatro y, en menor medida, al cine, le corresponde permanecer, al menos hasta que se pulse el botón que descienda a la planta del olvido.


Filmografía

El ángel oscuro (The Dark Angel; Sidney Frankin, 1935)
Esos tres (These Three; William Wyler, 1936)
Tierra de España (The Spanish Earth; Joris Ivens, 1937) (sin acreditar)
Calle sin salida (Dead End; William Wyler, 1937)
El vaquero y la dama (The Cowboy and the Lady; H.C. Potter, 1938) (sin acreditar)
El forastero (The Westerner; William Wyler, 1940) (sin acreditar)
La loba (Little Foxes; William Wyler, 1941)
Estrella del norte (The North Star; Lewis Milestone, 1943)
Alarma en el Rin (Watch on the Rhin; Herman Shumlin, 1943)
The Searching Wild (William Dieterle, 1946)
Otra parte del bosque (Another Part of the Forest; Michael Gordon, 1948)
La calumnia (The Children's Hour; William Wyler, 1961)
Juguetes en el ático (Toys in the Attic; George Roy Hill, 1963)
La jauría humana (The Chase; Arthur Penn, 1966)
Julia (Fred Zinnemann, 1977)


Obra literaria

The Children's Hour (1934)
Days to Come (1936)
The Little Foxes (1939)
Watch on the Rhine (1941)
The Searching Wind (1944)
Another Part of the Forest (1946)
The Autumn Garden (1951)
Toys in the Attic (1960)
An Unfinished Woman: A Memoir (1969)
Pentimento (1973)
Scoundrel Time (1976)
Maybe (1980)
Three (1980)


*Hellman, Lillian. Pentimento. (traducción Marta Pessarrodona). Argos Vergara, Barcelona, 1977

miércoles, 17 de abril de 2019

Julia (1977)



Realidad física
: una habitación, el ahora, dos niñas de doce años, dos camas gemelas, sonidos, que en sus cerebros se convierten en palabras, más palabras, otros ruidos...

Interpretación (o pensamiento), tiempo presente, de dicho ahora: "¡qué este momento no acabe nunca!"; "cambiaremos el mundo, juntas"; "¿qué puedo decir?"; "¿cómo sorprenderla?"; ¡qué se calle ya!; ¡no la soporto cuando se pone así!...

Memoria (el ayer desde el hoy): <<Julia y yo estábamos tendidas en dos camas gemelas y ella recitó trozos de poesía [...]: a Dante en italiano, Heine en alemán, e incluso a pesar de que no podía comprender ninguna de las dos lenguas, los sonidos eran tan bonitos que sentí una dulce tristeza como si hubiera mucho por delante en el mundo, mucho que sería estupendo y satisfactorio si alguna vez lograba encontrar mi camino.>>1


La realidad se ubica en un espacio físico y en un tiempo presente. Es objetiva, aunque no para nosotros, pues se vuelve subjetiva en las múltiples interpretación existentes. Transcurrido ese tiempo concreto, la interpretación de la realidad nos acerca a la memoria, al recuerdo y al olvido, al espacio abstracto donde tras cobrar su forma subjetiva, consciente o inconscientemente, pretendemos hacer pasar por físico y objetivo el instante que recordamos y consideramos real. Esto conlleva que la realidad, sus posibles interpretaciones y la memoria de cada individuo difieran como también difieren el cine y la literatura, dos medios de expresión distintos, aunque, como sucede entre realidad-interpretación-memoria, existan vasos comunicantes e influencias en varias direcciones. Tomemos la novela como la realidad, al proceso de adaptarla —qué pretendo decir, qué descarto, qué ideas propias añado, cómo la visualizo— como la interpretación y las imágenes que vemos en la pantalla como la memoria, entonces ¿quién podría exigir a la memoria fílmica ser idéntica a la realidad literaria que la inspira? Partiendo de cuanto he expuesto hasta ahora, el espacio real en el que se ubica Julia (1977) es un tiempo presente al que no tenemos acceso, salvo por la interpretación que del mismo hace la narradora, una Lillian Hellman de quien nada sabemos, salvo que dice ser anciana y que se dispone a rememorar el pasado expuesto en la película de Fred Zinnemann.


Las palabras de la escritora entremezclan momentos del ayer, de su memoria, y por tanto de su realidad subjetiva, donde habita idealizada la figura de Julia (Vanessa Redgrave), también la de Dashiell Hammett (Jason Robards), su compañero durante treinta años de relación y altibajos. A
 primera vista no se trata de un relato ficticio, ya que suponemos hechos vividos por la Lillian Hellman real, los cuales plasmó en el tercer capítulo de Pentimento, uno de sus tres libros autobiográficos, escrito en 1974. Pero, más si cabe por este motivo, se aleja del espacio objetivo para dar forma a la idealización de su amiga, a quien nombra Julia, aunque este no fuese su verdadero nombre, o que incluso no hubiese existido, o quizá sí, pero como mezcla del ser real y el imaginado e idolatrado. La primera imagen que descubrimos de Lillian Hellman (Jane Fonda), en su barca sobre la superficie del lago donde pesca en soledad, resulta evocadora, porque existe en la nostalgia de un tiempo lejano que ella observa desde el presente, y que de tal manera se aproxima a nosotros. Desde ese primer pretérito accedemos a uno anterior, durante el cual contemplamos a Lilly y Julia, todavía niñas, compartiendo momentos que las unirá más allá de los años y del distanciamiento geográfico.


Los intercambios temporales resultan fundamentales en la adaptación de 
Fred Zinnemann, que expuso los hechos intercalando momentos (pensamientos) como la propia autora hace en su (auto)relato. De tal manera en la relación establecida por el cineasta, entre realidad literaria y memoria cinematográfica anuncia fidelidad a la primera, y esta sensación se agudiza cuando pretende ser una recreación exacta del viaje que Hellman describe en las páginas de su libro, un viaje por sus recuerdos (físicos en la pantalla), que nos llevan a un Berlín en pleno auge y dominio nazi, donde se produce su último encuentro con su amiga, a quien había visto con anterioridad en el hospital vienés donde aquella se recupera de las agresiones sufridas tras las protestas anti-totalitarias en las que había participado. Por todo cuanto representa, Lillian siente admiración y devoción, amor y, en algún momento de su vida, puede que deseo por Julia, pero también visualiza en su memoria su vida con Hammett, su dificultad para dar forma a su primera obra, el éxito de esta,...; los interpreta y, por tanto, los adapta a sus inquietudes, emociones y sentimientos, aquellos que le llevan a recrear ideas e imágenes de la infancia y de la primera madurez, ambas ya lejanas, que le inspiran en el presente desde el cual se despide consciente de que nunca olvidará a Julia y a Dash.


1.Lillian Hellman. Pertimento (traducción Marta Pessadorrona). Argos Vergara, Barcelona, 1977

jueves, 7 de diciembre de 2017

Alarma en el Rin (1942)


Salvo excepciones como Tres camaradas (Three Comrades; Frank Borzage; 1938), El gran dictador (The Great Dictator; Charles Chaplin, 1940) o Enviado especial (Foreign Correspondent; Alfred Hitchcock, 1940), previo a la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, los estudios de Hollywood se mantuvieron al margen de los hechos que afectaban a Alemania y que acabarían por afectar a otros países. Y no lo hacían por temor a ver sus producciones censuradas en un mercado cinematográfico tan importante como el alemán, de modo que los intereses económicos condicionaron la pauta a seguir hasta que los estadounidenses se vieron envueltos en la guerra tras el ataque japonés a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941. A partir de entonces se produjo un cambio en la política de los estudios cinematográficos y su maquinaria propagandística empezó a producir películas que encaraban de manera directa la amenaza nazi. Ser o no ser (To Be or Not to Be; Ernst Lubitsch, 1942), 
La señora Miniver (Mrs. Miniver; William Wyler, 1942), Casablanca (Michael Curtiz, 1942), la trilogía antinazi de Fritz LangJornada desesperada (Desperate JourneyRaoul Walsh, 1942) o Esta tierra es mía (This Land Is Mine; Jean Renoir, 1943), son magníficos ejemplos que abordaban en sus tramas el sinsentido nazi. Quizá no tan brillante como las arriba nombradas, y menos conocida, Alarma en el Rin (Watch on the Rhine, 1942) fue otra de aquellas producciones que en su momento tenían una finalidad concreta y, en el presente, posibilitan comprender aspectos de su época y los motivos de su rodaje.


Basada en la obra teatral de
Lillian Hellman, guionizada por Dashiell Hammett, la película presenta las particularidades de desarrollarse en suelo estadounidense, en un momento anterior al inicio de la guerra, y el ver al héroe ejecutando a sangre fría a su antagonista, como parte de su necesidad (obligación) moral de combatir desde la pantalla al enemigo que, en la realidad mundana, asolaba parte del mundo. Los primeros minutos nos ubican en la frontera mexicana-estadounidense para mostrarnos a la familia Muller (un matrimonio con tres hijos) y su condición de exiliados. Aunque, más que exiliados, Kurt (Paul Lukas) y Susan (Bette Davis) son dos personas que se han posicionado contra el totalitarismo que el primero combate en la sombra desde años atrás, como se descubre después de su entrada en Estados Unidos, gracias a que ella es ciudadana estadounidense e hija de una respetada familia de Washington. El regreso de Susan se produce tras dieciocho años de ausencia. Nada parece haber cambiado, salvo por la presencia de Brancovis (George Coulouris), un aristócrata europeo, y su mujer Marthe (Geraldine Fitzgerald). Presentados los personajes, la historia dirigida por Herman Shumlin toma partido a favor de esa familia que se reúne, un núcleo familiar desde el cual se van descubriendo tanto las injusticias, que han obligado a Kurt a tomar la decisión de luchar, como las distintas personalidades y la determinación del cabeza de familia a combatir a los nazis hasta su último aliento, aunque, como individuo, necesita el respaldado de Susan, quien siempre lo apoya, incluso cuando asume regresar a Europa para intentar liberar a un compañero prisionero de los nazis. Pero antes de que esto suceda, en un final abierto que sería un principio, la película nos ha mostrado el reencuentro familiar, la relación de David Farrelly (Donald Woods) y Marthe, el desconocimiento que la familia Farrelly tiene de la situación que se vive en Europa y también la embajada alemana, donde se citan diplomáticos y militares como von Ramme (Henry Daniell), a quien se ofrece un papel benévolo, o el miembro de la Gestapo con quien Brancovis pretende hacer el trato que le posibilite el dinero necesario para recuperar su tren de vida.

viernes, 27 de octubre de 2017

La loba (1941)


El habitual intercambio entre los diferentes estudios cinematográficos posibilitó que William Wyler dirigiese para la Warner Brothers Jezabel (Jezebel, 1938) y La carta (The Letter, 1940) cuando trabajaba para Samuel Goldwyn, o que la estrella de ambos filmes (y del estudio de los hermanos Warner) protagonizase La loba (The Little Foxes, 1941), una producción Goldwyn, a cambio de que el productor independiente (y uno de los primeros magnates de Hollywood) cediese a su astro Gary Cooper para el rodaje de El sargento York (Seargent YorkHoward Hawks, 1941). Ese contante intercambio posibilitó que a las órdenes de 
WylerBette Davis pasase de ser una estrella de moda (probablemente pasajera como tantas otras) a la espléndida actriz que inmortalizó en la gran pantalla a las maquiavélicas, egoístas y para nada inocentes protagonistas de los tres films que protagonizó para el realizador de Los mejores años de nuestras vidas (The Best Years in Our Lifes, 1946). Menos disimulada y más fría que Julia Marsden en Jezabel y Judith Crosbie en La carta, en ningún momento de La loba, Regina Hubbard enmascara su intención dominadora ni su deseo de satisfacción monetaria, para ella lo único importante. Y no lo hace porque Regina no pretende disfrazar su obsesión por controlar todo aquello que se encuentre en su radio de acción, ni le importan los medios que le posibiliten el fin que se ha marcado ni sembrar el camino de cadáveres, físicos (su marido) o emocionales (la inocencia de su hija), para conseguirlo.


La trama de La loba se inicia con los planos de una pequeña ciudad sureña, con sus casas y las ventanas por donde asoman algunos de los protagonistas, a quienes el cineasta muestra en la cotidianidad de una mañana cualquiera, aunque para los hermanos Ben (
Charles Dingle), Oscar (Carl Benton Reid) y Regina Hubbard no sea un día como los demás, pues esa noche cenan con Marshall (Russell Hicks), el yanqui con quien pretenden poner en marcha el negocio que los enriquezca. Los primeros minutos también nos descubren a Alexandra (Teresa Wright), que aún no ha despertado a la realidad familiar y social que Wyler sitúa <<en el profundo sur en el año 1900>>, en una población donde la igualdad racial brilla por su ausencia. En la aparente tranquila villa, la comunidad afroestadounidense continúa viviendo bajo un sistema esclavista que pretende ser aprovechado por los hermanos Hubbard, quienes se igualan en ambición, a pesar de sus diferentes apariencias. Los tres son capaces de cualquier cosa para lograr poner en marcha la fábrica que, con mano de obra barata, les llenará los bolsillos, incluso Oscar no duda en manipular al inepto de su hijo (Dan Duryea) para que sustraiga del banco donde trabaja los bonos que le permitirían poner en marcha el negocio. Opuestos a este panorama humano devorador descubrimos a Horace (Herbert Marshall), el marido desencantado y enfermo, y a David (Richard Carlson), un personaje que Liliam Hellman añadió respecto a los que campan por su obra teatral, un personaje cuya comicidad y rebeldía descarga tensiones al tiempo que se convierte en testigo de los hechos que se desarrollan a lo largo de un filme que apuesta por la profundidad de campo y por el seguimiento de los personajes en espacios interiores: el salón y las escaleras de la casa de Regina o el cuarto de aseo de Oscar dan pie a escenas memorables. La más recordada nos muestra en primer plano el rostro impasible de Bette Davis. Mientras, al fondo, se observa a su debilitado marido intentando subir las escaleras que le llevarían hasta la medicina que le salvaría la vida. En ese instante, Regina no vuelve su mirada, como si de esa manera, le negara la existencia. Pasan los segundos, consciente de lo que sucede a su espalda y, solo cuando comprende que ha logrado su objetivo, se levanta y acude hacia la escalera pidiendo auxilio. Esta secuencia define el carácter, el egoísmo y la malicia de Regina, una mujer sin escrúpulos consciente en todo momento de cuanto hace y dice, como también es consciente de que su victoria implica la soledad absoluta.

jueves, 22 de octubre de 2015

El forastero (1940)


Existen películas que marcan un antes y un después. Algunas por sus innovaciones técnicas, otras por la magistral narrativa que atesoran, varias porque reúnen ambas y unas cuantas porque se convierten en iconos populares, pero son pocas las que reúnen todas las condiciones. Una de estas magistrales excepciones es La diligencia (StagecoachJohn Ford, 1939), cuyo éxito convenció a las grandes productoras para apostar por un género hasta entonces relegado a las dobles sesiones o a formar parte de seriales como el protagonizado por John Wayne antes de participar en la película que lo catapultó al estrellato
. Como consecuencia de la gran acogida de La diligencia, las majors aumentaron los presupuestos y los días de rodaje de sus westerns, además de emplear en ellos a sus mejores directores y a sus estrellas, circunstancia inusual hasta entonces, aunque existen excepciones puntuales como Buffalo Bill (The Plaisman; Cecil B. DeMille, 1938) que, al igual que El forastero (The Westerner, 1940), contó con el protagonismo de Gary Cooper. En 1940 tanto el actor como William Wyler tenían contrato con el productor Samuel Goldwyn, que de esta manera se aseguraba una gran estrella y un realizador que había demostrado su talento en películas como Callejón sin salida (Dead End; 1937) o Jezabel (Jezebel; 1938). Entre 1925 y 1928, Wyler dirigió cerca de una treintena de westerns de bajo presupuesto, de argumentos simples y prácticamente iguales, pero El forastero nada tenía que ver con aquellas producciones de serie B en las que se fogueó como cineasta. Se trataba de una producción importante, en la que su productor tenía los ingredientes necesarios para aventurarse en un género que había madurado lo suficiente para abordar historias que iban más allá del típico enfrentamiento entre estereotipos que no dejaban de repetirse en su linealidad, hasta que Ford sorprendió a propios y a extraños con La diligencia.


El éxito del film fordiano ascendió al western a la primera división de Hollywood y Goldwyn, viendo un filón en el género, se hizo con un espléndido grupo de guionistas —el 
guion está firmado por Jo Swerling y Niven Busch, a partir de una historia de Stuart N. Lake, y contó con la participación, sin acreditar, de Lillian Hellman, Dudley Nichols, W. R. Burnett y Oliver La Farge— exigió a Cooper que cumpliese su contrato y aceptase participar en un largometraje que no era de su agrado, ya que el divo consideraba que su papel perdía protagonismo en beneficio del personaje interpretado por Walter Brennan, un magnífico "roba planos", entre los más grandes que ha dado el cine estadounidense, que encarnó de modo magistral al juez Roy Bean, pero cuya sola presencia no llenaba las salas comerciales, algo que sí hacía la del protagonista de Solo ante el peligro (High Noon; Fred Zinnemann, 1952). Dejando en un aparte el reparto de protagonismo y de egos (y lo bueno que era Brennan en lo suyo), El forastero es un western inusual y desmitificador que prescinde de tópicos para decantarse por la relación de atracción-rechazo que surge entre Cole Harden (Cooper) y Roy Bean (Brennan), cuya particular visión de la justicia queda definida al inicio del film, cuando afirma que <<en este tribunal, los ladrones son juzgados con justicia, antes de morir en la horca>>. El falso juez lo expresa ante Harden, a quien juzga por el robo de un caballo. En ese instante el forastero lanza una mirada cínica a los dominios de un hombre que no cesa de proclamar a los cuatro vientos su autoridad y su admiración por la actriz Lily Langtry, cuyo retrato preside el bar que también hace las veces de tribunal. La relación entre estos dos hombres opuestos, pero complementarios, desmitifica a las leyendas del viejo oeste, de ahí que El forastero sea un western atípico, entre cómico y crepuscular cuando estos aún no existían, que se centra en la intimidad de dos personajes inmersos en el conflicto que enfrenta a los ganaderos y a los colonos que habitan el lugar, y que se excluyen mutuamente sin intentar alcanzar el equilibrio propuesto por el forastero cuando, desde el diálogo y la mentira, intenta influenciar en el comportamiento de Bean, un personaje tan terrenal como ambicioso, y cuyo patetismo se agudiza a punto de ver cumplido el sueño de conocer a la actriz que idolatra.