Las primeras imágenes de Future Shock (Alexander Grasshoff, 1972) muestran el aeropuerto donde llega Orson Welles. Luce barba, habano y sobrepeso, pero su voz sigue siendo la misma de aquel figurín que aún no había realizado la mítica Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1940). Aquella voz, su tono claro y apremiante, asustó a medio país anunciando la invasión extraterrestre que metía de lleno a la humanidad en la guerra de los mundos. “¡Oh, Dios! ¡Estamos perdidos!”, exclamarían algunos en inglés, antes de que miles de ciudadanos entrasen en estado de shock, se desatase el pánico, el “sálvese quien pueda” y el arrasar con el papel higiénico, las botellas de güisqui y el resto de las existencias de los supermercados. “Gracias a Welles. Así deberían ser todos los días”, pensaría algún propietario, pero, para contrariarle, se supo que la alarma era falsa y que el resto de las jornadas iban a ser corrientes. Aunque más que falsa había sido un error de interpretación por parte de los oyentes, cuya credulidad, paranoia, desinterés por la lectura (similar al de hoy) y maleabilidad quedaban al desnudo. Aquella historia se basaba en la novela de Herbert G. Wells y, aparte de ser ciencia-ficción, remitía a una realidad pasada: el colonialismo. Ahora, en ese momento de la década de 1970 en el que Welles llega al aeropuerto, no va a interpretar una ficción radiofónica, sino a ejercer de narrador en el documental televisivo que adapta a la pantalla el ensayo de Alvin Toffler, en el que este periodista habla del futuro que aguarda a sus contemporáneos. Ese futuro iba a ser nuestro presente, de hecho lo es, aunque con variantes respecto a lo profetizado, pues, como todo libro que ensaya sobre el porvenir, El shock del futuro se ve superado por el tiempo. Es decir, que la perspectiva histórica indica los aciertos y los errores cometidos por cualquier autor que se aventure a leer en su ahora el futuro. No existen los adivinos, nadie es capaz de una mirada que alcance el porvenir, puesto que este, siempre cambiante, imposibilita fijarla. Dicho de otro modo, el futuro no llega, salvo en el presente que lo niega, o llega a cada momento, más si cabe en la era tecnológica de la que habla Toffler —él le da el nombre de “la tercera ola”—. De ahí que, aun a riesgo de agudizarse la ansiedad y dispararse la depresión, haya que estar en constante aprendizaje-desaprendizaje-reaprendizaje. Nada es permanente en nuestro mundo y en eso el autor acertó de pleno, aunque no fue el primero en verlo ni en predecir su futuro como nuestro presente. “¡Ahí lo tienen, ante ustedes!… Perdón, ya no”…
No fueron pocos quienes lo vieron venir, desde Max Weber a Pier Paolo Pasolini, pasando por Franz Kafka, George Orwell o Herbert Marcuse, que apuntaban en sus obras la deshumanización, la total burocratización de los sistemas, la manipulación de la realidad, para crear otras más acordes a intereses velados, la pérdida de la libertad o la erradicación del pensamiento crítico. Quizá el futuro aventurado por Toffler empezó con la sustitución de la religión, de su aparente inmovilidad, y de la creencia en la figura divina y de una vida después de la muerte —idea que servía de asidero al que agarrarse para calmar el miedo—, por un mundo material, científico y tecnológico en el que la vida fuese plena y placentera. Atrás quedaba la revolución industrial, el proletariado, deseoso de ser clase media; Lo cierto es que todo cambió en el siglo XX, con la tecnificación, la tecnología y la propaganda, con el consumo de cuanto echasen al mercado, con la promesa de la eterna juventud en cremas, dietas y operaciones estéticas… Ahora, un antidepresivo, un teléfono móvil o alguien que “influencie” en las redes son nuevos dioses. Así, emulando a Orwell, la velocidad es quietud y lo efímero lo que permanece, pues la fuga se acelera y se alcanza la vida líquida de la que Zygmunt Bauman habla en su ensayo homónimo, en el que define la sociedad “moderna líquida” como aquella en la que las cosas cambian antes de que se consoliden, los bienes no son duraderos y lo conseguido ahora ya no vale después. Todo cambia para que nada cambie, todo se sustituye para que el sistema continúe… Hacia el final de su ensayo, Toffler escribe que hay que domesticar la tecnología, pero es esta la que nos ha domesticado y tal vez ya nos haya cambiado para siempre. Aunque, en nuestra historia, la humana, es tan sencillo acertar a posteriori como difícil acertar a priori. Así que el porvenir, hipotético hasta que se haga presente y pasado, sigue siendo incierto…
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