martes, 30 de septiembre de 2025

Laplace: entre la probabilidad y el determinismo

Corría el sexto mes de un curso imaginario y ya más de tres siglos nos separaban de la publicación de Ars conjectandi, del matemático suizo Jakob Bernoulli, y otros tratados que habían dado vía libre a la probabilidad matemática moderna.

—Pascal y Laplace fueron algunos de sus máximos responsables. No obstante, como suele suceder, ya otros habían tratado el tema, por ejemplo Galileo, a quien Bertolt Brecht y Joseph Losey llevaron al teatro y al cine respectivamente, y Gerolamo Cardano, antes de Galilei.


—El Galileo ese me suena, pero del Galilei y los otros ni idea. ¿Quiénes son? ¿Colegas? Lo digo por llevarlo al cine y eso. ¿Y el tal Cardamo? —preguntó el chaval que gustaba llevar los pantalones a la altura de los tobillos, cuyo pelo no era rubio oxigenado el viernes anterior.


Le respondí que Cardano fue un matemático del siglo XVI, contemporáneo de Tartaglia —apodo de Niccolo Fontana que, por ser a última hora de la mañana y por lo que pude leer en la expresión facial del muchacho, debió sonarle a comida italiana— y de muchos otros y precedió a tantos más en el desarrollo matemático…


Comprendo que exista el olvido, de hecho es el destino final de cualquiera, incluso de los nombres que todavía resuenan en la historia. Pero hay figuras históricas cuyo rostro no venden camisetas ni estampas, ni su obra parece llamar la atención de cineastas ni de novelistas, aunque haya autores que, en cierto modo, se inspiren en algunos de ellos. Aportando menos que Laplace, salvo en su despótico totalitarismo y en su afición a coleccionar conflictos bélicos y estados vecinos, vende muchísimo más quien fuera su alumno en la Escuela Militar de París. Sí, ese personaje que más veces ha salido en la pantalla cinematográfica, más que Jesucristo, Julio César o Espartaco haciendo de Kirk Douglas, el mismo personaje que inspiró el nombre de un cerdo orwelliano y aquel que nombraría a Laplace ministro del interior y le concedería la distinción de Caballero de la Orden Nacional de la Legión de Honor porque podía hacerlo; ¿o acaso no era un héroe para muchos y, para él, digno de (auto)proclamarse emperador? Ante esto, me convenzo de que existen figuras históricas imprescindibles que se recuerda más que otras y esas, como la de Pierre-Simon Laplace, ya pocos recuerdan, a pesar de que en el caso del matemático una regla, un asteroide, un accidente lunar lleven su apellido o de que una hipótesis demoníaca suya hiciese desparecer el libre albedrío, para determinar que estamos bien jodidos. No se trata de estar hablando de él a todas horas, ni siquiera una vez al mes o al año, ni de ir al peluquero y pedirle su corte de pelo o de intentar siempre ir a favor del viento que sople en cada momento, pero no estaría de más un mínimo de reconocimiento por mi parte a sus aportaciones a las matemáticas y a la astronomía. Por ejemplo, su “Hipótesis nebular” sobre la formación del sistema solar es de la que bebe la teoría de la formación estelar actual.


Su persona y su obra son de las que se conocen a posteriori de que suene su regla, si es que asoma el interés de saber algo sobre él. Me refiero a que, prácticamente, todos hemos hecho alguna vez un cálculo de probabilidad y que el alumnado ve el tema en el instituto. Manejamos mejor o peor la regla de Laplace, pero pocos adultos y menores sabemos que ese nombre corresponde al apellido de unos granjeros de Normandía que escasas oportunidades escolares podían ofrecerle a su hijo Pierre-Simon, de ahí que fuese el vecindario quien contribuyese para que pudiera cursar en la Universidad de Caen. Laplace nació en el seno de una familia humilde, pero, con los años, y debido a sus altas capacidades, no como las actuales que proliferan como hongos, y a sus aportaciones a la ciencia, también a su habilidad para adaptarse, sería nombrado marqués. Aunque por causas distintas, ese salto de clase del campesinado a la burguesía y, de esta, a la nobleza, que se produjo tras la restauración borbónica francesa, se antoja impensable en el Medioevo y en el tiempo de la Revolución, cuando la moda eran el terror y el rodarán cabezas.


—Oye, tú, apaga esa música, o lo que sea ese ruido, y dime quién fue Laplace —pregunté a Fulanito.


—Y yo qué sé.


—Háblale de Newton —susurró uno desde el fondo—. Di lo de la manzana.


Dirigí la vista a la niña de la segunda fila, la que todavía llevaba a la espalda su mochila de tela con la cara de Rosalía de Castro dibujada.

—¡Un amigo de ese viejo que luce despeinado y saca la lengua en una foto! —exclamó.


—Ya, el de los Rolling Stone —comentó la  chica que vestía la camiseta de los Ramones.


—No, Einstein —fue lo único sensato que les escuche decir.


Laplace no es vendible, pensé antes de intentar darme una explicación a que la gente prefiera recordar personas convertidas en mitos y productos que se comercializan, tal como sucede con la pobre Rosalía, quien de levantar cabeza quizás la volviese a enterrar, y admirar a fulanos y menganas menos geniales que la poetisa o que el protagonista de estas líneas. Mi respuesta fue un quizás, lo cual no responde nada o te deja con la duda. Me dije que quizás la propaganda y la falta de genio les haga más cercanos a las masas y, de esa proximidad preparada, surge la falsa probabilidad de poder igualarse, de poder ser como ellos y ellas. De ahí, tal vez, la imitación en el vestir, en los tintes o en el corte de pelo. En fin, ignoro los motivos. Puede que la idolatría, la ignorancia, la curiosidad, las inquietudes, la estupidez humana y todo lo demás estén determinadas por una fuerza que nos ha condenado de antemano a vivir en el paso del tiempo y en diferentes perspectivas, desde el desinterés generalizado, el postureo y otras ridículas poses, hasta la aspiración a conocer, una aspiración que nunca se materializa por completo en el individuo, de hecho cualquiera estará a años luz de completarlo, pero que se va completando a lo largo de nuestra evolución como especie, con las sucesivas aportaciones de muchos olvidados y de algunos recordados. Es cuestión de dar pasos, pero también cabe pensar que existe la posibilidad de elegir y la probabilidad, ya no matemática, de la elección personal y entonces cabe la opción de que no todo sea de un modo u otro, sino de varios.

Retrocederé en el tiempo, que es una de las posibilidades y engaños literarios, y me dejo caer hacia mediados del siglo XVII, cuando Antoine Gombaud, un dandi de salón, matemático aficionado y jugador supongo que por beneficio y pasión, les propuso a Blaise Pascal, de quien Rossellini sí se acordó en una de sus películas para televisión, y a Pierre Fermat un problema que deparó la correspondencia entre estos dos brillantes matemáticos. Se iniciaba lo que puede considerarse la probabilidad moderna, más aun cuando Christian Huygens publicó en 1657 “Sobre los razonamientos relativos al juego de dados”, en el que recogía las conclusiones a las que habían llegado Pascal y Fermat en sus cartas. Posteriormente, Jakob Bernoulli estableció la Ley de los grandes números, que vendría a decir que la frecuencia relativa de un suceso tiende a estabilizarse en torno a un número, a medida que el experimento crece indefinidamente. Claro que fue una definición que exigía numerosas repeticiones del suceso para establecer el número que se conoce como probabilidad del suceso. Pero como no hay vidas suficientes para alcanzar el infinito, había que buscar opciones más rápidas. Y en eso, la aportación de Laplace fue instantánea —aunque a él le llevó su tiempo— y revolucionaria en su sencillez, pues dijo que la probabilidad de un suceso sería el cociente entre el número de casos favorables y el número de casos posibles. Pero este matemático fue mucho más que uno de los pioneros de la probabilidad, igual que el resto de los nombrados, fue, por decirlo de un modo sensacionalista, un fuera de serie; como también lo fueron los pitagóricos, Euclides, Arquímedes, Copérnico, Gauss, Descartes, Leibniz, Euler, Ruffini, Curie, Planck, Maxwell y otros personajes de la historia que jugaban en las grandes ligas de la Física y de las Matemáticas.

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