jueves, 30 de junio de 2011
Los Goonies (1985)
Pickpocket (1959)
Qué decir tiene que en Pickpocket (1959) no hace falta ni dos minutos de visionado para reconocer el personal estilo de Robert Bresson, quien con todo lujo de detalles y con un elenco de actores no profesionales recrea las circunstancias que rigen la existencia de un carterista que reflexiona sobre su vida, pero que es incapaz de enfrentarse a ella, incapacidad que le conduce a su aislamiento interior y que le impide alejarse de la propia sensación de aislamiento que, posiblemente, él mismo ha creado. Bresson filma la pesadilla de un carterista (Martin LaSalle) empujado al robo por su debilidad de carácter, pero no lo hace desde el punto de vista de un relato policial, sino personal, austero, que se aleja de las florituras innecesarias, y profundo, que se apoya en los sonidos y en las imágenes, con la que Bresson muestra ese entorno interno y externo en el que se descubre a Michel, inmerso en un mundo en el que no sabe muy bien cómo ha llegado a parar, pero en el que sobrevive gracias a los trucos y las artes de un oficio en el que siempre debe estar alerta. Su encuentro con un inspector de policía (Jean Pelegri) le advierte del peligro que corre, sabe que pueden atraparle, pero no es capaz de abandonar una profesión en la que el riesgo y el miedo van unidos. La habilidad con la que Bresson expone los saqueos es excelente, enfoca una mano que se introduce en una chaqueta al tiempo que dos dedos sustraen la cartera, que posteriormente se desliza por el interior de la americana del carterista hasta caer sobre su mano. Del mismo modo, profundiza en el malestar que sufre este delincuente de poca monta, un hombre que no se encuentra, y que no tiene el suficiente valor para enfrentarse a sus deseos, representados en la figura de la joven silenciosa que cuida a su madre, y que cree enamorada de Jacques (Pierre Leymarie), un amigo. Sus relaciones personales se encuentran afectadas por una soledad que le ha restado confianza o interés en aquello que le rodea, su debilidad le impide apartarse de las carteras, pero, gracias a ello, conoce el amor de Jeanne (Marika Green).
Sin perdón (1992)
miércoles, 29 de junio de 2011
Ariane (1957)
La ficción cinematográfica posee algo mágico, transforma realidades en reflejos de sueños y fracasos, en comedias y dramas que invitan a la risa y al llanto; a veces, a la indiferencia. Además, si cae en manos de alguien como Billy Wilder, posee el atributo de ser inimitable, característica que él mismo observaría en su admirado Ernst Lubitsch. El mejor Wilder llena la pantalla con su genialidad, con su "toque" propio, que nace en sus guiones, escritos por él mismo, aunque nunca los desarrolló solo. Sobre todo, lo hizo con la complicidad de Charles Brackett y, a partir de Ariane (Love in the Afternoon, 1957), de I. A. L. Diamond. Se burla de sus personajes y de las situaciones que sufren o provocan. Le es indiferente porque rige sus destinos y, como "divinidad" creadora, pocas veces se compadece de sus creaciones, aunque haya ocasiones que presencias inocentes como la de Audrey Hepburn lo conmuevan. Ella es Ariane, como antes fue Sabrina. Es la joven muchacha de belleza serena, ingenua, soñadora, magnética, cuyas sonrisas y fantasías nos atrapan sin que apenas seamos conscientes, incluso atrapa a Frank Flanagan (Gary Cooper), el multimillonario soltero y mujeriego a quien la evidente diferencia de edad no le impide pensar en ella como una posible nueva conquista que se rinda al compás de Fascinación. El resultado es Love in the afternoon, una comedia romántica inspirada en el film de Paul Czinner Ariane, la joven rusa (Ariane, 1931) en la que se encuentran algunos de los rasgos que definen la comedia wilderiana. También es, quizás, su acercamiento más visible a Lubitsch, a sus comedias de alcoba, a sus intimidades detrás de las puertas, a su elegante ironía. Incluso hacia eso apunta la presencia de Gary Cooper, que hereda los millones y el amor fugaz de su personaje en La octava mujer de Barba Azul (Bluebeard's Eighth Wife; Ernst Lubitsch, 1938), y Maurice Chevalier, quien ya no ejerce de pícaro galán sino de padre de la alegre soñadora, curiosa y con deseos de conocer el amor, uno diferente del propuesto por los chicos de su edad.
Ariane vive con su padre, que se dedica a investigar posibles casos de infidelidad (en los que es una eminencia). Claude Chavasse (Maurice Chevalier) los guarda en sus archivos, donde detalla pequeños y grandes deslices, alguno más abultado que el resto. El más grueso pertenece a un maduro millonario cuya afición preferida no es jugar al golf, sino seducir y conquistar a cualquier bella mujer, casada o no, y después salir corriendo en busca de nuevas conquistas. Su gran capacidad de enamorar llama la atención de la muchacha, a quien seduce la idea de conocer a un individuo de esas características, aunque tampoco se debe olvidar que ella pretende salvarle la vida, ya que uno de esos numerosos maridos engañados aguarda a las diez para asesinarle. Sus diálogos y sus situaciones son ingeniosos, marca de la casa, divierten e impregnan de comicidad a una película que, detrás de su apariencia amable, esconde la burla de Wilder a la infidelidad, a los celos, a la negativa de un hombre adulto a asumir su edad, al amor idealizado en la fantasía de esa inolvidable soñadora capaz de crear un personaje que le permita alcanzar su objetivo. Para ello introduce el engaño, siempre presente en la obra del realizador, quien también concede suma importancia a la música, otro personaje más de la trama y un acierto musical de Franz Waxman, que realizó múltiples variaciones del tema Fascinación, según lo precisase la escena, entre otras composiciones interpretadas por los zíngaros, que también aportan su nota de humor de alta escuela. Al tiempo, Ariane hace creíble e increíble la relación que surge entre el maduro millonario y la joven que lo manipula. No importa la evidente diferencia de edad, la pareja funciona en soledad o respaldados por las presencias de Maurice Chevalier y John McGiver, dos personajes imprescindibles. Pero, más que los propios personajes, la diversión la proporcionan las situaciones y la manera en las que éstas fueron rodadas, repletas de pequeños detalles que Wilder supo suministrar mejor que nadie a lo largo de esta elegante comedia, quizá la más elegante de las suyas, aunque, seguramente, él diría que Lubitsch lo habría hecho mejor.
El circo (1927)
martes, 28 de junio de 2011
La rosa púrpura de El Cairo (1985)
una novela de no ficción: A sangre fría
Publicada en 1966, A sangre fría (In cold blood) detalla el brutal asesinato de la familia Clutter, padre, madre, hijo e hija residentes de la pequeña población de Holcomb (Kansas) y los posteriores hechos y reacciones que el crimen provocó en la pacífica comunidad y a nivel nacional. Las circunstancias de la masacre fueron descritos por Truman Capote en esta crónica-novela tras cuatro años de investigación. Con la colaboración de Harper Lee, el escritor siguió el caso desde antes de ser conocida la identidad de los sospechosos. En busca de respuestas y de realismo se instaló en Holcomb y se dedicó a entrevistar a los vecinos, a la policía y a los propios asesinos. Sus notas, conseguidas con evidente esfuerzo, le servirían para llenar las páginas de una novela en la que se narra, desde un meticuloso detallismo y realismo, las sensaciones y la investigación del homicidio múltiple y premeditado de la familia de agricultores. El autor redactó un libro impactante, duro, real, un nuevo estilo de novelar, rompiendo con la ficción y sentando algunas de las bases del nuevo periodismo estadounidense. Más que un relato, A sangre fría resulta una transcripción de los hechos, un reportaje documental en el que el punto de vista de Capote asoma en determinados momentos, pero dejando que sean los protagonistas reales los que hagan que la narración avance, consecuencia de sus declaraciones y de sus actos. A sangre fría es una gran obra, una excelente muestra de precisión narrativa y un documento demoledor, impactante, que llevó a su autor al límite y que provocó que, tras este hito literario, Truman Capote solo escribiese algún relato corto o algún guión cinematográfico. El esfuerzo para llevar a cabo su proyecto le exigió demasiado, quizá se vio sometido a un estado de presión y depresión que provocó una caída en el abismo de alcohol y drogas que mermó su equilibrio y su evidente talento. Poco tiempo después de ser publicada, en 1967, la crónica de Capote sería adaptada a la pantalla por Richard Brooks, en un film duro y realista que, aún pretendiendo ser una adaptación fiel al excelente original literario, tiene personalidad y perspectiva propias.
lunes, 27 de junio de 2011
39 escalones (1935)
La armada Brancaleone (1966)
Admirador confeso del Quijote y de la novela picaresca, Mario Monicelli simpatizaba con personajes marginales, perdedores y tipos corrientes, individuos que sueñan e intentan abandonar su situación a base de lo que saben hacer, en muchos casos mentir y aprovecharse. Escrita en colaboración del dúo Age-Scarpelli, Monicelli realizó en La armada Brancaleone (L'armata Brancaleone, 1966) una comedia grotesca que viaja a un Medievo diferente al que suele asomar en las pantallas cinematográficas, sin héroes y con alguna dama que crea apuros —como aquella de quien, creyéndola apestada, el protagonista huye sin satisfacer su deseo primigenio; o Matelda (Catherine Spaak), a la que salva y a quien su honor le impide desflorar—, una Edad Media con la suciedad que se le atribuye, con su brutalidad y la picaresca de caricaturas que sirven para que el director de Rufufú (Il soliti ignoti, 1958) satirice el Medievo en un alarde de desenfado que recalca la ignorancia, la credulidad y las ambiciones de personajes que podrían ser pícaros en el siglo de Oro español o en la Edad Contemporánea. No obstante, además de algo despistado e iluso, Brancaleone (Vittorio Gassman), y en esto puede emparentarse con Don Quijote, no es tanto un pícaro como alguien que vive en una realidad paralela, la que prefiere imaginar y que casi nunca suele ser como la que ven los miembros de su armada. La aventura, desventura más bien, transita por el tiempo de las cruzadas, pongamos siglo XII, por una península itálica donde se descubre al andante sin oficio ni beneficio, pero con ideales y sueños de grandeza que, en la distancia, hereda del ingenioso hidalgo cervantino.
La fiera de mi niña (1938)
domingo, 26 de junio de 2011
La dama de Shanghai (1947)
Nutrida de personajes corruptos, que no quieren ni se quieren, La dama de Shanghai avanza al son que indica la evocación de Michael, que es consciente del fondo de cada uno de ellos, incluyendo el propio, pero que no puede alejarse porque existe un lazo más fuerte que el reconocimiento del peligro que le acecha. Las escenas están perfectamente rodadas, con una fotografía en la que claros y sombras se combinan según la situación en la que se encuentran los protagonistas. La luz ilumina el rostro de Rosalyn para resaltar su belleza y su descontento, pero siempre ofreciendo la sensación de estar o ante un ángel o ante un diablo. Así mismo, las sombras, se adueñan de las secuencias en las que la tensión cobran mayor protagonismo, para que transmitan la ansiedad que sufren los personajes y que presagian el desastre que amenaza con hacerse con el control de las vidas de unos seres que han traspasado el límite de lo moral. El metraje de La dama de Shanghai se muestra excelente, su estructura narrativa está perfectamente diseñada por un Orson Welles que se acoge a los cánones del film noir para ofrecer las tormentosas relaciones (tanto las internas como las externas) que dominan la existencia de unos seres que, para Michael O'Hara, no son más que tiburones. Cabe destacar la escena del juicio, breve, pero sin desperdicio o la oscura cita en un acuario aparentemente inocente y sin embargo inquietante. Pero sin duda, la más recordada, es la famosa secuencia final en el parque de atracciones, con una serie de espejos que proyectan varias imágenes de los personajes. Un final de altura, para una de las mejores películas de Orson Welles y una de las más representativas del cine negro de los años cuarenta.
sábado, 25 de junio de 2011
Taxi driver (1976)
Es innegable que Taxi Driver es una película de Martin Scorsese, pero también es indudable que lo es de su guionista: Paul Schrader, ya que en ella se percibe ese universo sórdido desarrollado en otros de sus guiones. Racismo, violencia, incomunicación, soledad, degeneración o redención, son características que forman parte del mundo por el que Travis-Schrader transita en su vehículo amarillo, las mismas que le provocan rechazo y alteración. Es un ser herido, consecuencia de su estancia en el ejército y de su no ubicación en una ciudad que resulta el reflejo de la corrupción e ineptitud de algunos líderes políticos. Armarse hasta los dientes, entrenar y ensayar ante el espejo, es su forma de manifestar una disconformidad que roza la locura, sensación esta que se ve aumentada cuando la cámara de Scorsese enfoca una habitación llena de fotos del senador Palantine, quien semeja la nueva obsesión de Travis. ¿Será su víctima? ¿Borrará la inmundicia eliminando al político que admira? ¿Quién sabe? Lo único que se puede decir a favor de este taxista sería que es un hombre con buenas intenciones, sobre todo cuando pretende que Iris (Jodie Foster), una prostituta de trece años, regrese al hogar de sus padres, aunque sus métodos sean más expeditivos de lo usual para conseguir su propósito, ya que su mente se encuentra incapacitada para distinguir la líneas de no retorno, porque, para él, cuanto hace estaría justificado. Iris representa a esa amiga que necesita, porque ella le permite sentirse útil, poder ayudarla, sacarla de la putrefacción y alejarla de Matthew (Harvey Keitel), un macarra de tres al cuarto que la prostituye como si únicamente fuese mercancía.
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