domingo, 19 de junio de 2011

El intendente Sansho (1954)


Desde el principio de la humanidad, en cualquier lugar, el ser humano ha querido imponerse a sus iguales, controlarles, disminuir su condición moral y aprovecharse de ellos, obligándoles a realizar un trabajo impuesto e inhumano. El intendente Sansho (Sansho dayu) muestra esta constante a través de una historia, basada en un cuento medieval japonés, que se desarrolla al final de periodo Heian, más o menos a finales del siglo XII, en la que se relata como un noble, Masauji Taira (Masao Shimizu), es despojado de sus privilegios y condenado al destierro como consecuencia de su apoyo a los campesinos, ante los continuos atropellos a los que son sometidos. Este mandatario que predica la igualdad de todos los seres, en un momento en el que la esclavitud se encontraba amparada por las leyes y defendida por los grandes señores, recibe como recompensa el alejamiento de su familia y el olvido. La mayor parte de la nobleza cuestiona las palabras de un hombre que únicamente habla en favor de la justicia, enseñanza que transmite a sus dos hijos, Zushio y Anju, poco antes de emprender un viaje no deseado, consecuencia de unas ideas que se han adelantado a su tiempo, de talante liberal e igualitario. Tras la condena paterna, madre e hijos abandonan el hogar, y se lanzan a recorrer el país en pos de un nuevo hogar. Su deambular resulta arduo, los caminos son inhóspitos y se encuentran plagados de asaltantes, que no dudarían en robarles e incluso asesinarles, algo que les advierte una hospitalaria anciana, que les invita a pasar la noche en su humilde morada. Sin embargo, la amabilidad de la desconocida se convierte en una tragedia de dimensiones colosales, que finaliza con la separación de madre e hijos. Los tres son vendidos como esclavos; Tamaki (Kinuyo Tanaka), la madre, se ve obligada a prostituirse, mientras que Zushio y Anju son entregados a Shanso (Eitaro Shindo), un cruel administrador de tierras pertenecientes al emperador. La llegada de estos dos jovenzuelos a un mundo que desconocen, separados de la protección y del cariño materno, les sume en un profundo estado de tristeza, que deben superar si desean sobrevivir. La hacienda está plagada de seres que, como ellos, han perdido su condición de personas, desposeídos que deben trabajar de sol a sol para ese hombre que les amenaza, controla y castiga. Nadie puede escapar, si lo intentan serán marcados a fuego, mutilados o incluso ejecutados. Taro (Akitake Kôno), el hijo de Shanso, piensa de diferente forma que su padre, es sensible al sufrimiento de los muchachos y les ayuda a sobrevivir. Tras la presentación de este universo cruel, miserable e injusto, la historia avanza diez años, los niños han dejado de serlo. Anju (Kyoko Kagawa) se ha convertido en una joven que no ha olvidado las enseñanzas paternas, todo lo contrario le ocurre a su hermano, quien se presenta como un ser que ha aceptado su condición de esclavo y realiza cualquier tipo de mandato que le ordenen, aunque éste sea violento y atente contra la integridad física o moral de sus compañeros. La perdida de la ilusión y de la esperanza han llevado a Zushio (Yoshiaki Hanayagi) a perder la noción de lo que es justo, a pesar de las advertencias que le hace su hermana. La injusticia se muestra en ese lugar en el que no existe esperanza, la han perdido porque sus carceleros les han hecho olvidar su condición de seres humanos, son animales que deben asumir su estado y trabajar para el beneficio de una clase privilegiada que debería protegerles y que sin embargo les condena. La historia que narra El intendente Sansho resulta triste y trágica al mostrar esa injusticia social a la que se condenan a personas que se han visto privadas de su libertad por el mero hecho de ser campesinos o, como en el caso de los dos hermanos y la madre, por ser secuestrados y vendidos. Mizoguchi, sensible en sus películas ante la intolerancia y la injusticia social, expresa su sentir con un estilo más rápido que en otras de sus grandes obras, lo cual permite que el drama cobre mayor intensidad y un claro presagio de imposibilidad. Los protagonistas de El intendente Sansho, necesitan creer en esa justicia que ha predicado su progenitor, en la bondad y amor que les inculcó su madre y en la unión que existe entre ellos para poder salir de una situación desesperada y desesperante, en el que su condición humana les ha sido arrebatada, sustituyéndola por un pensamiento que merma sus esperanzas. Sin embargo, la joven continua creyendo que es posible que se produzca un cambio en su querido hermano, en quien ve al ser que era y la posibilidad de recuperar su anterior espíritu, con el que pueda reconocer la verdad y recobrar la bondad. Las continuas advertencias y reprimendas a las que le somete, no le afectan, al menos no inmediatamente, no obstante la semilla ha sido plantada y los frutos asoman tras la orden de abandonar a una anciana moribunda en las montañas, circunstancia inhumana que le hará creer de nuevo en la libertad, respeto e igualdad entre sus semejantes. A pesar de este hecho, El intendente Sansho no es una película feliz, no puede serlo, no existe felicidad para estos seres despojados del bien más básico. El dramatismo de la película cobra momentos de enorme fuerza, que señalan la imposibilidad de una vida digna porque la sociedad que impera no la permite. Las clases gobernantes, aquellos quienes deberían proteger a las clases menos pudientes, abusan, conscientemente, de unas personas que les reportan beneficios y les aseguran esa posición de mando. Kenji Mizoguchi realiza una obra profunda y sensible que, aunque esté ambientada en una época lejana, podría desarrollarse en cualquier tiempo y lugar porque la justicia y la injusticia forman parte de la dualidad que domina el alma humana.

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