viernes, 24 de junio de 2011

Berlín occidente (1948)


Las imágenes de Gente en domingo (Menschen am Sonntag, 1929) recorren un Berlín vivo, transitado por hombres y mujeres que viven una jornada donde no hay rastro del nacionalsocialismo que llevaría a Alemania (y al mundo) a la guerra. Tampoco se observan carestía ni destrucción, ni nada que presagie la tormenta que se estaba gestando. Billy Wilder era uno de aquellos hombres del domingo, en concreto, uno de los guionistas de la sinfonía urbana berlinesa dirigida por Robert Siodmak y Edgar G. Ulmer, pero, años después, cuando regresó a la ciudad alemana para rodar 
Berlín Occidente (A Foreign Affair, 1948), el panorama era distinto, era espectral. El cineasta había abandonado Alemania a inicios de la década de 1930, cuando el sinsentido nazi provocó que huyese a Francia y posteriormente cruzase el Atlántico. Tras su breve estancia en París, donde rodó su primera película, Wilder se trasladó a Estados Unidos con la intención de poner tierra y mar de por medio y consolidar su carrera de guionista, iniciada durante su periplo berlinés. Sus inicios en Hollywood le permitieron trabajar con su admirado Ernst Lubitsch, pero también con Charles Brackett, su co-guionista habitual durante su etapa en la Paramount, y coautor de este guion repleto de diálogos mordaces que rebosan ironía y no disimula la postura de sus responsables, una que hace de Berlín occidente algo más que una película. Aunque sea una divertida comedia y una ácida radiografía de aquella ciudad de posguerra, también es parte del sentir de Wilder respecto a un lugar poblado de fantasmas reales y personales, de dolor y miserias humanas como las retratadas un año antes por Roberto Rossellini en Alemania año cero (Germania anno zero, 1947). Pero, al contrario que el italiano, el realizador de origen centroeuropeo se alejó del realismo y del dolor para capturar la realidad desde la comedia y, desde esta, fijar su mirada en la miserable situación que se vivía en un Berlín destruido por los bombardeos sufridos durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial.


La contienda había finalizado, el mundo volvía a estar en paz, no obstante, no era el mejor momento para celebraciones, sino para enfrentarse a un nuevo y difícil reto, reconstruir un país destrozado (muchos fueron los que debieron rehacerse desde los escombros). En esta Alemania de pobreza, miseria y ocupación militar aliada, aterriza un grupo de políticos estadounidenses con el firme propósito de evaluar el estado y el comportamiento de las tropas allí destinadas.
Berlín Occidente toma como excusa un triángulo amoroso compuesto por los siguientes vértices: una competente e intransigente congresista, un capitán del ejercito y una mujer alemana. Cada uno de estos personajes representan los posibles posicionamientos que se enfrentarían en un marco como el que se presenta. La señorita Frost (Jean Arthur) ejemplifica el desconocimiento, no es capaz de profundizar en una situación complicada y confusa, consecuencia de un océano de separación que la ha mantenido ajena al conflicto y a sus consecuencias más inmediatas. El capitán Pringle (John Lund) representa al soldado que permanece alejado de su patria, de su familia, de sus costumbres o de sus novias, distanciamientos que le deciden acercarse a los habitantes del país donde se encuentra, y que, en un alto porcentaje, derivan en relaciones que el alto mando prohíbe, pero que no puede más que hacer la vista gorda. Por último, surge la figura de Erika (Marlene Dietrich), la mujer que lo ha perdido todo, ella es la imagen de ese pueblo que vive en la ruina y que para sobrevivir debe trabajar, intimar o, incluso engañar. Así pues, es tiempo de posguerra, Alemania se encuentra hundida, empobrecida y ocupada por soldados de distintas nacionalidades, esto lleva a la población civil a confraternizar con las tropas de ocupación, no por gusto (al menos no es la motivación más apremiante) sino por necesidad. Estos seres desamparados buscan sobrevivir a toda costa, pues pretende cubrir sus necesidades básicas: empleo, techo, aunque sea el de un edificio destruido, ropa y alimento. Aquí es donde el personaje de Erika se muestra en toda su plenitud, ella confiesa que no pretende soltar al capitán, una presa que le proporciona aquellas necesidades que le permiten recuperar parte de su condición de ser humano. En un polo opuesto se posiciona Phoebe Frost, de apariencia estricta, aunque no sea más que una fachada construida para sobrevivir en un mundo de hombres (como lo era la política). No obstante, se trata de una mujer sentimental con anhelos interiores incumplidos, que han abierto esa herida que semeja cicatrizar cuando aparece en su vida ese capitán, que inicialmente solo pretende apartarla de una investigación que le conduciría hasta su relación con Erika (sospechosa de ser la novia de un importante miembro del partido nazi, quien según los informes militares se encuentra escondido). Su manera de actuar, consecuencia de unos sentimientos autoimpuestos de perfección y de frialdad, le produce una ceguera personal que no le permite comprender la situación por la que atraviesan tanto las tropas de ocupación como la población civil; y no será hasta que la vive en sus propias carnes cuando descubre el significado de la vida en un entorno prácticamente destruido.

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