lunes, 28 de febrero de 2022

¡Átame! (1989)


El espacio en el que se construyen las primeras comedias de Pedro Almodóvar, donde nada es fruto de la improvisación, refleja y deforma desde su humor y su manera de ver el mundo, gustos, obsesiones, pasiones y fobias. Esto es algo habitual en cualquier artista que crea su universo propio, pero no todos fuerzan su visibilidad para hacerlo notar a primera vista, a riesgo de edificar en la superficie, priorizando las formas de una apariencia estética que se reconoce al instante, aunque no por pretenderla se logre una estética que exista por y en sí misma; a veces la resultante solo es fachada y adorno, fruto de un trabajo de imagen. La intención de visibilidad es más pronunciada en su primera etapa, en la exageración de comedias como Átame (1989), que si bien funciona en dicha superficie, más allá se pierde; Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), que se beneficia del protagonismo de Carmen Maura; o Pepi, Luci y Bom… (1980), de la que ya hablé en un comentario anterior. Salvo Qué he hecho yo para merecer esto (1984), en la que personajes, humor, esperpento y situaciones funcionan como un todo, sus primeras comedias sufren para lograr la regularidad de un conjunto donde se deja notar en exceso la impostura, el kitsch y el intento de transgresión conformista, ya que solo transgrede a simple vista, donde no cala, en la superficie transitada por personajes que asoman sintiéndose agredidos por un entorno que sienten hostil hacia ellos.



Dudo que en algún momento ¡Átame! dé con el tono que logre disimular la irregularidad de su farsa, quizá tampoco juegue a su favor la ausencia de una Carmen Maura que pueda con todo y se haga con la película, como sucede en Mujeres al borde de un ataque de nervios. Aquí no existe un personaje ni una actuación que reclame la atención para sí, desviándola de carencias que en ¡Atame! aparecen al descubierto en los personajes, en la relación que se fuerza para que exista e incluso en la mirada metacinematográfica de Almodóvar, que desarrolla parte de la trama en un plató donde Francisco Rabal echaría de menos a un director como Mario Camus o a ese transgresor natural o de naturaleza transgresora llamado Luis Buñuel, cuyo cine no fuerza la ruptura, sino que la vive y la evoluciona. Por otra parte, la película me confirma que la existencia de un emisor y de un receptor no implica que haya conexión entre lo expresado y lo interpretado. Lo que me lleva a concluir que quizá, en mi función de receptor, mi humor no sintonice con el del cineasta manchego; o puede que la incomunicación se deba a la ausencia de un mensaje o a la elección de un código carente de ironía que me llega desde una distancia que niega cualquier rasgo de autenticidad emocional en lo que supuestamente hiere y castiga las vidas de Ricky (Antonio Banderas) y Marina (Victoria Abril), un hombre y una mujer condenados a unirse para sobrevivir y liberarse. El primero, más que vivir obsesionado con la segunda, desde aquella noche de pasión que ella ha olvidado, se obsesiona para vivir, del mismo modo que ella habría buscado su vía de escape en las drogas. La broma pretendida por Almodóvar vive en esa intencionalidad de bromear con la desorientación que atribuye a los dos personajes para agudizarla, aunque todo aspecto sensitivo parece que no se siente ni se padece, se disfraza de provocación, pero no funciona al convertir la representación en un conjunto de imágenes vacías de pulsión y conflicto, sin humor, sustituido este por una variante humorística que puede ser todo lo personal que quiera, pero eso no impide que resulte un tanto insípida.




domingo, 27 de febrero de 2022

Distrito quinto (1957)


Si cada particular sintiese sus necesidades cubiertas y satisfechas, nadie equilibrado se vería empujado a la criminalidad. Habría conseguido aquello que supone le faltaba para alcanzar la sensación de plenitud —que sería algo así como dicha y apariencia de libertad— y desaparecería su miedo a tener o no tener, pues estaría viviendo en un estado de bienestar continuo, aunque también este conllevaría contras como la pérdida de sueños, del deseo, del afán de superación y de otros abstractos vitales en la naturaleza humana; en otras palabras, correríamos el riesgo de transformarnos en seres similares a los elois descritos por H. G. Wells. De materializarse tal imposible, el delito común prácticamente desaparecería y ya no harían falta leyes morales, religiosas o legales, que son las que suelen imponerse para definirlo y decidir qué está dentro y fuera de los márgenes. Pero las líneas establecidas no siempre se distinguen con claridad, más si cabe cuando el individuo se descubre en la precariedad y en la incertidumbre, ambicionando lo que otros tienen y a ellos se les niega, y sujeto a normas que no protegen sus derechos básicos, sino que los contrarían. El rótulo que abre Distrito quinto (1957) habla de barreras disuasoras, dice que <<las barreras más fuertes que colocó Dios entre el hombre y el crimen son la Conciencia y la Religión>>, pero resulta más complejo que limitar el asunto al bien y al mal o a una moral aceptada, pero no siempre acorde al derecho natural a la libertad (que se antoja imposible para un estómago vacío o para alguien sin hogar). Estas palabras no explican ni diferencian entre distintos tipos de delito, si son colectivos, particulares, fruto de prohibiciones de un momento histórico o cometidos por organizaciones legales o ilegales, ni hablan de ambicionar más de lo que se tiene, cuando nada se tiene, ni distinguen entre leyes protectoras y otras dictadas con fines disuasorios e intimidatorios, probablemente porque Julio Coll, productor, guionista y director, inserta la frase con la mira puesta en la moral censora que iba a calificar su claustrofóbico film noir, uno de sus mejores largometrajes. Tras su etapa de crítico teatral, Coll se centró en la escritura. Pero debido a la adaptación de una de sus obras, decidió ser guionista y así evitar cambios en sus textos en su paso a la pantalla. Ya director, quiso mayor control sobre sus películas y se hizo productor. Intenciones y autoría no le faltaban al cineasta gerundense, tampoco argumentos cuando se lazó al ruedo cinematográfico de una industria apenas existente, donde llegó a ser uno de los grandes protagonistas del auge del policíaco y cine negro que se realizó en España durante la década de 1950 y parte de la siguiente. Quien también había sido el responsable del guion de la seminal Apartado de correos 1001 (Julio Salvador, 1950), debutaba en la dirección con Nunca es demasiado tarde (1956), en la que ya apuntaba su preferencia por un género que le permitía hablar y exponer situaciones que la censura dejaba pasar siempre y cuando el delincuente pagase por su crimen. Esto pretendía y suponía una lección moral: “el delito no compensa” y “aquí, quien la hace, la paga”, pero el pago de la deuda no afecta el buen desarrollo de Distrito quinto, en la que Coll exhibe su maestría en el género al atrapar a sus personajes en un espacio acotado donde miseria, sospecha e incertidumbre intensifican un presente que metafóricamente parece aludir al de un país de régimen totalitario. En ese espacio y en ese tiempo tenso, se recuerda a Juan (Alberto Closas), el quinto miembro, el único que al inicio del film no entra por la puerta del edificio donde se desarrolla el ahora y el pasado de personajes que sueñan publicar un libro de poesía, montar un espectáculo musical, el amor de una mujer, un hogar o un nuevo comienzo, el cual, siendo el sueño perseguido por Juan, sería común a todos esos personajes que viven en la imposibilidad de materializar sus deseos.



Inspirada en una comedia de
Josep María Espinás, Distrito quinto borra cualquier señal de comicidad de un escenario que Julio Coll delimita con las paredes que la cámara no abandona; solo la paloma que David (Jesús Colomer) libera tiene la posibilidad de salir de allí. El primer momento ya indica que también la cámara está encerrada en la casa desde cuyo portal es testigo de la llegada de tres individuos, uno herido, y un cuarto que cruza la calle detrás de ellos. Este arranque indica la posibilidad, luego confirmada, de que han dado un golpe, pero del botín y del quinto miembro no hay señales. El nerviosismo es evidente en la pensión de Miguel (Pedro de Córdoba) y Tina (Linda Chacón), la única de los personajes que desconocía el plan que el resto se traía entre manos. La historia, la de cinco hombres y dos mujeres, Tina y Marta (Montserrat Salvador), es la historia de quienes quieren huir del presente que les atrapa y condena. Coll nos la da a conocer mediante el uso de analepsis en las que, salvo la de Juan, las voces del presente van sonando en ese pasado que nos informa y hace partícipes de las sospechas y del desconocido cuya aparición en la pensión extraña e incomoda a Gerardo (Arturo Fernández), el cabecilla de grupo, fotógrafo ambulante y un timador de poca monta que no deja de ser otra víctima más de ambicionar vivir lo más lejos posible de la precariedad que conoce, y nosotros conocemos cuando su mirada y su derrotada descienden hacia su pantalón deshilachado.



sábado, 26 de febrero de 2022

Trece campanadas (2002)


El tercer largometraje de Xavier Villaverde es un film forzadamente oscuro que busca ser el reflejo cinematográfico de la atormentada interioridad de Jacobo (Juan Diego Botto), la víctima protagonista, que regresa a Galicia marcado por la experiencia traumatizante que sucedió en su niñez, y que Villaverde expone en el prólogo. El inicio de Trece Campanadas (2002), película inspirada libremente en la novela homónima de Suso de Toro, sitúa la acción en Santiago de Compostela, en el año 1984, cuando Jacobo, niño, trabaja con el barro en el taller de su padre, Mateo Bastida (Luis Tosar), un prestigioso escultor que esa misma noche muere durante una violenta discusión con su mujer (Elvira Mínguez), al tañido de las campanadas de la catedral. Dieciocho años después, en 2002, Jacobo regresa a su ciudad natal porque ha descubierto que su madre sigue viva, internada en el hospital y aquejada de un desequilibrio que él comparte (y del cual pronto seremos testigos).



El prólogo y la primera parte de
Trece campanadas apuestan por establecer un clima propicio para el terror psicológico y el cine de fantasmas, y en ese ambiente adentrarse en la interioridad herida del retornado y exteriorizar su esquizofrenia, haciendo visible la interioridad marcada por su conflicto entre el pasado y el presente, en el que se reencuentra con María (Marta Etura), pero en ningún caso funciona, al menos esa es la sensación que me genera el visionado de un film cuyas relaciones y situaciones resultan tramposas, suenan falsas y ya vistas, igual de falsas que la mente herida del personaje principal. Villaverde intenta provocar a toda costa que la locura de Jacobo sea externa para que la veamos y nos condicione por su impacto inmediato, pero tras el efecto no hay nada. Cualquier desequilibrio psíquico es interior y de ahí puede o no exteriorizarse, pero Trece campanadas pretende hacerlo exterior a toda costa; como si naciese fuera de la mente del protagonista, lo que implica una pérdida sustancial en la propia psicología del personaje y en cuanto le rodea, algo que, por ejemplo, no sucede en El estrangulador de Boston (The Boston Strangler, Richard Fleischer, 1967), en la que Fleischer capta magistral en la segunda parte del film esa situación interna que lleva a su protagonista a asesinar, o mismamente en El resplandor (The Shinning, Stanley Kubrick, 1980), una película que tampoco me convence, pero cuyas trampas resultan más sutiles y efectivas que las aquí desarrolladas para generar desasosiego y una atmósfera que se pretende inestable, amenazante, espectral.




viernes, 25 de febrero de 2022

Los Blandings ya tienen casa (1948)


El narrador de Sinfonía de la vida (Our Town, Sam Wood, 1940) sube una colina y contempla la pequeña y pacífica localidad que se abre ante él. Es su ciudad y, orgulloso de ella, se dirige al público para contar la historia local y la de sus vecinos. Bill Cole (Melvyn Douglas), el cicerone de Los Blandings ya tienen casa (Mr. Blandings Builds His Dream House, 1948), también se encuentra en un alto cuando nos ubica en <<Manhattan, Nueva York, Estados Unidos>> y, en clave irónica, nos habla de algunas costumbres neoyorquinas, antes de contarnos la historia de los Blandings. Sus palabras no presentan el menor rastro de la nostalgia, ni del conservadurismo ni de la amabilidad que guían el film de Sam Wood. Manhattan vive a otra velocidad vital, Bill lo sabe y por ello desborda ironía, confirmada al instante, cuando habla de la Gran Manzana y las imágenes que vemos en pantalla le contradicen o viceversa. Ya desde ese instante, el personaje es un filón para H. C. Potter, ya que tiene el don de aparecer en los momentos que el film amenaza con aburrirse de sí mismo, aburrimiento del que Los Blandings ya tienen casa siempre escapa para dejar que la broma y la acumulación de facturas dominen esta comedia que se burla, digamos sin malicia malsana, del matrimonio neoyorquino de clase media que la protagoniza; lo que equivale a burlase de la mayoría de los más de siete millones de los que habla Bill, antes de informarnos de que Jim Blandings (Cary Grant) es el típico neoyorquino y que él es su mejor amigo y su abogado. Así inicia su versión de la aventura escrita por Melvin Frank y Norman Panama, quienes, además de guionistas, ejercían por primera vez de productores —dos años después, esta pareja debutaría en la dirección en The Reformer and the Redhead (1950).


Formada por un matrimonio y dos hijas, conocemos a esta hogareña familia en la intimidad, poco antes de que se lance a la aventura de su vida: construir el hogar de sus sueños. Los Blandings son el típico núcleo familiar que no desentona en la sociedad de consumo en la que alcanzar el sueño es posible a base de comprar lo necesario y lo innecesario, y de pedir créditos e hipotecas para pagar ambos. Conocemos a Muriel (
Myrna Loy) y a Jim en la intimidad de su dormitorio, donde, como el código Hays bendice y dice, duermen en camas gemelas. Tras ellos conocemos a sus hijas, a la empleada doméstica y el apartamento completo, armarios incluidos, gracias al recorrido del adormilado protagonista, en busca del desayuno y el aseo. La conclusión de su recorrido no puede ser más evidente: el piso, de dos habitaciones, cocina, sala y cuarto de baño, les queda pequeño y desean ampliarlo, pero el presupuesto del que hablan precipita que Jim se niegue y busque otra opción. La descubre en un anuncio en el periódico: una casa en el campo, a una hora escasa del bullicio de la gran ciudad. Como Jim bien sabe por oficio, la publicidad funciona, anima al consumo, y le convence para poner rumbo a Connecticut, donde ve la antigua casa que Muriel y él ya consideran la de sus sueños. Poco les importa las palabras de Bill o las de los arquitectos y expertos que ven la ruina que se cae a pedazos y que les lleva a decir <<derrúmbenla>>. Económicamente, el sueño que persiguen les resulta más caro de lo calculado en el momento que se embarca en el proyecto, desoyendo los consejos del narrador y amigo, pues Jim asume que hay cosas que se compran con el corazón. Aunque no haya relación aparente entre el consumo y los sentimientos, el personaje, un Cary Grant en plenas facultades cómicas, así lo cree, creencia que permite a Potter ironizar sobre la clase media estadounidense y su “religión” consumista, en la que los sueños perseguidos suelen corresponder con finalidades materiales, como la casa con tres cuartos de baño y cuatro habitaciones dobles que colme de felicidad a la pareja protagonista.

jueves, 24 de febrero de 2022

Damas del teatro (1937)


Antes de alcanzar el estrellato en los musicales de Mark Sandrich, al lado de Fred Astaire, Ginger Rogers llamaba la atención en dos musicales con coreografías de Busby Berkeley en los que la actriz apuntaba buenas maneras y robaba el protagonismo en cada ocasión que asomaba en la pantalla. Además, que es lo que aquí interesa, La calle 42 (The 42th Street, Lloyd Bacon, 1933) y Vampiresas 1933 (Gold Diggers of 1933, Mervyn LeRoy, 1933) se adentraban de lleno en Broadway, pero lo hacían amables y concediendo importancia a los números musicales. Aunque apuntaban la complicada situación laboral de actrices y aspirantes, el tono de las situaciones planteadas resulta menos angustioso que el asumido en Damas del teatro (Stage Door, 1937) cuando expone el frágil equilibrio emocional de Kay Hamilton (Andrea Leeds), el personaje trágico de un drama al que Gregory LaCava, su máximo responsable, dota de mayor complejidad psicológica que los musicales citados; aunque no por ello prescinde del humor —sobre todo, a cargo de Eve Arden y Lucille Ball— ni de la ironía de un cineasta que iba por libre y en atractiva dirección. En estas producciones de Lloyd Bacon y Mervyn LeRoy, el personaje de Rogers vive para el teatro, pero no sufre el teatro como lo hacen Kay y su Jean en Stage Door, en la que comparte protagonismo con Katharine Hepburn, otra grande de aquel “Hollywood dorado”. 


Previo a la irrupción en pantalla de Terry (Katharine Hepburn), Gregory LaCava muestra el ambiente cotidiano en la pensión donde sueños, rivalidades, amistad, frustraciones, aspiraciones, paro, bromas, forman parte de la realidad de las aspirantes: la cara oculta que el público no ve en el escenario y, por tanto, le resulta ajena o inexistente. Dicha distancia es similar a la que Terry debe superar, ya que llega a la pensión sin conocer las circunstancias reales y la carestía que condicionan a sus nuevas compañeras. Ella irrumpe con brío y estilo, con intenciones y ambiciones, pero ignorándolo todo lo relacionado con la cara oculta en la que sus colegas llevan viviendo semanas, meses, puede que años. La actitud, el vestuario y el talante de la recién llegada chocan con la ropa, el sarcasmo y la ironía del resto, que, entre bromas, ocultan su espera y su decepción. Sus nuevas compañeras, veteranas en la espera, persiguen su sueño, que quizá se convierta en pesadilla; aguardan o fuerzan la oportunidad que se hace de rogar, una oportunidad que Terry logra sin saber que se debe a la intervención de su padre. Hija de un magnate del trigo, quiere demostrarse que puede conseguir vivir por su cuenta, por su valor y su valía, el sueño es diferente, pues, al contrario que Rogers y el resto, es otro tipo de sueño, tal vez un reto que ponga distancias entre la proyección/prisión familiar y su intención de decidir su camino. En cualquier caso, busca su independencia, aunque acepta la posibilidad que le ofrece su padre: si fracasa en su intento sabe que cuenta con el apoyo familiar.


<<Pero ¿cómo se sabe quién es actriz y quien no? Te sientes actriz cuando actúas, pero no cuando estás sola en tu habitación. Y una actriz sin tener buenos contratos y buenos papeles tiene mucho más miedo a la soledad que le rodea>>. La reflexión de Kay Hamilton, delante de Terry y del público de Damas del teatro señala una diferencia clave respecto a producciones previas ambientadas en Broadway, las arriba nombras La calle 42, Vampiresas 1933 y otras. Sus palabras resumen su estado de ánimo, sus dudas y su derrota, su temor a la soledad, al vacío que se abre al sentir que no podrá conseguir el papel que le permita espantar fantasmas. Quizá Kay sufra más que el resto de aspirantes a actrices que viven en la misma pensión y el mismo sueño. Sabe de lo que habla cuando plantea la cuestión, ya que, al contrario que Terry, que la escucha, tuvo su momento de gloria cuando demostró su valía sobre las tablas. Sin embargo, un año después, todo ha cambiado; ha caído en el olvido de un medio artístico en manos de productores como Tony Powell (Adolphe Mejou), quien aprovecha su estatus para conquistar jóvenes aspirantes y prioriza los intereses económicos, más que del arte, como demuestra cuando acepta que Terry sea la protagonista de su nuevo montaje a cambio del dinero que le permita su puesta en escena.



miércoles, 23 de febrero de 2022

Atrápanos si puedes (1965)


Los inicios cinematográficos de John Boorman, después de adquirir experiencia televisiva, no aventuraban el talento que dos años después de su primer largometraje evidenció en su siguiente película, la contundente A quemarropa (Point Blank, 1967), y en sucesivos títulos como Defensa (Deliverance, 1972) o Excalibur (1981). Atrápanos si puedes (Catch Us if You Can, 1965), su salto al cine, es un film pop que pretende frescura y rebeldía contra el aburguesamiento, contra sus mayores, contra los medios de comunicación que incomunican con su invasión publicitaria para lograr sus fines comerciales —el inexistente secuestro de Dinah (Barbara Ferris), una exitosa modelo, proporciona una publicidad extra a los vendedores de carne. Ignoro si fue rebelde y vitalista en su momento, pero dudo que hoy conserve cualquier chispa de rebeldía y de vitalidad. No obstante, para quien busque recuperar o adentrarse superficialmente en el ambiente pop de los sesenta (siglo XX) en la Inglaterra contemporánea e influenciada de The Beatles, quizá le puede resultar interesante; sobre todo descubrir influencias y similitudes entre el grupo de Liverpool y otras bandas musicales que marcaron a la juventud de su época, como es el caso de los londinenses The Dave Clark Five, uno de los pocos grupos que pudo rivalizar en popularidad y en las listas de grandes éxitos con el cuarteto protagonista de ¡Qué noche la de aquel día! (A Hard Day’s Night, Richard Lester, 1964). La banda de Dave Clark, junto a la actriz Barbara Ferris, protagonizan esta comedia juvenil de huidas y persecuciones por Londres y otros lugares donde, como insinúa la modelo fugada, lo importante es el viaje, aunque, en realidad, lo que se busca es aprovechar el éxito del grupo y promocionar su imagen y sus canciones; objetivo comercial del film, que irónicamente denuncia una intención similar en su ficción: la campaña publicitaria de los productos cárnicos para la que trabajan Dinah y Steve, el especialista que se fuga con ella.




martes, 22 de febrero de 2022

El faro azul (1949)


Cuatro nombres fundamentales de la Ealing, aportaron talento creativo a El faro azul (The Blue Lamp, 1949), un espléndido policiaco urbano dirigido por Basil Dearden, en el que inicialmente detalla y alaba la cotidianidad de los bobbys londinenses por calles donde el malestar social agudiza la violencia en hogares y zonas deprimidas donde proliferan jóvenes delincuentes como Spud (Patric Doonan) y Tom Riley (Dirk Bogarde), cuyo comportamiento, por momentos, apunta el rechazo, menos violento, asumido por los airados protagonistas de los títulos más celebrados del free cinema. Cuatro nombres, apunté arriba, Dearden es el primero, los otros tres son los del productor y director artístico Michael Relph, el guionista y ex-agente de policía T. E. B. Clarke y el futuro realizador Alexander Mackendrick, que aportaba su grano de arena en los diálogos adicionales y en su función de ayudante de Dearden, un cineasta que, al contrario que Charles Crichton o el propio Mackendrick, no fue asiduo de las comedias de la casa. A él le encargaban melodramas, policiacos y una pieza de prestigio como Matrimonio de estado (Saraband for Death Lovers, 1948). Pero, quizá su mayor éxito popular fuese El faro azul, como parece señalar que dio origen a una serie que la BBC empezó a emitir en 1955, cinco años después del estreno de la película.


Durante dos décadas,
Dixon of Dock Green (1955-1976) permaneció en pantalla, tomando como personaje principal a George Dixon, el bobby interpretado por el actor Jack Warner en el film. Figura paternal, George ha hecho tantas rondas callejeras y recorrido tantos kilómetros que nada le sorprende. Siempre sonríe, como si todo fuese familiar para él, y ese talante conforta a Andy Mitchell (James Hanley), el novato a quien el veterano acoge en su hogar, para que la integración del muchacho en el cuerpo y en la ciudad sea plácida y familiar. Los primeros instantes del film se centran en estos dos hombres y en la señora Dixon (Gladys Henson), así como en la camaradería que reina entre los uniformados que pasean las calles día y noche. Dearden no esconde su admiración (lo más probable que sea la de Clarke), ni su intención de mostrar a los agentes del orden en su mejor versión, homenajeando su labor; pero, tras ese tono amable, no exento de instantes cómicos, los detalles que se van sumando a la acción nos ofrecen una perspectiva más amplia y compleja, entre el documento urbano de posguerra y la ficción policial. Respecto a este punto, El faro azul poco o nada tiene que envidiar al policiaco semidocumental hollywoodiense de la segunda mitad de la década de 1940; ni en su carácter partidista, siempre alabando la función de las fuerzas de seguridad del estado, ni en su intención de detallar hechos y modos en la investigación policial que, aquí, Dearden inicia una vez la trama entra en la búsqueda de los dos delincuentes.

lunes, 21 de febrero de 2022

Un tipo genial (1983)


El brío internacional del cine británico hacia la segunda mitad de la década de 1970, encuentra en el productor David Puttnam a uno de sus principales artífices. Suyas son las producciones de Los duelistas (The Duellits, Ridley Scott, 1977), El expreso de medianoche (Midnight Express, Alan Parker, 1978), Carros de fuego (Chariots of Fire, Hugh Hudson, 1981), Un tipo genial (Local Hero, Bill Forsyth, 1983), Los gritos del silencio (The Killing Fields, Roland Joffé, 1984) y La misión (The Mission, Roland Joffé, 1986), pero de estas solo una se aleja del drama, que aspira a prestigio, para acercarse a la comedia de costumbres, amable, irónica y vitalista, que en la distancia recibe el testigo de la por entonces ya desaparecida Ealing. Pero, aparte de resultar un instante cinematográfico simpático, de momentos entrañables, de acordes musicales que apuntan el mítico Going Home de Mark Knopfler y de un paisaje natural de postal, el escocés Bill Forsyth, su director y guionista, logra un atractivo equilibrio entre los personajes, sus relaciones y los espacios que humanizan. Desde su inicio, Local Hero contrapone los negocios y la naturaleza, el desarrollo empresarial de una sociedad de consumo en manos del petróleo y la quietud de una cotidianidad tradicional en la villa marina donde se desarrolla la negociación y el revivir del protagonista.


Las imágenes de la red vial de Houston, por donde circula el deportivo blanco de MacIntire (Peter Riegert), y la siguiente escena en la sala del consejo de la petrolera Knox apuntan las formas empresariales y urbanas, modernidad, prisas y ruido. Pero ni los negocios ni la contaminación sonora afectan el sueño del señor Harper (Burt Lancaster), a quien se descubre durmiendo mientras uno de los directivos de su empresa toma la palabra, baja el tono y susurra la estrategia a seguir respecto al proyecto de la refinería escocesa y la necesidad de enviar un negociador al pueblo que se levanta en la bahía que pretenden comprar, para levantar allí la refinería más moderna del Atlántico norte. Todo esto lo hablan en presencia de Harper, el dueño de la empresa, que duerme porque nada le interesa lo que allí se pueda decir. Quizá sueñe con el firmamento lleno de estrellas, con una aurora boreal o un cometa al que poner su nombre. La astronomía es su pasión y el único aliciente para un hombre que posee todo y tiene nada, pues se descubre como alguien que, fuera de esa afición a la que se entrega, vive el vacío y el desequilibrio emocional del que pretende salir con un tratamiento de choque, con un terapeuta no menos chocante. Esos instantes iniciales de Un tipo genial son fundamentales para establecer el contrapunto entre dos espacios y dos modos de vivir, siendo Mac el nexo entre ambos, al ser el elegido para viajar al país de las Highlands y negociar la compra-venta, pues en la empresa asumen que MacIntire, por su apellido, es de origen escocés. Con la llegada del protagonista al pueblo, Un tipo genial asume su tono costumbrista e influencias de la Ealing, pienso en La bella Maggie (The MaggieAlexander Mackendrick, 1954), e introduce un estadounidense en un entorno que le resulta extraño, pero que no tarda en conquistarle. Mac llega acompañado de Oldsen (Peter Capali), el joven empleado de la filial escocesa, que no puede dejar de pensar en Marina (Jenny Seagrove), la oceanógrafa que aparece y desaparece en el mar, cual sirena que le seduce con sus cantos (y su amor por el ecosistema marino). Tras el primer contacto con la villa marinera donde Urquhart (Denis Lawson), el dueño del hotel y el abogado local, llevará la negociación con un vecindario deseoso de vender y enriquecerse, los visitantes mantienen una conversación a la puesta de sol, mientras pasean a la orilla de una hermosa playa que será parte de la refinería. Paseando, enumeran los productos que derivan del petróleo y su listado genera la sensación pretendida por Bill Forsyth, la de oponer la belleza natural y la imagen de la refinería (ya vista su maqueta) que, de cerrarse el trato, alterará el paisaje y el ecosistema de ese hermoso paraje donde solo Ben (Fulton MacKay), el dueño de la playa, parece capaz de vivir al margen del dinero, del negocio y del petróleo.



domingo, 20 de febrero de 2022

Unos días para recordar (2014)


La amabilidad de Jean Becker a la hora de priorizar las relaciones personales, familiares y de amistad, y el lado bueno de las cosas y de la vida en sus comedias dramáticas, o en sus dramas cómicos, apunta la habilidad e intereses de un cineasta que no pretende sorprender, sino que le gusta contar lo aparentemente trivial. Puede que su intención de narrar historias corrientes, de personajes que podrían ser cualquiera, no conquiste a quienes exijan o esperen del cine algo más grande que la vida. Pues ese no es Becker, que ve más grande la vida que las películas, y pretende llevar sencillez y un poco de sustancia vital a su cine, aunque sea en una comedia que pueda parecer que peca de sentimental o que no tenga más pretensión aparente que emocionar con emociones, como es el caso de este film que se desarrolla prácticamente en la habitación del hospital donde convalece Pierre (Gérard Lanvin), tras un accidente en el que fue atropellado. Cierto que no hay novedades, pero acaso ¿qué vida corriente o insólita puede presumir de novedosa o de original, salvo en la originalidad de quien la vive? El protagonista de Unos días para recordar (Bon rétablissement!, 2014) es un hombre encerrado en sí mismo, un personaje que asoma en el cine de Becker para vivir la transformación que le abra o devuelva al mundo y a los demás. Esa es la historia, no necesita más que ese alguien que ha olvidado sentir, porque sentir le causa dolor, pero, como humano, no puede dejar de sentir mientras viva. Aunque vista coraza de gruñidos y distancia, lo quiera o no, su humanidad, como la de cualquiera, se nutre de sentimientos y de su relación con el medio donde inevitablemente se produce su contacto con otros individuos que también sufren, temen, aman, sueñan, ríen, lloran...



sábado, 19 de febrero de 2022

La sirena negra (1947)


La vocación cinematográfica de Carlos Serrano de Osma nació durante el periodo mudo, lo que indica que su perspectiva cinematográfica se origina influenciada por la imagen como lenguaje universal, sin palabras ni diálogos que la sustituyan. Esta interpretación visual del cine no se pierde cuando realiza su primer largometraje, Abel Sánchez (1946), ni en los siguientes, lo que da como resultado una obra fílmica corta, en cuanto a títulos que la componen, pero fascinante dentro del panorama cinematográfico español de la época, aunque entonces pasase desapercibida, incomprendida o ninguneada por su diferencia respecto al resto de la producción. En el cine de Serrano de Osma prima la experimentación formal, su búsqueda de comprender y manejar el lenguaje visual, posiblemente porque nunca olvidó aquel cine de Chaplin, Gance, Borzage, Pabst, Vidor, Clair, Stroheim, Eisenstein, Pudovkin, entre otros. Pero antes de poder dirigir se produjo su aprendizaje, teórico, en cine-clubes o en revistas como Popular Films, andado el tiempo, los conocimientos adquiridos le serían útiles durante su docencia en la Escuela de Cine. Dicho esto, no sorprende que en La sirena negra (1948), su tercer largometraje, estuviese más preocupado en hablar con la cámara que con el texto; de hecho, de eliminar las breves intervenciones de la voz del narrador, los escasos diálogos y la música, omnipresente durante todo el metraje, cuanto vemos en esta adaptación de la obra homónima de Emilia Pardo Bazán funcionaría de igual modo, tal vez mejor, sin que por ello se perdiese el tono mortuorio que domina desde el primer momento.



En
La sirena negra, cuya atmósfera no difiere del adjetivo de su título, el cineasta madrileño pretendía experimentar tomando de referencia a Orson Welles y sus Magníficos Amberson, de ahí que la cámara de Serrano de Osma preste mayor interés y atención a los ángulos y a los desplazamientos, con lo que refuerza la profundidad de campo y la subjetividad del plano. El pero que se le pueda poner al resultado, como él mismo podría reconocer, reside en que la prioridad técnica y experimental precipita el desequilibrio entre la cámara, el clima, los personajes y la historia del atormentado Gaspar de Montenegro (Fernando Fernán Gómez), un hombre atrapado en entre el sufrimiento y la idea de muerte que le persigue desde el pasado, del cual no logra escapar y le afecta en un presente de aflicción y de deambular por las sombras del ayer y las nocturnas del hoy, por donde camina su dolor en busca de la redención que lo aleje, una redención que desea posible al ayudar a una mujer y a su hija, de quien se hará cargo fallecida la madre.



viernes, 18 de febrero de 2022

Alba de América (1951)


El alba se relaciona con el nacimiento de un nuevo día, que quizá depare la misma cotidianidad de ayer y de mañana, pero al pensar en el título Alba de América (1951), tal natividad señala el florecer de un nuevo mundo que no podrá ser nuevo, ni para quienes llevarán consigo viejas costumbres y los vicios de siempre, ni para quienes ya lo habitan, pues es su hogar: la tierra que conocen y con la que se identifican. El subtítulo (Cristóbal Colón) elimina cualquier duda respecto al argumento de esta superproducción Cifesa, pues con tal orgullo la empresa valenciana, por entonces la más poderosa del cine español, anuncia la biografía colombina previa al arribo americano del ambicioso soñador interpretado por Antonio Villar, cuya solemnidad imposta y dramatismo exagerado restan cualquier atractivo que pudiese tener un personaje de diálogo cansino y de excesiva teatralidad, como también excesiva resulta en las figuras de los reyes católicos, de los que se pretende majestad. Orduña alaba la entrega de los monarcas en la toma de Granada (que pondría fin a más de siete siglos de reconquista) y su importancia en la empresa que el marino genovés logra poner en marcha siete años después de su llegada a Castilla —en compañía de su hijo— guiado por su sueño de reconocimiento, riqueza e inmortalidad en la Historia, un sueño largamente perseguido y que se materializa cuando pisa la isla Guanahani en octubre de 1492.



<<Los ingleses habían hecho “Cristóbal Colón” en color con Fredric March de protagonista, en donde el Rey Católico era un muñeco al que Colón abofeteaba, se ponía en ridículo a la reina, se denigraba a España y a la gesta, no de Colón, sino de los Reyes Católicos. El Rey Católico perseguía a las doncellas de su esposa, etc. En vista de lo vergonzosa que era la película, y de que se había comentado mucho, el Gobierno Español, por mediación del Consejo de la Hispanidad, concibió la idea de hacer una película, en que se desagraviara la figura de los Reyes Católicos, y que fuera auténtica y rigurosamente histórica>>, que no lo es, como enseguida apunta Orduña en la misma entrevista con Antonio Castro.1 <<Había algo de fantasía, pero es que yo siempre he opinado que las películas históricas, para que sean verdaderamente soportables, deben de tener un veinte o un treinta por ciento de rigor histórico y del setenta al ochenta por ciento de apuntalamiento de fantasía>> Si hacemos caso a tal porcentaje, el cine histórico es fantasía, y, ciertamente, así lo es; no solo el rodado en España, sino prácticamente todas las ficciones históricas. Pero dotar de fantasía a la historia no la hace más atractiva. Se precisa algo más, y Alba de América carece de ese algo, carece de vitalidad. Ninguno de sus personajes logra escapar del diálogos y movimientos acartonados. El ejemplo más claro es el protagonista, a quien le falta el latir del corazón y la sangre en las venas, de hecho, ningún personaje parece representar vida. Semejan marionetas y el caso de Colón no es exclusivo, aunque, debido a su mayor protagonismo, sí el más insistente. De tanto llorarlo, su sueño de gloria y su secreto —que dice guardar y que le confirma la existencia de una ruta a Asía por poniente— resultan los más cansinos de un conjunto que ya asoma en la pantalla cansado, seguido de la beatitud de la reina (Amparo Rivelles), del sentido lógico del rey (José Suárez) y de la manipulación de Isaac (Manuel Luna), el banquero a quien, junto al francés Gastón (Eduardo Fajardo), se le concede el rol negativo de esta película de Orduña y Cifesa en la que al navegante protagonista le mueve la ambición de fama y riqueza que nombra en cuanto la oportunidad asoma. Pero su sueño de grandeza carece de importancia para la marinería que al inicio del film se amotina y amenaza a Colón, quien impotente ante el hecho, deja que Martín Alonso Pinzón (José Marco Davó) le defienda ante la tripulación. El marino castellano toma la palabra y reprocha a la marineros su comportamiento, antes de recordarles la llegada de Cristóbal a Castilla. Así, ya con el héroe en alta mar, Orduña retrocede en el tiempo para contarnos la situación de la corona castellana y la aragonesa, cuya prioridad es la en la guerra de Granada. Ese telón de fondo bélico, en ocasiones escenario protagonista, transitado por el navegante también es el tiempo que apunta el dominio marino de Portugal, que navega su destino por el Atlántico, bordeando el contiene africano, océano al que la corona castellana mira cuando concluye la reconquista. Es en ese instante cuando, imitando a sus vecinos, toma la delantera con Colón, que arriba a la isla de San Salvador sin saber si es Cipango, Catay, la India o una tierra de la que nunca ha oído hablar. Sea como sea, ese momento inicia la expansión europea hacia el “nuevo” continente e implica consecuencias que no tienen cabida en Alba de América, un drama biográfico que, buscando ensalzar la figura del navegante genovés, de Isabel y Fernando, consigue que la historia de Colón sea mucho más aburrida que la de Locura de amor (1948), el film de Orduña que puede considerarse referente de este tipo de producciones históricas que de aquella manera ensalzaban y fantaseaban el pasado español para, quizá, dar lustre al presente.


1.Antonio Castro: El cine español en el banquillo. Fernando Torres Editor, Valencia, 1974.

jueves, 17 de febrero de 2022

Ramón Gómez de la Serna y el humorismo


<<Ser artista es no tomar en serio al hombre tan serio que somos cuando no somos artistas>>


Ortega y Gasset: La deshumanización del arte.


El humorismo suma sátira, imaginación, ironía, paradoja, humanidad y su toque de amargura; es a la vez divertido y deformador de la realidad que destapa al fugarse de ella. Según Pio Baroja, <<el humorismo hace experiencias y ensayos parecidos a los que hacen los químicos; el humorismo trata los hechos de la vida por los reactivos más extraños>>.1 Y esos reactivos anómalos reaccionan de tal manera que sus productos aparentan sinsentido, aunque les sobre sustancia y sentido para quien escape de lo comúnmente aceptado como lógico e ilógico. Junto Julio Camba y Wenceslao Fernández Flórez, se considera a Ramón Gómez de la Serna figura seminal del humorismo, el cual, como su nombre indica, se compone de humor, su eje vital y su mejor herramienta, e ismo, sufijo que, como tal, llegaría después; llegado el adelante de teorizar lo que posiblemente fluya mejor natural. Según recordaría Edgar Neville, con Camba y Fernández Flórez aparecía un nuevo tipo de humor, que alejaba la astracanada y la burla chabacana. <<Simultáneamente a estos dos periodistas surge en las letras españolas el fenómeno genial de Ramón Gómez de la Serna, que es como un remolino de alegría, de optimismo y de invención, y que, como no saben cómo calificarle, lo encierran dentro de la jaula de los humoristas>>.2 Con los dos escritores gallegos y con el creador de greguerías se impone la inventiva, un deje de melancolía y la fuga de la realidad asumida, para ver esa realidad desde la distancia posibilitada por el humor, que la despoja de los velos con los que tapa sus defectos y posibilita nuevas perspectivas, pues, palabra de Mihura, <<lo único que pretende el humor es que, por un instante, nos salgamos de nosotros mismos, nos alejemos de puntillas a unos veinte metros y demos una vuelta a nuestro alrededor, contemplándonos por un lado y por otro, por detrás y por delante, como ante los tres espejos de una sastrería y descubramos en nosotros, nuevos ángulos y perfiles que no conocíamos.>>Estas ingeniosas armas de la risa se imponían para dar forma a la expresión humorística que encontró en Gómez de la Serna a uno de sus máximos exponentes. El escritor madrileño lo tenía claro; para él era algo más que una vanguardia literaria. A este respecto, en el texto publicado en febrero de 1928, en la Revista Occidente, nos disipa cualquier posible duda y nos aclara su interpretación del humor y del género al que se sumaron los miembros de Buen Humor, publicación fundada en 1921 y dirigida por Sileno, seudónimo de Pedro Antonio Villahermosa, y que encontró veteranía en Camba, en Fernández Flórez y en el propio Gómez de la Serna; y juventud en los miembros de denominada la otra generación del 27: los López Rubio, Edgar Neville, Jardiel Poncela, Tono, Antoniorrobles y Miguel Mihura. Aquella publicación, <<la primera revista de sonrisa que apareció en España>>4, se mantuvo durante diez años, fue el hervidero del humorismo que tendría continuidad y evolución en revistas como Gutiérrez, La ametralladora, y La codorniz.



Sin abandonar el humor + ismo, llega el momento de ceder la palabra a Ramon Gómez de la Serna, quien, sin duda, será capaz de resolvernos la suma y desvelarnos el resultado en líneas maestras:

<<La actitud más cierta ante la efimeridad de la vida es el humor. Es el deber racional más indispensable, y en su almohada de trivialidades, mezcladas de gravedades, se descansa con plenitud.

El humor ha acabado con el miedo, debe acabar aún más con él. Cosa importantísima, porque sabido es que el miedo es el peor consejero de la vida, el mayor creador de obsesiones y prejuicios.


No se propone el humorismo corregir o enseñar, pues tiene ese dejo de amargura del que cree que todo es un poco inútil.


Casi no se trata de un género literario, sino de un género de vida, o mejor dicho, de una actitud frente a la vida.


El humorismo es lo más limpio de intenciones, de efectismo y de trucos. Lo que parece en él truco es, por el contrario, la puesta en claro de los trucos que antes se quedaban escondidos y sin delación y que por eso eran más responsables y graves. Lo que se muestra a las claras y por delante no engaña a nadie.


En el humorismo se falta a esa ley escolar que prohíbe sumar cosas heterogéneas, y de esa rebeldía saca su mayor provecho.


El humor entra en las cosas por el lado por el que no existen, y que es el que las revela más.

Frente al humorismo, que debe ser una maravilla de dosificación —y en eso entra el estro poético del humorista y su verdadera vocación—, está el amarguismo.


En el humorista se mezclan el excéntrico, el payaso y el hombre triste, que los contempla a los dos>>



1.Pío Baroja: Obras Completas. Volumen XIII, citado por Julio Moreiro: Mihura. Humor y melancolía. Algaba Ediciones, Madrid, 2004.


2.Edgar Neville: Sobre el humorismo. Obras selectas. Biblioteca Nueva, 1969


3.Miguel Mihura: Mis memorias. Temas de hoy, Madrid, 1998


4.Miguel MihuraPeriodismo de humor, citado en Julio Moreiro: Mihura. Humor y melancolía. Algaba Ediciones, Madrid, 2004.