Una película como Ayer no termina nunca (2013) se establece en la apariencia que pretende pasar por profundidad emocional y existencial, pero carece de la sustancia humanista y existencialista que dé credibilidad a las emociones y a las dudas que asaltan y supuestamente desbordan en la pareja protagonista, Candela Peña y Javier Cámara. El empeño, la manipulación y la entrega de Isabel Coixet a la hora de disfrazar carencias e intenciones de reflexión y complejidad discursiva, que prioriza la existencia de sus personajes con movimientos de cámara, cambios de planos, encuadres o montaje que alterna el plano físico, que ambos comparten, y el mental e individual, que les aísla y separa, en el que suenan frases y monólogos que las mentes de ambos expresan —con el fin de ser escuchados por el público—, no evita que lo que se ve y escucha en la pantalla genere la sensación de estar ante una representación de dolor y de frustraciones; no sintiéndolas o intuyéndolas veraces. Nadie es testigo de los pensamientos de otros, solo de sus palabras, de sus actos y comportamientos. Entonces, ¿por qué insistir en forzar pensamientos que suenan prefabricados en ese blanco y negro en el que se expresan para condicionar y guiar la interpretación del público? ¿Por qué no permitir que, como espectadores, podamos intuirlos con los hechos, palabras, silencios, miradas y otros gestos durante su reencuentro? Al darlo todo hecho, deja fuera al espectador, a quien solo le resta escuchar un discurso que no suena fluir del ni en el momento, y que no logra superar ideas que, quizá inconscientemente, pretenden pasar por verdades absolutas. El resultado de todo esto es un film que retumba hueco y forzado, no porque sea una película de dos personajes, sino porque busca imponerlos, más que plantearlos, apoyándose en estados emocionales que en ningún momento se sienten veraces, aunque los personajes lloren y fuercen reflexiones, o hablen de amar o del dolor que sufren, de luchar y resistir en un mundo que se derrumba como consecuencia de una enésima crisis económica y social, apuntada en los titulares de los periódicos, en las imágenes televisivas iniciales o en las acusaciones de ella cuando recuerda la muerte de su hijo y culpa a los recortes de la sanidad pública. En apariencia, sus voces interiores suenan a existencial, pero, para que haya existencia se necesita vida, y a ellos se la imponen, como sucede con las emociones, lo que les resta humanidad; o dicho de otro modo, les sobra predisposición discursiva para transmitir, quedándose en la pretensión existencial de ser, la que busca el efecto y quizá el lucimiento de la mano que hay detrás de la cámara, la que olvida que el alma fluye de dentro a fuera y no en sentido contrario, como parece que sucede con el ex-matrimonio protagonista. Como ya apunta, aunque de manera menos radical, Cosas que nunca te dije (Things I Never Told You, 1996), parece que en Ayer no termina nunca hay necesidad imperante en la cineasta de imponer su voz —que al menos Coixet la tiene y a veces logra establecer mejor conexión con el público—, más que establecer diálogo, una voz que a mí, personalmente, apenas me llega.
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