El tercer largometraje de Xavier Villaverde es un film forzadamente oscuro que busca ser el reflejo cinematográfico de la atormentada interioridad de Jacobo (Juan Diego Botto), la víctima protagonista, que regresa a Galicia marcado por la experiencia traumatizante que sucedió en su niñez, y que Villaverde expone en el prólogo. El inicio de Trece Campanadas (2002), película inspirada libremente en la novela homónima de Suso de Toro, sitúa la acción en Santiago de Compostela, en el año 1984, cuando Jacobo, niño, trabaja con el barro en el taller de su padre, Mateo Bastida (Luis Tosar), un prestigioso escultor que esa misma noche muere durante una violenta discusión con su mujer (Elvira Mínguez), al tañido de las campanadas de la catedral. Dieciocho años después, en 2002, Jacobo regresa a su ciudad natal porque ha descubierto que su madre sigue viva, internada en el hospital y aquejada de un desequilibrio que él comparte (y del cual pronto seremos testigos).
El prólogo y la primera parte de Trece campanadas apuestan por establecer un clima propicio para el terror psicológico y el cine de fantasmas, y en ese ambiente adentrarse en la interioridad herida del retornado y exteriorizar su esquizofrenia, haciendo visible la interioridad marcada por su conflicto entre el pasado y el presente, en el que se reencuentra con María (Marta Etura), pero en ningún caso funciona, al menos esa es la sensación que me genera el visionado de un film cuyas relaciones y situaciones resultan tramposas, suenan falsas y ya vistas, igual de falsas que la mente herida del personaje principal. Villaverde intenta provocar a toda costa que la locura de Jacobo sea externa para que la veamos y nos condicione por su impacto inmediato, pero tras el efecto no hay nada. Cualquier desequilibrio psíquico es interior y de ahí puede o no exteriorizarse, pero Trece campanadas pretende hacerlo exterior a toda costa; como si naciese fuera de la mente del protagonista, lo que implica una pérdida sustancial en la propia psicología del personaje y en cuanto le rodea, algo que, por ejemplo, no sucede en El estrangulador de Boston (The Boston Strangler, Richard Fleischer, 1967), en la que Fleischer capta magistral en la segunda parte del film esa situación interna que lleva a su protagonista a asesinar, o mismamente en El resplandor (The Shinning, Stanley Kubrick, 1980), una película que tampoco me convence, pero cuyas trampas resultan más sutiles y efectivas que las aquí desarrolladas para generar desasosiego y una atmósfera que se pretende inestable, amenazante, espectral.
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