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sábado, 26 de agosto de 2023

Aerograd (1935)

Dentro de la filmografía de Alexander Dovjenko, Aerograd (1935) tiene la particularidad de no haber sido rodada en Ucrania, sino en la Taiga siberiana, en la lejanía natural del oriente ruso donde Dovjenko realizó una película sobre pioneros y la construcción de una ciudad que simboliza la modernización necesaria para sacar a la extensa nación, multiétnica, en parte nómada y despoblada, del pasado agrario y transformarla en un país industrializado y puntero. Si bien la modernización era necesaria, la exigida y acelerada por Stalin resultó criminal. Por entonces, aún faltaban dos años para su gran purga de 1937, y ya habían pasado dos de la de 1933, el cine, la literatura y el resto de las artes habían cambiado al establecerse unas directrices concretas que condicionaban y limitaban la creatividad de los artistas. Esto supuso que el individuo como singular dejase de ser importante en las artes oficiales, de hecho fue desterrado de ellas, convirtiéndose de ese modo en un artista clandestino o colando sus ideas como buenamente pudiese. En el cine no fue diferente, los autores con mayor prestigio y personalidad del periodo mudo fueron cayendo en el olvido o cuando tenían la posibilidad de trabajar, en no pocas ocasiones se les criticaba sus obras calificándolas de burguesas, formalistas o reaccionarias. Durante el periodo silente el cine soviético se había desarrollado emulando el sistema de producción de las cinematografías capitalistas, pero eso cambió con la llegada al poder de Stalin y de su burocracia; probablemente más kafkiana que la expresada por Kafka en El castillo. Muchos proyectos fueron rechazados o sufrieron cambios indeseados; obras pretendidas por Vertov, Eisenstein y otros se quedaron en proyectos fantasma. Los personajes que pudiesen presentar pensamientos originales, críticos e individuales, o el héroe típico del cine “burgués” también fueron expulsados de la pantalla soviética, salvo cuando se trataba de un film sobre Lenin, Stalin o alguien como Aleksandr Nevsky, Chapaiev o Kutuzov, cuyas imágenes cinematográficas se estalinizaron; dicho de otro modo, se construían en la pantalla al gusto y “semejanza” de aquel que dirigía el cotarro.

La ausencia de disensiones formaba parte del realismo socialista y en ese “movimiento artístico” que no se discutía y en el que no había discusión posible cobraba mayor fuerza el héroe popular, aquel que representaban al proletario idealizado y el ideario del partido (que sería lo mismo que decir el de Stalin). Con esto no quiero decir que no se realizasen obras de calidad, las hubo —tirando cien veces a puerta vacía, lo difícil sería no acertar una—, pero fueron menos que en el periodo precedente, puesto que los autores estaban condicionados y preocupados con el qué y cómo expresarse. Hubo los que desearon e intentaron un arte más libre y personal, pero se toparon con la burocracia o con algo peor, como les sucedió al escritor Isaak Bábel y al director escénico Vsévolod Meyerhold. Stalin se había salido con la suya, siempre lo hizo, e impuso el realismo socialista en todas las artes. Decía que “el artista debía mostrar verídicamente la vida, y si muestra verídicamente nuestra vida, entonces será imposible no revelar y no mostrar en ella lo que conduce al socialismo”. Sin embargo, conviene desconfiar y analizar qué era para él o para cualquiera mostrar “verídicamente la vida” y también qué significado daba a “socialismo”, pues era muy dado a inventarse su propia realidad y quizá, tras el “ismo”, tratase de enmascar su megalomanía, sus complejos, sus fantasías y su totalitarismo. ¿O es que su poder en la Unión Soviética no era total, acomplejado, megalómano, fantaseado con tal intensidad que logró transformar su fantasía en la realidad totalitaria que todos aceptaron, porque ya no había otra?

Su culto a sí mismo desbordaba allí donde mirasen sus súbditos, también donde estos temiese a su propia sombra y la de sus vecinos, a la policía secreta y a cualquiera que caminase delante o detrás. En 1935 proliferaban las estatuas con la fisonomía del líder, pancartas con su rostro y alguna de Lenin y de Marx. Ya no digamos cuando empezaron a asomar imágenes cinematográficas suyas. Ejemplos cinematográficos del culto a Stalin hay unos cuantos, pero de los que he visto La batalla de Stalingrado (1948-1949) se lleva la palma, que lo idolatra de forma directa y lo convierte en el héroe indiscutible y el responsable único de la victoria sobre los nazis. Pero en Aerograd no hay espacio para él, aunque sí para su proyecto de modernizar el país; de modo que no se trata de un film de culto a su figura, sino de una película de propaganda que ensalza su ideología —discursos no faltan en el film— y que aboga por ese progreso pretendido, mostrando la colonización de la parte oriental de Siberia donde el enemigo japonés acecha y pretende imponer su orden entre los colonos. Con lo que hoy sabemos y desconocemos, parece quedar claro que la “vida verídicamente mostrada” en la pantalla del periodo del “realismo socialista” difiere de la realidad que no fuese la de Stalin. Pero, por mucho que se intente borrarlos o transformarlos, los hechos son los que son. Nadie puede cambiarlos, aunque sí alterar su curso y hacer que lo que fue llegue de otro modo (o simplemente borrarlo de la Historia) y eso lo logró “Koba” desde su trono bolchevique y con la inestimable ayuda del terror y del “realismo socialista”, que se encargaron de rehacer la historia del antes, del durante y del después de la revolución soviética de un modo similar al que fabula Orwell en Rebelión en la granja; y es que Napoleón hubo varios y probablemente otros habrá. De cualquier forma, existe verdad en el film de Dovjenko, aunque en ninguno caso se trata de la verdad ni del absoluto referido por la escritora (y víctima estalinista) Evgenia Ginzburg en El vértigo, que sí estuvo trabajando a la fuerza allá en Kolimá, cuando escribe que <<La verdad es la verdad y nada más. Debe ser servida no servir>>.

La manipulación pretendida por el “realismo” soviético era otra cuestión, cuya validez reside en la dialéctica asumida (con gusto o a disgusto) por los artistas, pero más allá de la aceptación de estos queda la ausencia de una discusión sobre su valía y su valor como medio de propagación de las ideas que llevaron a la revolución y que en 1937 habían pasado a mejor vida. El “movimiento” no pudo debatirse, como corrobora el rechazo recibido por quienes osaron ponerlo en duda. Pero regresando a la acción de Aerograd, la película muestra un espacio natural y prácticamente virgen, donde los héroes soviéticos deben superar las trabas y al enemigo japonés, por entonces el mayor peligro soviético en Oriente, pues el imperialismo japonés se extendía por el continente asiático en busca de recursos y de mayor poder. Salvo momentos puntuales, en los que se nota mayor libertad, el film dista de estar entre lo más logrado del gran cineasta ucraniano, que gana cuando sale al exterior y se desprende de la rigidez y teatralidad que dominan en los espacios cerrados y en los discursos, en el falso énfasis de quienes largan palabras y sentencias, momentos discursivos que no parecen obra del magistral responsablede Tierra (1930), sino de una intención de homogeneizar el mensaje cinematográfico, adaptándolo al realismo socialista que se había impuesto un año antes, el mismo que Eisenstein había puesto en duda en el congreso de escritores soviéticos donde se oficializó dicha “corriente” artística…





domingo, 16 de febrero de 2020

Arsenal (1929)


La modernidad de
Aleksandr Dovzhenko se encuentra en su mundo interior y en el cómo desde este interpreta el exterior y lo plasma en imágenes. Es subjetivo y poético, de ahí que sus formas cinematográficas prioricen sus impresiones de vida. En sus películas aúna tres perspectivas: pictórica, lírica y fílmica, que cobran un solo cuerpo. Como pintor filma cuadros, como poeta canta al pueblo y a la tierra ucraniana, como director de cine confiere movimiento a planos que se suceden vertiginosos entre angulaciones o travellings, pero también detiene el tiempo. Esto sucede en Arsenal (1929), su segundo largometraje (y quinta película), donde juega con el espacio-tiempo ya desde su inicio, cuando establece conexión entre pasado y presente, entre una madre que sufre, la tierra improductiva donde yace su esperanza, el hambre que provoca el llanto de los niños, que son los hijos de Ucrania que perecen en el frente o que regresan de la Gran Guerra. Los planos de la mujer se intercambian con los del tren en el que los soldados ucranianos retornan a su tierra, con las imágenes de un pueblo desolado, donde una joven es acosada por la autoridad y un hombre camina sobre su pierna, la única que posee, con la secuencia del anónimo que tira con la mano que le resta de las riendas de su flaco caballo en el campo sin cultivar donde recuerda su mísera infancia. Dovzhenko traslada la acción a las trincheras de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Bombas, explosiones, el asalto de los soldados y el gas de la risa anteceden a la imagen del soldado alemán que ríe y al plano de la mano semienterrada que precede al cuerpo, también semioculto bajo la tierra, aunque no su rostro, cuya sonrisa mortuoria impacta en la pantalla.


Es la guerra y
Dovzhenko la capta en su horrible plenitud previo pausar el tiempo en la imagen de la silueta del soldado que se niega a luchar, se niega a seguir muriendo por aquellos que los han sometido y obligado a combatir. Poco después, el cineasta regresa al tren en el que los soldados vuelven al hogar. Muestra el movimiento de la máquina, pero no lo hace desde el contacto de las ruedas con los raíles, sino a través del ir y venir armónico del acordeón que, poco después, servirá para omitir el descarrilamiento, sustituido por la caída del instrumento musical sobre el terreno. El arranque de Arsenal es pasión, pausa, explosión, desenfreno y simbolismo. Es la presentación del pasado y del presente de miseria, dolor y muerte. Ambos tiempos se confunden para anunciar vida, pues en el cine de Dovzhenko vida y muerte caminan de la mano. Contemplamos la impresión cinematográfica de las causas que depararán la huelga y el alzamiento de los humillados y sufrientes, del pueblo obrero ucraniano al que canta el director. En la obra del cineasta, salvo en Aerograd (1935), su Ucrania natal siempre está presente, aunque no se trata de una cuestión de nacionalismo, sino de amor a sus gentes y a esa tierra que le vio nacer. Es un poeta, no un político, aunque en películas como Arsenal exista posicionamiento político, y no lo oculta, todo lo contrario, pero no es el del Partido, sino el que fluye de una postura revolucionaria propia. De la generalización de rostros proletarios pasa a individualizar a los oprimidos en Timosh (Semyon Svashenko), el héroe anónimo del pueblo, el soldado que afirma sin miedo a morir que <<soy un obrero ucraniano>>, puesto que, como representación de todos los revolucionarios y revolucionarias ucranianos, a quienes el realizador dedica su loa cinematográfica, su figura es inmortal, contra ella nada puede la opresión ni las balas, no puede ser destruida porque su cuerpo escapa de lo humano y asciende a símbolo.

domingo, 29 de enero de 2012

Tierra (1930)

Una muerte anuncia el fin de la época dominada por los grandes terratenientes; pero será otra la que confirme definitivamente la llegada del progreso idealizado que se presenta tras la adquisición de un tractor que permite a los hombres y mujeres trabajar las tierras comunales para su propio beneficio. La velocidad con la que el vehículo avanza por los campos representaría un nuevo presente (y futuro) donde la abundancia y la alegría serían las notas predominantes. Esa pretendida, y posiblemente nunca alcanzada, realidad sirve para descubrir las connotaciones políticas de un film como Tierra (Zemlya), considerada una de las grandes películas del periodo soviético, que no escapó a la característica común a la mayoría de las producciones cinematográficas de los años que siguieron a la revolución de 1917: la alabanza al nuevo orden y el rechazo total al antiguo régimen zarista y a sus viejas costumbres. El film de Aleksandr Dovzhenko no esconde su postura a favor de la colectivización de las tierras, como tampoco oculta la constante presencia de la muerte como fin de los viejos tiempos y principio de un nuevo presente en el que ni hay cabida para los grandes terratenientes (propiedad privada) ni para la iglesia (lo terrenal se impone sobre lo espiritual). Vasili (Semyon Svashenko) es el primero que renuncia al pasado en el que han vivido sus padres, y los padres de estos, decisión que anuncia a Opanas (Stepan Shkurat), su padre, cuando le indica que piensa vivir su vida, en la que acepta al nuevo sistema que promete una ¿mejora? basada en la utilización de la maquinaria moderna al servicio de los agricultores y en la nueva política agraria impuesta por unos líderes que nunca se romperían la espalda trabajando la tierra. Descubierto el posicionamiento a favor de la colectivización que pretendía mejorar las condiciones agrícolas anteriores al enfrentamiento entre campesinos y kulaks (propietarios que no aceptan de buen grado el cambio que se les impone), las imágenes de Tierra (Zemlya) se acercan a un pretendido realismo documental que expone la promesa de cambio, que se convertirá en realidad tras el asesinato de Vasili a manos de uno de los kulaks; en ese instante Tierra (Zemlya) no sólo rompe con el sistema de los grandes terratenientes, sino también con la religión y con el pasado en general, así como concede mayor importancia a las imágenes simbólicas que sustituyen a las de la siembra y a las de la fabricación del pan, de este modo se forma un conjunto en el cual la tierra se presenta como principio y fin de todas las cosas. Puede que ese sea el descubrimiento que convence a Opanas para rechazar al sacerdote que se presenta en su casa tras la muerte de su hijo, desde ese instante la ruptura con el costumbrismo que defendía anteriormente sería total, convirtiéndose en la confirmación de las ideas de Vasili, o lo que vendría a ser lo mismo, se convierte en parte de ese nuevo engranaje en el que las cosas no llegarían a ser como se mostraron en el cine, pues para los agricultores reales ese tractor no significaría una mejora ni social ni económica, como tampoco lo sería un sistema agrario injusto impuesto a la fuerza que les afectaría de modo negativo.