martes, 28 de diciembre de 2021

Juárez (1938-1939)


En la década de 1930, la Warner tenía en nómina a estrellas de la talla de James Cagney, Bette Davis y Edward G. Robinson, pero la que más brillaba era Paul Muni. Gracias a títulos como Scarface (Howard Hawks, 1932), Soy un fugitivo (I Am a Fugitive from a Chain GangMervyn LeRoy, 1932) o La tragedia de Louis Pasteur (The Story of Louis PasteurWilliam Dieterle, 1936), el actor había alcanzado la posición privilegiada que le permitía exigir un ritmo de trabajo más pausado que el del resto de asalariados del estudio, que solían realizar entre seis y siete largometrajes al año. La producción en cadena era imparable tanto en la Warner como en las demás compañías de aquel Hollywood dorado e idealizado tras su desaparición, donde, salvo excepciones, ningún actor ni actriz lograban “imponerse” a los mandamases de las fabricas de sueños y sucedáneos de celuloide. Muni lo logró en la medida de lo posible. Su posición de estrella le permitía exigir a Jack Warner, quien, aunque hubiese preferido darle un puntapié, solía cumplirle los “caprichos”, consciente de los beneficios y que, llegado el caso, podía crear otro astro cinematográfico: al inicio del decenio siguiente, el brillo Warner recayó en Humphrey Bogart. Muni rodaba una o dos películas al año, lo que le posibilitaba el tiempo necesario para ser meticuloso a la hora de preparar sus personajes. Los estudiaba hasta el mínimo detalle. Se sumergía en ellos, estudiando sus tonos de voz, sus gestos, sonrisas y otras muecas. Todo lo relacionado con ellos le interesaba y, si se trataba de personajes históricos, reunía cuanta información podía e intentaba ser los auténticos Pasteur, Zola o Juárez; algo por otra parte imposible y no exento de riesgo a caer en la caricatura. Las tres biografías de los nombrados son ejemplos de su poder creciente dentro del mítico estudio donde impuso que su personaje en Juárez (1938) tuviese más diálogo y mayor presencia, lo que supuso añadidos que alterarían el guion escrito por John Huston, Aeneas MacKenzie y Wolfgang Reinhardt. Su vanidad, su celo artístico y su ambición personal y profesional, provocaron recortes en los personajes de Bette Davis y Brian Aherne, así como el enfado de Dieterle y, según opiniones de implicados, que el resultado final del film se resintiera, como recuerda John Huston en A libro abierto: <<si no se hacían los cambios, él no haría la película […] Sus cambios hicieron un daño irreparable a la película. Fue una película preciosamente montada, con actuaciones sobresalientes de Bette Davis, Brian Aherne, John Garfield y, sí, Paul Muni. Podía haber sido una gran película si su mentalidad hubiera estado a la altura de su talento>>.1 No obstante, estas son apreciaciones personales de Huston, pues, a pesar de que el personaje de Muni lastra un exceso de solemnidad y de rigidez dramática que restan a su Benito Juárez emociones humanas, la película mantiene el atractivo y, vista hoy, se puede decir que su perspectiva y su discurso sí poseen la capacidad de trasmitir ideas y sensaciones todavía vigentes.


<<Convengo con Benito Juárez que en teoría es el sistema ideal, pero en la práctica, un gobierno del pueblo puede ser el gobierno de la chusma, una chusma que sigue siempre al demagogo que más le promete y contra eso, general Díaz, solo un monarca puede proteger al estado. […] Porque un presidente es un político y se debe a su partido, pero un rey está por encima de los partidos. Un presidente puede ser pobre y dejarse llevar por la tentación, pero un rey, puesto que lo tiene todo, no desea nada…>> La explicación que  Maximiliano (Brian Aherne) ofrece a Díaz (John Garfield) sobre sus ideas y sobre la democracia puede que sea ilusa, pero es la de un hombre que cree firmemente en lo que dice y que el pueblo mexicano lo ha elegido como su monarca, para cuidarlo y protegerlo. Sus palabras apuntan mucho más, entre líneas señalan una realidad que no distinta demasiado de la que llevó al partido nazi al poder en Alemania, y confirman lo evidente: que Juárez es un film político y de su época, un film marcado y apurado por su tiempo histórico, pero su contenido ideológico y su mensaje antifascista la transcienden más allá del momento que Dieterle acusa desde el pasado (el presente de 1938/39) en el que la figura de Napoleón III (Claude Rains) asoma en la pantalla como la de un megalómano que directamente remite a Hitler. <<Yo, Luis Napoleón, emperador de Francia, empeño riqueza y lo mejor del ejército no pensando en la conquista sino en una cruzada para devolver a nuestra grey y al resto del mundo civilizado nuestra antigua fuerza y prestigio. ¡Qué el mundo sepa que la conquista de México es solo el comienzo del cumplimiento de una santa misión!>>. El mensaje inicial de emperador y autócrata francés así lo indica, no hace falta más que cambiar los topónimos (por Alemania y Checoslovaquia) y el antropónimo (por el Adolf Hitler) y podría ser un discurso del líder nazi. Por si quedaran dudas al respecto, Carlotta (Bette Davis) las despeja cuando acude a París y se enfrenta al autócrata francés que ha usado a su amado Maximiliano en un intento fallido de intervenir en México. En su locura, la monarca Habsburgo ve en Napoleón III la imagen del mal que le asusta y le lleva huir en la oscuridad nocturna. Esa escena, y la advertencia, apunta sin disimulo hacia el terror totalitario de la realidad de finales de la década de 1930 y la primera mitad de la siguiente. De ese modo, Juárez establece vínculos entre el pasado que desarrolla y el presente que denuncia y la convierte en uno de los primeros films políticos de Hollywood, cuando la industria cinematográfica californiana todavía era reacia a rodar alegatos antifascistas por miedo a perder los mercados alemán y de sus aliados. En este aspecto, Juárez se adelanta al cine de propaganda de la primera mitad de la década siguiente y se posiciona. Dieterle habla con lucidez y enfrenta totalitarismo y libertades, amor e imposibilidad, la democracia defendida por el presidente mexicano, admirador incondicional de Lincoln, y el honor y paternalismo de Maximiliano, que solo quiere lo mejor para el pueblo mexicano —al que acepta gobernar porque cree que el propio pueblo lo ha elegido en un plebiscito libre. El monarca Habsburgo es “víctima” y esclavo de su humanismo y de su carácter ilustrado, de su idea de honor y de su quijotismo; y, sobre todo, es un buen hombre que ignora estar en manos de Napoleón III, quien ha visto en él a la marioneta que manejar para justificar el intervencionismo europeo, en este caso francés, sin chocar con la doctrina Monroe, que rezaba aquello de <<América para los americanos>>, aunque, quizá, quisiera decir <<América para los estadounidenses>>.


1.Huston, John: A libro abierto.

lunes, 27 de diciembre de 2021

Schiller y la libertad del Arte


(Retrato obra de Anton Graff)

Existen lecturas que tienen la capacidad de desorientarme. Me atraen y me alejan del texto en una relación magnética en la que nadie me dice adónde voy, solo que iré a alguna parte, aunque no siempre vaya o encuentre algo durante o donde concluye el viaje. No todos los libros me generan este magnetismo, que encuentra su origen en el deseo de acercarme a páginas que asumo vivas antes de nuestro encuentro y de su promesa de estarlo. Esa es la fuerza motora que me empuja y me contacta con pensamientos que, quizá ya en nuestra primera cita, me lleven a un punto distinto del inicial. Esos libros, las líneas que los componente, se transforman en voces e ideas, aunque quizá sean mis imágenes mentales de sus letras, de las palabras y frases que van dando forma al pensamiento del texto —el que asumo que expresa, el que me lleva a asentir, a dudar, a completar, a discutir o a rechazar, exponiendo al silencio motivos y razones. Es una de las ventajas de mantener una conversación irrespetuosa, que tiende a mi monólogo, entre mi mente imperfecta, y la igualmente imperfecta autoridad de las letras escritas; un tira y afloja entre mi lectura y su escritura, ambas condicionadas por prejuicios, influencias y vivencias. Es irrespetuosa porque mi silencio, donde vociferan imágenes y peros, acuerdos y desacuerdos, interrumpe las palabras que me llegan escritas desde un tiempo que no es el mío, aunque, en cierto modo, no difiera tanto como a priori apunta la distancia temporal que nos separa. La lectura rompe esa barrera y genera un tan lejos, tan cerca como el que viví en mi último contacto con Friedrich Schiller (1759-1805). Nuestro encuentro se inicia en el año 1795, cuando empieza a publicar sus Cartas sobre la educación estética de la humanidad (Über die ästhetische Erziehung des Menschen) en la revista Die Horen, y concluyó hace unos meses, cuando, momentánea o definitivamente, me despedí del genial autor de Oda a la alegría, de Los bandidos, Guillermo Tell y Don Carlos. El título de sus cartas apunta el contenido. Sí, el ilustrado alemán expone en ellas sus ideas estéticas y sobre el Arte. Y tales ideas llegan a mi presente, desde el suyo, me saludan y me ofrecen la oportunidad de conocerlas, de pensarlas y discutirlas. Esa es la grandeza de escritores como Schiller, cuyas obras superan barreras temporales, aunque hayan nacido bajo el signo de su tiempo —en su caso bajo su idea de libertad, traicionada por el reinado del terror jacobino que siguió a la Revolución Francesa— y dialogan con cualquiera que las acepte en instantes de intimidad al que nadie obliga, solo la curiosidad que lleva hasta él y la ilusión de compartir un tiempo y un espacio exclusivos que, tarde o temprano, concluye y tendré que abandonar. Schiller fue uno de los grandes nombres de la ilustración alemana (Aufklärung), la de Goethe (1749-1832), la de <<tempestad y empuje>> (Sturm und Drang), la de la preocupación por la estética y el Arte, como corrobora este fragmento de la Carta II: <<La voz de nuestro tiempo no parece en modo alguno elevarse a favor del arte, al menos no del arte del que me ocuparé. El curso de los acontecimientos ha impuesto al genio de nuestra época una orientación que amenaza con alejarlo cada vez más del arte ideal. Este debería distanciarse de la realidad y elevarse con la justa audacia por encima de la necesidad, pues el arte es hijo de la libertad y quiere obedecer al imperativo del espíritu, no a las necesidades que impone la materia. Pero hoy impera la necesidad y su yugo tiránico somete a la humanidad postrada. La utilidad es el gran ídolo de nuestra época, y a él deben complacer todos los poderes y rendir homenaje todos los talentos. En esta vil balanza, las virtudes espirituales del arte no tienen ningún peso y, al quedar privadas de todo reconocimiento, desaparecen del bullicioso mercado de nuestro siglo. Hasta el espíritu de investigación filosófica le va arrebatando a la imaginación provincia tras provincia, y las fronteras del arte se estrechan conforme la ciencia amplía sus dominios.>>1


(Retrato obra de Ludovike Simanowitz)


En su segunda carta sobre Don Carlos, una de sus obras más prestigiosas, Schiller escribe que <<los más bellos sueños de libertad se sueñan en la cárcel>>. No hablaba por hablar, sino por experiencia propia, pues, en julio de 1782, se ordenó su arresto y se le prohibió escribir más, aunque en septiembre de ese mismo año huyó del ducado de Württemberg —por aquel entonces Alemania era suma de pequeños reinos, ducados y ciudades libres, lo que le permitió encontrar refugio sin tener que abandonar el entorno lingüístico y cultural germánico. La lógica de su frase es aplastante, si tenemos en cuenta que la ausencia de lo deseado invita a desear su presencia, pues ¿quién no ha querido salud cuando la ha perdido, vida cuando esta se marchita, amor cuando se anhela amar y ser amado, compañía en el aislamiento o soledad cuando se padece la compañía? Y esa prisión, sea física o simbólica, no hace más que agudizar la necesidad de soñar libertad en el poeta, y en cualquiera que no haya sido sometido por alguno de los presidios que derriban el vuelo de nuestras mentes. Más allá de muros visibles e invisibles, vivimos en cárceles simbólicas en las que soñamos libertad. Otra cuestión es si reconocemos los barrotes que nos limitan y que condicionan cada existencia y cotidianidad. Cualquiera que se mire con honestidad comprende el imposible de su libertad plena, ya imposibilitada por leyes naturales y códigos morales y legales. Solo su ideal es posible y, como tal, su materialización resulta inalcanzable para el individuo, salvo en su constante ensoñación y en la belleza que libera la idea de libertad que reaparece en la obra del escritor alemán, como confirman sus Cartas sobre la educación estética de la humanidad, en las que el autor de Guillermo Tell escribe que <<el camino de la belleza conduce a la libertad>>. ¿Pero cómo reconocer la belleza? ¿Empieza y concluye en algún punto concreto o la belleza es un abstracto que no puede ubicarse salvo allí donde se siente y emociona? ¿Dónde buscarla y cuál es el camino que recorre? ¿En un cuerpo? ¿En una idea? ¿En un espacio entre el mundo físico y el mental que podría ser el reino del Arte?


<<El arte, como la ciencia, está liberado de todo lo positivo y de todas las convenciones humanas; el uno y la otra gozan de una inmunidad absoluta ante la arbitrariedad humana. El legislador político puede prohibirlos, pero no reinar en sus ámbitos. Puede proscribir al amante de la verdad, pero la verdad permanece; puede humillar al artista, pero no adulterar el arte. Cierto que nada hay más habitual que el homenaje de ciencia y arte al espíritu de la época, y que el gusto creador asuma el criterio crítico. En las épocas en que el carácter se vuelve riguroso y severo, la ciencia vigila rigurosamente sus fronteras y el arte se somete a las pesadas cadenas de la regla, mientras que en las épocas en que el carácter se relaja y se debilita, la ciencia se esfuerza por agradar y el arte por complacer. A lo largo de siglos enteros tanto los filósofos como los artistas se preocuparon por inculcar la verdad y la belleza en lo más hondo de la humanidad común; los filósofos fracasaron en el intento, pero los artistas, gracias a la indestructible vitalidad, se alzan victoriosos.>>2



1,2.Friedrich Schiller: Cartas sobre la educación estética de la humanidad (traducción de Eduardo Gil Bera). Acantilado, Barcelona, 2018.

domingo, 26 de diciembre de 2021

Los pazos de Ulloa (1985)


<<Los productores llevaban varios años intentando llevar a la pantalla a la Pardo Bazán, por lo que la idea es suya. Y cuando me contrataron, que fue antes de Epílogo, o sea hace ya tiempo, me pareció un empeño difícil, pero que podría resultar interesante, como de hecho ha sido. Pensé que era un punto de vista naturalista y que este podía convertirse en un receptáculo que le iría bien al tipo de trabajo que desea hacer. Y luego se convirtió en una tarea muy interesante>>.1 Fiel a lo expresado y descrito por Emilia Pardo Bazán —inconsciente de estar siendo bastante cinematográfica en su narrativa, ya que el cine no vería la luz hasta 1895— en las páginas de Los pazos de Ulloa (1886) (y Madre naturaleza, publicada al año siguiente), Gonzalo Suárez aceptó el encargo y dirigió la adaptación de la novela, cuyo guion escribió en colaboración de Manuel Gutiérrez Aragón, en quien también se había pensado para la dirección de esta miniserie coproducida por Televisión Española y la RAI italiana, y Carmen Rico-Godoy. Y aunque el formato sea de serie de televisión, en realidad, no deja de ser una película de cuatro horas de duración dividida en cuatro partes. Sus características cinematográficas se aprecian a simple vista, y las palabras del director despejan cualquier posible duda al respecto: <<Los cuatro capítulos de Los pazos de Ulloa, los he rodado como si fuesen una película, y El lado oscuro también. No he asumido en todo eso un concepto de televisión, que por otro lado tampoco entiendo muy bien, porque en ese cacharro se puede meter todo. Otra cosa es que metan solo lo que meten>>.2 Por aquellos años de la década de 1980, la televisión metía algunas producciones propias de la calidad de este acercamiento entre medio televisivo y cine, del que hay que responsabilizar a la concepción cinematográfica de Suárez, y no al productor de TVE Julio Sempere o al productor ejecutivo Andrés Vicente Gómez.


El cineasta asturiano abre la primera parte de Los pazos de Ulloa (1985) allí donde lo hace Pardo Bazán, con la figura de Julián (José Luis Gómez) camino del señorío que da nombre a la película. Este arranque muestra la desorientación del capellán en el rural, que le es totalmente desconocido, pues el espacio natural difiere del compostelano del que procede y a donde regresará en compañía de don Pedro (Omero Antonutti) al final del primer capítulo, cuando el marqués decide que ha llegado la hora de un matrimonio que le depare el heredero legítimo que perpetúe el linaje de los Moscoso. Don Julián llega a Ulloa cual niño ingenuo, sin más conocimiento que su religiosidad y la imaginen idealizada del título nobiliario que admira, y que le supone la superioridad moral que no encuentra en don Pedro Moscoso. De ese modo ya se produce el primer choque. Se encuentra a un hombre vulgar y grotesco, interesado en la caza y en satisfacer su carnalidad. Pero sus mayores sorpresas son Sabel (Charo López), la criada y la amante del señor de Ulloa, y Perucho (Lucas Martín), el hijo Ilegítimo, cuyo asilvestrado comportamiento llama su atención —el pequeño viste harapos, su piel se oculta entre capas de mugre, bebe vasos de vino, duerme entre los animales del pazo, roba huevos, caza pequeños animales campestres. Las costumbres que observa, tanto en el señor de Ulloa, como en los siervos y en los religiosos del lugar, chocan con la comprensión burguesa y su ortodoxia católica. En su ingenuidad y en su inamovible idea de civismo, moral y caridad, Julián va descubriendo un mundo “salvaje”, ajeno al suyo, un mundo donde su pensamiento se enfrenta a costumbres que difieren de las civilizadas y católicas en las que se ha educado, las únicas a las concede validez y las únicas que brillan por su ausencia en el señorío.



Los dos espacios, ciudad y campo, se enfrentan visibles en los dos primeros episodios. Las diferencias entre el ambiente rural y la burguesía urbana quedan perfectamente establecidas en los paisajes, en el comportamiento y en las formas de los habitantes de dos lugares opuestos y, por lo que se verá, irreconciliables. En Compostela, en casa de su tío (Fernando Rey), el bravío y montaraz marqués tiene que decidir cuál entre sus primas le conviene y aquí se enfrenta el deseo que le despierta la vivaz Rita (Pastora Vega) y Nucha (Victoria Abril), delicada y etérea, a quien finalmente desposa porque se convence de que el fuego y la belleza de Rita, que le despierta el deseo, podría despertar el de otros hombres. El tercer episodio también presenta el enfrentamiento entre dos espacios aunque se produzca en uno. Los valores de la burguesía de provincias que Nucha lleva consigo a Ulloa, son los mismos que los de Julián, cuya idealización de la recién casada se evidencia en su devoción hacia la muchacha, a quien aprueba como la mejor candidata a ser la señora marquesa. Aunque casi siempre pasivo, convencido de que todo es designio divino, Julián asume que ese matrimonio cristiano podrá poner fin al barbarismo que atribuye a los modos y costumbres que caracterizan el entorno rural en el que se enfrentan liberales y carlistas, donde los caciques son amos y señores y el campesinado vive entre la ignorancia, la tradición, la (semi)esclavitud y también bajo el dominio silencioso de Primitivo (Raúl Fraile), el mayordomo de los pazos, cuya presencia resulta tan amenazante para el cura como la de la sensual y terrenal Sabel, la madre de Perucho, la amancebada del señor de Ulloa y, aunque de forma distinta a Nucha, también víctima del patriarcado.



1.Gonzalo Suárez. Revista Fotogramas núm. 1713. Noviembre de 1985.


2.Gonzalo Suárez en Los “nuevos cines” de España. Ilusiones y desencantos de los años sesenta (ed. Carlos F. Heredero y José Enrique Monterde). Institut Valencià de Cinematografia Ricardo Muñoz Suay. Valencia, 2003.

jueves, 23 de diciembre de 2021

¡Peligro… Línea 7000! (1965)


La temática que vertebra la filmografía de Howard Hawks está ahí: un oficio de riesgo, que puede ser mortal, la amistad/rivalidad entre hombres, las relaciones hombre-mujer, la figura femenina que llega a un espacio donde desconoce las reglas y las circunstancias, pero donde se queda y se convierte en una más del grupo. En ¡Peligro… linea 7000! (Red Line 7000, 1965) son dos mujeres las que acceden a la acotación espacio-laboral que, en este caso, se descubre en la competición automovilística. Junto a la aviación, las carreras era otra de las pasiones de Hawks, siempre revolucionando sobre los mismos temas, en gran medida, gracias a su independencia. La coherencia y homogeneidad de su obra fílmica parece indudable. Mucho tuvo que ver en ello su actitud, su deseo de independencia creativa, que fue posible desde prácticamente sus inicios profesionales. Hawks quiso el control sobre sus films y lo logró, al menos hasta donde pudo lograrlo un cineasta que iba por libre en Hollywood del sistema de estudios —sin ligarse a ninguno en concreto, lo que le permitía mayor libertad para escoger qué filmar. Pero, aún teniendo el control sobre la producción, ¡Peligro… línea 7000! no aporta nada nuevo a esa temática tan suya de relaciones que se desarrollan lejos de cualquier zona confortable y convencional de la clase media estadounidense. Sirvan de ejemplo de dicha distancia las ubicaciones espaciales y los oficios de Barbary Coast (1935), Solo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wins, 1939), Bola de fuego (Ball of Fire, 1941), Río Bravo (1959) o Hatari! (1962). Pero lo peor no es que no aporte, sino que el film ofrece una imagen de Hawks que desmerece al enorme cineasta, uno de los más grandes que ha dado el cine estadounidense. Al error en la elección del reparto —James Caan todavía carecía de la presencia de la década siguiente—, que no ayuda a superar las carencias de sus personajes, apenas esbozos, se le suma la dispersión consecuencia de querer realizar un retrato coral de las diferentes historias de amor que el cineasta establece fuera de pistas y que de haber sido llevadas a la televisión, habrían podido dar como resultado un culebrón ambientado en la NASCAR. Como en otras de sus producciones, hay un punto de encuentro para todos los personajes principales, en ¡Peligro… Línea 7000!, el bar de Lindy (Charlene Holt) donde los pilotos, novias, mujeres o amigas se reúnen para charlar, bailar, beber, ligar,… El inicio del film no puede ocultar su origen, más allá de que los títulos de crédito ya apunten que se trata de una película producida y dirigida por Howard Hawks. Lo hacen dos amigos, Mike (James Caan) y Jim, que acaba de regresar de competir en California y que sufrirá un accidente mortal durante la carrera. Así queda establecido que ser piloto de carreras es un oficio peligroso. Durante los primeros minutos de metraje, también se establecen los tres escenarios principales: el velódromo, el motel y el bar donde Holly (Gail Hire), que llega a Daytona con la intención de casarse con Jim, se asocia con Lindy después de recibir la noticia del fallecimiento y de decidir quedarse. Posteriormente, se enamora de Dan (Skip Ward), pero teme iniciar una nueva relación, al creer que es portadora de mala suerte. Lo escrito hasta ahora, unido a la alta velocidad en las carreras, anuncian un film cien por cien Hawks. Y lo es, pero su desarrollo se encuentra entre lo más flojo del director de La fiera de mi niña (Bring Up Baby, 1938), aunque sea el señor Howard Hawks en su salsa quien falle en la puesta a punto de un film que nunca llega a carburar del todo.




miércoles, 22 de diciembre de 2021

Emilia Pardo Bazán: naturalismo “a su manera”


Salvo su origen, al que nadie del momento original dio importancia ni nombre, nada en el Arte surge de modo espontáneo ni por capricho, sino que sigue una evolución que a menudo pasa desapercibida para quien limita los periodos artísticos a compartimentos estanco, para quien no intenta ensanchar perspectivas o para quien no vive la transición donde se mezclan variedades y enfrentan el continuismo y su oposición. Es una especie de darwinismo de estilos que se adaptan o que van surgiendo acordes a las distintas ideas y realidades sociales, y a las psicologías de cada época, y que deparan el múltiple enfrentamiento que dará como resultado la suavidad de una evolución continuista o la supuesta revolución cultural y social. Los cambios en las distintas artes son transformaciones que se van gestando en el tiempo, aunque es en un momento “puntual” cuando empiezan a ser notables para el propio Arte y para el público y la crítica que las aceptan o las rechazan: se escandalizan o regocijan y, en su febril e inconstante juicio, elevan a la gloria o hunde en el abismo a los artistas. El impresionismo pictórico no se inició de golpe y porrazo, sino que encuentra antecedentes en Delacroix y otros pintores que, a su vez, tendrían los suyos. Tampoco el naturalismo literario de Zola surge de la nada, pues este aparece cuando Zola, individualidad consciente, mira a su tiempo y encuentra un entorno nihilista donde situaciones y comportamientos le animan a posicionarse, a mostrar la “realidad” en sus novelas —<<me sumí en la tarea de copiar la vida con precisa minuciosidad, me entregué por entero al análisis de la maquinaria humana>>, escribe en el prólogo de la segunda edición de Thérèse Raquin, y a la denuncia social en sus escritos. Pero lo dicho no desvela ningún secreto, como tampoco lo hace decir que no existiría el autor de Nana, y del resto de su obra, sin el positivismo ni el rechazo al romanticismo previo, sin el Segundo Imperio Francés (1852-1870), sin la guerra franco-prusiana (1870-1871), sin Balzac, Stendhal ni Flaubert, sin el artículo periodístico y, en definitiva, sin esa misma época en la que se dan los abusos sociales contra los cuales el escritor nacido en 1840 (fallecido en 1902) alza su voz y pone en movimiento su estilográfica, fuese para describir la situación sufrida por el proletariado —Germinal— o la de minorías acosadas por el orden, cuyo ejemplo más impactante en su obra se particulariza en Yo acuso, cuando denuncia la intolerancia y el antisemitismo que descubre en el ejército y en el gobierno francés, a raíz del caso Dreyfus que investiga, destapa y le conduce a su exilio británico.



<<Hemos visto cuan efímero fue el triunfo del romanticismo, y registrado las diversas fases y direcciones de la transición. Una va a imponerse, con violencias de pirata que entra a saco en la ciudad, y contribuirán a su pasajero dominio, la difusión del positivismo científico, el cual, ya veremos si con fundamento, se afiliaba el naturalismo literario: la influencia póstuma de Balzac, que, como nuestro Felipe el Hermoso, anduvo más camino muerto que en vida; y las circunstancias sociales e históricas que prepararon el advenimiento de la tercera república>>, apunta Emilia Pardo Bazán en el tercer volumen de su estudio Literatura moderna francesa, que dedica al naturalismo, que sería una de las influencias literarias de la escritora gallega, pero no la única, como corrobora su gusto por los clásicos rusos: GógolTolstoi, Turguénev, Dostoievski… ¿Habría una Emilia Pardo Bazán (1851-1921) escritora como hoy la conocemos, sin su tiempo histórico, de continuo toma y daca entre conservadores y liberales?  Dudo que fuese la misma, como tampoco lo sería sin su descubrimiento del naturalismo y de su tocayo Zola. Emilia es la autora que introduce las obras del escritor francés en el panorama literario español en el “escandaloso” ensayo La Cuestión Palpitante, que genera inusitada expectación y ataques contra la literata, a quien algunos de sus contemporáneos tachan de <<sectaria del naturalismo>> y de otras cosas. Pero el libro fue un éxito, posiblemente la polémica que despertó ayudó lo suyo, que corroboraba que la artífice de Memorias de un solterón iba un par de pasos por delante de los carcas y de los puristas de su época, que, más o menos, interpretan el movimiento francés como inmoral, tal como hicieron los franceses con Zola y su Thérèse Raquin. Y aunque sea de manera inconsciente, quizá sufran inferioridad intelectual respecto a la creadora de Los pazos de Ulloa, quien ya de joven siente la necesidad de romper con el orden que le espera o que le exigen. A pesar de casarse a los dieciséis años, desde su mocedad, la escritora nacida en A Coruña apunta independencia y dará el paso que la libere de las cadenas paternalistas que todavía aprietan entonces. Padrón Bazán, Emilia, se aparta del camino señalado por la sociedad decimonónica, que contempla para la mujer una vida de esposa, madre y mente pasiva, en la que la escritora no concibe vivir, pues ella siente la suya desbordante, activa y deseosa de más y mayor actividad intelectual y pasional.



Superando obstáculos y temores, aprovechando su educación privilegiada —considero fundamental para su formación y su pensamiento la posición económica y aristocrática de la familia, pues le posibilita comodidad económica y el acceso a una mejora educativa impensable para la mayoría de las mujeres y hombres de entonces— y fortaleciendo su carácter, da la espalda al patriarcado de entonces, aunque se mantenga conservadora respecto a sus creencias religiosas. Emilia, Pardo Bazán por parte de padre, de la Rúa-Figueroa por lado materno, mujer, novelista, ensayista, editora, hija, esposa desde los 16 años, madre de tres hijos, separada, amante, creyente, descreída, genuina, pasional, intelectual, precursora feminista, liberada y atrapada, vive el conflicto que le hace crecer y alcanzar la suficiente confianza para lanzarse a una aventura de la vida más allá de lo pensado y presumido por sus contemporáneos, incapaces de aceptar cuanto escapa a su comprensión y a su orden. La primera catedrática universitaria de la historia de España, cátedra que nunca llega a ocupar debido a las presiones de la sociedad del momento, también se queda fuera de la Real Academia Española, cuyo acto simbólico de aceptarla un siglo después de su muerte, más que a disculpa suena a vergüenza tardía. La memoria de la autora la reivindica su obra y la historia viva de las letras; y los gestos solo son eso, aunque quizá sirvan para contentar al hoy y calmar las conciencias. Lo cierto es que el “pago” de la impagable deuda histórica, a ella nada le reporta, ni le compensa el ninguneo sufrido. Como mujer emancipada e intelectual, consciente de su sexo y de su intelecto, Emilia significa un cambio para el cual su época no está ni preparada ni dispuesta. Puede que la humanidad, la amplitud de miras, la cultura, el desarrollo intelectual, el deseo ser ella misma, Emilia, y no la mujer sometida o limitada a su hogar y a la familia, por muy condesa que sea, no guste a las mentes guardianas de la época, igual que quizá resulte un personaje en ciertos aspectos escandaloso, sencillamente, porque opta por vivir a su manera, mucho antes de que Paul Anka, Sinatra, Elvis, Julito o Los Piratas entonen sus My Way. Lo hace en conflicto —sociedad e individuo— y en la negación que le permite ser más de lo establecido por el orden que trasgrede, cuando esta extraordinaria autodidacta decide aprender y pensar por su cuenta; y lo hace de tal modo, que llega a convertirse en una de las mujeres (y de los hombres) con mayor erudición de España; y también con más valor, pues, dentro de lo posible, ella decide su conducta, la cual, en muchos aspectos, la sitúan por delante de su tiempo histórico y quizá también del nuestro.




martes, 21 de diciembre de 2021

Indianápolis (1950)


La agilidad narrativa de Indianápolis (To Please a Lady, 1950) corresponde al equilibrio que alcanzan las escenas de competición automovilística y las más íntimas, que desarrollan la evidente atracción y tensión entre la pareja interpretada por Clark Gable y Barbara Stanwyck. Sus tres primeros encuentros detallan la evolución, del choque de egos inicial a la cercanía que comparten en la pista donde Mike comprueba el terreno sobre el que competirá al día siguiente. Dicho equilibrio no sorprende a quien sepa de la experiencia en la dirección de Clarence Brown: más de tres décadas de cine avalaban su buen hacer tras las cámaras, cuando se produjo su acercamiento a los circuitos del Campeonato Nacional de la AAA y a la intimidad donde su narrativa fluye, la ralentiza o acelera según necesidades del momento expuesto, sin apenas altibajos. El plano secuencia introductorio lo confirma. Su uso no es caprichoso ni persigue un fin únicamente estético. Precisa información con elegancia. En apenas un par de minutos, el director de Ana Karenina (Anna Karenina, 1935) presenta dos ambientes —automovilístico y periodístico— que opone en el despacho donde conocemos a tres personajes; también a un cuarto en ausencia, mediante los comentarios del locutor televisivo y el diálogo que mantienen los presentes. El momento cinematográfico no es insistente, sino fluido: primero encuadra un cartel promocional de Regina Forbes, periodista con cuarenta millones de lectores —estableciendo de ese modo el poder de la prensa—, antes de recorrer la habitación y llegar al trío que comenta sobre las imágenes emitidas por el televisor —el medio televisivo se ha convertido en presencia dominante en los hogares estadounidenses adonde lleva las retransmisiones deportivas, entre otros eventos y espectáculos—; fragmentos de carreras de coches donde, finalmente, se descubre al objetivo de la famosa columnista: Mike Brannan, piloto de carreras y héroe de guerra. Todo funciona al servicio de la narración que Brown maneja con acierto en la competición en pista y fuera de ella, donde prioriza la atracción/tensión de la pareja protagonista.



La ausencia de pretensiones, que no sean las de conferir realismo a la competición y deseo a la relación de pareja, es parte de la firma de una dirección elegante y sencilla que busca resultados que establezcan y faciliten la comunicación de la historia al público que la recibe. En su ritmo ligero, Indianápolis tiene cosas interesantes, como comprobar que pocos actores lo eran menos que Clark Gable, quien, más que actor, era la imagen del galán seductor cínico, viril, peligroso, seguro de sí, que remite al individualismo del héroe estadounidense. La imagen que gusta al público que acudía a las salas de proyección y la que suele ser predominante en las películas del actor, aunque en algunas hubo más que eso. Hubo la simbiosis entre el personaje fílmico y el personaje Gable, la que dio sus mejores frutos en Sucedió una noche (It Happened One Night, Frank Capra, 1934), Lo que el viento se llevó (Gone to the Wind, Victor Fleming, 1939), Mogambo (John Ford, 1953) o Los implacables (The Tall Men, Raoul Walsh, 1955), entre otras. En Indianápolis da vida a un piloto de carreras curtido en mil batallas que busca el triunfo, que no se rinde, ni se deja afectar por el peligro de la competición, como muestra después del accidente en la pista donde muere un rival. Solo hay que observar su aparición en la pantalla para saber que Mike está hecho a la medida del actor, y no al revés. Brannan es un tipo duro, pero no es cruel, como opina Gregg (Adolphe Menjou), cuyos prejuicios acaban por hacerle antipático. Pero el rol más atractivo e interesante es el de su rival fuera de las pistas: el interpretado por Barbara Stanwyck, que resulta de mayor complejidad, aunque no se profundice en su psicología, que Brown expone en superficie. Arriba hablaba de la peligrosidad atribuida a la imagen de Gable, pero ese mismo atributo encaja en muchos personajes de StanwyckCarita de ángel (Baby Face, Alfred E. Green, 1933), Bola de fuego (Ball of Fire, Howard Hawks, 1941), Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944) o 40 pistolas (Forty Guns, Samuel Fuller, 1957) contienen algunos ejemplos de mujeres dominantes y de atractivo peligroso interpretadas por la actriz, pero en Indianápolis su comportamiento varía a raíz de su enamoramiento y, sobre todo, desde que le notifican el suicidio de un hombre sobre quien había escrito, acusándole de fraude financiero. Este instante señala un cambio en su pensamiento, también en sus prioridades y en su comprensión respecto a Mike y los riesgos que asume en cada carrera. Probablemente, hasta entonces, Regina haya priorizado el titular al ser humano, abrazando el sensacionalismo apuntado en sus artículos sobre el piloto, a quien responsabilizaba del fallecimiento de otro corredor. Aunque sensacionalista, la periodista no es una chismosa, como sí podrían serlo en la realidad las dos más temidas de Hollywood, y no ataca a Mike por un simple aumento en las ventas o por adquirir mayor prestigio profesional. Lo hace por ignorancia, por prejuicios y porque cree en lo que dice y en la falsa superioridad moral desde la cual juzga, pero que no la justifica. Y es lo que comprende a raíz del suicidio y de su relación con el piloto y con el entorno que ella desconoce, donde una bofetada precede al beso que transforma el rechazo en la atracción entre iguales en peligrosidad.




domingo, 19 de diciembre de 2021

Speed (1994)



La trayectoria de
Jan de Bont como director de fotografía destaca por su colaboración con Paul Verhoeven —desde Delicias holandesas (Wat zien ik1971) hasta Los señores del acero (Flesh+Blood, 1985)— y por su trabajo en títulos fundamentales del cine de acción de finales de los ochenta y principios de los noventa, tales como Jungla de cristal (Die Hard, John McTiernan, 1988) y La caza del octubre rojo (The Hunt for de Red October, John McTiernan, 1990). Su participación en estos títulos y en otros como Black Rain (Ridley Scott, 1990), apuntaba un conocimiento de la acción que al tiempo asoma y lastra su debut en la dirección en Speed (1994). No es usual encontrarse con un film de acción hecho en Hollywood durante último cuarto del siglo XX (y lo que va del siguiente) que no abuse de diálogos simplones, que no busque el antagonismo del héroe en un villano tan estereotipado como aquel, que no emplee una partitura retumbante para potenciar la tensión ni use el montaje para generar la ilusión de velocidad. Y ya que estamos, es una sorpresa que reniegue de mil tópicos más: como el amigo que, la mayoría de veces, muere para aportar un tono emocional a la ausencia de drama; o los chistes fáciles y sin gracia, tantas veces vistos y escuchados en la pantalla. Encontrar un thriller de acción novedoso, o que dosifique los tópicos en beneficio de la propia acción, es extraño y puede resultar una gozada o un subidón de adrenalina cuando aparece en pantalla la persecución de Bullit (Peter Yates, 1968) o películas como La huída (The GatewaySam Peckinpah, 1972), Pelham 1, 2, 3 (The Taking of Pelham One, Two, ThreeJoseph Sargent, 1973), Marathon Man (John Schlesinger, 1978), El puente de Casandra (The Cassandra CrossingGeorge Pan Cosmatos, 1976), Jungla de cristal/Die Hard, Desafío total (Total Recall, Paul Verhoeven, 1990), Heat (Michael Mann, 1995) o Ronin (John Frankenheimer, 1998). Pero no es el caso de Speed, cuya ausencia de novedad se iguala a su abuso de tópicos. Esto no impide que entretenga a quienes guste o se dejen sorprender por su estruendo y su aparente velocidad en la parte central, en el autobús que circula a más de cincuenta millas por hora, amenazado por la bomba que estallará en el momento en el que la aguja del cuenta kilómetros descienda de la cantidad indicada por el terrorista (Dennis Hopper) que pretende ganar dinero con el juego mortal que ha ideado. Al menos, en este punto, es sincero y no se escuda en venganzas u otras milongas relacionadas con Jack (Keanu Reeves), el héroe de la función, quien al inicio de la película da al traste con los planes de ese villano interpretado por Hopper, lejos de sus personajes en Easy Rider (Dennis Hooper, 1969) o El amigo americano (Der Amerikanische Freund, Win Wenders, 1976), por citar dos de sus papeles más emblemáticos. Por lo demás, de Bont sigue las pautas marcadas en cualquier film de acción sin más pretensión que el beneficio de taquilla (que no deja de ser la finalidad del negocio), donde los diálogos desentonan, igual que los pasajeros que han tomado el transporte público. En ninguno de los dos casos parecen fluir acorde a la amenazante situación que viven, algo que también se puede aplicar al policía y a la accidental conductora a quien Sandra Bullock cede su anatomía, accidental porque toma el volante como consecuencia de la herida de bala del autobusero. La pareja apura y anuncia, con sus acercamientos y sus palabras, que surgirá una atracción bajo presión. ¿Y por qué no, si ha funcionado en tantas ocasiones previas? A menudo, cuando el héroe y la heroína sienten que la muerte acecha, desinhiben sus instintos y cobran velocidad; de modo que Speed no solo es rápida en cuanto al transporte público se refiere (bus y metro), sino en cuanto a la atracción de la pareja, que no deja de ser otra mala caricatura de un film donde la acción por la acción es el protagonista, pero de Bont no logra suplir o disimular con acción la falta de intenciones y el vacío de sus situaciones y de sus personajes huecos, forzados a creerse dentro de un drama, al borde de la tragedia, que parece no convencer ni a sus creadores, que, tomando tópicos de aquí y de allí, ofrecieron un punto límite en el que Jack se encuentra por capricho de un terrorista que exige que se le entregue aquello que considera suyo.

jueves, 16 de diciembre de 2021

Cervantes y cualquier edad de oro


<<Por amor de Dios, señor caballero andante, que si otra vez me encontrare, aunque vea que me hacen pedazos, no me socorra ni ayude, sino déjeme con mi desgracia; que no será tanta, que no sea mayor la que me vendrá de su ayuda de vuestra merced, a quien Dios maldiga, y a todos cuantos caballeros andantes han nacido.>>


Miguel de Cervantes: Don Quijote de la Mancha. Libro I, cap. 32: Los libros de caballería.


Que ya no se escriben novelas como El Quijote es innegable, pero también lo es que solo se escribió una igual, aunque fuesen dos partes; y esa una se tituló El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Pero dudo que Cervantes (1547-1616) imaginase que su Quijote sería un mito literario cuatro siglos después de su publicación: la primera parte aparece en 1605, impresa en Madrid por Juan de la Cuesta, y la segunda se publica diez años después. Incluso dudo que supusiera que su novela se consideraría una de las cumbres de la literatura universal. Y aún precisaré con mayor puntería: dudo que en ningún momento del proceso creativo fuese consciente de estar escribiendo una obra maestra que sería traducida a otros idiomas y explicada en miles de escuelas, en distintos lugares del mundo. Quizá antes la leyese más gente, pero hoy se habla mucho más de ella, pues ha pasado de ser una obra sin par a ser una leyenda, una inspiración, un objeto de estudio, un mito de la literatura y orgullo de las letras castellanas, también para quienes no lo han leído o quienes la ofrecen o consumen en antologías que trocean el arte cervantino para una deglución que pierde su sabor. Pero Cervantes lo ignoraba, también sus contemporáneos, porque en su momento ninguno sabría que su novela sería una de las culpables de La Edad de Oro —término que se emplea a partir del siglo XVIII, para referirse al periodo que comprende parte del s.XVI y s.XVII. El escritor complutense nunca supo que era punta de lanza de dorado alguno, como tampoco lo supieron el anónimo del Lazarillo (1554), Lope (1562-1635), Quevedo (1580-1645), Góngora (1561-1627), Tirso (1583-1648), Calderón (1600-1681), ni el pregonero de mi pueblo (1563-1640), que si bien no escribía, sabía leer y, llenando y vaciando pecho, a viva voz, comunicaba el orden del día que era cosa fina. Y no lo supieron porque ninguna edad lo es; de igual modo que ninguna es jueza imparcial de su momento, al carecer de la distancia temporal que le permita mirarse sin la distorsión ni exaltación del instante en el que se vive. Pretender que el hoy sea justo en su propio estudio da un resultado similar al que se obtiene de acercar las letras a la intimidad ocular, milimétrica, donde los símbolos pierden legibilidad. En ese instante de conexión irracional, en el que el ojo devora los signos, se pierde la perspectiva y su posibilidad. Lo mismo sucede al mirar nuestro hoy, carecemos de la posibilidad de perspectiva, pero esto parece común al juicio popular cuando desea ver edades de oro donde el tono dorado es el color que la posterioridad le concede. A menudo se nos escapa que cualquier periodo dorado vive el mismo tiempo que las toneladas de basura que acumula, que son las dominantes, pero también las que ya no huelen cuando, en el presente, nos referimos al momento mitificado. A veces el mito deslumbra tanto que solo se ven los destellos: aquellos que la elevan a la irrealidad desde la que se idealiza el pasado e interpreta su historia, sin ser consciente que otra historia mirará el presente, hecho pasado, cuando llegue su mañana. Medimos el tiempo desde nuestra limitada comprensión y nuestro natural olvido, y este pasa veloz, para nosotros y para todo lo relacionado con cada época humana. No viví la de Cervantes y, por tanto, no fui testigo de la primera edición de su novela, ni de los desmanes de un siglo en lo que no todo relucía, pero su riqueza artística ha sobrevivido y ese es su legado dorado. Tampoco viví el realismo, ni fui miembro de generación alguna, salvo de la cronológica que me corresponde por nacimiento, y, tanto en la literatura como en el cine, no buscó edades de oro, ni mitos, aunque quizá ya comprenda el del carro alado, ni contemplo ídolos, ni me deslumbran más estrellas que la solar que ilumina mis días de lectura en un parque cualquiera. Me ganan narradores de entonces y de después, los de ahora, quizá un poco menos, por ignorancia o falta de perspectiva. Me seducen los escritores que, como Cervantes y la lírica Rosalía (1837-1885), que más adelante etiquetaron romántica tardía, me regalan momentos que siento de oro y fuera de nuestra medida de tiempo.

miércoles, 15 de diciembre de 2021

Su peor enemigo (The Small Back Room, 1949)


El alcoholismo en el cine aparece como la consecuencia de buscar en el alcohol la vía de escape al dolor, a la aflicción o a las vidas atormentadas de los protagonistas. Pero no siempre. En ocasiones, se introduce como medio de placer y, en menor medida, por ejemplo en Barfly (Barbet Schroeder, 1987), como un fin en sí mismo: beber por beber, sin remordimiento ni intención de dejarlo. En Días de vino y rosas (Days of Wine and Roses, Blake Edwards, 1962), el alcohol tampoco es una ruta de huida para los protagonistas, puesto que empiezan su idilio alcohólico por el gusto de potenciar la ilusión que perpetúe los cortos días de vino y rosas que, copa a copa, se transforman en el hábito que depara la adicción destructiva que se observa en la pantalla. El alcohol y el alcoholismo también están presentes en la cotidianidad del protagonista de Su peor enemigo (The Small Back Room, 1949), cuya autocompasión le lleva a la botella y a alejarse de Susan (Kathleen Byron), la única persona con quien puede ser él mismo, y la única a quien muestra su tormento. Sammy Rice (David Farrar) es un ser perdido que sufre el conflicto de amar y de no poder hacerlo; pero, sobre todo, vive aislado en la lástima que siente, la pena y la rabia, sea por su pie perdido o por un tiempo de guerra que no le ofrece la menor oportunidad para el optimismo —la misión que le encargan tampoco ayuda, pues debe investigar y desactivar artefactos explosivos alemanes, aunque, finalmente, le brinde la redención. El sentimiento de autocompasión le genera impotencia y angustia. Le imposibilita. No se trata de su cojera, si no de su pensamiento, de la amargura y la negación a superar su situación y rehacer su vida, o encontrar un camino que le permita volver a ella. Esto es lo que interesa a Michael Powell y Emeric Pressburger, directores, productores y guionistas de The Small Back Room, la desorientación y la desesperación de un hombre que ignora cómo salir del abismo donde se encuentra atrapado. En este aspecto, Rice es similar al actor interpretado por Fredric March en Ha nacido una estrella (A Star Is Born, William A. Wellman, 1937) —también al de James Mason en la versión de George Cukor— y al guionista a quien da vida Ray Milland en Días sin huella (The Lost Weekend, Billy Wilder, 1945), todos ellos autodestructivos por autocompasión, quizá por cobardía, como le dice Susan a Rice en uno de los instantes de intimidad que comparten, aunque la escena se desarrolla en un lugar público.


El dúo Powell-Pressburger se aleja de la irrealidad que envuelve títulos previos —sin ir más lejos, la inmediatamente anterior 
Las zapatillas rojas (The Red Shoes, 1948)— y opta por conferir realismo a las atmósferas cargadas y claustrofóbicas de este drama bélico, psicológico, amargo y oscuro ambientado durante la II Guerra Mundial. Lo desarrollan pendientes de la interioridad herida del protagonista, a quien muestran en su intimidad y en su faceta pública: la laboral, en la que nadie duda de su valía y en la que muestra un rostro distinto al que se descubre en la soledad que comparte con la botella. Puede que The Small Back Room no alcance cotas previas en la filmografía de la pareja de cineastas —Vida y muerte del coronel Blimp (The Life and Death of Colonel Blimp, 1943), Narciso negro (Black Narcissus, 1946) o Las zapatillas rojas (The Red Shoes, 1948)— ni posteriores —Los cuentos de Hoffmann (The Tales of Hoffman, 1951)—, pero sí se antoja la más arriesgada en su descenso a las sombras psicológicas y al tormento de un personaje; aunque, ya en solitario, Powell realizaría la inquietante El fotógrafo del pánico (Pepping Tom, 1960). A pesar de su fracaso comercial, este drama bélico es un acierto cinematográfico, así como su mejor colaboración con el productor Alexander Korda y una destacada muestra de negrura y amargura. La película, a pesar de ciertos altibajos, mantiene el tipo e incluso presenta momentos atractivos, que apuntan la sobrada capacidad del dúo. El primero asoma al inicio, cuando la cámara introduce la idea de que el Londres del periodo bélico es un hervidero de diferentes nacionalidades —allí tienen sus gobiernos en el exilio los países que han sido ocupados por los alemanes—; el segundo, que destaca sobre el resto del conjunto, desarrolla la pesadilla alcohólica del protagonista. La imagen de la botella de whisky se proyecta en la ventana mientras Sammy mira sin ver el exterior, ya que solo ve lo que desea ver: el reflejo que lleva en su mente y que le persigue en la soledad. Un último momento a destacar, sucede hacia el final del film, en la playa donde las imágenes y los minutos avivan la tensión y el suspense en la desactivación del artefacto explosivo al que se enfrenta el antihéroe, mostrando la complejidad y el peligro de la labor artificiera que Robert Aldrich ambientará en la Alemania de posguerra y precisará con mayor atención en A diez segundos del infierno (Ten Seconds to Hell, 1959).