La agilidad narrativa de Indianápolis (To Please a Lady, 1950) corresponde al equilibrio que alcanzan las escenas de competición automovilística y las más íntimas, que desarrollan la evidente atracción y tensión entre la pareja interpretada por Clark Gable y Barbara Stanwyck. Sus tres primeros encuentros detallan la evolución, del choque de egos inicial a la cercanía que comparten en la pista donde Mike comprueba el terreno sobre el que competirá al día siguiente. Dicho equilibrio no sorprende a quien sepa de la experiencia en la dirección de Clarence Brown: más de tres décadas de cine avalaban su buen hacer tras las cámaras, cuando se produjo su acercamiento a los circuitos del Campeonato Nacional de la AAA y a la intimidad donde su narrativa fluye, la ralentiza o acelera según necesidades del momento expuesto, sin apenas altibajos. El plano secuencia introductorio lo confirma. Su uso no es caprichoso ni persigue un fin únicamente estético. Precisa información con elegancia. En apenas un par de minutos, el director de Ana Karenina (Anna Karenina, 1935) presenta dos ambientes —automovilístico y periodístico— que opone en el despacho donde conocemos a tres personajes; también a un cuarto en ausencia, mediante los comentarios del locutor televisivo y el diálogo que mantienen los presentes. El momento cinematográfico no es insistente, sino fluido: primero encuadra un cartel promocional de Regina Forbes, periodista con cuarenta millones de lectores —estableciendo de ese modo el poder de la prensa—, antes de recorrer la habitación y llegar al trío que comenta sobre las imágenes emitidas por el televisor —el medio televisivo se ha convertido en presencia dominante en los hogares estadounidenses adonde lleva las retransmisiones deportivas, entre otros eventos y espectáculos—; fragmentos de carreras de coches donde, finalmente, se descubre al objetivo de la famosa columnista: Mike Brannan, piloto de carreras y héroe de guerra. Todo funciona al servicio de la narración que Brown maneja con acierto en la competición en pista y fuera de ella, donde prioriza la atracción/tensión de la pareja protagonista.
La ausencia de pretensiones, que no sean las de conferir realismo a la competición y deseo a la relación de pareja, es parte de la firma de una dirección elegante y sencilla que busca resultados que establezcan y faciliten la comunicación de la historia al público que la recibe. En su ritmo ligero, Indianápolis tiene cosas interesantes, como comprobar que pocos actores lo eran menos que Clark Gable, quien, más que actor, era la imagen del galán seductor cínico, viril, peligroso, seguro de sí, que remite al individualismo del héroe estadounidense. La imagen que gusta al público que acudía a las salas de proyección y la que suele ser predominante en las películas del actor, aunque en algunas hubo más que eso. Hubo la simbiosis entre el personaje fílmico y el personaje Gable, la que dio sus mejores frutos en Sucedió una noche (It Happened One Night, Frank Capra, 1934), Lo que el viento se llevó (Gone to the Wind, Victor Fleming, 1939), Mogambo (John Ford, 1953) o Los implacables (The Tall Men, Raoul Walsh, 1955), entre otras. En Indianápolis da vida a un piloto de carreras curtido en mil batallas que busca el triunfo, que no se rinde, ni se deja afectar por el peligro de la competición, como muestra después del accidente en la pista donde muere un rival. Solo hay que observar su aparición en la pantalla para saber que Mike está hecho a la medida del actor, y no al revés. Brannan es un tipo duro, pero no es cruel, como opina Gregg (Adolphe Menjou), cuyos prejuicios acaban por hacerle antipático. Pero el rol más atractivo e interesante es el de su rival fuera de las pistas: el interpretado por Barbara Stanwyck, que resulta de mayor complejidad, aunque no se profundice en su psicología, que Brown expone en superficie. Arriba hablaba de la peligrosidad atribuida a la imagen de Gable, pero ese mismo atributo encaja en muchos personajes de Stanwyck. Carita de ángel (Baby Face, Alfred E. Green, 1933), Bola de fuego (Ball of Fire, Howard Hawks, 1941), Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944) o 40 pistolas (Forty Guns, Samuel Fuller, 1957) contienen algunos ejemplos de mujeres dominantes y de atractivo peligroso interpretadas por la actriz, pero en Indianápolis su comportamiento varía a raíz de su enamoramiento y, sobre todo, desde que le notifican el suicidio de un hombre sobre quien había escrito, acusándole de fraude financiero. Este instante señala un cambio en su pensamiento, también en sus prioridades y en su comprensión respecto a Mike y los riesgos que asume en cada carrera. Probablemente, hasta entonces, Regina haya priorizado el titular al ser humano, abrazando el sensacionalismo apuntado en sus artículos sobre el piloto, a quien responsabilizaba del fallecimiento de otro corredor. Aunque sensacionalista, la periodista no es una chismosa, como sí podrían serlo en la realidad las dos más temidas de Hollywood, y no ataca a Mike por un simple aumento en las ventas o por adquirir mayor prestigio profesional. Lo hace por ignorancia, por prejuicios y porque cree en lo que dice y en la falsa superioridad moral desde la cual juzga, pero que no la justifica. Y es lo que comprende a raíz del suicidio y de su relación con el piloto y con el entorno que ella desconoce, donde una bofetada precede al beso que transforma el rechazo en la atracción entre iguales en peligrosidad.
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