En la década de 1930, la Warner tenía en nómina a estrellas de la talla de James Cagney, Bette Davis y Edward G. Robinson, pero la que más brillaba era Paul Muni. Gracias a títulos como Scarface (Howard Hawks, 1932), Soy un fugitivo (I Am a Fugitive from a Chain Gang, Mervyn LeRoy, 1932) o La tragedia de Louis Pasteur (The Story of Louis Pasteur, William Dieterle, 1936), el actor había alcanzado la posición privilegiada que le permitía exigir un ritmo de trabajo más pausado que el del resto de asalariados del estudio, que solían realizar entre seis y siete largometrajes al año. La producción en cadena era imparable tanto en la Warner como en las demás compañías de aquel Hollywood dorado e idealizado tras su desaparición, donde, salvo excepciones, ningún actor ni actriz lograban “imponerse” a los mandamases de las fabricas de sueños y sucedáneos de celuloide. Muni lo logró en la medida de lo posible. Su posición de estrella le permitía exigir a Jack Warner, quien, aunque hubiese preferido darle un puntapié, solía cumplirle los “caprichos”, consciente de los beneficios y que, llegado el caso, podía crear otro astro cinematográfico: al inicio del decenio siguiente, el brillo Warner recayó en Humphrey Bogart. Muni rodaba una o dos películas al año, lo que le posibilitaba el tiempo necesario para ser meticuloso a la hora de preparar sus personajes. Los estudiaba hasta el mínimo detalle. Se sumergía en ellos, estudiando sus tonos de voz, sus gestos, sonrisas y otras muecas. Todo lo relacionado con ellos le interesaba y, si se trataba de personajes históricos, reunía cuanta información podía e intentaba ser los auténticos Pasteur, Zola o Juárez; algo por otra parte imposible y no exento de riesgo a caer en la caricatura. Las tres biografías de los nombrados son ejemplos de su poder creciente dentro del mítico estudio donde impuso que su personaje en Juárez (1938) tuviese más diálogo y mayor presencia, lo que supuso añadidos que alterarían el guion escrito por John Huston, Aeneas MacKenzie y Wolfgang Reinhardt. Su vanidad, su celo artístico y su ambición personal y profesional, provocaron recortes en los personajes de Bette Davis y Brian Aherne, así como el enfado de Dieterle y, según opiniones de implicados, que el resultado final del film se resintiera, como recuerda John Huston en A libro abierto: <<si no se hacían los cambios, él no haría la película […] Sus cambios hicieron un daño irreparable a la película. Fue una película preciosamente montada, con actuaciones sobresalientes de Bette Davis, Brian Aherne, John Garfield y, sí, Paul Muni. Podía haber sido una gran película si su mentalidad hubiera estado a la altura de su talento>>.1 No obstante, estas son apreciaciones personales de Huston, pues, a pesar de que el personaje de Muni lastra un exceso de solemnidad y de rigidez dramática que restan a su Benito Juárez emociones humanas, la película mantiene el atractivo y, vista hoy, se puede decir que su perspectiva y su discurso sí poseen la capacidad de trasmitir ideas y sensaciones todavía vigentes.
<<Convengo con Benito Juárez que en teoría es el sistema ideal, pero en la práctica, un gobierno del pueblo puede ser el gobierno de la chusma, una chusma que sigue siempre al demagogo que más le promete y contra eso, general Díaz, solo un monarca puede proteger al estado. […] Porque un presidente es un político y se debe a su partido, pero un rey está por encima de los partidos. Un presidente puede ser pobre y dejarse llevar por la tentación, pero un rey, puesto que lo tiene todo, no desea nada…>> La explicación que Maximiliano (Brian Aherne) ofrece a Díaz (John Garfield) sobre sus ideas y sobre la democracia puede que sea ilusa, pero es la de un hombre que cree firmemente en lo que dice y que el pueblo mexicano lo ha elegido como su monarca, para cuidarlo y protegerlo. Sus palabras apuntan mucho más, entre líneas señalan una realidad que no distinta demasiado de la que llevó al partido nazi al poder en Alemania, y confirman lo evidente: que Juárez es un film político y de su época, un film marcado y apurado por su tiempo histórico, pero su contenido ideológico y su mensaje antifascista la transcienden más allá del momento que Dieterle acusa desde el pasado (el presente de 1938/39) en el que la figura de Napoleón III (Claude Rains) asoma en la pantalla como la de un megalómano que directamente remite a Hitler. <<Yo, Luis Napoleón, emperador de Francia, empeño riqueza y lo mejor del ejército no pensando en la conquista sino en una cruzada para devolver a nuestra grey y al resto del mundo civilizado nuestra antigua fuerza y prestigio. ¡Qué el mundo sepa que la conquista de México es solo el comienzo del cumplimiento de una santa misión!>>. El mensaje inicial de emperador y autócrata francés así lo indica, no hace falta más que cambiar los topónimos (por Alemania y Checoslovaquia) y el antropónimo (por el Adolf Hitler) y podría ser un discurso del líder nazi. Por si quedaran dudas al respecto, Carlotta (Bette Davis) las despeja cuando acude a París y se enfrenta al autócrata francés que ha usado a su amado Maximiliano en un intento fallido de intervenir en México. En su locura, la monarca Habsburgo ve en Napoleón III la imagen del mal que le asusta y le lleva huir en la oscuridad nocturna. Esa escena, y la advertencia, apunta sin disimulo hacia el terror totalitario de la realidad de finales de la década de 1930 y la primera mitad de la siguiente. De ese modo, Juárez establece vínculos entre el pasado que desarrolla y el presente que denuncia y la convierte en uno de los primeros films políticos de Hollywood, cuando la industria cinematográfica californiana todavía era reacia a rodar alegatos antifascistas por miedo a perder los mercados alemán y de sus aliados. En este aspecto, Juárez se adelanta al cine de propaganda de la primera mitad de la década siguiente y se posiciona. Dieterle habla con lucidez y enfrenta totalitarismo y libertades, amor e imposibilidad, la democracia defendida por el presidente mexicano, admirador incondicional de Lincoln, y el honor y paternalismo de Maximiliano, que solo quiere lo mejor para el pueblo mexicano —al que acepta gobernar porque cree que el propio pueblo lo ha elegido en un plebiscito libre. El monarca Habsburgo es “víctima” y esclavo de su humanismo y de su carácter ilustrado, de su idea de honor y de su quijotismo; y, sobre todo, es un buen hombre que ignora estar en manos de Napoleón III, quien ha visto en él a la marioneta que manejar para justificar el intervencionismo europeo, en este caso francés, sin chocar con la doctrina Monroe, que rezaba aquello de <<América para los americanos>>, aunque, quizá, quisiera decir <<América para los estadounidenses>>.
1.Huston, John: A libro abierto.
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