miércoles, 15 de diciembre de 2021

Su peor enemigo (The Small Back Room, 1949)


El alcoholismo en el cine aparece como la consecuencia de buscar en el alcohol la vía de escape al dolor, a la aflicción o a las vidas atormentadas de los protagonistas. Pero no siempre. En ocasiones, se introduce como medio de placer y, en menor medida, por ejemplo en Barfly (Barbet Schroeder, 1987), como un fin en sí mismo: beber por beber, sin remordimiento ni intención de dejarlo. En Días de vino y rosas (Days of Wine and Roses, Blake Edwards, 1962), el alcohol tampoco es una ruta de huida para los protagonistas, puesto que empiezan su idilio alcohólico por el gusto de potenciar la ilusión que perpetúe los cortos días de vino y rosas que, copa a copa, se transforman en el hábito que depara la adicción destructiva que se observa en la pantalla. El alcohol y el alcoholismo también están presentes en la cotidianidad del protagonista de Su peor enemigo (The Small Back Room, 1949), cuya autocompasión le lleva a la botella y a alejarse de Susan (Kathleen Byron), la única persona con quien puede ser él mismo, y la única a quien muestra su tormento. Sammy Rice (David Farrar) es un ser perdido que sufre el conflicto de amar y de no poder hacerlo; pero, sobre todo, vive aislado en la lástima que siente, la pena y la rabia, sea por su pie perdido o por un tiempo de guerra que no le ofrece la menor oportunidad para el optimismo —la misión que le encargan tampoco ayuda, pues debe investigar y desactivar artefactos explosivos alemanes, aunque, finalmente, le brinde la redención. El sentimiento de autocompasión le genera impotencia y angustia. Le imposibilita. No se trata de su cojera, si no de su pensamiento, de la amargura y la negación a superar su situación y rehacer su vida, o encontrar un camino que le permita volver a ella. Esto es lo que interesa a Michael Powell y Emeric Pressburger, directores, productores y guionistas de The Small Back Room, la desorientación y la desesperación de un hombre que ignora cómo salir del abismo donde se encuentra atrapado. En este aspecto, Rice es similar al actor interpretado por Fredric March en Ha nacido una estrella (A Star Is Born, William A. Wellman, 1937) —también al de James Mason en la versión de George Cukor— y al guionista a quien da vida Ray Milland en Días sin huella (The Lost Weekend, Billy Wilder, 1945), todos ellos autodestructivos por autocompasión, quizá por cobardía, como le dice Susan a Rice en uno de los instantes de intimidad que comparten, aunque la escena se desarrolla en un lugar público.


El dúo Powell-Pressburger se aleja de la irrealidad que envuelve títulos previos —sin ir más lejos, la inmediatamente anterior 
Las zapatillas rojas (The Red Shoes, 1948)— y opta por conferir realismo a las atmósferas cargadas y claustrofóbicas de este drama bélico, psicológico, amargo y oscuro ambientado durante la II Guerra Mundial. Lo desarrollan pendientes de la interioridad herida del protagonista, a quien muestran en su intimidad y en su faceta pública: la laboral, en la que nadie duda de su valía y en la que muestra un rostro distinto al que se descubre en la soledad que comparte con la botella. Puede que The Small Back Room no alcance cotas previas en la filmografía de la pareja de cineastas —Vida y muerte del coronel Blimp (The Life and Death of Colonel Blimp, 1943), Narciso negro (Black Narcissus, 1946) o Las zapatillas rojas (The Red Shoes, 1948)— ni posteriores —Los cuentos de Hoffmann (The Tales of Hoffman, 1951)—, pero sí se antoja la más arriesgada en su descenso a las sombras psicológicas y al tormento de un personaje; aunque, ya en solitario, Powell realizaría la inquietante El fotógrafo del pánico (Pepping Tom, 1960). A pesar de su fracaso comercial, este drama bélico es un acierto cinematográfico, así como su mejor colaboración con el productor Alexander Korda y una destacada muestra de negrura y amargura. La película, a pesar de ciertos altibajos, mantiene el tipo e incluso presenta momentos atractivos, que apuntan la sobrada capacidad del dúo. El primero asoma al inicio, cuando la cámara introduce la idea de que el Londres del periodo bélico es un hervidero de diferentes nacionalidades —allí tienen sus gobiernos en el exilio los países que han sido ocupados por los alemanes—; el segundo, que destaca sobre el resto del conjunto, desarrolla la pesadilla alcohólica del protagonista. La imagen de la botella de whisky se proyecta en la ventana mientras Sammy mira sin ver el exterior, ya que solo ve lo que desea ver: el reflejo que lleva en su mente y que le persigue en la soledad. Un último momento a destacar, sucede hacia el final del film, en la playa donde las imágenes y los minutos avivan la tensión y el suspense en la desactivación del artefacto explosivo al que se enfrenta el antihéroe, mostrando la complejidad y el peligro de la labor artificiera que Robert Aldrich ambientará en la Alemania de posguerra y precisará con mayor atención en A diez segundos del infierno (Ten Seconds to Hell, 1959).



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