viernes, 3 de mayo de 2024

Viaje a Marte (1918)

En la década de 1910 el cine danés vivió su apogeo, en buena medida gracias a la Nordisk Film, la productora fundada por Ole Olsen y Arnold Richard Nielsen en 1906. Como tantos otros pioneros, Olsen se había dedicado primero a la exhibición de películas y solo cuando vio la necesidad de llenar las pantallas con producción propia, para satisfacer la alta demanda, se decidió a rodar sus films y producir los de otros. Su compañía cinematográfica llegó a contar con cerca de dos mil empleados, entre ellos la popular Asta Nielsen, una de las más grandes estrellas internacionales de la época, Viggo Larsen, Forest Holger-Madsen y Carl Theodor Dreyer. Contaba, asimismo, con distribución internacional y con filiales en el extranjero, en países como Alemania y Estados Unidos. Era una gigante del entretenimiento que en Europa competía con Pathé, pero, hacia 1918, año en el que concluye la Gran Guerra, la nueva realidad —Hollywood se impone definitivamente y el cine alemán se industrializa y la UFA adquiere la filial alemana de la Nordisk— precipita la recesión de la empresa. Ese mismo año, Olsen produjo y colaboró en la escritura de Viaje a Marte (Himmelskibet, 1918), entretenimiento inspirado en la novela de Sophus Michaëlis, quien también trabajó en el guion, y que Forest Holger-Madsen rodó sin ciencia y sí con mucha ficción. Esta aventura marciana supuso uno de los primeros acercamientos cinematográficos al planeta rojo y confirmaba que el cine también miraba hacia el espacio, al que venía prestando su atención desde prácticamente los orígenes del espectáculo. Lo hizo Georges Méliès en su popular y seminal Viaje a la Luna (Le Voyage dans la Lune, 1902), película que se considera el primer salto planetario, aunque el destino sea un satélite con rostro en el que se estampa el cohete de los exploradores espaciales. En Viaje a Marte, que representa la infancia e inocencia del género, la ciencia-ficción cinematográfica da un paso más, aunque mínimo desde una perspectiva científica, pues, como sucede en el film de Méliès, en el de Holger-Madsen predomina la fantasía, quizá para el público actual inexistente. Pero, al contrario que Viaje a la Luna, la propuesta del danés fue un fracaso comercial. Su narrativa carece del brío, la emoción y la agilidad que se le supone y exige a la aventura para atrapar a su público en un estado de complicidad y diversión que no se descubre en la exploración de Holger-Madsen, quien inicia su expedición marciana en la Tierra, presentando a los terrícolas que brindan por la paz antes de construir la nave y de viajar en ella a un planeta que es la imagen del que despegan. En el planeta rojo descubren una civilización compuesta por hombres y mujeres que, en su apariencia, son el vivo reflejo de las caricaturas terrestres que asoman por la pantalla. Y, como los terrícolas, los marcianos tienen una clase dirigente y privilegiada, líderes políticos y religiosos, que guían al resto. Pero la suya difiere de la sociedad terrestre, ya que la marciana es pacifista: <<en Marte todo es puro e inocente, pero en la Tierra…>>, indica un rótulo explicativo antes mostrar algunas de las “diversiones” terrestres inexistentes en suelo marciano; lo que apunta la intención de los responsables del film de confrontar la pacifica e idílica civilización marciana, inspirada en una sosa y estereotipada ensoñación de una Atenas clásica imposible o de una secta con proyección intergaláctica, con la belicosa y visceral mentalidad terrestre de 1918, cuando la guerra todavía es una realidad del planeta azul…



jueves, 2 de mayo de 2024

El secreto de Convict Lake (1951)

La historia filmada por Michael Gordon, quien poco después de rodar El secreto de Convict Lake (The Secret of Convict Lake, 1951) sería represaliado al negarse a testificar ante el comité de Actividades Antiestadounidenses, se desarrolla en 1871 y se inicia en las montañas que separan Nevada de California con la explicación de la fuga masiva de un correccional. Pero solo se observan unos pocos hombres en la distancia. ¿Dónde está el resto? La voz del narrador cuenta que, de los veintinueve, solo seis logran dejar atrás a sus perseguidores. De los prófugos, uno muere congelado antes de que sus compañeros abandonen las montañas nevadas que, por peligrosas, convencen a los representantes de la Ley para regresar. Creen que los evadidos no podrán sobrevivir y temen adentrarse por un paraje que comprenden sin retorno. En todo caso, la trama de El secreto de Convict Lake no presta atención a los perseguidores, sino a los perseguidos y a siete mujeres a quienes el film atrapa en el lago Monte Diablo, a donde los cinco supervivientes llegan tras superar el paso de la montaña. Allí, la atmósfera se ennegrece y su negrura se convierte en parte fundamental del film, que, en su mezcla de géneros, se viste de western, deseo y venganza son dos motores genéricos en el cine del oeste, y se adorna con pinceladas de cine negro y suspense, alcanzando un tono que se adecua a lo realizado hasta entonces por Gordon, cuya filmografía previa da cabida a films noir tan atractivos como La araña (The Web, 1947) y Vive hoy para mañana (An Act of Murder, 1948).…

En el lago, espacio acotado por la naturaleza, pero también por la psicología de los personajes, los delincuentes y las mujeres deben permanecer hasta que la tormenta cese y la calma abra el camino para que los primeros alcancen la libertad; pero nada es tan sencillo, ni resulta ser lo que aparenta, puesto que no están allí por casualidad, al menos Jim (Glenn Ford), el forajido que busca al hombre que lo acusó falsamente. Hay conflicto y sospechas entre los fugitivos y, por supuesto, entre estos y las seis mujeres. Gordon logra en su primer western enrarecer la atmósfera con la ayuda de la ubicación geográfica de la historia, de la fotografía en blanco y negro de Leo Tover, del fondo musical de Sol Kaplan y de las condiciones meteorológicas. Ambas aíslan el lugar, que resulta claustrofóbico y amenazador, aunque esto se debe principalmente a la sospecha de que, tarde o temprano, el conflicto estallará y dará paso a la violencia. El planteamiento de Gordon guarda cierto paralelismo con el desarrollado por William A. Wellman en la magnífica Cielo Amarillo (Yellow Sky, 1948), el situar la acción en un espacio reducido y en la constante amenaza entre los antagonistas, pero ahí acaban las coincidencias; la psicología y la tensión alcanzadas por Wellman en el poblado fantasma donde ubica a sus forajidos resulta espectral, mientras la de Gordon es más carnal. En su conjunto, y gracias a la presencia de actrices como Ethel Barrymore, Gene Tierney, Ann Dvorak, así como el antagonismo entre Glenn Ford y Zachary Scott, El secreto de Convict Lake funciona sin pretender ser más de lo que es. Su propuesta transita veloz y superficial, y encuentra su propia entidad en el espacio que, oscuro, frío, acotado, juega a favor de la amenaza y la atracción que prevalecen en su apenas hora y veinte minutos de duración.



miércoles, 1 de mayo de 2024

Érase un tonto/La vampira (1915)


Basada en el poema de Rudyard Kipling The Vampire, Érase un tonto/La vampira (A Fool There Was, Frank Powell, 1915) provocó las airadas protestas de las conciencias puritanas estadounidenses, así como propició un gran éxito comercial al productor William Fox; pero, sobre todo, a este le confirmaba que había encontrado a su gran estrella: Theda Bara. La actriz había bordado el papel de mujer fatal. En la pantalla, ella toma cuanto desea de sus víctimas masculinas, que se rinden ante sus encantos. Los maneja a su antojo. Es ambiciosa, seductora y no duda en retar e invitar con un <<bésame, mi tonto>>, pero se muestra incapaz de compasión y dudo que de sentir pasión. Ardiente, pero fría, no comprende el dolor que provoca o, en todo caso, le importa un comino. Se divierte y ríe ante la desesperación de sus víctimas, a las que no chupa la sangre, sino que las esclaviza generándoles deseo y convirtiéndoles en sus marionetas. Les arruina la vida. Les conduce a la miseria e incluso a la muerte. Pero ¿es ella culpable de ser como es? ¿Acaso decide por ellos? ¿Cuáles son sus motivos? ¿Los tiene? ¿Los necesita? Nunca antes Hollywood había osado tratar un tema y un personaje de tal manera; impactó y, del choque, surgió el mito de la vampiresa cinematográfica que movilizó en su contra a los guardianes de la moral. La leyenda cuenta que provenía de las tórridas arenas del desierto norteafricano, aunque la realidad era más prosaica y menos exótica. Su verdadero nombre era Theodosia Burr Goodman, natural de Avondale, Ohio, pero la publicidad, el engaño y el cine hicieron posible su nueva historia y su imagen “vamp”. Todo empezó un año antes de que Frank Powell dirigiese Érase un tonto/La vampira, cuando contaba con ella para el reparto de The Stain (1914). Era el primer papel cinematográfico de la actriz. En los créditos, asomaba una tal Theodosia Goodman, que no era cabeza de cartel y quizá nadie se fijase en ella. Quizá, pero no importaba. Llegaría su día y, cuando este llegase, iba a ser ardiente y sonado…

El propio Powell la dirigió en la segunda película en la que participaba, mas entonces, los iluminados del departamento de publicidad de la Fox, a Theodosia le acortaron el nombre. Lo encontraron en el original, pues solo había que acortarlo y hacerlo menos imperial y más pegadizo. —¡Theda! —exclamó alguien de los presentes. —¡Suena fabuloso! —aplaudieron antes de que el apellido Goodman dejase su lugar a Bara. Así, a los treinta años de edad, nacía Theda Bara, icono del cine mudo. En Érase un tonto, asumía el protagonismo y era el centro de las miradas; el cuerpo de la seducción, del deseo sexual y del peligro. Con Theda Bara nacía la imagen de vampiresa cinematográfica y también la de sus víctimas: hombres a quienes roba la voluntad y convierte en objetos, aprovechando que ellos ven en ella su propio objeto de deseo. Su radio de acción se sitúa en ambientes lujosos, en fiestas o en la primera clase del barco donde se produce su encuentro con el marido, abogado, hombre de estado y padre de una niña a quien seduce tras acabar con su anterior amante. Ese a quien anima y empuja a la desesperación con su ya mítico <<bésame, mi tonto>> que asoma escrito en uno de los rótulos del film. Tal imagen, ajena a la Theodosia real, impactó y le dio fama. La convirtió en una de las grandes estrellas del periodo. Había nacido una estrella y la vampírica competidora para la angelical e ingenua Mary (Pickford), por entonces la preferida del gran publico. Bara era otra cosa, era <<la vampiresa más grande de todos los tiempos>>, según Raoul Walsh, que la dirigió en Carmen (1915) y en The Serpent (1916). El cineasta también apuntó en sus memorias que <<en toda mi carrera jamás me encontré con nadie tan tolerante>>. Lo dijo alguien cuya carrera cinematográfica en activo abarca desde los orígenes de Hollywood hasta 1964, medio siglo durante el cual rodó ciento cuarenta películas. La filmografía de Theda Bara es menos extensa que la de Walsh y solo abarca el periodo mudo. Está compuesta por cuarenta y dos títulos rodados entre 1914 y 1926, la mayoría perdidos, pero Érase un tonto/La vampira se conserva y puede que por ello, amén del impacto que significó en su momento, sea de los más recordados…



Nacido en Gaza (2014)

Este documental <<se rodó durante la ofensiva de Israel a la franja de Gaza en 2014>>, advierte el rótulo que se sobreimpresiona al inicio de Nacido en Gaza (Hernán Zin, 2014), <<ofensiva que dejó 506 niños muertos y 3598 heridos>>, apunta el siguiente. <<A ellos está dedicado>> este documental en el que los protagonistas son niñas y niños, a quienes descubrimos como supervivientes condenados a no tener niñez, al menos la que se da por sentada en los paraísos terrenales donde los más pequeños no sufren situaciones como las que Mohamed, Udai, Mahmud, Sondos, Malak… recuerdan y comentan. Son los guías, los huérfanos, los heridos, las víctimas, las voces, las historias del recorrido que el reportero Hernán Zin hace por Gaza o quizá la verdadera guía sea su cámara. Se acerca a los rostros infantiles. Quiere romper las distancias y que hablen, quiere que interpretemos lo que ella ve y escucha. Y, a través de ella, tenemos acceso a un espacio humano herido, que se desangra, y a la panorámica de la destrucción: edificios derruidos, escombros, desesperanza, desamparo, restos de metralla... Esa cámara son los ojos, los oídos y la mente del reportero, que usa (y creo abusa) del ralentí para intentar detener el tiempo y enfatizar lo que ya de por sí es expresivo. Nacido en Gaza aborda el conflicto palestino-israelí desde la mirada de un cineasta que busca en distintas voces de la infancia la posibilidad de ofrecer el retrato coral y humano de una situación, ya no solo la infantil, sino la de una tierra en destrucción y en la desesperanza; humano en el sentido de que lo hace, o lo intenta, alejándose de la velocidad e inmediatez exigida por los diez o veinte segundos en los informativos y otros programas que no se detienen en las voces humanas, en los quiénes ni en los porqué…



martes, 30 de abril de 2024

Permanezca en sintonía (1992)

Partir de una idea atractiva no implica que se llegue a buen puerto. Por la travesía, entre el ideal y el mundo sensible, el abstracto se transforma y cobra la forma que percibimos y que quizá nos haga pensar que nada en la realidad física es su idea, aunque la forma la contenga. La idea existe en el pensamiento, que es el espacio donde la abstracción y la ensoñación son posibles. Fuera de ahí no podemos idearlas (que sería algo así como ver la idea). Permanezca en sintonía (Stay Tuned, Peter Hyams, 1992) no es un sueño, ni la idea de una pesadilla, la de vivir en la televisión tras ser engullido por ella, es física; en cuanto que se puede ver y oír. La idea propuesta en la película no es nueva, incluso hay antecedentes cinematográficos como La rosa púrpura de El Cairo (Purple Rose of Cairo, Woody Allen, 1985) en la que los personajes entran y salen de la película que la protagonista ve a diario para soñar con el amor y escapar de su realidad hiriente. Ella encuentra en la pantalla una vía de escape para su dolor y tedio, pues su pensamiento idealiza el espacio cinematográfico que observa, y se adentra en la ficción cinematográfica para huir de su vida cotidiana. La pareja protagonista de Permanezca en sintonía experimenta un viaje similar, aunque a los programas de televisión, pero no por deseo propio. Peter Hyams introduce a sus personajes en una realidad televisiva engañados por Spike (Jeffrey Jones), Mefistófeles catódico que, en lugar de ofrecer juventud a cambio del alma, ofrece una pantalla gigante y 666 canales de entretenimiento.

El humano amenazado y atrapado en su creación, sea un programa televisivo o una máquina, no es novedad en el cine. Mismamente, Chaplin se dejó engullir por otra máquina en Tiempos modernos (Modern Times, 1936), aunque no se trataba de un televisor ni de una antena parabólica, pues, por aquella época, la tele por satélite o por cable todavía era una posibilidad futura y no una amenaza para el individuo. ¿Qué película habría hecho sobre la realidad actual alguien como Chaplin? Sospecho que Ninguna, pues Chaplin era un mundo ideal y cinematográfico aparte ya en su propia época, pues era la sensibilidad artística del cómico frente a su época. Alguien como él no podría darse, ni tendría cabida, en el cine de Hollywood actual ni de finales del siglo XX. Por contra, sí habría espacio para cineastas como Hyams, que asume labores de director de fotografía en muchas de sus películas, a quien no le mueve una idea humanista ni crítica, sino evasiva. Había mostrado su mejor cara en Atmósfera cero (Outland, 1981), revisión en clave de ciencia-ficción del western Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952), pero en Permanezca en sintonía no da con la tecla que le permita mantener el tipo durante todo el metraje. 

Lejos de cualquier posibilidad crítica hacia la televisión (y sus  productos de consumo) y de riesgo formal, pues su intención no es crítica ni sus formas pretende más que servir a la evasión propuesta, Permanezca en sintonía es la aventura catódica de Roy (John Ritter) y Helen Knable (Pam Dawber), un matrimonio de clase media que, distanciado en la realidad, vive su reconciliación amorosa en un infierno de programas televisivos y demoniacos creados a imagen y sátira de los emitidos en la programación que han hecho de Roy un adicto televisivo con lo que tal adicción supone: pérdida de contacto con la realidad de su entorno y aislamiento. Ya no muestra interés por lo que Helen tenga que decir, ni tampoco parece sentir atracción por ella; ni sus hijos parecen ser visibles. Solo le importa lo que asoma en la pequeña pantalla: anuncios, concursos, deportes, películas clásicas...

La originalidad del film concluye en su idea. En su puesta en escena, plantea una sucesión de escenas que son burlas y bromas, más bien se trata de guiños a la propia televisión y al cine. Repite patrones ya vistos y, aunque logre entretener en determinados momentos, sobre todo a quienes reconozcan en las emisiones diabólicas las televisivas mundanas, nada tiene del encanto que sí desprenden films como El moderno Sherlock Holmes (Sherlock, Jr., Buster Keaton, 1924), La rosa púrpura del Cairo o ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbit, Robert Zemeckis, 1988), en las que los personajes salen a la realidad o entran en la ficción cinematográfica. Hay más películas con la tele como amenaza. En Poltergeist (Tobe Hopper, 1982) el televisor es una de las ventanas por donde asoma el peligro; algo similar sucede en las producciones de serie B o Z TerrorVision (Ted Nicolau, 1986) y La muerte viaja en video (The Video Dead, Robert Scott, 1987), pero también son productos de entretenimiento y evasión, tal como sucede en Permanezca en sintonía, cuya amenaza es esa oferta televisiva por satélite que se emite desde el infierno y que provoca que el matrimonio protagonice una serie de programas que remiten a los reales. El ser humano atrapado dentro y fuera de la emisión no es nuevo en el cine —ni el tema o la sospecha de vivir atrapado lo es en el pensamiento humano, el cual, ya se por sí, vive encerrado en sus limitaciones—. Con anterioridad, la televisión había atrapado cuerpos y mentes en la magistral Network (Sidney Lumet, 1977) y en La muerte en directo (La mort en direct, Bertrand Tavernier, 1980), pero estas ya son otra historia, más complejas y reflexivas, más cercanas a El show de Truman (The Truman Show, Peter Weir, 1998), que daba su paso en una dirección crítica, en cierto modo aunando la lúcida y descarnada mirada de Lumet y el intimismo de Tavernier, sobre la capacidad de manipulación de los medios, la cual no asoma en el film de Hyams. Con lo dicho, supongo que sobra preguntar ¿qué película rodaría un Chaplin de hoy sobre los tiempos modernos?…



lunes, 29 de abril de 2024

Melina Mercouri, mito griego

La presencia de Melina Mercouri en cualquiera de las dieciocho películas en las que participó no pasa desapercibida. Sus rasgos marcados, su carisma, su atractivo y su fuerza desafiante, llaman la atención sobre sus personajes. Pero, aparte, también sabía actuar. Sus primeros pasos en la actuación fueron en el teatro, ya era una actriz de prestigio años antes de protagonizar Stella (Michael Cocoyannis, 1955), pero no alcanzaría fama mundial hasta dar el salto al cine, sobre todo a partir de su Ilya, la feliz y libre prostituta del Pireo en Nunca en domingo (Pote tin kyriaki, 1960), una mujer vitalista que mira el mundo desde su optimismo y no se deja conquistar por el puritanismo del estadounidense interpretado por Jules Dassin. Era su tercera colaboración. Por entonces, ya eran pareja y seis años después se casarían. Su matrimonio duró desde 1966 hasta 1994, año de defunción de esta actriz y política griega icono del compromiso y de la lucha contra la dictadura militar que se hizo con el poder en 1967. Podría decirse que la actriz tuvo tres amores y que fue fiel a los tres: Grecia, la Cultura y Dassin. Su primer papel en el cine, Stella, la llevó a Cannes y allí conocido al cineasta estadounidense, que le ofreció un personaje en su siguiente película. El que debe morir (Celui qui doit mourir, 1957) fue el inicio de una relación profesional y personal marcada por el cine y por la lucha contra el totalitarismo.

Melina y Dassin tenían cosas en común y más compartirían cuando ella vivió el exilio. Él ya era un exiliado, había huido de la caza de brujas llevada a cabo por la Comisión de Actividades Antiestadounidenses, y ella lo sería desde que la Junta de los Coroneles tomó el poder en Grecia. Entre 1967 y 1974, vivió exiliada en Francia, pero no se cruzó de brazos. Durante aquella época, aprovechaba cualquier ocasión para dar conferencias y entrevistas. Aparecía en público para defender la democracia griega y posicionarse contra el régimen militar que cayó en 1974. <<Tu vida y tu razón es tu país, donde el mar se hizo gris, donde el llanto, ahora es canto. Has vuelto Melina…>> cantaba Camilo Sesto en la canción que le inspiró la actriz. Y sí, Melina regresó; y en 1977, con el régimen democrático ya restablecido, fue elegida para el Parlamento, institución en la que su padre había sido parlamentario durante más de dos décadas. Cuatro años después, sería nombrada ministra de Cultura, cargo que desempeñó hasta 1990. También se postuló para la alcaldía de Atenas, ciudad de la que su abuelo había sido alcalde, pero fue derrotada en las elecciones. Teatro, ficción cinematográfica, política tienen en común la actuación, y Melina rezumaba honestidad en sus interpretaciones y en la vida real. Era aguerrida, comprometida y griega, así lo expresó públicamente cuando los militares le retiraron su nacionalidad y le confiscaron sus bienes. <<Yo nací griega, y moriré griega. Stylanios Pattakos nació fascista y morirá fascista>>, afirmó cuando le informaron de la retirada de su pasaporte y de que la Junta la había declarado antigriega. Su comportamiento y su corazón decían todo lo contrario. Grecia era su cuna y una de sus razones de ser. Abandonó el cine por la política, siendo su último largometraje Gritos de pasión (Kravgi gynaikon, 1978), dirigida por Dassin. Era su octava película juntos, sin contar que Melina había sido una de las impulsoras de The Rehearsal (1974), el film con el que Dassin regresaba a Estados Unidos. Otro de sus frentes fue cultural. Su defensa del patrimonio artístico griego y de una cultura europea ocuparon buena parte de su tiempo político. En el primer caso, su lucha se centró en la devolución a Grecia de piezas artísticas que los británicos habían sacado del país; y en el segundo, promovió la institución de “Capital Cultural Europea”. Su muerte, debido a un cáncer de pulmón, fue un duro golpe para Dassin, para el ámbito cultural y para Grecia. Desaparecía una gran mujer y nacía el mito…

Filmografía


1. Stella (Michael Cocoyannis, 1955)


2. El que debe morir (Celui qui doit mourir, Jules Dassin, 1957)


3. The Gipsy and the Gentleman (Joseph Losey, 1958)


4. La ley (La legge, Jules Dassin, 1959)


5. Nunca en domingo (Pote tin kyriaki, Jules Dassin, 1960)


6. Vive Henri IV… vive l’amour (Claude Autant-Lara, 1961)


7. El juicio universal (Il giudizio universale, Vittorio De Sica, 1961)


8. Fedra (Phaedra, Jules Dassin, 1962)


9. Los vencedores (The Victors, Carl Foreman, 1963)


10. Topkapi (Jules Dassin, 1964)


11. Los pianos mecánicos (Juan Antonio Bardem, 1966)


12. Espías en acción (A Man Could Get Killed, Ronald Neame, 1966)


13. Las 10:30 de una noche de verano (10:30 P. M. Summer, Jules Dassin, 1966)


14. Los locos años de Chicago (Gaily, Gaily, Norman Jewison, 1969)


15. Promesa al amanecer (Promise at Dawn, Jules Dassin, 1970)


16. Una vez no basta (Once Is Not Enaugh, Guy Green, 1975)


17. Malas costumbres (Nasty Habits, Michael Lindsay-Hogg, 1977)


18. Gritos de pasión (Kravgi gynaikon, Jules Dassin, 1978)



domingo, 28 de abril de 2024

Diez negritos (1945)

A partir del súper ventas de Agatha Christie, Dudley Nichols escribió el guion con el que René Clair abandonaba (aparentemente) la comedia y la fantasía de Me case con una bruja (I Married a Witch, 1942) y Sucedió mañana (It Happened Tomorrow, 1944), sus otros dos grandes títulos estadounidenses, y se adentraba por primera vez en la intriga y el suspense. Con Diez negritos (And Then There Were None, 1945), el francés transitaba un género cuyas pautas, características, giros, trucos y rincones secretos conducen a una solución que ha de sorprender, contentar y recompensar la atención y complicidad del público, pero sus caminos parecen reducir libertad a la imaginación y a la inventiva. Se trata de un género que supongo menos generoso que la comedia, vista esta como espacio abierto al caos, al absurdo, a dar un paso más allá, tropezar y caerse o lograr mantener el equilibrio y continuar avanzando burlándose de sí misma, de su época y también de nosotros, que nos damos excesiva importancia y acabamos siendo una caricatura de quienes realmente somos; quizá la que sospechemos que son los otros. La intriga es el género de la sospecha. No se trata que sea mejor ni peor que otros géneros, la mayoría son híbridos, sino que el suspense se ancla en su finalidad y la comedia se abre a ser todo y nada; es principio y fin. Rabelais y Cervantes lo advirtieron y la emplearon, dando origen a la novela moderna. Lo mismo o similar podría decirse de Kafka o Vonnegut en el siglo XX. En ninguno caso podrían haberlo hecho, de haber escogido el misterio e intentar explicarlo y resolverlo a lo largo de las páginas, pues estoy convencido de que escribir para crear suspense, y buscando la solución al mismo, les habría limitado. A nadie escapa que el espacio cómico es ideal para risas y dramas; o acaso lo planteado por Clair en Viva la libertad (À nous la liberté, 1931), por Chaplin en Tiempos modernos (Modern Times, 1936), por Sturges en Los viajes de Sullivan (Sullivan’s Travels, 1941), Wilder en El apartamento (The Apartment, 1960), Berlanga en Plácido (1961), ¿no resulta cómico, dramático, divertido, patético, irreal y realmente humano?

Crítica, autocrítica, banalidad, ruptura, exageración, negrura, gags, mirada festiva, fuga de la realidad o sátira de la misma, para insistir en algunos de sus aspectos, y tanto como quien la emplee quiera, aunque, mayoritariamente, quienes la caminan repiten patrones y desaprovechan su flexibilidad; ¿qué no tiene cabida en la comedia? En el cine de Clair lo cómico es lo natural, ya fuese en sus dos etapas francesas o en la anglosajona de entremedias. En la mayoría de las ocasiones, sobre todo, en su primer periodo —más abierto a los cambios y a los riesgos formales, pues el momento empujaba a ellos—, no se quedaba en zona común y probaba. En cuanto al suspense, por lo general, parece ceñirse a una serie de situaciones que, si bien pueden variar según quién lo emplee —Hitchcock, con su sentido del humor y su capacidad narrativa, y para generar sospechas y sospechosos, era un maestro en jugárnosla—, no invitan a romper sus límites genéricos, pues no puede escapar de su condición ni de la necesidad-exigencia de plantear una intriga desde la cual generar tensión y misterio, aunque este solo logre funcionar en superficie. Al público suele agradarle tal propuesta porque le atrapa en un juego inofensivo que no le exige ni juzga su intelecto, ni le obliga a otro pensamiento que el de pensar resolver el misterio. Incluso bien llevado, el suspense atrapa al espectador en un espacio cinematográfico fiel a su condición de producto entretenimiento; es decir, entretiene de principio a fin. La comedia no es limitante. No cierra sus puertas, se abre a las posibilidades, puesto que todo puede ser fuente de inspiración para ella y se encuentra en disposición para romper sus formas.

Clair parece consciente de que el género cómico es su medio y por ello lo introduce en un espacio restringido y acotado como el de su ultima película en Estados Unidos, pues tras Diez negritos regresaría a Francia e iniciaría su segunda etapa francesa; la que parte de la crítica de entonces señaló como la de su declive. No obstante, contrario a esa voz crítica, no la considero desafortunada, aunque en ningún caso supere lo ya hecho por el cineasta francés antes de iniciar su aventura anglosajona. Su llegada a Hollywood se produjo después de pasar por Reino Unido, donde rodó dos comedias cuyos resultados pueden considerarse satisfactorios e incluso espléndidos, pero no evolucionaron su carrera cinematográfica. Quizá ya había alcanzado su tope cuando filmó El fantasma va al oeste (The Ghost Goes West, 1935) y Break News (1938), aunque no lo creo, vistas películas posteriores como las nombradas al inicio del texto. Clair se adaptó a la industria hollywoodiense, que se mostraba reacia a asumir riesgos —todavía hoy prefiere caminar por pasos dados y jugar sobre seguro—. Así que Clair filmó Diez negritos sin escapar de lo establecido, pero tampoco quedándose en lo esperado, sino haciendo gala de su oficio, de su elegancia y de su gusto por lo cómico; preferencia que, en su contacto con la intriga, la intención de introducir humor en el suspense o quizá suspense en el humor que el cineasta ya emplea desde su mareante inicio de fiesta, en la motora que conduce a la isla donde se desarrolla este film con el que rompe márgenes genéricos sin traicionar a la intriga ni a la sospecha, ni al sentido del humor (negro) ni a la caricatura que se respiran en el ambiente…



sábado, 27 de abril de 2024

Magnolia (1999)


La idea de estar conectados no es nueva, más bien surge en el origen social de las primeras comunidades. En cine, esa conexión asoma no en pocas películas, siendo, en muchas ocasiones, un objeto el que establece el nexo entre personajes que quizá nunca lleguen a encontrarse o a conocerse: un rifle en Winchester 73 (Anthony Mann, 1950), unos pendientes en Madame de… (Max Ophüls, 1953) o un billete falso en El dinero (L’argent, Robert Bresson, 1983), por citar tres ejemplos al que añadiré un cuarto: la televisión en Magnolia (1999), símbolo de la soledad y el aislamiento humano en la era de la inmediatez, la publicidad y el espectáculo. ¿Cuántos solitarios conectados y distanciados por un mismo instante televisivo? Tras el éxito de Boogie Nights (1997), Sydney (Hard Eight, 1995), su primer largometraje, había pasado desapercibida para el gran público, Paul Thomas Anderson estrenó Magnolia, que fue la película que lo confirmaba como uno de los mejores cineastas estadounidenses de finales de la década de 1990. El resultado aventuraba un futuro prometedor que, ya pasado, presente y todavía porvenir, no ha decepcionado. Su filmografía se ha ido completando con grandes títulos como Pozos de ambición (There Will Be Blood, 2007), Puro vicio (Inherent Vice, 2014) o El hilo invisible (Phantom Thread, 2017), pero, quizá, el más grande de todos sea esta danza elegante y vital que da sus pasos en la vida y en la proximidad de la muerte.



La “más grande”, ya no solo por sus tres horas de duración que no lastran, ni cansan, ni por su coralidad —a lo largo del metraje, maneja diez personajes principales—, que recuerda a las Vidas cruzadas (Short Cuts, 1993) de Robert Altman, sino por la complejidad de su planteamiento narrativo, compuesto por numerosas piezas perfectamente enlazadas, y la sencillez del resultado, por la riqueza y unidad audiovisual alcanzada gracias a la agilidad de la cámara, al montaje y a la banda sonora que acompaña a las imágenes que saltan de un personaje a otro para conectarlos y establecerlos dentro de un mismo entorno. Es una danza emotiva y envolvente de planos-secuencia, de primeros planos, de instantes que Anderson combina con soltura a lo largo las distintas historias, sentimientos y emociones que componen su Magnolia. Rebosa ritmo, movimiento, pausa, vida. Abre sus pétalos a la armonía y al desorden, a las emociones a flor de piel, al sufrimiento, a la soledad, a la búsqueda, a la culpabilidad que se agudiza en la agonía,… pero no lo hace con tristeza, sino como parte del ritmo vital. Vital, incluso en los momentos moribundos, Anderson da sus pasos por diversas emociones y aislamientos que buscan en las distancias, buscan perdón, redención, compañía, amor… una canción compartida, hilo invisible que, en su inconsciencia, también los conecta —igual que podría hacer una lluvia de ranas en la noche—. Sus personajes son realidades humanas, a partir de las cuales crea intimidad y espectáculo cinematográfico, dando forma a una magistral miscelánea de familia y relaciones fallidas, de padres e hijos, de carencias afectivas, de finales y de posibles inicios. Todo gira y avanza, sin que nadie pueda saber dónde alcanzan y estallan los traumas del pasado que golpean el presente que, aun en la soledad, conecta a los distintos rostros y espacios cinematográficos donde belleza y fealdad cohabitan, pues, allí donde miremos, en Magnolia pueden descubrirse ambas…




viernes, 26 de abril de 2024

El dinero (1983)

Casi medio siglo después de haber realizado su primera película, el cortometraje Asuntos públicos (Affaires publiques, 1934), Robert Bresson filmó El dinero (L’argent, 1983), que, a la postre, sería su último largometraje, además de ser una espléndida muestra de la depuración que estiliza su cine. Era tiempo suficiente para que Bresson y el mundo hubiesen cambiado, tanto que apenas sería reconocible el mundo de 1934 y el de 1983; lo mismo podría decirse de las películas que se sitúan en los polos de su carrera cinematográfica. Pero El dinero no trata de esas diferencias entre “el ayer y el hoy”, aunque sí trata sobre la indiferencia del “hoy”, como ya lo había hecho El diablo, probablemente (Le diable, probablement, 1977) respecto a la falta de compromiso medioambiental en un planeta a la deriva o, exclusivamente, guiado por el capital. Para su película, Bresson encuentra el punto de partida en el cuento de Tolstoi El billete falsificado y pone en marcha una sucesión de hechos en los que nadie actúa, aunque lo hagan, ni se enzarza en diálogos que solo servirían de relleno. Bresson no precisa ocupar tiempo de metraje con banalidades y artificios que no respondan a una intención de ofrecer una visión de comportamientos y sucesos. No pretende reproducirlos, sino ofrecer su idea. Así, todo parece acelerarse, como si de una propagación se tratase.

Quizá sea la fiebre del dinero, la que produce un estado febril que provoca la inconsciencia sobre aspectos que quedan fuera del menguante radio de interés del individuo. Por ejemplo, el dueño de la tienda de fotos no duda en pasar tres billetes que sabe falsos. Solo piensa en no perder dinero, de modo que actúa buscando su beneficio y coloca a otro lo que a él le han colocado. Así, llegan a Yvon, en quien se desata la desesperación, apenas apreciable en gestos, palabras o actos. Se le acusa de intentar pasar billetes falsos, cuando, en realidad, es el único que desconocía tal falsedad. Bresson pone en marcha su película con un joven de clase media alta que pasa un billete de 500 francos falso. El muchacho lo hace por divertirse junto con su amigo, pero esa diversión tiene consecuencias que ninguno de los personajes del film puede prever, ya que solo piensan en distancias cortas, aquella que les atañe. <<Esta película está hecha contra la indiferencia de la gente de hoy, que no piensa más que en ella y en su familia>>, afirma Bresson en una entrevista (1), pero en las imágenes de El dinero deja claro que esa indiferencia no existe respecto al capital que mueve el mundo. <<Tanto para la gente como para los Estados, lo único que cuenta es el dinero>> (2) y en esa situación estamos, intentando nadar para no ahogarnos en un mar de consumo, de apariencia y máscaras que ocultan el rostro personal que se olvida, de huida de nuestra propia humanidad sin saber hacia dónde nos conduce. Cierto que siempre hemos vivido en el momento, aunque en el medievo una gran mayoría lo hiciese con la sedante esperanza de otra vida, pero ahora se vive en la inmediatez, en el resultado, en la que nadie parece tener un par de minutos para reflexionarse y hacer lo propio con las situaciones, más allá de las mínimas personales que puedan afectar cada ahora; entonces, ¿cómo saber hacia dónde vamos como sociedad? Las imágenes y sonidos suman impresiones, son concisas, apenas existe artificio, salvo el necesario para que expresar las ideas que, cuál impresionista, Bresson no cuenta una historia ni expresa sus formas, sino que ofrece la idea de la propia idea…

(1) (2) Robert Bresson, extraído de Michel Ciment: Pequeño planeta cinematográfico. Akal, Madrid, 2007.

jueves, 25 de abril de 2024

El arte de la ilusión y el engaño

Existen muchos tipos de actuaciones, aunque, dejándonos de cuentos y siendo precisos, se reducen a dos: las buenas y las malas, quizá también habría un espacio para una tercera, que sería la mediocre. Más allá de llevar a buen o mal fin el engaño, los métodos solo son prácticas que sirven a unos y no a otros. Hay quien los rechaza y quien los acepta. Luego está el talento natural para la actuación, el gusto de mentir y crear así otras posibilidades. Gassman se consideraba un “mentiroso” y, tanto en cine como en teatro, lo demostró con creces. Hay quien dice que no hay mejor actor que un niño. Lo dudo, el mejor es el timador, sin distinción de edad, religión, ideología y sexo. También existe quien no precisa actuar para crear una imagen y convertirse en icono; si van a Marruecos, pregunten a Gary Cooper o a Marlene Dietrich. En cine, existen actores y actrices que enamoran a la cámara y, desde la fantasía y personalidad creadas por la ilusión óptica, al público; incluso siendo inexpresivos o exagerados en el arte de actuar. Pues actuar es arte, el de crear la ilusión que otros acabarán creyéndose. Es decir, estamos ante un timo al que sucumbimos con gusto, porque queremos algo que nos ofrece, o el que descubrimos, porque lo que ofrece no está a la altura de lo que esperamos. Mirando cine encuentro del tipo Marcello Mastroianni, sin clases teóricas de actuación a sus espaldas, pero convencido de estar jugando en cada personaje recreado. Lo que parece divertir al italiano es que comprende que su personaje solo es eso y hay que recrearlo. Ese es su trabajo; dicho de otro modo, le pagan por jugar a ser fulano, mengano, zutano o Sostiene Pereira.

No entiendo muy bien eso de actuaciones realistas. Chaplin no era nada realista y su cine y su personaje transmitían (y transmiten) verdades de esas que se dicen “como puños”. En todo caso, hay clara diferencia entre la actuación y la realidad. Actuar implica mentir, engañar, crear ilusión de vida; mientras que la realidad existe de por sí, aunque sea adulterada por cada mente que la siente. En teatro la exageración, incluso la contención de la misma, es artificial, pero no por ello ha de dejar de ser creíble, ni de ser verdadera la sensación que nos transmite la actuación y la puesta en escena. Pero hay algo más, la necesidad de creer del público, su complicidad consciente o, aun mejor, de forma inconsciente. Pues ¿quién no se ha dejado llevar a una Verona imposible, a la “dacha” de Vania en la calle 42 o en el teatro del colegio, o a cualquier otro decorado escénico donde alguien represente? En cine, los términos realista y realismo son engañosos, y pueden llevar a engaño; acaso ¿también las etiquetas timan? Por ejemplo, dudo que haya actuaciones más sobreactuadas que algunas del neorrealismo, incluso las voces no eran las de los actores y actrices, sino que se sincronizaban durante el montaje, pero no por ello dejamos de creer las situaciones y las emociones representadas. Queremos creerles, porque quizá necesitemos esos engaños y reflejos para salir de la realidad y llegar a otras verdades a través de la mentira, de la actuación y del engaño que pasa por realidad. O quizá, viajando a Hollywood, todo gire en torno a una campaña publicitaria que saben vendernos; y ya en casa, puede que al escapismo y al deseo reconocernos en héroes y heroínas imposibles, también en antihéroes, villanos y vampiresas, en mujeres fatal o de hace un millón de años, en payasos y en marionetas, en maquinistas, vagabundos, gordos y flacos, rubias platino, piratas, samuráis, apaches, pistoleros o miembros de algún grupo salvaje, rebeldes sin o con causa, buscavidas, perdedores e ignorados habituales, quizá en mi tío o en aquel bendito don Anselmo, emperrado con su dichoso cochecito; de dicha para él y también para nosotros, sus cómplices a este lado del engaño…



Pechos eternos (1955)


El guion fue obra de la dramaturga y guionista Sumie Tanaka, colaboradora de Mikio Naruse en El almuerzo (Meshi, 1951) y Crisantemos tardíos (Bangiku, 1954), entre otros títulos, pero la sensibilidad cinematográfica que vemos en pantalla es la de Kinuyo Tanaka. Dicha sensibilidad impregna cada instante de Pechos eternos (Chibusa yo eien nare, 1955), en la que la actriz y cineasta recorre con su mirada la pasión de Fumiko Shimojô (Yumeji Tsukioka), inspirada en la poetisa Fumiko Nakajô, quien fallecía de cáncer de mama en 1954, cuando contaba con treinta y un años de edad. Escucha su aflicción y su sufrimiento, vive a su lado su emancipación y el padecimiento de su enfermedad, su miedo, su fortaleza. La poetisa vive en la recreación de la cineasta que, partiendo del personaje real, crea uno de sus mayores logros cinematográficos, por bello y doloroso, porque habla, o así lo escucho, al desnudo de ser mujer en un entorno que la priva y del temor ante la enfermedad, la pérdida y la muerte. De sensibilidad que me recuerda a la de versos de la grandísima Rosalía, la japonesa filma la resignación ante la negra sombra que acompaña a la protagonista, pero también capta destellos luminosos en el rostro (donde igual se refleja dolor, tristeza, miedo) en su relación con Otsuki (Ryôji Hayama) y la entereza de una mujer que se enfrenta a su padecimiento emocional —acaba de divorciarse de un marido infiel que le quita al hijo, quedándose ella con la niña— y físico: el cáncer de mama que, inevitablemente, altera su existencia…


Alumna aventajada de Kenji Mizoguchi, qué bien y que vacío suena decir y escribir esto; el cine de Kinuyo Tanaka difiere del de aquel, por mucho que en ambos la mujer adquiera prioridad. De acercarse a otros, el de la directora-actriz resulta más cercano al de Naruse —tal cercanía parece que la establece y la corrobora la presencia de la guionista— y al Keisuke Kinoshita, para quien también interpretó en varias ocasiones. Lo es en su delicadeza y su posicionamiento ante lo femenino, entre el respeto, la admiración y el amor y el deseo de liberación, desde el que Tanaka mira a la mujer y encuentra en ella lo que el genial Mizoguchi no logra ver: encuentra su reflejo, la comunión y conexión que nace de saber que puede sentir a la poetisa por ser quien es: mujer y artista en Japón de mediados del siglo XX. Fumiko se encuentra condicionada por ambas “naturalezas”, indisociables, en su caso. Por su arte expresa su mundo femenino, el de la madre que sufre como consecuencia de la separación de su hijo, mas que por el engaño de un marido que no deja de ser una víctima de su patetismo, y la de la mujer que encuentra en la poesía la vía de escape para su pesar y también para expresar su amor y su condena. Son versos que hablan de sus penurias, comenta alguien en el film, pero hablan de su verdad, de su realidad. Por tal motivo, Tanaka no la compadece, la escucha y la comprende, comprende su necesidad de expresarse, de sacar fuera lo que duele dentro. La cineasta la acompaña, la arropa cuando sufre, y la acaricia con su cámara en varios momentos de aparente sosiego que transmiten más allá de las palabras, pues, en la realidad y en el cine, hay silencios, ritmos, gestos, expresiones y miradas elocuentes. Más que filmar la feminidad, la sensibilidad, la agonía de un personaje y de una historia, Kinuyo Tanaka en Pechos eternos las siente y crea una esplendorosa y sensible muestra de su poesía cinematográfica…





miércoles, 24 de abril de 2024

Ser o no ser, a falta de cerrar el circulo

Una película da muchas vueltas antes de llegar a la pantalla, a veces también a las manos que le darán forma definitiva. Existen guiones que se dejan en el cajón y allí se olvidan hasta que alguien los rescata, si se da el caso; o, mismamente, un primer escrito pasa de mano en mano y unos le añaden y otros lo recortan para dar forma a uno totalmente distinto. De ahí que, a veces en los créditos de una película italiana de la década de 1950 o 60, apareciesen acreditados cinco o seis nombres como autores del guión. En el Hollywood clásico, cuando se daba el caso, lo habitual era acreditar en la pantalla a los últimos que trabajaban el texto o a los más prestigiosos o a quienes tenían en nómina. Eran empleados y se debían a la empresa para la que trabajaban. Algo similar sucedía con los directores, que, salvo excepciones, también eran asalariados bajo contrato. Aún hoy, cuando se trata de una producción financiada dentro de la industria cinematográfica, puede suceder que el primer elegido para realizar el film no sea quien lo lleve a cabo, incluso siendo quien lo impulse. ¿A santo de qué viene esto? Lo que vemos en la pantalla es un proceso terminado: el que nos interesa como espectadores, pero atrás queda la parte invisible de un recorrido que nunca resulta tan sencillo como aparenta ser en la proyección que finalmente disfrutamos o no.

Arriba, digo algo así como que a veces intervienen personas que permanecen en el anonimato, que hay otras que se subieron al carro una vez iniciado el proyecto y las hay que nunca llegaron a ponerlo en marcha, a pesar de ser los primeros elegidos. ¿Cuántos proyectos iban a ser de unos y fueron de otros? La historia del cine está repleta de ejemplos. Sin rebuscar, asoma el caso de Fritz Lang, que iba a rodar Winchester 73 (Anthony Mann, 1950), el de Anthony Mann, que iba a hacer lo propio con Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960), de hecho rodó alguna escena; o Stanley Kubrick, que fue el candidato principal para dar forma a El rostro impenetrable (One-Eye Jacks, Marlon Brando, 1961). Los tres cineastas iban a llevar a cabo producciones de las que antes o al inicio del rodaje se apartaron o se vieron apartados, fuese por discrepancias con la estrella de turno o con ejecutivos del estudio. Por decisión propia, Lang abandonó su proyecto, pues no le convencía el guion con el que estaba trabajando —el material con el que trabajó Mann sería otro distinto, aunque partiese de la misma novela—; Kubrick no se sentía capacitado para hacer lo que le pedían tal como se lo pedían —Kubrick no podría ni querría hacer más película que la que tendría en mente—; Mann fue despedido por Kirk Douglas. Otro ejemplo, Brian de Palma se vio apartado de un proyecto en el que trabajaba: El príncipe de la ciudad (Prince of the City, 1981), un espléndido y sombrío policiaco dirigido por Sidney Lumet. A este, le sucedió lo mismo en El precio del poder (Scarface, 1982), que acabó dirigiendo De Palma. O de regreso a los guionistas, el guion de David Mamet para Veredicto final (The Vedict, 1982), otro film de Lumet, sufrió numerosos cambios hasta que el director logró que se volviera al original, retorno que fue posible gracias a la entrada de Paul Newman en el proyecto. Este caso captó mi atención, Lumet lo explica de la siguiente manera:

<<David Mamet hizo la primera adaptación de Veredicto final. Una estrella “de las gordas” mostró interés en hacer la película, pero pensaba que su personaje requería ser explicado mejor. Esto, algunas veces, significa decir lo que debería quedar sin decir, una versión de la escuela “patio de colegio”. Mamet siempre deja un montón de cosas sin decir. Su idea es que debe ser el actor, con su interpretación, el que dé la información. Así que rehusó alterar el guion. Vino otra escritora. Era muy brillante. Rellenó simplemente lo que estaba sin decir en el guion de Mamet y se llevó un sueldo nada despreciable.

>>El guion entró en ebullición. La estrella preguntó entonces si podía trabajar con un tercer escritor. Se hicieron cinco reescrituras adicionales. En ese momento la partida del presupuesto correspondiente al guion sumaba un millón de dólares. Los guiones fueron empeorando. La estrella fue desplazando lentamente el énfasis sobre su personaje. Mamet había concebido un borracho que trampea toda su vida pasando de un caso sórdido a otro hasta que un día atisba una tabla de salvación y, lleno de temor, se aferra a ella.

>>La estrella se empeñó en eliminar el lado desagradable del personaje, tratando de hacerlo más amable, de modo que el público pudiera “identificarse” con él. Esto es otro cliché desenfocado sobre la escritura en cine. Chayefsky solía decir, “Hay dos tipos de escena: la escena “acaricia al perro” y la escena “da un puntapié al perro”. El estudio siempre quiere escena “acaricia perro”, de modo que todo el mundo pueda reconocer al héroe”. Bette Davis hizo una carrera estupenda “dando puntapiés al perro”, como Bogart y Cagney (¿Qué pasa con Al rojo vivo? ¿Es o no una interpretación genial?). Estoy seguro de que el público, en El silencio de los corderos, se identificó igual con Anthony Hopkins que con Jodie Foster. De no ser así, no se habría producido el estallido de risa que recibió la maravillosa frase: “He quedado con un viejo amigo para cenar”.

>>Después de recibir otra versión más de Veredicto final, releí la versión de Mamet de unos meses antes. Dije que haría la película si volvíamos a ese guion. Lo hicimos. Bastó que lo leyera Paul Newman y ya estábamos en marcha, a toda máquina.>> (1)

De esta historia circular, tal como resulta ser el recorrido de Winchester 73, también habla Mamet, el autor del guion que pasa de mano en mano, y sufre diferentes personalidades, hasta que regresa a su punto de partida, quizá gracias a la casualidad y al buen criterio, en este caso, de tipos como Lumet y Newman.


<<En el caso de Veredicto final… [Richard D.] Zanuck y [David] Brown me contrataron para escribir una película basada en el libro de Barry Reed (III), un abogado de Boston, Massachussets. La historia está basada en un caso real. Les escribí la película, y no les gustó. Fueron muy amables al respecto. Me pagaron. Y dijeron: “Es que no nos gusta, pero si quieres volver a escribirla, volveremos a pagarle”. [Risas] En serio. Y yo les contesté: “Eso es muy halagador, pero no podría escribir otra cosa.”

>>Así que el proyecto siguió adelante, y contrataron a otros escritores conocidos, y yo me deprimí y mandé una copia a Sidney Lumet, al que conocía superficialmente, solo por recabar otra opinión, esperando sus elogios. Y entonces apareció el hada madrina. El director, que iba a ser, creo, Robert Redford, abandonó el proyecto cuando ya se habían comprometido a hacer la película, y enviaron los guiones que habían encargado —no el mío— a Sidney Lumet. No le enviaron mi guion. Y casualmente, esa misma semana yo mandé el mío, y él los devolvió todos y dijo: “Me encantaría hacer la película. Solo que la haré con el guion de Dave”. Y, mira por dónde, al final la historia acabó bien.>> (2)

(1) Sidney Lumet: Así se hacen las películas (traducción de José María Aresté). Ediciones Rialp, Madrid, 1999.

(2) David Mamet: Conversaciones con David Mamet (traducción de Isabel Ferrer Marrades). Alba Editorial, Barcelona, 2005.