Las películas que más disfruto de Terrence Malick son sus tres primeras: Malas Tierras (Badlands, 1973), Días de cielo (Days of Heaven, 1978) y La delgada línea roja (The Red Thin Line, 1998). Tras esta, tal vez aún no tanto en El nuevo mundo (The New World, 2005) y en El árbol de la vida (The Tree of Live, 2011), su cine me invita a irme de sus no historias. Ya no se trata de que prescinde de tramas, lo cual me parece perfecto, sino de que no conecto con las existencias que esboza en sus personajes. Las dudas y las reflexiones que les escucho lo tomo como prolongaciones del pensamiento de Malick y de sus intenciones e intereses. Esto no deja de ser normal, incluso lógico y necesario, en alguien que quiere expresarse; y él lo desea, lo busca y, aventuraré, que lo consigue a su manera, aunque su modo de hacerlo ya no va conmigo. Me cansan sus planos, las reflexiones que atribuye a sus modelos, y me aleja de cuanto asoma en la pantalla, cuando no me provoca una sonrisa cínica que me lleva a la conclusión de que tengo mis propias preguntas, apenas respuestas, y mi propio camino desconocido por recorren y donde tropezar hasta que muera. En sus siguientes títulos, por ejemplo en To the Wonder (2012) y Knight of Cups (2015), radicaliza su búsqueda de crear un cuerpo cinematográfico para su filosofía existencial o de dar esencia filosófica a un cine de existencias en continúa búsqueda, pero ancladas en las preguntas a las que les obliga el ciénagas. Debido a la sensación de “falsedad” que me genera, en su forzar voces e imágenes para sus ideas, pierde mi atención. Las cuestiones vitales y la poética que presumen sus películas van siendo más y más forzadas, y no siento poesía ni logro tomarme en serio los pensamientos que se escuchan —se me antojan leídos de un texto escrito para la ocasión; que así es, claro, pero me suena artificial y no me invita a una reflexión sobre lo que expone en pantalla— lo que no juega a favor. Aparte, y esto es muy lícito, hace cine para él, en todo momento reconocible, y no para el público, aunque tenga su público y un prestigio no sé si merecido, porque todo prestigio es otorgado por los otros. No nace de la obra ni del obrero, sino de quienes la contemplan y/o de quiénes acatan los criterios que inician el prestigio, una ilusión que no tiene porque coincidir con la calidad…
va de vagos - cine
miércoles, 18 de junio de 2025
Terence Malick, en unas pocas líneas
martes, 17 de junio de 2025
Vargas Llosa, Pantaleón y las visitadoras
Mi edición de Pantaleón y las visitadoras, de la colección “Nuestros clásicos contemporáneos” de la editorial Planeta, publicada en 1996, carece de prólogo. En las ediciones posteriores, a partir de 1999, Vargas Llosa introduce el siguiente texto para presentar su novela, la cuarta suya y una de las de mayor éxito:
<<Prólogo
Escribí esta novela en una apretada casita de Sarrià, en Barcelona, entre 1973 y 1974, al mismo tiempo que su versión cinematográfica. Debía filmarla José María Gutiérrez, pero, por los absurdos malabares del cine, terminé dirigiendo la película al alimón con él (acepto toda la responsabilidad de la catástrofe).
La historia está basada en un hecho real —un «servicio de visitadoras» organizado por el Ejército peruano para desahogar las ansias sexuales de las guarniciones amazónicas—, que conocí de cerca en dos viajes a la Amazonía —en 1958 y 1962—, magnificado y distorsionado hasta convertirse en una farsa truculenta. Por increíble que parezca, pervertido como yo estaba por la teoría del compromiso en su versión sartreana, intenté al principio contar esta historia en serio. Descubrí que era imposible, que ella exigía la burla y la carcajada. Fue una experiencia liberadora, que me reveló —¡sólo entonces!— las posibilidades del juego y el humor en la literatura. A diferencia de mis libros anteriores, que me hicieron sudar tinta, escribí esta novela con facilidad, divirtiéndome mucho, y leyendo los capítulos a medida que los terminaba a José María Gutiérrez, y a Patricia Grieve y Fernando Tola, mis vecinos de la calle Osio.
Algunos años después de publicado el libro —con un éxito de público que no tuve antes ni he vuelto a tener— recibí una llamada misteriosa, en Lima: «Yo soy el capitán Pantaleón Pantoja», me dijo la enérgica voz. «Veámonos para que me explique cómo conoció mi historia.» Me negué a verlo, fiel a mi creencia de que los personajes de la ficción no deben entrometerse en la vida real.
MARIO VARGAS LLOSA
Londres, 29 de junio de 1999>>
jueves, 12 de junio de 2025
Sar, las cruzadas, “El señor Wilder y yo”
De paseo con Jonathan Coe y su novela “El señor Wilder y yo” por el compostelano barrio de Sar, cruzo el puente sobre el río, construcción de unos treinta metros de longitud que salvan el último obstáculo fluvial para los peregrinos de la vía de la Plata, y le digo a Wilder, también a Coe, a Iz y a Calista, que es una obra del siglo XII, a lo que el director y guionista de “El gran carnaval” comenta que hubo un tiempo en el que quiso hacer una película ambientada en el Medioevo, sobre las cruzadas, en la que los caballeros preparan su partida a Tierra Santa. El natural de Galitzia, de cuando Galicia, la otra, era austrohúngara, recuerda que las primeras escenas muestran a los cruzados cuidando los últimos detalles del viaje: revisan sus monturas y comprueban sus armas relucientes, además, en las imágenes que siguen, se aseguran de dejar a sus mujeres con el cinturón de castidad puesto y bien cerrado. Al alba, con las alforjas repletas de llaves y al son de su sonido metálico al entrechocar, los nobles cabalgan hacia donde el sol asoma en timidez, seguidos de sus vasallos, que trotan a pie. En todo caso, todos ellos parten hacia la gloria que piensan conquistar al tiempo que Jerusalén y no poca fortuna, convencidos de su fe y de su victoria, tranquilos porque sus esposas quedan protegidas de las tentaciones y de las invasiones bárbaras, censuradas por el duro, frío e incómodo metal de los cinturones. Wilder nos mira y sonríe, deja que vayamos absorbiendo sus palabras y, cuando ya nos cree preparados, comenta que el resto de la historia giraría en torno al cerrajero del pueblo, papel que asume a la medida de Cary Grant, que daría vida no solo al protagonista de la película, sino al hombre más popular y ocupado de la villa…
La anécdota sobre esa película nunca realizada por Billy Wilder, la leí en las memorias de Vincente Minnelli, “Recuerdo muy bien. Autobiografía”, pero no asoma por las páginas de Coe (ni así escrita en las de Minnelli), que sí cuenta otras que también tienen como base el humor de Wilder, aunque su novela no es una comedia, sino un acercamiento reverencial al responsable de “Uno, dos, tres” durante el rodaje de “Fedora”, una película que, rodada en Alemania, Grecia y Francia, supuso mucho esfuerzo y muchas ilusiones, también decepciones para un cineasta que fue de los que me convencieron en la niñez de que el cine no siempre ha de ser una ñoñez o mucho ruido, también pueden ser historias humanas y estas siempre tienen su pizca de comedia, de sueños, de tragedia, de estupidez, de alegría, de engaños y de drama…
Una jaula de grillos (1996)
La industria de Hollywood nunca ha sido combativa, ni progresista, ni punta de lanza en los movimientos sociales, aunque más adelante se subiese al carro y presumiese y presuma de liberal y de tolerante. Su política no pretende cambiar el mundo, sino amasar fortuna tras fortuna, lo cual es lógico porque se trata de un negocio. Su intención nunca ha sido la de liberar, ni denunciar ni luchar por la igualdad o por los derechos humanos o civiles, y menos aún señalar la sinrazón y los crímenes que se producen en el mundo. Puede hacerlo, pero a posteriori, cuando se considera relativamente a salvo de consecuencias indeseadas y que juega sobre seguro. El cine de Hollywood lo hace en algún momento, me refiero a ser combativo, pero su política inalterable, ayer, hoy y mañana, es la del dinero, pues es un negocio y, como tal, se debe a los beneficios y no a las causas justas. Todos lo saben y lo demás es secundario, más si cabe desde que los ejecutivos y las grandes corporaciones sustituyeron a los antiguos magnates que, si bien eran reaccionarios por convicción y bolsillo —perseguían aumentar sus fortunas—, contaban con un equipo de profesionales que sabían de cine, aquellos que prácticamente habían inventado su lenguaje moderno; hoy, llamado clásico...
Desde su origen, Hollywood juega sobre seguro, aunque luego pierda inexplicablemente una fortuna en tal o cual producción que iba para súper éxito y deparó un batacazo comercial. Claro que suelen reducir riesgos a la hora de sacar adelante sus productos. Resulta habitual que buenos guiones se queden en el cajón, para siempre o hasta que alguien los recupere, aquellos cuya viabilidad comercial se ponga en entredicho, y que otros menos favorecidos se rueden. Depende de la decisión de los encargados de dar luz verde al dinero o que los cineastas hayan pasado meses buscándolo por ahí y, tras ejercer de vendedores y recaudadores, puedan rodar su película. Un trabajo arduo y que en el pasado de los estudios no existía, puesto que las majors tenían a su equipo de directores y ya les entregaban la pasta que consideraban oportuna y el material con el que trabajar, incluso el humano; solo los directores estrella, tipo Lubitsch o DeMille, tenían el privilegio de contar con sus propios guionistas y con el reparto que pidiesen (y no siempre).
Por lo general, el capital se entrega cuando la inversión se considere segura. Nadie pone su dinero para perderlo, ¿o sí? Pues en Hollywood pasa igual, aunque a gran escala. Y, para no perderlo, intentan asegurar que juegan a caballo ganador. Sus apuestas no pueden fallar, aunque luego sean fracasos, así que realizar adaptaciones de superventas literarios o nuevas versiones de éxitos de otros lares o del pasado, lo que viene a llamarse remake, es práctica común desde siempre. Menuda cosa, eso de volver a hacer lo que ya está hecho, ¿no? Pero a veces funciona y muchas otras pasa desapercibido, incluso en nuestras rutinas. Por otra parte, no es infrecuente que el público desconozca que una película popular sea una nueva versión de un guion ya llevado con anterioridad a la pantalla, piensen, por ejemplo, en Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, Billy Wilder, 1959), o que haya que distinguirla de las versiones de novelas, que ya no serían remakes, sino diferentes adaptaciones del mismo original literario, tal como pueda suceder con la obra teatral shakespeariana Hamlet.
Hollywood está repleto de ideas económicas infalibles, al menos eso deben pensar en las oficinas de las empresas de cine, también en las editoriales o en los despachos de las cadenas televisivas, así que otra de sus brillantes ideas sería imitar, sin apenas variaciones, pero con un reparto estelar, el éxito más reciente, tal como sucedió cuando Beeba Kidron realizó A Wong Foo, ¡Gracias por todo Julie Newmar! (To Wong Foo, Thanks for Everything Julie Newmar, 1995), inmediatamente después del éxito cosechado por la australiana Las aventuras de Priscila, reina del desierto (The Adventures of Priscilla, Queen of the Desert, Stephan Elliott, 1994)… Existen miles de ejemplos de esto, como también los hay de revisiones de películas.
Siguiendo la estela del travestismo que apunto con los dos títulos señalados arriba, pues en parte se desarrolla en un club nocturno cuya máxima atracción es la diva transformista Albert (Nathan Lane), una muestra de remake podría ser Una jaula de grillos (The Birdcage, 1996), en la que Mike Nichols y su guionista Elaine May se apropian del guion de Edouard Molinaro y Marcello Danon —que en el film de Nichols asume labores de productor ejecutivo—, más que de la pieza teatral de Jean Poiret que había inspirado la popular comedia franco-italiana La jaula de las locas (Le cage aux folles, Edouard Molinaro, 1978), para obtener un éxito comercial indiscutible (sus beneficios fueron seis veces más que su presupuesto) y ofrecer una versión totalmente hollywoodiense, desde su reparto, encabezado por Robin Williams y Gene Hackman, que heredan los papeles del gran Ugo Tognazzi y de Michel Galabru, hasta su humor más comercial y buenrollista en el que la tolerancia practicada por Albert y Armand (Williams) vence a la hipocresía y al conservadurismo republicano representado por el senador Keeley (Hackman) y Louise (Dianne Wiest), su mujer y madre de Barbara (Calista Flockhart), la joven con quien Val (Dan Futterman), el hijo de Armand, va a casarse. En este aspecto, el de enfrentar dos extremos ideológicos en los progenitores, también podría ser un “remake” de Adivina quién viene esta noche (Guess Who’s Coming to Dinner, Stanley Kramer, 1967), aunque en la comedia de Kramer el asunto ideológico a tratar es racial. En ambas, como obras hechas en Hollywood, prevalece lo superficial y lo anecdótico, que suele ser lo que se considera entretenimiento, que es lo que presume vender la industria del cine; y lo que sus clientes le demandan, aunque personalmente, tales productos me aburran, en su mayoría, como es el caso...
martes, 10 de junio de 2025
La gran evasión II: la historia jamás contada (1988)
El título escogido por los responsables de La gran evasión II: la historia jamas contada (The Great Escale II: The Untold Story, 1988) hace inevitable recordar el film original de John Sturges, así como invita a la comparación entre ambas, comparativa de la que, indudablemente, La gran evasión (The Great Escape, 1963) sale victoriosa y se reafirma como una de las grandes fugas cinematográficas. Mientras que esta otra evasión se antoja minúscula y tienta a decir que, de haber hecho honor a su subtítulo “la historia jamás contada”, habría ganado enteros; pues tal como la cuentan Paul Wendkos y Jud Taylor, a partir del guion escrito por Walter Halsey Davis, se antoja mejor que no hubiese sido contada. Lo único que logra esta película para televisión es hacer más y más grande el film de Sturges, que ya de por sí se encuentra repleto de ironía, de épica, de tensión, de momentos inolvidables, de cine; nada que ver con la pobre propuesta de esta película televisiva de tres horas de duración, en su momento estrenada en dos partes, que intenta ser, pero que carece de cualquier posibilidad de lograrlo, ya que ni tiene identidad propia ni de personalidad narrativa. Se queda en la comodidad de lo ya visto y depara una anodina recreación que nada tiene que aportar al subgénero de fugas de “stalags”. Su reparto tampoco logra seducir al público, como sí hacían los presos de Sturges, los de Wilder en Traidor en el infierno (Stalag 17, Billy Wilder, 1952) o los de Jean Renoir en La gran ilusión (La grande Illusion, 1936). Queda claro que Christopher Reeve carece del aura rebelde y chulesca de Steve McQueen, ni aporta la emotividad de un James Garner (de quien hereda el papel de piloto estadounidense enrolado en la RAF) que asume la amistad por encima de todo, aparte de exhibir por enésima vez su limitada capacidad actoral; ni la partitura de Johnny Mendel logra el tono de la de Elmer Bernstein, pues carece del atractivo y del desenfado de aquella, tampoco resulta introducir entre el plantel actoral a Donald Pleasence —el único del reparto original que asoma por este sucedáneo sin sabor—, en un rol opuesto al asumido en La gran evasión, que resulta una lección de ritmo narrativo y cinematográfico, ritmo inexistente en esta supuesta segunda parte, que no lo es, puesto que se trata de la “historia verdadera” de aquella fuga masiva que inspiró el guion del film de Sturges, un guion desarrollado por James Clavell, el autor de Shogun, y W. R. Burnett, uno de los grandes del género negro…
lunes, 9 de junio de 2025
Adam resucitado (2008)
sábado, 7 de junio de 2025
Embajadores en el infierno (1956)
Haciendo un repaso a “datos” que guardo en la memoria, me digo que Franco no entró en la Segunda Guerra Mundial porque España estuviese destrozada tras su guerra civil, que lo estaba, sino por no tenerlas todas consigo; respecto al resultado final del conflicto internacional. Ante las demandas de Hitler, que le apuraba a devolverle el “favor”, Franco hizo una contraoferta que el alemán se negó a aceptar, mientras se preguntaba quién se creía aquel bajito a quien sacaba unos doce centímetros y que le había llegado tarde a su cita en Hendaya, aunque no por decisión propia sino por un problema mecánico. Las condiciones del ambicioso español eran excesivas para el inspirador de El gran dictador (The Great Dictator, Charles Chaplin, 1940) porque, de cumplirlas, ofenderían y rebelarían a los colaboracionistas franceses. Cabe señalar que, tras su conquista de Francia, Hitler había obligado a los franceses a firmar un armisticio ventajoso para él y humillante para los galos. Además, obtuvo la promesa del gobierno títere de Vichy (capital de la conocida como Francia libre, aunque de libre solo tenía el adjetivo) de serle su marioneta fiel en la Europa occidental-meridional, así como en las colonias norteafricanas francesas, tal como se recrea en Casablanca (Michael Curtiz, 1942) en la ambigua figura del personaje de un inolvidable Claude Rains. De modo que, ante la demanda del dictador español, para entrar de forma oficial en la guerra, el alemán dijo no; pero continuó exigiendo que se pagase la deuda contraída por Franco y los suyos, pues sin la ayuda alemana e italiana, se antoja imposible pensar en una victoria de los rebeldes. Más adelante, cuando Hitler iba arrasando hacia lo que creía su victoria, el general hispano quiso subirse al carro de quien creía ganador, mas el del bigote a lo Chaplin ya no le interesaba echarse a la espalda otra rémora como resultó ser Mussolini. Así, se comprende que no fue una cuestión de astucia que España no participase en la Segunda Guerra Mundial, sino de diversos factores que no se dieron y otros que sí.
Ante la no participación, algunos respiraron y otros se lamentaron, pues había quien creía que una derrota de Hitler y de sus aliados devolvería la República. Apenas unos meses antes de la invasión de Polonia por parte de Alemania —y dos semanas después, también por el ejército de Stalin, que había firmado un acuerdo de colaboración con su antagonista germano—, la esperanza de Juan Negrín, para salvar la República de la que era presidente del Gobierno, estaba en una guerra internacional en la que las democracias que habían hecho oídos sordos a las peticiones de los republicanos españoles participasen y venciesen a los totalitarismos; devolviendo, tras la victoria, a España la opción republicana o algo parecido. Incluso hubo ilusos en el exilio que esperaban esta restitución, después de concluido el conflicto mundial. Aunque nada más alejado de la realidad. A las potencias occidentales no les interesaba una democracia en España, sobre todo si existía la posibilidad de que tendiese o simpatizase con el comunismo y con la Unión Soviética, estado que había participado en la guerra civil española vendiendo armas a los republicanos y enviando asesores militares y políticos —algunos de los cuales serían purgados por orden de Stalin a su regreso al país de los sóviets—.
La Civil fue una guerra que de española tenía mucho, puesto que eran los españoles quienes se mataban y morían en ella, pero también fue internacional, ya que también murieron y mataron quiénes llegaban de otros lares. Digamos que, en cierto modo, fue algo así como el anuncio de una guerra a gran escala que el Reino Unido quiso evitar a toda costa, incluso haciendo la vista gorda a los desmanes alemanes e italianos y haciendo concesiones increíbles incluso para los líderes totalitarios de Alemania e Italia que, en Múnich, vieron confirmadas sus sospechas de que ninguna potencia democrática tenía pensado pararles los pies. En la guerra de España, la de 1936 a 1939, participaron diferentes fuerzas externas: alemanes, italianos, portugueses, rifeños, soviéticos, brigadistas de diferentes puntos del mundo. Y la deuda contraída por España —ambos bandos se habían hipotecado y habían hipotecado la realidad de todos, incluso de quienes no habían elegido ni había tenido elección—, había que pagarla de algún modo: permitiendo el juego de espías en suelo español, exportando minerales y otros productos o enviando la División Azul, un contingente militar formado por alrededor de 20.000 soldados “voluntarios”. Fue toda una parafernalia celebrada por la propaganda de Franco, que enviaba a esos veinte mil “voluntarios” españoles, entre quienes se contaban Dionisio Ridruejo y Luis García Berlanga, sin hacerlo oficialmente; mas a nadie se le escapaba que sin la aprobación del dictador español ningún contingente de tal envergadura partiese del país y entrase a formar parte de las huestes germanas que, puesta en marcha la operación Barbarroja, invadían la Unión Soviética sin prever los numerosos problemas logísticos que la realidad del momento (suma de clima, distancias a recorrer, tiempo de traslados de tropas, errores humanos, megalómana locura de su líder,…) les iba a deparar.
En una entrevista, publicada en el libro Bienvenido Mr. Berlanga, el cineasta valenciano recordaba que se había alistado en la División Azul por varias motivos: <<Mi padre estaba condenado a muerte por haber estado comprometido con el bando republicano. En una reunión familiar, decidimos que alguno de los hermanos se alistara en la división para intentar comentar la sentencia de mi padre y me tocó a mí la china. También pensaba que esa heroicidad, en el sentido más cinematográfico de la palabra, me allanaría el terreno para conquistar chicas; pensaba que a mi regreso podría contarles tantas experiencias que se quedarían impactadas.>> Como tantos, el futuro director de El verdugo (1963) se presentó voluntario a la fuerza, pero con la ingenuidad que compartiría con la mayoría de los jóvenes que, guiados por diversas razones, decidieron formar parte de una división que, oficialmente, no era enviada por el ya gobierno de España, que se había declarado beligerante…
Por su parte, Ridruejo, vio su estancia en Rusia como el inicio de su liberación: <<En pocas palabras, diré que volví de Rusia deshipotecado, libre para disponer de mí mismo según mi conciencia y libre también de aquella angustiosa situación de crisis, que por otra parte era la crisis que ha vivido todo hombre de espíritu antes de la treintena: la crisis del idealismo juvenil y de la resistencia a la realidad.>> Fue un punto de inflexión en su vida; tras su regreso a España rompió con el régimen franquista.
Los “voluntarios” españoles fueron enviados al frente ruso, y allí lucharon junto al ejército alemán y sus aliados; del mismo modo que también lucharon muchos otros españoles, en el otro bando, entre ellos Manuel Tagüeña o Rubén Ruiz Ibárruri, que moriría en Stalingrado y que la propaganda soviética elevaría al grado de héroe. En cierto modo, era la continuación de la vieja historia, aterradora y mortal, aunque, en ese instante, se producía al otro lado de Europa, en tierras donde tantos, sin distinción de ideología y nacionalidad, perecieron.
Partiendo del libro de Torcuato Luca de Tena, literariamente más afortunado en la narración de Los renglones torcidos que Dios que en su exaltación del patriotismo del capital Palacios, el protagonista de su historia, José María Forqué recuerda en En Embajadores en el infierno (1956) a los divisionarios. Igual que sucede en el texto literario, basado en las ocho horas de entrevista entre el autor y Palacios, Forqué no disimula la ideología ni la postura anticomunista de la película, que era la postura oficial del régimen franquista y una moda cinematográfica a la que se adscribieron títulos como Murió hace quince años (Rafael Gil, 1954) y Rapsodia de sangre (Antonio Isasi-Isasmendi, 1957). Así, entre la propaganda más descarada y el drama del encierro, el cineasta aligera los abusos que describe el narrador literario y mantiene la negativa a ceder a las presiones soviéticas de los oficiales españoles liderados por el trasunto cinematográfico de Palacios: el capitán Adrados (Antonio Villar), un oficial que no duda en oponerse a sus captores, a quienes no duda en enfrentarse afirmando que es <<español>> <<católico, romano y apostólico>>, tras escuchar a uno de sus soldados afirmar ser masón, por miedo a sus captores. Al oficial soviético le cuesta comprender como su prisionero puede ser romano y español, salvo que sea hispano-italiano, pero nada dice al respecto, solo busca que cambie de opinión, puesto que sabe que el oficial arrastra a la tropa, a la que Forqué —bebiendo de lo escrito por Torcuato, que asumió la autoría del guion— sitúa en un plano moral e intelectual muy por debajo de la oficialidad, que es la que representa los valores de España. Claro que hay que introducir un teniente díscolo (alférez X, en el relato literario), traidor dicen sus antiguos compañeros, uno que se entregue al otro lado y a un después se arrepienta y pague por lo hecho, tal vez sin posibilidad de alcanzar la redención porque ha traicionado los valores de la España franquista en la que creen Palacios/Adrados y Luca de Tena…
En todo caso, si se reflexiona la historia y sus diferentes perspectivas, llama la atención el ver como el capitán y sus amigos denuncian los usos de los soviéticos, cuando son similares a los empleados por los franquistas durante y después de la guerra, solo hace falta repasar la historia y algunas memorias de quienes sufrieron presidio, con o sin juicio, y sobrevivieron en las cárceles franquistas durante y después de la guerra civil, claro que en el otro bando también se cometieron actos criminales, como también fue criminal el trato en los campos de refugiados franceses donde las autoridades galas hacinaron a los exiliados que habían cruzado la frontera huyendo del imparable avance de las tropas rebeldes y de las represalias…
viernes, 6 de junio de 2025
Envíos kafkianos
Esta mañana me desperté pensando en el sueño de la noche pasada. Era uno basado en hechos reales, que es lo que vende, aunque, personalmente me decanto por la realidad, la fantasía y el absurdo de todo ello. No puedo decir que se tratase de una pesadilla, pues no me causó terror ni me deparó sudar las sabanas, solo molestias y la sensación de que se me negaba la presencia. No era la primera vez que soñaba algo similar, de hecho tampoco que lo hubiera vivido y me dije, tras frotarme los ojos, que hoy no pensaré en el sueño, sino en el absurdo de la realidad.
Como viene siendo habitual cada vez que espero un envío a través de ***, vivo la repetición de que el repartidor o repartidora de la franquicia anota que no pudo entregar el paquete a tal hora por estar el “destinatario ausente o cerrado”. Pero resulta que en los horarios que apunta, estoy en casa, puesto que, aunque madrugo, no salgo por las mañanas, salvo que algún motivo extraordinario me invite a salir.
Hoy, día 2 de junio, cae dentro de la rutina, así que tampoco he salido, y aseguro que aquí no ha timbrado nadie, ni siquiera el cartero que, al saberme casi siempre aquí, pulsa cada día, alrededor de las once, el número de mi piso para que le abra. Es un acuerdo o una costumbre, pero a mí no me cuesta lo más mínimo y supongo que a él le supone comodidad, la de saber que soy un tiro fijo y que no tendrá que perder su tiempo llamando a todo hijo de vecino...
Aparte de resultar cansina, la práctica que acostumbra ***, en cierto modo, pretende ser kafkiana, pero no pasa de intento esperpéntico, desde el mismo momento que te declaran ausente. Al día siguiente, empiezan las llamadas desde un número que si descuelgas te habla un programa deshumanizado; y si no te da tiempo a contestar, o no has escuchado el teléfono, y devuelves la llamada, te responde la misma voz metálica, que te marea con si quieres tal, pulsa cual, si quieres cual, pulsa tal. Pero, una vez pulsados todos los tal y cual que te ha indicado, te devuelve al punto de inicio y a la dichosa musiquilla capaz de conseguir que un loco se desquicie y un santo suplique arder en el infierno.
No le basta que le des a los números y a las dichosas almohadillas, porque si acuerdas nueva fecha con la máquina, tampoco ha de cumplirse ese día la entrega, pues la jornada convenida no se presentan porque puede ser viernes después de un jueves festivo local. Así que habrá que esperar al lunes, me digo, pero la historia se repite con o sin fiesta la semana entrante. Y de nuevo mi falsa ausencia, mi no presencia, la negación de mi estar, supongo que también la de mi ser. Y otra vez las llamadas telefónicas, que ya me niego a responder porque no me gusta tanta insistencia para ningunearme ni conversar con máquinas ni programas que, carentes por su naturaleza de cualquier emoción, no me escucharán ni se preocuparán de nada que no sea el repetirse una y otra vez, hasta el fin de los tiempos… No se cansan ni son mortales, yo, sí. Y más que aligerar y resolver, parecen creados para alterar el estado emocional de sus víctimas, para que claudiquen y se plieguen ante quienes los programan y manejan. Tales programas no me solucionan nada, ni tampoco escribir a la empresa que ha contratado los servicios de la mensajería “triple asterisco”; pues asumen lo que les dice esta y a mí me dicen lo que piensan que quiero leer en su respuesta. En fin, han de ser jueces de silla, lidiar con la empresa barata y al tiempo no perder al cliente, ya perdido porque está ausente…
Cuestiones de esta índole suceden a diario y tampoco parecen importantes, tal como marcha el mundo, pero, ya no se trata de la cuestión en sí, sino de la práctica del ninguneo del que somos víctimas inconscientes o conscientes, pero sin recursos reales para evitar estas y otras situaciones mucho peores que delatan que, a estas alturas de la historia, de tan especiales que nos dicen, ya somos “nadie”.
Siguiendo con el absurdo, después de sufrir varias situaciones de esta índole, me pareció que ya tenia suficiente por una larga temporada; así que me dije: “tal vez, cuando esté realmente ausente, cambie de parecer y les haga una visita en plan fantasma, mas, por ahora, solo quiero librarme de ellos”. Poco después, me pregunté a qué venía la idiotez de decir A cuando era B, porque la mentira, la que se hace pasar por motivo A, siendo B la realidad, no sé si atribuirla a la falta de profesionalidad o a la jeta, la cual es indudable a juzgar por mis experiencias y la de otros “esperantes” de una mensajería que haría que Hermes, de levantar cabeza, se echase las manos a ella, antes de liarse a martillazos con quienes denigran su rol divino de mensajero…
Hoy, jueves 5 de junio, tres días después del 2, continuo sin noticias de mi envío, como aquel que no las tenía de Gurp. Así que intento contactar con *** vía WhatsApp y me envían tres fotos, dos de mi portal (que habían enviado con anterioridad a la compañía que les había contratado, cuando les pidieron explicaciones), presuntamente del día 27 mayo, el supuesto primer intento, y del 2 junio, pero cuyas fechas bien han podido ser añadidas mediante programas como Photoshop o Canva, puesto que aparecen en un aparte bajo la imagen —que no permite más información que la de los pixeles—, por no decir que en ambas existe el mismo error: añadir un 0 a la identificación del seguimiento, uno inexistente en la referencia correcta. Extraña coincidencia, me digo, para dos días distintos, que se equivoquen ambos y sea la misma equivocación, ese 0 ubicado en la misma posición en dos instantáneas que presumen haber sido tomadas con seis días de diferencia. ¿Cuál es la probabilidad de que eso suceda? ¿Milagro o matemáticas? Aun sospechando la respuesta, solo para asegurarme de que es esa y no otra, compruebo el número de identificación con el 0 en la propia empresa, en su página web, y me dice “no se ha encontrado ningún albarán con la referencia tal”; cierto y pienso: tal vez ahora empiecen a decir alguna verdad…
No niego que llegasen al portal (ya lo hicieron antes, pues no es la primera vez que vivo esta situación con esa empresa), pero de timbrar nada (que también nada hicieron antes y hubo que esperar a que decidiesen hacer algo con ese botón hecho para ser pulsado). Del 27 de mayo no puedo decir, pues se salió de lo rutinario, pero el 2 de junio, jornada en la que inicio este relato absurdo, estuve todo el día aquí, como el resto de las mañanas de lo que va de semana. El 28 de mayo había acordado la entrega para el siguiente día laboral, que era el resacoso viernes “30/05”, que es la doble anotación (una de ellas tachada) a boli negro que puede leerse en el paquete, pero borrado del historial de “triple asterisco”. ¿Quién sabe el por qué de tan conveniente desaparición? Tal vez se habían dado cuenta de que el siguiente laborable tras un jueves festivo, sin puente de por medio, sea el lunes.
La tercera fotografía que me mandaron esta mañana es una pifia y una prueba de su talento. Muestra una hoja tipo Excel en la que se puede leer “Se muestran las llamadas de los últimos 180 días” y la información de una llamada del día 4 de junio, miércoles, a un teléfono que no es el mío y a una hora en la que no recibí llamada alguna, y una supuesta entrega a la persona de dicho número de teléfono (que repito no era el mío ni de ningún conocido), que, para no variar, está ausente. Tremenda manía la de este gente con ausentar al prójimo; como sigan ausentando se van a quedar sin clientes a quien declarar ausente o cerrado. Por mi parte, estaba en casa bien presente…
Tras su intento de hacerme dudar, con el envío de tres pruebas visuales que nada me probaban, la única solución que *** me proponía en el mensaje consistía en que fuese a buscar el envío a su oficina, que está a varios kilómetros de mi casa, en un polígono industrial en las afueras de la ciudad. Claro que sin coche, tendría que ir a pie, pero, y si no tuviese movilidad, ¿como iría? ¿Cómo un patricio romano? Imposible, me faltan la litera y los esclavos…
Supongo que me habrán tomado por analfabeto y que no podría leer las palabras ni los números de las fotos. Una vez más, al traste con aquello de que una imagen vale más que mil palabras. Pues dudo que haya imagen sin palabra, y palabra sin imagen.
No soy su único burlado, como supe tras consultar en un buscador y leer las opiniones de otros vacilados que corroboran lo que aquí escribo, y que apuntan que no somos nada especiales, sino del montón. En esto, la experiencia no ha sido del todo mala, ya que prefiero ser corriente a extraordinario, aunque sigue sin gustarme el ninguneo y no logro acostumbrarme a mi ausencia. Además, no ha sido del todo mala porque me tienta a escribir un relato de influencias kafkianas sobre el asunto. Puede que solo quede en estas líneas, pero la idea quizás diese para una comedia que, de estar vivos, elegiría a Ferreri o a Berlanga para que la llevasen a la pantalla, a poder ser con la inestimable colaboración de Azcona…
Horas después, para ofrecer una rápida conclusión a la historia, decidí acercarme a la oficina cargado de mala leche y acompañado por Billy Budd y Melville, muy interesado este en la psicología de sus personajes. Total solo eran tres kilómetros de ida y otros tres de vuelta a pie, pues ni tengo automóvil ni litera, ni siquiera un carro de vacas como el festejado por Xaquín Lorenzo, así que me puse la mochila a la espalda y caminé hacia el polígono industrial donde “triple asterisco” tiene su oficina.
Si bien sabía llegar a ese lugar pensado para que la gente vaya en coche, ya que este le permite soportar mayor carga de compra, desconocía la ubicación exacta de mi destino. Así que, una vez alcancé aquel laberinto de naves comerciales, tomé la decisión equivocada de girar a la derecha y adentrarme en la desorientación. Es decir, me perdí un poco, desorientación que aproveché para “cagarme” en todo y decirme que aquel era un lugar construido para los vehículos y no para los peatones. Sin señales que me indicasen dónde, sin apenas aceras sobre las que moverse, acompañado de mis dos colegas, uno reflexivo y el otro dicen que bello y silencioso, y de la certeza de que los responsables del lugar lo habían ideado para un coche mejor que para dos piernas, me dije que aquí ni un gigante como Gargantúa o un menguante como aquel increíble, en sus momentos mínimos de decrecimiento, seríamos alguien…
Finalmente, ya en la oficina, me preguntan si tengo el número del envío. Les contesto cuál quieren: el correcto o el que me envían en la foto y añado que también me enviaron una que nada tenía que ver conmigo. Y ya no dije más; solo permanecía a la espera del siguiente movimiento de mi antagonista. Observé un ligero rubor en su tez morena y un movimiento incómodo en la silla donde poco antes sentiría mayor comodidad, pero ni una disculpa ni un amago de ofrecerla. No esperaba más. ¿Cómo esperarlo, si con sus fotos ya habían demostrado que la ausencia era mía? “Espere un minuto, que voy a por sus paquete”, fue lo que me dijo. Continué en silencio; me parecía que ya había dicho cuanto podía expresar allí dentro sin invocar a Hermes, a poder ser acompañado de Ares. Solo quería que me entregasen lo mío y no volver a tener mas relación con *** ni con ninguna empresa que contratar sus servicios y sus vicios, que ya me llega con los míos…
jueves, 5 de junio de 2025
Asesinos natos (1994)
miércoles, 4 de junio de 2025
Matadero cinco (1972)
lunes, 2 de junio de 2025
El brazo de Valle-Inclán
Tras veinticuatro kilómetros de caminar desde el monasterio de Armenteira, avanzó por o Terrón y cruzó la pasarela de madera que me conduce hasta el núcleo urbano de Vilanova de Arousa (Pontevedra). Camino con Kurt Vonnagut en la mochila y al lado de la mejor compañía. Nos internamos por las calles y llegamos a Luces de Bohemia. Allí se encuentra la casa sin número, y la planta que crece en el exterior y que casi oculta la placa que todavía se ve. Nos acercamos porque sabemos que está ahí; me refiero a “Valle-Inclán”. Entonces, imitando a Billy Pilgrim, que hace honor a su apellido en su peregrinar por los caminos del tiempo, y al caminante espacio-temporal de Rincones sin esquinas retrocedo ciento veintiséis años y veo al autor de La corte de los milagros en julio de 1899, en el Café de la Montaña, durante su discusión con Manuel Bueno Bengoechea, cuando este, tras no aguantar que le llamen esperpéntico, tal vez majadero, ¡zas!, atiza a Ramón María con su bastón en el brazo que se interpone entre el hierro del uno y la cabeza del otro. Bueno lo hace con saña, ya hay sangre derramada, imagino que rotura y una herida interna que se infecta y que acabará gangrenándose. El riesgo, mortal, obliga al cirujano a amputar el brazo del escritor gallego para salvarle la vida. ¿Lo sueño? ¿Lo vivo? ¿O tomo de la realidad inventada o de la evocada por algún testigo? Popularmente, el bastonazo es lo que se impone y se dice, aunque otros —supuestamente más informados que el resto en el que me incluyo—, como el biógrafo Manuel Alberca en La espada y la palabra, apuntan que fue una serie de bastonazos, paliza en toda regla, la que condujo al autor de Tirano Banderas al dispensario y a la pérdida de la extremidad.
Regreso a Vilanova, a la Casa Museo dedicada al esperpéntico allí honrado y me digo que tal vez haya soñado aquel desaguisado, pero no. En una de las partes que conforman la cronología que se extiende por las paredes de la planta baja se apunta y se fecha el hecho. Así que el resto queda a la imaginación y me digo que, centuria y pico después, ya da igual que fuese un bastonazo o una somanta casi mortal, pues el resultado no dejaría de ser que Valle perdió su brazo izquierdo. Por fortuna conservó la vida y con ella su arte, su gracia, su extravagancia y su lúcida capacidad de ver, reflexionar y expresar lo que a bien tuviera que decir sobre su presente y sus contemporáneos, incluso sobre el hipotético futuro que se avecinaba y que se hizo real en 1936, el año de fallecimiento de los dos contendientes. Lo curioso es que ambos escritores, coetáneos de la llamada Generación del 98 en la que por pereza mental, costumbre superficial, suele incluirse a Valle-Inclán, fallecieron el mismo año. El natural de Vilanova de Arousa y paisano de Julio Camba, en Santiago de Compostela, poco antes de estallar la rebelión que deparó la guerra civil (1936-1939), y Bueno, en Barcelona, en agosto de 1936, asesinado por milicianos que vieron en él a un enemigo de su revolución. Probablemente, desconocían los orígenes ugetistas de Bueno y también su destreza con el bastón. Se quedaron con su fama de conservador, había sido amigo de la dictadura de Primo de Rivera, y, arrastrados por la sed de sangre y la fiebre vengativa del momento, le dieron “matarile”…
Fotografía: vista parcial da Ría de Arousa, desde la pasarela do Terrón
Pero volviendo al brazo de Valle-Inclán, Manuel Alberca cuenta en La espada y la palabra que <<La tarde del 24 de julio de 1899 había llegado caminando desde el lejano barrio de Argüelles, en donde estaba su casa de la calle Calvo Asensio, hasta el café de la Montaña en la Puerta del Sol, en los bajos del hotel París. En este café participaba en una tertulia vespertina a la que acudía casi todos los días. Aquella tarde hablaba y el resto de los contertulios le escuchaban, como por otra parte era habitual. El grupo lo formaban Gregorio Martínez Sierra, Francisco Sancha, Pedro González Blanco, José Ruiz Castillo y Tomás Orts Ramos. Según este último se encontraban también Jacinto Benavente y el doctor Batle, amigo del anterior.
El tema del día era el duelo pendiente entre dos conocidos del grupo: Julio López del Castillo, rebautizado por la peña como «Lopoisson du Château», por su afición desmedida a lo francés, y Tomás Leal da Câmara, un joven dibujante portugués, emigrado por motivos políticos. Hacía seis meses que había llegado a Madrid y, como él mismo declaró, las redacciones de los periódicos «se me abrieron de par en par. Hice amistades. Todos me consideraban». Vivía en una casa de huéspedes, donde también paraba López del Castillo. Allí se conocieron y trabaron relación. Según el testimonio de Leal da Câmara, todos los días discutían por temas de arte o por cualquier asunto. En opinión de Leal, López trataba de humillarle, así que un día harto de sus abusos le interrumpió ante un comentario que entendió lesivo para su honor: «Oiga, repita eso si se atreve». López se puso colorado. Pero, para no quedar mal ni parecer cobarde delante de los presentes repitió con un hilillo de voz: «El día que la gente recuerde que ir a Portugal es un paseíto». Esa noche Leal da Câmara le envió los padrinos.
Según Leal, en la disputa de la tertulia del café de la Montaña nada tuvo que ver la edad de los contendientes como erróneamente se ha dicho. La controversia se debió a que Manuel Bueno, un periodista vasco con fama de bruto, había intervenido de forma precipitada y a favor de López del Castillo para concertar el duelo como padrino. Por el contrario, Valle-Inclán, que defendía a Leal, pretendía remediar el contencioso sin llegar a las armas.
Todo el mundo opinaba sobre el duelo, y, como siempre, Valle-Inclán, experto en lances de honor, trataba de imponer su criterio, entre otras razones, porque era muy pugnaz en la defensa de sus opiniones y no se dejaba convencer fácilmente. Por otra parte, por su locuacidad y facilidad de respuesta, era difícil contrarrestar sus opiniones en público. Justo en lo más acalorado de la discusión irrumpió en el café Manuel Bueno, que, sin llegar a sentarse, se inmiscuyó en la disputa y le interrumpió justo en el momento en que defendía su tesis de que el duelo no podía celebrarse. La intromisión de Bueno le molestó mucho, y le espetó con aquel tono desdeñoso y mortificante que le caracterizaba cuando discutía: «¿Qué sabe usted, majadero?». Estaba sentado en el diván, y Bueno, enfrente de pie. Provocado por el insulto, y de manera refleja, Bueno dio un paso atrás y apretó con las dos manos su bastón-bengala, que tenía la contera de hierro, e hizo el gesto de ir a levantarlo. Parecía que iba a descargar un golpe sobre la cabeza de Valle-Inclán. Éste, al ver la actitud de Bueno, agarró la jarra de agua que estaba sobre la mesa y se la lanzó. No acertó. Por el contrario, el primer bastonazo de Bueno y los que siguieron atinaron y le abrieron una brecha en la cabeza que sangraba aparatosamente. Bajo la lluvia de palos, se protegía como podía con el brazo izquierdo, mientras con la mano derecha le seguía lanzando a Bueno todo lo que encontraba en la mesa —vasos, tazas, platos—. Éste correspondía a esta artillería con más golpes. A la vista de la herida la refriega se paró, Bueno se retiró indemne del campo de batalla, y dejó sangrando y maltrecho a Valle-Inclán.>> (1)