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jueves, 30 de enero de 2025

El día de los muertos (1985)

La tercera entrega de zombies de George A. Romero, El día de los muertos (Day of the Dead, 1985) no desmerece en descaro y sátira respecto a lo ya expuesto en La noche de los muertos vivientes (The Night of the Dead, 1968) y en Zombie (El amanecer del los muertos vivientes) (Dawn of the Dead, 1978). Pero, del mismo modo que estas, El día de los muertos funciona como unidad cerrada, salvo por la amenaza que comparten, la cual resulta relativa, pues la verdadera amenaza para el ser humano se encuentra en otro humano. Esto ya lo apunta Romero en Zombie, cuando el grupo de saqueadores entra en el centro comercial donde se encuentra el cuarteto protagonista, pero aquí lo desarrolla y se permite enfrentar el sentido común al totalitarismo militar, el que asume el capitán Rhodes (Joseph Pilato), y a la divinización de la ciencia que representa el doctor Logan (Richard Liberty), a quien, no sin motivo, llaman Frankenstein.

En esta tercera muestra, que su autor situó entre las preferidas de las suyas, Romero continúa su recorrido satírico por un mundo infantilizado y violento, pero sobre todo amenazado por la ausencia de inteligencia, pero no de emociones humanas, que se encuentran a flor de piel en individuos como Miguel (Anthony Dileo, Jr.) e incluso en el capitán que asume el mando. Romero toma tres grupos y los encierra en una base subterránea: militar, científico y los dos trabajadores, piloto y mecánico, que forman la pareja a la que se une la doctora Sarah Bowman (Lori Cardille), el personaje que asume mayor protagonismo que el resto. Inicialmente, la pareja, John (Terry Alexander) y Bill (Jarlah Conroy), se mantiene al margen de la ciencia y de la marcialidad que colisionan en ese espacio cerrado donde a duras penas sobreviven a la amenaza zombie; aunque en el caso de Bill y John, la supervivencia no es lo que les define. Ellos buscan la mayor comodidad posible; es decir, no pierden un rasgo tan reconociblemente humano como la búsqueda del bienestar, incluso en un medio inhóspito donde la ausencia de pensamiento racional —que sería algo así como el planearse su situación y cuestionarla— no es de exclusividad zombie; también se puede percibir en algunos de los individuos que, supuestamente, todavía son pensantes y emocionales. Sobre todo, tal ausencia se observa dentro del grupo militar, acostumbrado a acatar órdenes, sin plantearse motivos ni atenerse a razones.

El mundo zombie se caracteriza por su deshumanización; no cabe otra, pues lo humano, tal como se había conocido hasta el brote vírico y contagio, se encuentra al borde de la extinción. Dicho de otro modo: el ser humano ya apenas tiene cabida y lucha: por no perder su humanidad (el trío), por no extinguirse (los militares al mando de Rhodes), por dominar el caos (Logan); en estos dos últimos casos, también por prevalecer e imponerse. Romero centra su trama alrededor del grupo de supervivientes que resiste, pero que se encuentra al límite. Parte del mismo se dedica a investigar las causas y las posibles soluciones del mal que se propaga a mordiscos, pero eso solo es la excusa del cineasta para expresarse y burlarse. Su interés reside en enfrentar diferentes comportamientos humanos y el control que se ejerce sobre estos, incluso en los zombies con quien Logan ensaya en su creencia de condicionarlos y controlarlos; pretende hacer de ellos sus siervos y sus hijos. Asume un rol divino. Parece claro que el estado zombie en El día de los muertos regresa al origen humano, al primitivismo en el que la necesidad básica, instintiva, es la alimentación. Los primeros homínidos se mueven en busca de los nutrientes que les permitan sobrevivir en su adaptación al medio; los zombies caminan en busca de la carne humana y esa primera finalidad, que les lleva a caminar para cubrir la necesidad básica, implica nuevas metas, introduce la posibilidad de evolucionar. Y eso es lo que Logan asume, que el zombie puede evolucionar: aprender a partir de los recuerdos de la vida pasada (una especie de reminiscencia), reconocer y emplear herramientas, lo cual implica un inicio en el desarrollo de la inteligencia, pero solo la precisa para dejarse controlar, puesto que el científico los quiere esclavos; lo que tampoco resulta novedoso en el planeta…



lunes, 27 de enero de 2025

Zombie (El amanecer de los muertos vivientes) (1978)


Los años setenta, del siglo XX, se encuentran repletos de películas y de nombres ya míticos del cine fantástico y de terror; a los ya veteranos, como Terence Fisher o Mario Bava, se les sumaron jóvenes que debutaban entonces o que lo habían hecho hacia finales de la década anterior, como fue el caso de George A. Romero, cuyo primer largometraje se estrena en 1968, o de David Cronenberg, que en 1969 realiza Stereo (Tile 3B of a AEE Educational Mosaic, 1969). Entre estos cineastas asiduos al fantaterror “setentero”, también se contaban Dario Argento, Tobe Hopper y John Carpenter, cuyos primeros largometrajes son, respectivamente, El pájaro de las plumas de cristal (L’ucello dalle piuma di cristallo, 1970), Cáscaras de huevos (1971) y Estrella oscura (Dark Star, 1974). Pero no cabe duda que el primer largometraje de Romero, La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968), fue una influencia para muchos de esos nuevos cineastas —por ejemplo, Hopper la vio antes de realizar su popular La matanza de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, 1974)— incluso para los veteranos. Su película había situado a los zombies en un estado de gracia que no oculta su intención satírica y, diez años después, los recuperó en Zombie (El amanecer de los muertos vivientes) (Dawn of the Dead, 1978) para continuar satirizando y bromeando. Al tiempo, la película reafirmaba que se trataba de un cineasta gamberrete con la capacidad de, con pocos medios, lograr mucho. Y así, continuando con sus zombies —y con la complicidad de Argento, que fue coproductor del film y uno de los responsables de su banda sonora—, lograba entretenimiento y una caricatura de una sociedad en la que se produce el auge de los medios y del consumismo feroz, tan feroz que, en su imparable expansión, amenaza devorar las emociones y la inteligencia humana. ¿Y, para lograr que su broma se cargue de ironía, qué mejor escenario que establecer el marco espacial en una cadena de televisión y en un centro comercial? Tras el inicio, la superficie comercial se convierte en el único espacio fílmico. A él, acceden los cuatro personajes principales tras lograr escapar en helicóptero; y en él, se encuentran con centenares de muertos vivientes que allí acuden impulsados por un recuerdo del pasado. Es un acto reflejo, condicionado por la costumbre de cuando estaban vivos. Uno de los personajes, afirma que acuden porque ir al centro comercial formaba parte importante de sus vidas; pero también las armas lo son. Solo basta ver a los humanos cuando descubren la armeria, la cara de felicidad de Peter (Ken Foree), más que de satisfacción, para darse cuenta de que Romero también se burla o caricaturiza a esa parte de la sociedad estadounidense que, con la Constitución en la mano, puede tomar un arma en la otra…



viernes, 14 de junio de 2024

Déjame salir (2017)

Entre el suspense, el terror y la comedia negra, reverso oscuro de Adivina quien viene esta noche (Guess Who’s Coming to Dinner, Stanley Kramer, 1967) y Los padres de ella (Meet the Parents, Jay Roach, 2000), con un toque de “científico chiflado”, Déjame salir (Get Out, Jordan Peele, 2017) intenta atrapar jugando con los tópicos y con la cámara, con los primeros planos y las notas musicales que anuncian amenaza o la generan mientras parece que quiere hablar de una sociedad liberal atrapada en fobias, distancias y odios que oculta, igual que esconde la desigualdad y temores que se mitigan tras una fachada apacible y ordenada. No hay nada nuevo en la idea de que el individuo despierta a su realidad y esta le genera angustia, ni que existe un carácter reaccionario tras las apariencias liberales, pues el humano y lo humano aspira a permanecer y reacciona contra el cambio que, en la distancia, anuncia su final, el cual solo sería posible impedir si se lograse detener el tiempo. Quizá debido a ello también el film sea todo apariencia y ofrezca un suspense milimétrico, cuadriculado, ideado para gustar; es decir: para provocar en su público algún sobresalto y generarle la sensación de tensión y de estar atrapado, la que supuestamente transmite la estancia de Chris (Daniel Kaluuya) entre los blancos que se lo subastan sin que él lo sospeche, aunque sepa que en esa tranquila residencia sucede algo extraño, perturbador. Cada golpe de efecto, de música, de cámara empleados por Jordan Peele se saben preparados para causar una impresión y generar una reacción…

Acción y reacción parecen ir unidas y la reacción de los blancos de Déjame salir parece ser la consecuencia de que, como apunta uno de los personajes que acude a la subasta, <<el negro está de moda>>. Siempre habrá quien tema, quien aspire a vivir para siempre, quien viva mirando al pasado y gente que quiera traer tiempos pretéritos al presente, porque se aferra a la tradición en la que ubican el paraíso perdido; ese tipo de gente teme y rechaza los cambios. Su miedo a sentirse desplazados, desubicados, le lleva a la irracionalidad y puede que al odio. Anclada en la ignorancia y en las diferencias socioeconómicas, la sociedad estadounidense es ambigua: liberal y reaccionaria al mismo tiempo, lo cual produce la colisión de opuestos. Aparentemente, en Déjame salir blancos y negros cohabitan en armonía. Así parece atestiguarlo la pareja interracial Chris y Rose (Alison Williams) antes de acudir a la casa de los padres de ella, donde el protagonista sospecha y, de algún modo, se siente amenazado. La cámara se encarga de anunciarlo, en primeros planos que delatan sorpresa y temor, en las miradas o en los intercambios de planos que, a través del montaje audiovisual, insisten en la sospecha, en la idea de que la familia oculta algo. Su comportamiento se antoja  anómalo y su racionalidad, irracional. Aprovechando la aparente bienvenida familiar y la quietud del entorno a donde llega la pareja, Peele enturbia el ambiente y crea una atmósfera amenazante que anuncia que el peligro se cierne sobre el héroe, pues eso es lo que este superviviente que cae en manos devoradores dispuestos a pagar por poseer su cuerpo, su vitalidad, su flexibilidad, la que supongo le permite llevar sus orejas hasta las manos (o viceversa) que tiene sujetas al sillón en el que Chris despierta a la pesadilla que Peele hace sospechar desde la escena de apertura de su primer largometraje…



jueves, 18 de abril de 2024

El baile de los vampiros (1967)

Llevaba tres años afincado en Reino Unido, donde ya había rodado Repulsión (Repulsion, 1965) y Callejón sin salida (Cul-de-sac, 1966), dos films protagonizados respectivamente por las hermanas Catherine Deneuve y Françoise Dorleac. Eran películas psicológicas de espacios acotados y opresivos que, en apariencia, nada tenían que ver con la paródica El baile de los vampiros (The Fearless Vampire Killers/The Dance of Vampires, 1967), su siguiente producción británica, cuyo éxito le posibilitaría el salto a la fama y la popularidad que aumentaría tras el estreno de La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968). También sería su encuentro con Sharon Tate, de quien se enamoró y a quien cortejó. Pero esa es otra historia; la de una intimidad compartida por dos. No era la primera vez que el vampirismo se llevaba a la comedia; por ejemplo, Abbott y Costello ya se habían encontrado con el Drácula de Lugosi, pero Roman Polanski lo hizo más que parodiando el (sub)género. Lo hizo fijándose en los films de Terence Fisher para la Hammer y satirizándolos. La idea de Gérard Brach, su guionista habitual desde Repulsión hasta Lunas de hiel (Bitter Moon, 1992), y de Polanski era usar los tópicos del cine de vampiros para hacer uno diferente, aunque no tanto; menos aun se distanciaba del cine de su autor, al introducir en él aspectos reconocibles a lo largo de su obra cinematográfica: violencia, negrura, sexualidad, vouyerismo… En una época en la que las tramas del cine de vampiros parecían condenadas a repetirse, Polanski repite, pero lo hace entretenido e incluso con momentos de gracia e inspiración, y atrae la atención del público mayoritario. Hasta entonces, había llamado la atención de la crítica, pero no había logrado un éxito comercial de la talla de El baile de los vampiros. Todavía hoy continúa siendo uno de los títulos más emblemáticos de su filmografía y de los más citados cuando se habla de Polanski, sin ser de lo mejor (ni lo peor) de su filmografía. Su incursión en la fría y nocturna Transilvania —en realidad, se rodó en Ortisei, Italia— posee atractivo suficiente, incluso momentos brillantes, pero Polanski, como demostraría con el cine de aventuras en Piratas (Pirates, 1984), acaba por perder el pulso a lo satírico, quizá porque mire más allá cuando la sátira, ya de por sí, mira más allá de su burla y de su gracia. Lo que sí queda claro es la maestría del polaco en el uso de los espacios cinematográficos, que parecen atrapar a sus héroes recién llegados: el profesor Abronsius (Jack MacGowran), apodado por sus colegas “el chiflado”, y su medroso ayudante Alfred (Polanski), cuya ingenuidad y torpeza irían a la par del empeño de su maestro por descubrir y demostrar la existencia de los vampiros. Podría decirse que se trata de un Quijote y un Sancho cazavampiros —quizá Polanski pretendiese hacer del cine de vampiros una caricatura similar a la hecha por Cervantes respecto a los libros de caballería y lograr la cumbre del género—, pero sería mucho decir. En todo caso, ninguno de los personajes que llegan a Transilvania viven en tránsito ni intercambian personalidades como lo hacen el hidalgo y el escudero, tampoco se encuentran con más historias que la del conde y la de la familia de la posada. Al profesor no le define el idealismo que empuja al manchego, ni el ingenio de Alfred vive de la sabiduría popular. Sumiso, el aprendíz; y con afán científico el maestro, llegan a la tierra de los vampiros como parte del estudio que el segundo lleva realizando, ¿quién sabe desde cuándo?, sobre esos no muertos que gustan de los bailes, que espantan la fría y nocturna monotonía en la que moran atrapados, y de beber sangre…



martes, 15 de agosto de 2023

Cronos (1992)



Somos hijos y prisioneros del tiempo, que insensible a nuestro sufrimiento nos devora mientras soñamos vencerlo y poner fin a su tiranía… impasible y letal, es nuestro principal depredador. Se alimenta de todo y nada, de nuestra vitalidad y de nuestras ilusiones, también de las preocupaciones, de la risa y del llanto, de las fantasías humanas; pero tampoco es para tanto, pues es lo que hay y lo que hay nos determina. Aunque no lo parezca, todo lo ilumina y lo apaga, todo existe y deja de hacerlo en su seno: la vida y la muerte, el odio y el amor, las penas y las alegrías, la infancia, la juventud, la madurez, la vejez de las estrellas, de los planetas, de los seres vivos,… de las mentes donde existe el deseo de detenerlo, de controlarlo, de dominarlo. Ponerlo a nuestros pies, la imposibilidad de poder hacerlo, la certeza de que no se puede derrotar y aún así no cesar de intentar vencerlo ya sea a través de la alquimia, de la ciencia o de la superstición, pero su paso continua y su fugacidad (para la percepción humana) se impone.


Controlar el tiempo sería dominarlo y dominarlo conllevaría la victoria sobre la muerte. La erradicaría de nuestras vidas, asentando ya no la posibilidad de inmortalidad del uno, sino la de los seres queridos cuyas vidas dan sentido y sentimiento a las propias. En la realidad nada se puede hacer; de nada vale la cirugía ni las cremas, ni los tratamientos revitalizantes que revitalizan la economía de quienes los predican y proporcionan por un precio material —Mefistófeles lo hacía a cambio del alma—; tampoco los filtros en las cámaras ni el cerrar los ojos. De inicio a fin, el tiempo atrapa y la posibilidad que nos ofrece de buena convivencia es asumir su existencia, aceptar sus caprichos y dejar de pensar en él como ese cronos que devora a sus hijos. Es nuestro imposible, pero en la fantasía la lucha cambia y la posibilidad de victoria asoma en la mitología, la religión, el arte, donde hemos intentado atraparlo y dominarlo, sin fortuna la mayoría de las veces, o con victorias pírricas, pues, finalmente, ni la ciencia-ficción ni los olímpicos pueden vencerlo. Hemos inventando sistemas de medición y aparatos mecánicos que lo humanicen o pongan al alcance de la interpretación humana. Se han creado obras faraónicas y otras que pueden llevarse en el bolsillo que nos hablan de él, pero nada lo detiene; quizá solo él mismo pueda hacerlo. Pero la imposibilidad no resta que soñemos con el imposible e imaginemos historias que nos acercan la posibilidad de rejuvenecer o de vivir fuera del tiempo humano. Así nacen los vampiros y los viajeros en el tiempo, los semidioses y los dioses, los alquimistas y tantos humanos de cine en busca de la inmortalidad anhelada y perseguida a las puertas de la muerte. Un ejemplo de este ultimo tipo sería Dieter de la Guardia (Claudio Brook), que ansía hacerse con el mecanismo que le aparte de la muerte; y del primero, Jesús Gris (Federico Luppi), el vampírico protagonista de Cronos (1992).


El arte es lo que más nos acerca a la victoria sobre el tiempo, aunque se trate de un espejismo de inmortalidad en el que la humanidad pervive en obras pictóricas, escultóricas, musicales, literarias,… cinematográficas. ¿Por cuánto tiempo? Nadie tiene la respuesta, pero eso no impide que exista quien busque superar sus límites en la fantasía. Cronos es una muestra cinematográfica de la obsesión por alcanzar esa inmortalidad que Jesús Gris descubre por casualidad entre sus objetos antiguos; en un aparato mecánico, pero vivo, que clava sus garras doradas en la carne humana y se alimenta de la sangre de su “presa”, a la que regala cielo e infierno. El extraño artilugio del siglo XVI rejuvenece a Gris, lo cual alegra a la víctima del tiempo, pero también agudiza su condena. Cronos fue el primer largometraje de Guillermo del Toro y en él seguía los pasos cinematográficos que había dado en los cortometrajes Doña Lupe (1986) y Geometría (1987). Lo que confirma que, desde sus inicios cinematográficos, el fantástico ha sido el género transitado por el cineasta mexicano para desarrollar sus cuentos y sus historias de terror y fantasía, que son las que priman en su filmografía. Su irrupción internacional, la que llamó la atención, se produjo con Cronos, que presenta una variante del vampirismo en la cual su protagonista, Jesús Gris, no es un no muerto ni un "chupasangre" al uso, sino una víctima más del inevitable paso del tiempo, de la pérdida que implica, el miedo a perder a seres queridos, del anhelo de rejuvenecer para vencer a la muerte, un deseo que parece cumplirse tras su encuentro con el extraño objeto creado por un alquimista cuatro siglos atrás…



viernes, 28 de julio de 2023

El estudiante de Praga (1926)

Debido a su mítico Cesare en El gabinete del doctor Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, Robert Wiene, 1919), al instante se asocia a Contad Veidt con el fantástico alemán silente, pero esa asociación se amplía y enriquece en otros títulos imprescindibles del género. Pero no fue la primera estrella del cine fantástico alemán, ese “puesto” quizá lo ocupe Paul Wegener, quien resultó vital en los orígenes genéricos junto a Henrik Galeen, el director y guionista de la segunda versión de El estudiante de Praga (Der Student von Prag, 1926) —la primera había sido dirigida en 1913 por Stellan Rye, escrita por Hanns Heinz Ewars y producida y protagonizada por Wegener—. En esta segunda versión, Veidt hace suyo el papel interpretado por Wegener en 1913 y da vida y presta su inquietante rostro a Balduin, el estudiante pobre con fama de ser el mejor espadachín de Praga, que se ve obligado a luchar consigo mismo o, siendo fiel a lo que nos muestra la pantalla, con su otro yo: su reflejo en el espejo. La idea original, fruto de Ewars, se inspira en el mito de Fausto, en el William Wilson de Poe y está <<llena de reminiscencias de E. T. A. Hoffmann>>. (1) posiblemente, haya más influencias, pero, en todo caso, resultó un gran éxito cinematográfico y esto seguro que animó a Wegener a realizar El golem (Der Golem, 1914) —en 1920 filmaría una segunda versión—. Para ello, contó con la inestimable colaboración de Galeen, que coescribió y codirigió el film. Ya en la posguerra, Galeen sería el autor del guion de Nosferatu (Friedrich Wilhelm Murnau, 1922), en el que adaptaba a su gusto la novela de Bram Stoker para que Murnau le diese imagen y crease una de sus obras maestras (y uno de los grandes hitos del cine), y de El hombre de las figuras de cera (Das wachsfigurenkabinett, Paul Leni, 1924), otro título fundamental del silente alemán, periodo en el que Veidt llegó a alcanzar el estatus de estrella, antes de dar el salto a Hollywood.

En El estudiante de Praga, a sus treinta y cuatro años, da vida al joven protagonista, que lamenta su infortunio: la pobreza de la que pretende salir encontrando una rica heredera. Bromeando, se la pide a Scarpinelli (Werner Krauss), variante de Mefistófeles, cuando le ofrece cumplir cualquier deseo que le pida. Así le pone en camino a la condesa Margit (Ágnes Eszterházy) cuyo padre la ha prometido, contra su deseo o sin tenerlo en cuenta, con el celoso y posesivo barón Waldis (Ferdinand von Alten). Naturalmente, la joven aristócrata y el estudiante se enamoran a primera vista, pero este sabe que precisa dinero para lograr introducirse en el círculo aristocrático, ganarse un lugar y así poder aspirar a ella. Para eso, no duda en firmar un contrato con Scarpinelli, cuya propuesta son 600.000 piezas de oro a cambio del derecho sobre cualquier cosa que haya en la habitación donde Balduin firma, creyendo que se trata de una broma y que ha hecho un gran trato. En realidad, debe ser mal estudiante, no porque no estudie, sino por poco espabilado, pues se carcajea mientras ignora que también él y su reflejo en el espejo están en el cuarto y que Scarpinelli, diabólico como cualquier diablo que se precie y precise para vender el alma, le exige su imagen, su otro yo, como pago. Lo que podría dar de sí a una copia de Fausto, se decanta por el desdoblamiento psicológico del protagonista, que podría verse como la dualidad a la que se enfrentaba la nación alemana de entre guerras, periodo de búsqueda y reconstrucción de identidad nacional en la que la democracia de la República se vería devorada por el totalitarismo nazi que en 1927 parecía insignificante, ni siquiera amenaza, pero que acabaría siendo su mayor monstruo...

(1) Siegfried Kracauer: De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán (traducción de Héctor Grossi). Paidós, Barcelona, 2011.

jueves, 27 de julio de 2023

Misery (1990)

Siempre (o casi) que se habla de Misery (1990) se alude a Stephen King y a Rob Reiner, por descontado a Kathy Bates y a James Caan; y es lógico, teniendo en cuenta que la película se basa en la novela del primero y que fue dirigida por el segundo; y que la actriz y el actor fueron dos magníficos protagonistas, capaces de soportar buena parte del peso del encierro que comparten desde distintas posiciones; dejando un pequeño espacio para que también Richard Farnsworth y Frances Sternhagen se luciesen en la pantalla. Lo que me resulta curioso es lo poco que se nombra a William Goldman*, un escritor y guionista fundamental en el Hollywood del último cuarto del siglo XX, como confirman los resultados de sus guiones, entre los que se cuenta el de esta película en la que la fanática número uno interpretada por Kathy Bates no duda en repetir <<te admiró profundamente; soy tu fan número uno>>. En su fanatismo, recuerda a la madre de Carrie (Brian de Palma, 1976), aunque sea de distinta índole. La película de Brian de Palma también se basa en una novela de King y, con permiso de Cadena perpetua (Frank Darabont, 1994), quizá junto a este film de Reiner sean las mejores adaptaciones cinematográficas de la obra del autor de la saga “La torre oscura”; pero afirmar esto implicaría entrar en una comparativa que obligaría, a cualquiera que la pretenda, a visionar de cabo a rabo la abultada producción inspirada en las novelas del exitoso escritor estadounidense. Por este motivo, prefiero volver a Goldman; me resulta más cómodo afirmar que su aportación a lo que vemos y oímos en la pantalla fue fundamental. Me refiero a crear el puente entre la novela y la película o, dicho de otro modo, plasmar en papel el paso de literatura a lo que posteriormente será cine.


En el caso de las adaptaciones, la escritura cinematográfica es el primer paso, vital, donde debe responderse a los interrogantes y a las necesidades cinematográficas y convertir la adaptación en una obra propia, y aquí entra Reiner, que cumple satisfactoriamente al transformar el guion en imágenes que enfrentan dos perspectivas que, aunque suene a chiste, se complementan. Son la irracional —¿hay algo más irracional que el romanticismo y el fanatismo? Sí, los enfermizos que convierten a Annie en psicópata— y la racional —Paul, su escritura, que se ha convertido en trabajo que sigue las mismas pautas; sabe que no es la de un escritor—, y se complementan porque la suma de ambas da rienda suelta al creador que habita en Caan, hasta su encuentro con su secuestradora, encadenado. Solo en su contacto con su alucinada fan, el escritor es capaz de liberarse, aunque se encuentre prisionero (físicamente), y desplegar su imaginación. Así, tras un primer, Segundo y tercer momento de terror y intento de fuga física, logra romper las cadenas de mediocridad en las que ha ido construyendo la obra literaria que le ha dado un nombre dentro del panorama comercial, que no literario. Eso lo sabe, como comprende que siempre escribe igual, más allá del ritual que sigue cada vez que concluye una novela —descorchar la misma marca de champán y encender un cigarrillo—, y tan cansino que había decidido terminar con Misery, su protagonista en ocho novelas. Esta intención desata el lado feroz de la mujer que se ha convertido en su carcelera, enfermera, victimaria y musa a la fuerza, pero musa al fin y al cabo, pues nunca se sabe de dónde puede llegar la inspiración que lleve al artista allí donde nunca antes había llegado, al clímax o a la cima de su arte…



*Algunas películas con guion de William Goldman:


—Harper (Jack Smight, 1966)


—Así no se trata a una dama (No Way to Treat a Lady, Jack Smight, 1968)


—Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, George Roy Hill, 1969)


—Un diamante al rojo vivo (The Hot Rock, Peter Yates, 1972)


—El carnaval de las águilas (The Great Waldo Pepper, George Roy Hill, 1975)


—Las mujeres de Stepford (The Stepford Wives, Bryan Forbes, 1975)


—Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, Alan J. Pakula, 1976)


—Marathon Man (John Schlesinger, 1976)


—Un puente lejano (A Bridge Too Far, Richard Attenborough, 1977)


—El muñeco diabólico (Magic, Richard Attenborough, 1979)


—La princesa prometida (The Princess Bride, Rob Reiner, 1987)


—Misery (Rob Reiner, 1990)


—Chaplin (Richard Attenborough, 1992)


—Maverick (Richard Donner, 1994)


—Poder absoluto (Absolute Power, Clint Eastwood, 1997)

jueves, 16 de febrero de 2023

Ilsa, la loba de la SS (1974)


Hacia finales de los 60 y primeros años de los 70, nos encontramos con un cine de tendencia artística y personal, heredero de los nuevos cines, y otro más comercial, enfocado hacia el público medio, con predominio juvenil y acomodado; claro que en ambos casos había distintas vías, intereses y modas cinematográficas consecuencia de los cambios sociales que trajo consigo la década de 1960. La serie B continuaba suministrando películas a sus fieles consumidores, aunque en algunos casos, de B saltó a S y a Z. Fueron en esos saltos de bajo presupuesto en los que se empezó a explotar temáticas concretas dirigidas a diferentes sectores del público adulto, entre ellas el cine gore, el de zombies y el sexploitation. El blaxploitation merece un aparte, pues evidentemente su aparición responde a una cuestión social y psicológica, relacionada con el conflicto racial y la necesidad de transformar la sociedad estadounidense hacia una sociedad no segregada. Este “género” tenía motivos sobrados para darse en ese instante, uno de ellos sería su público potencial: el afroestadounidense, numeroso y deseoso de sus propios héroes y heroínas de acción tipo Shaft o las mujeres a quienes dio vida Pam Grier. Pero ¿que motivó el nazisploitation, que, al parecer, inaugura Campo de concentración nº 17 (Love Camp 7, Lee Frost, 1969)? Lo ignoro, quizá fue fruto de la fiebre comercial de explotar temas que contasen con dosis de sexo y violencia —que parecían atraer a una parte del público—, tendencia que pegaba fuerte en los 70. Y ahí aparece Ilsa, la loba de la SS (Ilsa: She Wolf of the SS, 1974) y se convierte en un éxito inesperado para sus responsables —sospechando una acogida negativa, su productor David F. Friedman había empleado el seudónimo Herman Traeger—; más adelante en un referente de esta “cutre” tendencia que aprovechaba la temática nazi en producciones de bajo coste en las que la violencia, el sadismo, el sexo y los nazis son parte protagonista de historias como SS Experiment Camp (Sergio Garrone, 1976), La larga noche de la Gestapo (La lunghe notti della Gestapo, Fabio De Agostini, 1977) o Nathalie escapa del infierno nazi (Nathalie rescape de l’enfer, Alain Payet, 1978).



Ambientada en un campo de concentración, e inspirada en Ilse Koch (1), en quien se basa la doctora interpretada por Dyanne Thorne, Don Edmonds y sus guionistas Jonah Royston y John C. W. Saxton —Howard Maurer, el marido de la actriz, recordaba (2) que Dyanne le pidió que leyese el guion para darle su opinión y que, una vez leído, lo arrojó contra la pared, de tan malo que era— idean una historia que mezcla los experimentos con humanos llevados a cabo en los campos de exterminio nazi, el sexo y el sadismo que definían al personaje real. Pero la película, a pesar de que dista de ser un producto de calidad, no carece de “honestidad”, me refiero a que es lo que es y lo asume sin rubor, insistentente, más bien con descaro y juega sus bazas, que se centran en su villana protagonista, una científica loca, brutal y sádica en grado superlativo. Dominante, ardiente, voluptuosa, brutal, devoradora de hombres cual viuda negra, Ilsa emplea el sexo como acto de dominio. Goza con el poder, sintiendo que se impone y somete a sus objetos sexuales y a sus prisioneras, realizando cualquier acto que le pase por la mente, ya sea castrar a los hombres con quienes se acuesta —ninguno, salvo uno, le satisface como para perdonarles—, como mandar matar a quien le apetezca porque, sencillamente, en su infierno y harem carcelario puede hacerlo a voluntad, sin tener que pagar por ello. Como científica loca, Ilsa experimenta con las prisioneras que selecciona —al resto de jóvenes las envía (y obliga) a satisfacer a la soldadesca— y somete a todo tipo de torturas. Busca el límite del dolor, pero algo se le escapa y es el instinto de supervivencia que lleva a sus presas a rebelarse. Sorprendentemente, el film fue un éxito, en gran parte debido a la presencia de Dyanne Thorne, que se convirtió en un icono de este tipo de producción, como corroboran las secuelas Ilsa, la hiena del harem (Ilsa, Harem Keeper of the Oil Sheiks, Don Edmonds, 1976) e Ilsa, la tigresa de Siberia (Ilsa the Tigress of Siberia, Jean LaFleur, 1977) o la apócrifa Ilsa (GretaJesús Franco, 1977).



(1) Ilse Koch, de nombre Margareta Ilse Köhler, casada con Karl Otto Koch, comandante del campo de concentración de Buchenwald, fue conocida por sus practicas sexuales y su sadismo, entre otras aberraciones, se calcula que fue responsable de torturas, de más de 5000 muertes y de coleccionar tatuajes en piel humana e idear lámparas del mismo material. Jorge Semprún, prisionero en Buchenwald, la recuerda en su novela El largo viaje<<Aquellos ojos de Ilse Koch, clavados en el torso desnudo, en los brazos desnudos del deportado que había escogido como amante, algunas horas antes, su mirada recortando ya de antemano aquella piel blanca y enfermiza, según el punteado del tatuaje que la había atraído, su mirada imaginando ya el hermoso efecto de aquellas líneas azuladas…>> (Jorge Semprún: El largo viaje. Austral, Barcelona, 2014)

(2) Entrevista a Dyanne Thorne y Howard Maurer, publicada en Proyecto Naschy.


martes, 10 de enero de 2023

El día de la bestia (1995)

Su cortometraje Mirindas asesinas (1990) y Acción mutante (1992), su primer largo, apuntaban lo que corrobora El día de la bestia (1995), que Alex de la Iglesia quería divertirse y divertir haciendo un tipo de cine popular y gamberro en el que mezclar serie B, humor, géneros cinematográficos y gustos cinéfilos. Con dicha mezcla se ganó las simpatías de un público que vio con entusiasmo y risas su segundo largometraje, posiblemente el mejor de los suyos (hasta la fecha) y seguro el más aplaudido y celebrado. Escrita en colaboración de su habitual guionista Jorge Guerricaechevarria, de la Iglesia bromea en El día de la bestia un “villancico” audiovisual, metal, navideño y urbano que arranca en un prólogo donde dos curas hablan del significado del “Apocalipsis” de san Juan. Uno de ellos, el interpretado por Saturnino García, es aplastado por una enorme cruz de piedra mientras que el otro, el personaje a quien dio vida Alex Angulo, viaja a Madrid para hacer todo el mal que pueda. En ese instante, de la Iglesia, inserta los títulos de crédito y presume de “destroyer”. El cineasta seguirá esa senda simbólica y cinematográfica: metálica, satánica, navideña, violenta, para mandar a paseo la corrección, el automatismo, la tele basura, el sensacionalismo, el consumismo; y lo hace con placer, con un estilo entre un Hitchcock pasado de rosca, lo digo por la impagable presencia de la madre represiva y de armas tomar a quien dio vida y mala leche Terele Pávez, el de un exorcista alucinado y el de un cineasta desacomplejado diabólicamente divertido. Pero ese humor irreverente, combinado con la fantasía y el consumo de sustancias psicotrópicas por parte de su trío protagonista, agudiza la mirada alucinada y satírica a la realidad, cuyo reflejo descubrimos en la pantalla en la que somos guiados por tres personajes a las puertas del fin de mundo, el mismo final que el catedrático en teología interpretado por Angulo trata de evitar haciendo el mal, en busca del demonio, para obtener las respuestas que le permitan conocer la ubicación exacta de un nacimiento opuesto al acontecido en Belén dos milenios atrás. Lleva más de veinticinco años estudiando los libros, tiempo más que suficiente para ser un discípulo alucinado de Quijote —también tendrá su Sancho Panza en el “heavy metal” que brindó a Santiago Segura su primer gran éxito en el cine—, y ahora comprende que el fin del reino humano peligra con la llegada del anticristo, aunque, probablemente, la humanidad peligre más por la televisión sensacionalista —en los pasillos del estudio donde trabaja Cavan (Armando de Razza) cuelga un retrato de Berlusconi; Tele 5 empezó a emitir en España en 1989—, por los neofascismos, el racismo, la indiferencia, la pérdida de compasión y la deshumanización, que por el nacimiento de cualquier anticristo de la superstición o del celuloide.



lunes, 9 de enero de 2023

El beso de la pantera (1981)

A primera vista, quizá resulte contradictorio que un cineasta tan personal como Paul Schrader aceptase el encargo de filmar una nueva versión de un film ya existente (y redondo), con un guion ajeno, escrito por Alan Ormsby a partir del original de DeWitt Bodeen, pero El beso de la pantera (Cat People, 1981) es puro Schrader, al menos en su temática, pues el cineasta incluye y potencia en las imágenes algunos de sus temas: las complejas y asfixiantes relaciones familiares, la represión —la sexual de su personaje principal, Irina—, así como la redención, en este caso por vía del amor y del sacrificio. Cineasta y cinéfilo, Master en teoría fílmica en UCLA, crítico cinematográfico y autor del conocido estudio sobre el estilo transcendental en la obra de Yasujiro Ozu, Robert Bresson e Ingmar Bergman, el cine de Schrader no solo bebe de estos inimitables. También se encuentra influenciado por cineastas en apariencia menos transcendentales, tipo Sam Peckinpah, pues el mundo cinematográfico de Schrader también es violento hasta el extremo de impulsar a sus protagonistas a asumir la violencia como parte del camino, o mismamente Jacques Tourneur, el realizador de la magistral La mujer pantera (Cat People, 1942), la película de terror psicológico que inspira este film en el que el cineasta de Grand Rapids (Michigan) se adentra en el terror fantástico al que regresaría en la problemática El exorcista: el comienzo (Dominion: Precuel to the Exorcist, 2004), cuya versión fue desechada por la productora, que asumió realizar otra película —Renny Harlin sería el director.

Hay una variante felina de Jekyll y Hyde en El beso de la pantera, hay represión, por ejemplo, la sexual de Irina (Natassja Kinski), y también liberación visceral, que se desata en ella después de reencontrarse con su hermano Paul (Malcolm McDowell), a quien no había visto desde los cuatro años, y en quien descubre una parte de sí misma que la inquieta. Ese reflejo que niega, reprime su deseo y teme su sexualidad, es la parte irracional que existe en ella, la que va saliendo a la luz hasta llegar a prevalecer sobre su lado racional. Para Paul, fanático religioso e impotente como hombre y letal como fiera, el sexo es muerte y la muerte, sexo. Sus encuentros con prostitutas le sacian momentáneamente, pero él asume que solo existe una posibilidad para quienes son como ellos y esta pasa por la relación incestuosa que propone a Irina, una propuesta que atormenta más si cabe a su hermana. Las dudas y la pregunta quién es ella marcan su presente en Nueva Orleans al tiempo que crece su sentimiento amoroso hacia Oliver (John Heard), el veterinario jefe del zoo donde ella contempla a criaturas que, como ella y su hermano, están atrapadas, pero con la diferencia de que Irina es consciente de ser una criatura sin lugar y eso la perturba e imposibilita su relación con el veterinario.



domingo, 4 de septiembre de 2022

Sweeny Todd (1936)


El cine posee su memoria y su histórica, pero muy pocos desean navegar por ellas, lo que supone quedarse en el lugar de siempre, donde muchas obras y muchos nombres no llegan o se pierdan en el olvido, que podría ser algo así como la desmemoria a la que van a parar un alto porcentaje de los títulos producidos a los largo de los años y los nombres de quienes los hicieron posibles. Con los medios tecnológicos y las decenas de plataformas que existen en la actualidad es más fácil recordar cine ahora que hace treinta o cuarenta años, cuando teníamos el acceso a los films por medio de uno o dos canales de televisión, los cines, el videoclub o alguna revista y libros especializados que nos pusiera sobre la pista de títulos y nombres que de otro modo nunca sabríamos de su existencia. Pero la cuestión no está en los medios al alcance, sino hasta dónde alcanzan las ganas de descubrir; y ni el público mayoritario de ayer ni el de hoy sienten necesidad ni tiene ganas de indagar en la memoria del cine. No les interesa, no buscan mayor conocimiento del medio, prefieren repetir más de lo mismo porque les resulta cómodo; esto también puede aplicarse a la literatura y a la música. Aunque los hay, pocos dedican algo de su tiempo a indagar y recuperar películas, directores, guionistas, actores, actrices y demás gentes del cine; más allá de aquellos films que su propia memoria, la de su generación, y la popular mitifican. Como he dicho arriba, se tiende a la comodidad, y solo una minoría parece molestarse en recuperarlos y disfrutar de esos trabajos cinematográficos perdidos o desconocidos. Para las generaciones recientes y no tan recientes, Sweeney Todd es el personaje interpretado por Johnny Deep en la película musical dirigida por Tim Burton en 2007, pero este sanguinario barbero de la calle Fleet ya había asomado en la pantalla para mostrarse como uno de los villanos referentes del cine de horror y de “sustos” inglés —schocker— de los primeros años del sonoro, aunque su primera aparición en la pantalla data de 1926, en el cortometraje rodado por George Dewhurst. Dos años después, Sweeney Todd volvería a hacer de las suyas en el largometraje silente de Walter West, que fue censurado por las escenas de asesinato que George King omite, empleando el sobrentendido, en Sweeney Todd: The Demon Barber of Fleet Street (1936) para no sufrir la intervención censora. A favor de King también jugaba el protagonismo de Tom Slaughter, estrella teatral que en la década de 1930 se convirtió en una de las grandes figuras del cine de terror inglés, y el de Stella Rho, cuyos personajes se descubren unidos por su relación delictiva y criminal.



Los dos socios son los más interesantes de un film en el que el resto —incluyo al héroe encarnado por Bruce Seton y a la heroína a quien da vida Eve Lister— funcionan para resaltar la diabólica personalidad de ese barbero asesino que se encapricha de Johanna. Ella es la heroína de la historia, la enamorada de Mark y la hija del armador con quien Todd se asocia para lograr sus fines amorosos y comerciales. También es la que desespera y la que se siente en la obligación de dar un paso que aborrece, pero que daría sí puede salvar a su padre, perdido por su trato con Sweeney Todd y la mezquindad que queda establecida al inicio, cuando se presenta en el puerto y amenaza a Mark, empleado suyo. Mezcla de ingenuidad, expresionismo y suspense, de ambientación victoriana, de influencias de Dickens y dosis de malestar, el que genera el amoral y asesino, hacen de la versión realizada por King una entretenida propuesta entre el terror y la comedia que logra superar su origen teatral —adapta la obra de George Dibdin-Pitt— a base de un montaje rápido, de sucesión de escenas breves, que dota de ritmo a un film que se inicia en el presente, en la barbería donde supuestamente cien años atrás trabajaba el protagonista. Esa circunstancia, la de ser narrada por alguien que habla de oídas, le confiere un tono irreal, cercano al expresionismo, pero solo de forma; ya que Sweeney Todd: The Demon Barber of Fleet Street no pretende expresar emociones de su época de rodaje, busca entretener con precisión, con algún momento cómico y algún instante de susto “angustioso”.




martes, 19 de julio de 2022

Pánico en el transiberiano (1972)


Más que terrorífico, el fantaterror es un género de lo más optimista, que exige predisposición a creerlo posible. Sus historias  se desarrollan en la ilusión y en imposibilidad de la realidad mundana, y exigen dejarse llevar fuera de dicha realidad. Con actores de la talla de Peter Cushing y Christopher Lee, el viaje resulta más sencillo; también lo resulta el aceptar ser cómplices y víctimas del misterio y de la fantasía que nos proponen, aunque sepamos que todo cuanto sucede en la pantalla es mentira, fruto de un guion y de una intención preparada y detallada para condicionarnos y llevarnos allí donde la realidad física no nos permite ir. Pero ese engaño o fantasía gana las simpatías de quien se deja embaucar y se embarca en un recorrido durante el cual la presencia de ambos británicos invita a que aceptemos y compartamos las distintas situaciones que viven. Con ellos, todo parece más sencillo. Son elegantes y ambiguos. Despiertan nuestra inquietud y avivan inseguridades; y con ellos se engrandece el conjunto del que forman parte. Ambos actores alcanzaron su plenitud artística en las producciones Hammer, en las que dieron rienda suelta a su talento y lo pusieron al servicio de la fantasía y del terror. Inolvidables son sus interpretaciones para Terence Fisher y otros realizadores. Dráculas, Van Helsing, momias, Frankenstein o su criatura forman parte de la galería de ilustres e iconos más representativos del cine de terror. Pero también se dejaron ver lejos de la productora londinense, por ejemplo en esta coproducción hispano-británica que nos traslada a la lejana Siberia, a un tren donde el miedo y el suspense se desatan de la mano de Eugenio Martín, junto Jesús Franco y Jacinto Molina, uno de los máximos representantes del fantaterror español, aunque menos reconocido que los dos protagonistas de Pánico en el Transiberiano (1972). Con esto ya poco me queda por escribir, salvo que habrá quien disfrute o se asuste, quien sienta horror o rechazo hacia la película, pero lo cierto es que el fantaterror de antes resultaba más simpático y honesto que el de hoy, aunque quizá esto apenas importe en una época en la que al género del terror se le exige otro tipo de fantástico, quizá uno que carezca de la fantasía y la desvergüenza de este film que Martín desarrolla, en su práctica totalidad, en el interior de un tren en el que viaja una criatura de otro planeta.




viernes, 8 de abril de 2022

El pueblo de los malditos (1995)


Aparte de cuestiones presupuestarias, trabajar con presupuestos reducidos le permiten mayor control sobre sus films (y las estrellas encarecen el producto), John Carpenter no es dado a que haya más estrellas en su cine que él mismo —el John Carpenter’s que incluye en el título original de sus películas parece corroborar que no hay nadie por encima de él. La excepción es Kurt Russell, pero, en gran medida, el actor, que empezó a llamar la atención en películas infantiles producidas por Walt Disney Pictures, alcanzó fama gracias a sus personajes para CarpenterJason Statham todavía no era una estrella de acción cuando trabajó con el realizador en Fantasmas de Marte (Ghost of Mars, 2001) o Sam Neill y James Woods eran actores veteranos y de prestigio cuando protagonizaron En la boca del miedo (In the Mouth of Madness, 1994) y Vampiros (Vampires, 1998), respectivamente, pero nunca han gozado de estatus de estrellas mediáticas. Lo común en Carpenter es contar con actores y actrices o bien desconocidos o que tuvieron su momento de esplendor, ya mitigado cuando ruedan con él. Quizá, respecto a esto, el ejemplo más claro sea El pueblo de los malditos (John Carpenter’s The Village of the Dammed, 1995), para la que contó con Christopher Reeve, Kirstey Alley, Linda Kozlowski, Mark Hamill y Michael Pare, cuyas cimas profesionales y populares quedaban en el pasado, en títulos tan exitosos como Superman (Richard Donner, 1978), Mira quien habla (Look Who’s Talking, Amy Heckerling, 1989), Cocodrilo Dundee (Peter Faiman, 1986), Trilogia Star Wars (George Lucas, 1977-1980-1983) y Calles de fuego (Streets of Fire, Walter Hill, 1984).



No cabe duda de que un film de Carpenter es suyo, no de sus actores. Es decir, quien habla de sus películas no se refiere a ellas por el nombre del actor o de la actriz que las protagonice. Quien habla de cualquiera de sus films, dice o suele decir “de John Carpenter”; algo inusual en Hollywood. Spielberg, Scorsese o Coppola serían otras excepciones contemporáneas a este cineasta que hace que cualquier elenco que asome en su cine no desentonen en su propuesta, lo cual ya indica que se trata de un buen director, aunque, a decir verdad, en sus películas lo importante es la narración, su acción, su ritmo, su desarrollo, el crear un atmósfera y el cercar a sus personajes en espacios donde las situaciones les lleva al límite; en definitiva es en su forma de rodar sin pretensiones de grandeza, priorizando la atmósfera y las situaciones, lo que determina su valía como cineasta, aunque en este film, que adapta la novela de John Wyndham —Los cuclillos de Midwich— y el guion de El pueblo de los malditos (The Village of the Dammed, Wolf Rilla, 1960), no logra estar a la altura de su talento narrativo, que brilla con intensidad en la acotación espacial de La cosa (The Thing, 1982) y cuando da rienda suelta a su desenfado en films que, sin prejuicios por su parte (más bien con admiración), beben del western y asumen un tono de serie B que no deja de ser parte del atractivo personal de Asalto a la comisaría número 13 (Assault on Precint 13, 1976), 1997: Rescate en Nueva York (Escape from New York, 1981), Golpe en la pequeña China (Big Trouble in Little China, 1986), Están vivos (They Live, 1988), Vampiros (Vampires, 1998) o Fantasmas de Marte (Ghost of Mars, 2001). A pesar de lo dicho, el film mantiene el tipo durante parte de su intriga, que gira alrededor de las niñas y niños de cabello platino cuya gestación y nacimiento resulta inexplicable salvo, quizá, para la doctora Susan Verner (Kirstey Alley). Esta científica que trabaja para el gobierno, personaje inexistente en la versión de Wolfe Rilla, resulta el más atractivo de la trama, debido a su ambigüedad y su carácter, y encaja a la perfección en el universo cinematográfico de Carpenter, plagado de mujeres fuertes y decididas, aunque la doctora Verner no es una heroína ingenua, ni es heroína ni ingenua, como puede serlo la adolescente interpretada por Jaime Lee Curtís en La noche de Halloween (Halloween, 1978), película que la lanzó al estrellato.