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domingo, 3 de septiembre de 2023

Cowboy (1958)

El aprendizaje, entendido como el camino de maduración y cambio que se supone en Río Rojo (Red River, Howard Hawks, 1948) tras encontrarse John Wayne y Walter Brennan con Montgomery Cliff, es omitido por Hawks, pero se produce en la elipsis que lleva del prólogo —el encuentro que inicia la relación paterno-filial— al logo. Hawks omite ese tiempo y se centra en otro camino: el del adulto que debe asumir que aquel muchacho ya es su igual, incluso alguien que puede enseñarle. Años después, inspirándose en las memorias de Frank Harris, y con un guion escrito por Edward H. North y Dalton Trumbo (sin acreditar, al estar en la lista negra), Delmer Daves hace suyo ese tema de aprendizaje en Cowboy (1958), que si bien no guarda relación aparente con Río Rojo, ambos films presentan una relación paterna-filial entre un cowboy maduro y un joven en construcción que deparará un enfrentamiento que les lleva a saberse iguales. En ambos casos hay aprendizaje y enseñanza, el joven enseña al maduro y este a aquel; y en ambos casos parece que van a acabar matándose el uno al otro y quizá simbólicamente así sea en ciertos aspectos. Esta relación entre films la establezco caprichosa, es decir la quise aquí, y cualquiera puede rebatirla o prescindir de ella, pero lo cierto es que tanto Hawks como Daves fueron fundamentales en el periodo más rico para el western, el que abarca desde La diligencia (The Stagecoach, John Ford, 1939) hasta El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962) y Duelo en la alta sierra (Ride High Country, Sam Peckinpah, 1962); antes y después hubo algunas joyas, pero ese periodo fue el más fructífero para género.

Antes de realizar Cowboy, Daves ya había dirigido cuatro espléndidos westerns, pero un cineasta como él, por entonces innovador y arriesgado, no iba a repetirse en el género al que dedicó buena parte de su carrera como director y guionista. Hasta que se acomodó en el melodrama, exploró posibilidades, lo venía haciendo desde su debut en la dirección con Destino Tokio (Destination Tokyo, 1943) —espléndido su uso de los espacios cerrados—, pero, sobre todo, en La senda tenebrosa (Dark Passage, 1947) y, ya en el western, en Flecha rota (Broken Arrow, 1950). Estas últimas son atípicas en su género; la primera por el uso de la cámara subjetiva durante el primer tercio de la película —vemos lo que el protagonista— y la segunda por su posicionamiento pro indio —junto al fin de Anthony Mann La puerta del diablo (Devil’s Door, 1950) es la primera que se posiciona a favor de los pueblos nativos—. Ese querer hacer algo distinto, dar un paso en otras direcciones sin perder la esencia individual de sus protagonistas, se puede descubrir en cualquiera de sus westerns, sin ir más lejos en Cowboy, cuyos minutos iniciales la aproximan a la comedia, pero ya fuera de las comodidades urbanas se transforma en un film de recorrido, aprendizaje y maduración. La historia de Tom Reese (Glenn Ford) y Frank Harris (Jack Lemmon) se inicia en Chicago, donde el segundo es un recepcionista y un <<soñador estúpido>>, así le define Tom, y este un vaquero que llega a la cuidad después de una larga travesía. Allí unen sus destinos, tras la estancia de Tom en el lujoso hotel donde Frank se enamora de María Vidal (Anna Kashfi), una joven y rica mexicana con quien pretende casarse y por quien iniciará su aventura. Ella es su primer amor. Lo sabemos por su mirada, por las poesías que le escribe y por las palabras del señor Vidal (Donald Randolph), el padre de la muchacha, que le advierte que el amor no triunfará, al menos ese. Ahí, en el hotel, sin necesidad de forzar ni de acelerar las situaciones, es donde Daves explica de modo brillante —con las inestimables composiciones de Glenn Ford y Jack Lemmon— la personalidad y los motivos de ambos personajes. No necesita más para determinar cómo son y que les mueve. En apariencia son opuestos: uno es joven e iluso, apenas ha vivido y cree que lo sabe todo de la vida; y el otro, maduro y práctico, le sobran experiencia que contar, aunque no cuenta. Quizá el único que lo conoce sea Paco (Víctor Manuel Mendoza), el personaje puente entre los extremos protagonistas, que, en el fondo, no son tan diferentes, pues ni uno ni otro parecen echarse atrás. Así comienza su asociación y su viaje hacia las tierras mexicanas donde Frank espera encontrar a María, pero lo que descubre es la vida errante de los cowboys, una vida dura en la que no hay lugar para la moral urbana ni para los sentimentalismos ni el romanticismo sensiblero que se ve obligado a abandonar en su choque con la realidad a la que accede y que solo los vaqueros comprenden. Se trata de una existencia nómada, alejada de cualquier tipo de comodidad urbana y amenazada por peligros y comportamientos que sorprenden al muchacho. Por eso Tom quiere endurecer a Frank, pero este no aprende o quizá aprenda de más, ya que evidentemente ya no es aquel que partió de Chicago. Ha dejado atrás su sentimentalismo, que no sus sentimientos, y actúa como si la vida no valiera más que el precio que puede sacar por sus reses. Pero solo es apariencia, su fachada de tipo duro, la que lleva a Tom a decirle que <<no se ha endurecido, solo se ha vuelto miserable>>, lo cual no es del todo cierto, solo es el tránsito de Frank soñador —el que considera que el oficio vaquero es idílico y puede proporcionarle su fortuna— hacia el cowboy que se igualará a Tom.

domingo, 4 de junio de 2023

Vidas cruzadas (1993)


¿Quién asegura que un encuentro inesperado entre desconocidos no influye en las vidas de ambos y de otros? ¿O simplemente que las existencias de estos y aquellos se encuentran conectadas por hilos invisibles en una cercanía conocida y en la distancia ignorada? Partiendo de varias historias de Raymond Carver, Robert Altman se libera de la sombra del autor literario y lo mira de tú a tú, haciendo suyo lo que puede ayudarle a realizar el cruce vital que se observa en su adaptación cinematográfica. La cual, más que una adaptación, es una creación propia del cineasta de Kansas, que reúne en Vidas cruzadas (Short Cuts, 1993) otro reparto de los que se dice de “lujo” y entrelaza trozos de vida, de existencias comunes y privadas, que se cruzan unas con otras afectando la cotidianidad de cada individuo, sin que ninguno lo perciba o quiera percibirlo. La clase media estadounidense diseccionada por Altman, que venía de radiografiar Hollywood en El juego de Hollywood (The Player, 1992) —y que no tardaría en hacer lo mismo con la apariencia y la moda en Pret-a-Porter (1994)—, queda al desnudo, despojada del “sueño americano” y arrojada a la deriva de la insatisfacción cotidiana, de distancias emocionales en matrimonios rotos y en relaciones familiares que desmienten la existencia de dichas relaciones, al menos en la ausencia de la generosidad que podría hacerlas satisfactorias.

Si bien Altman parte de Carver para exponer sus historias, hay otras influencias o ideas parejas en su visión del espacio humano que muestra en pantalla. En Corre, Conejo, John Updike radiografía esa clase media que no da mayor opción que la de ser rechazada por su protagonista, que abandona familia, hogar, trabajo, que siente como cadenas que inmovilizan o atan corto. Así que rompe con esos tres pilares sociales sobre los que se sostiene cualquier sistema, hasta que se demuestre lo contrario, sea o no de consumo, y se lanza a ciegas en busca opciones que tampoco harán de él alguien feliz. En todo caso, Conejo es al tiempo víctima y victimario de sí mismo y de su relación con el espacio humano al que no desea pertenecer. Es un tipo egoísta que no desentonaría en el film de Altman, salvo que él es consciente de su prisión, mientras que los personajes de Vidas cruzadas, igual de ciegos y sordos a las necesidades ajenas que los personajes de Updike, viven en ella sin prestarle atención, como si ya nada importase fuera de su minúsculo universo de lo cotidiano. Son insensibles al dolor ajeno, y viven el propio negándolo, incluso confundiéndolo o dejándose arrastrar por egoísmos y por su huida de la realidad, encerrándose en sus cada vez más reducidos espacios. Allí, aislados, viven sin vivir o creyendo que viven. No hay posibilidad de final feliz, aparte de que en la vida no haya más final que uno. Lo que hay es el permanecer el mismo sitio para unos, la pérdida para el matrimonio que ha visto morir a su hijo o el cambiar a otra cotidianidad similar; y en casos extremos, optar por el suicidio. Sin olvidar cierto grado de comicidad, pues, de lo contrario, el visionado y la sensación generada por sus imágenes, personajes y situaciones, apuntarían falsedad en aquello que Altman va desvelando (y en cierta medida, caricaturizando) a lo largo de las tres horas de Vidas cruzadas: abusos, incomunicación, sexo, egoísmos, aislamiento, soledades, infidelidades, insatisfacción, imposibilidad, violencia, locura, cansancio ante la rutina que pesa y afecta, al tiempo que genera la duda de si son las propias personas las que pesan y se ahogan en la indiferencia o en la imposibilidad, según quien, sin siquiera plantearse el origen de un “mal” que ya parece endémico…










viernes, 3 de diciembre de 2021

Jack Lemmon. “No es culpa suya”


La introducción de este breve texto sobre Jack Lemmon se la cedo a Billy Wilder, pues ¿quién mejor que el director que lo dirigió en siete ocasiones, que pudieron ser ocho, de no existir incompatibilidad entre la fecha de rodaje de Kiss Me, Stupid (1964) y otro compromiso del marido de Felicia Farr, actriz que sí fue protagonista del film? Lo siento Wilder, he alargado el interrogante más allá de lo aconsejado y he retrasado deliberadamente tu introducción, en la que dices de tu amigo que <<es un actor muy bueno. No es culpa suya. Es su personalidad>>.1 Lo he hecho para señalar un matrimonio que duró desde 1962 hasta el fallecimiento del actor en 2001, pero también para retenerte más tiempo y decir que sin tus películas, Lemmon sería distinto, aunque su profesionalidad y su enorme talento serían los mismos. Este es el Lemmon que nos gusta: el que engaña y se deja engañar en The Fortune Cookie (1966) o quien se desdobla y desloma en Irma la Douce (1963). Es probable que Wilder exagerase en muchas ocasiones, pero, al referirse a su <<hombre de la calle>>2 como un <<actor muy bueno>>, se queda corto; puesto que estamos hablando de una de esas rarezas que asoman por la pantalla muy de vez en cuando; rarezas como Judy Hollyday, Henry Fonda, James Stewart, Marilyn Monroe, Shirley MacLaineWalter Matthau, Susan Sarandon, Jane Fonda, Marcello Mastroianni o Sophia Loren, con quienes compartió momentos que son historia del cine, aunque solo fuese por verlos juntos en la misma escena. Aunque Fonda y Stewart eran tipos cercanos en la pantalla, fueron héroes en muchas de sus películas, además les rodeaba cierta aura de la que Lemmon se desprendió o, mejor dicho, nunca llegó a tener, puesto que su irrupción en el cine se produjo tiempo después del final del sistema de estudios que convirtió en estrellas a los dos citados. Quien dio vida en el teatro al Alférez Pulver, y también en Mister Roberts (Mervyn LeRoy y John Ford, 1955), era único interpretando personajes cercanos, comunes y corrientes tanto en comedias como en dramas. Nunca fue héroe de cine, quizá si un genial villano de tebeo en The Great Racer (Blake Edwards, 1965). Y tampoco fue ningún tipo duro o un rápido pistolero, ni siquiera un aventurero ocasional, a pesar de aventurarse junto Robert Mitchum y Rita Hayworth en Fire Down Below (Robert Parrish, 1957), de vivir aventuras matrimoniales en How to Murder Your Wife (Richard Quine, 1965), carreras al volante de un autoloco, compartir piso con Walter Matthau en The Odd Couple (Gene Saks, 1968) o acompañarlo en su labor de asesino a sueldo en Buddy Buddy (1981), líos extramaritales en Avanti! (1972) e incluso fantasías al lado de su hermana bruja en Bell, Book and Candle (Richard Quine, 1958).


A lo largo de su carrera cinematográfica, Jack Lemmon dotó de humanidad a cualquier vecino de enfrente o, visto desde la perspectiva del vecindario, nos refleja a nosotros mismos. Divertido en la imperfección de sus personajes, triste en su patetismo, dio rostro humano a la comedia de Hollywood y al drama cotidiano. El actor que había debutado en el cine en I Should Happen to You (George Cukor, 1954), después de haber actuado en radio, teatro y televisión, dotó de sentimientos, emotividad, falibilidad y dignidad al <<hombre de la calle>>, al tipo corriente que apenas había asomado en la pantalla estadounidense con la honestidad y la veracidad que confirió a sus personajes. Dominaba la comedia y el drama, que sería como decir que sabía reflejar la vida en su cotidianidad. Y si su juventud cinematográfica fue espléndida en Cowboy (Delmer Deves, 1958) o dirigido por Richard Quine en seis películas e incluso magistral en Some Like It Hot (1959), The Apartment (1960) y Days of Wine and Roses (Blake Edwards, 1962), su madurez artística fue excepcional, como corroboran sus personajes en The China Syndrome (James Bridges, 1979), Missing (1982), Maccheroni (Ettore Scola, 1985) o Glengarry Glen Ross (James Foley, 1991); sin olvidarme de Avanti! (1972) y Save the Tiger (John G. Avidsen, 1972), que son las que marcan el inicio de su brillante, imperfecta y muy humana madurez.


Filmografía como director


Kotch (1971)


Filmografia como actor


La rubia fenómeno (It Should Happen to You, George Cukor, 1954)


Phffft! (Mark Robson, 1954)


Three for the Show (H. C. Potter, 1955)


Escala en Hawaii (Mister Roberts, Mervyn LeRoy y John Ford, 1955)



Mi hermana Eileen (My Sister Eileen, Richard Quine, 1955)


You Can’t Run Away From It (Dick Powell, 1956)


Fuego escondido (Fire Down Below, Robert Parrish, 1957)


Operation Mad Ball (Richard Quine, 1957)


Cowboy (Delmer Deves, 1958)


Me enamoré de una bruja (Bell, Book and Candle, Richard Quine, 1958)


Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, Billy Wilder, 1959)



La indómita y el millonario (It Happened to Jane, Richard Quine, 1959)


El apartamento (The Apartment, Billy Wilder, 1960)



Pepe (George Sidney, 1960)


Comando en el Pacífico (The Wackiest Ship in the Army, Richard Murphy, 1961)


La misteriosa dama de negro (The Notorius Landlady, Richard Quine, 1962)


Días de vino y rosas (Days of Wine and Roses, Blake Edwards, 1962)


Irma la Dulce (Irma la Douce, Billy Wilder, 1963)


Adán también tenía su manzana (Under the Yum Yum Tree, David Swift, 1963)


Préstame a tu marido (Good Neighbor Sam, David Swift, 1964)


La carrera del siglo (The Great Race, Blake Edwards, 1965)



Como matar a la propia esposa (How to Murder Your Wife, Richard Quine, 1965)


En bandeja de plata (The Fortune Cookie, Billy Wilder, 1966)


Luv quiere decir amor (Luv, Clive Donner, 1967)


La extraña pareja (The Odd Couple, Gene Saks, 1968)


Locos de abril (The April Fools, 1969)


Los encantos de la gran ciudad (The Out-of-Towners, Arthur Hiller, 1970)


Guerra entre hombres y mujeres (The War Between Men and Women, Melville Shavelson, 1972)


Avanti! (Billy Wilder, 1972)


Salvad al tigre (Save the Tiger, 1973)


Primera plana (The Front Page, Billy Wilder, 1974)


El prisionero de la Segunda Avenida (The Prisioner of Second Avenue, Melvin Frank, 1975)


Amor bajo fianza (Alex and the Gipsy, John Korty, 1976)


Aeropuerto 77 (Airport 77, Jerry Jameson, 1977)


El síndrome de China (The China Syndrome, James Bridges, 1979)



Tributo (Tribute, Bob Clark, 1980)


Aquí un amigo (Buddy Buddy, Billy Wilder, 1981)


Desaparecido (Missing, Costa-Gavras, 1982)



Algo más en que creer (Glenn Jordan, 1984)


Macarrones (Maccheroni, Ettore Scola, 1985)


Así es la vida (That’s Life, Blake Edwards, 1986)


Mi padre (Dad, Gary D. Goldberg, 1989)


J. F. K. Caso abierto (J. F. K., Oliver Stone, 1990)


Yo, mi padre y la amante (Father, Son and Mistress, Jay Sandrich, 1991)


Glengarry Glen Ross (James Foley, 1992)


El juego de Hollywood (The Player, Robert Altman, 1992)


Vidas cruzadas (Short Cuts, Robert Altman, 1993)


Dos viejos gruñones (Grumpy Old Men, Donald Petrie, 1993)


Discordias a la carta (Grumpier Old Men II, Howard Deutch, 1994)



El arpa de hierba (The Grass Harp, Charles Matthau, 1995)


Un asesino muy ético (Getting Away with Murder, Harvey Miller, 1995)


Hamlet (Kenneth Branagh, 1996)


Por rumbas y a lo loco (Out to Sea, Marta Coolidge, 1998)


La extraña pareja, otra vez (The Odd Couple II, Howard Deutch, 1998)



1,2.Wilder, en Cameron Crowe: Conversaciones con Billy Wilder (traducción de María Luisa Rodríguez Tapia). Alianza Editorial, Madrid, 2000.

martes, 20 de octubre de 2020

Me enamoré de una bruja (1958)


El plano secuencia que introduce los créditos de Me enamoré de una bruja (Bell, Book and Candle, 1958) define al cineasta que hay detrás: detallista, sutil, elegante, irónico, uno que no duda en minimizar su figura respecto a las máscaras que presentan los nombres de los actores y actrices principales, a la figura del guionista Daniel Taradash, a los bongós que corresponden al compositor George Duning y a la más voluminosa imagen que relaciona al productor Julian Blaustein. En esa apertura, Richard Quine hace magia, no solo por poner su nombre sobre el icono más pequeño de los encuadrados por la cámara, sino que los objetos, ídolos, tótems y los nombres forman parte del mundo mágico, la propia película, donde el realizador conjura un hechizo cinematográfico que comparte con brujas, brujos y cualquier cómplice que no sepa responder el interrogante <<¿quién puede explicar la magia?>>. No hay palabras que la expliquen, se siente o no, o se desea sentir. De ser explicada, ya no sería magia, puesto que cualquier explicación lógica implicaría que la parte misteriosa e irracional que transforma la vida de Shep (James Stewart), de anodina a fantasiosa, recuperase su lógica y la monotonía de la que escapa cuando se produce su encuentro con Gil (Kim Novak).


<<Nosotras no podemos enamorarnos>>, dice la protagonista a su alocada tía (Elsa Lanchester), pero sí pueden provocar que se enamoren de ellas. Alguien con el encanto mágico de Gill puede lograr que el más racional de los hombres pierda la cabeza y entregue su corazón. Esto le sucede a su vecino, después de que un magnífico primer plano parezca fundir en un solo ser a la bruja y a su gato. Hasta el momento del encuentro, Shep es un editor de libros que carece de inventiva para ser escritor. Tiene los pies en el suelo, de hecho, su lógica y su realismo descartan cualquier posibilidad mágica, salvo los libros de ese impagable autor (Ernie Kovacs) que insiste en darle a la botella y en hablar de un mundo de brujas y brujos, tal como su nuevo socio (Jack Lemmon), dentro de la cotidianidad de los humanos corrientes como el protagonista masculino. No obstante, aunque sea un tipo racional, Shep no podría explicar qué le sucede, salvo que se ha enamorado de Gil porque ella es diferente, es auténtica. Mientras, ella encuentra deseable la normalidad del editor. De tal manera, el uno encuentra en la otra lo que no poseen y así forman un todo donde magia y racionalidad, se besan en lo alto del edificio donde los dos amantes aparecen por arte del cine y del hechizo de un director brillante y de buen gusto que, entrada la década de 1960, perdería parte de su magia cinematográfica.



domingo, 2 de diciembre de 2018

La carrera del siglo (1965)



Diversión, evasión y caos fueron manejados por Blake Edwards con acierto y soltura ascendentes en sus comedias realizadas entre 1957 y 1968, un periodo que podríamos calificar de su etapa cinematográfica dorada. Así lo corrobora su imparable ascenso desde El temible Mr. Corey (Mr. Corey, 1957) hasta El guateque (The Party, 1968), dos películas que se inscriben dentro del género que más frecuentó y que más le gustaba. No obstante, existe una diferencia definitoria entre ambas comedias y esta la encontramos en el descontrol absoluto que se adueña de la fiesta a la que Bakshi acude por error. Pero ese desorden que domina en pantalla ya había asomado en Operación Pacífico (Operation Petticoat, 1959), cobrado fuerza en La pantera Rosa (The Pink Panther, 1964), quizá mayor perfección en El nuevo caso del inspector Closeau (A Shot in the Dark, 1964) y alcanzado su cima en La carrera del siglo (The Great Race, 1965), títulos todos ellos que aún hoy cumplen la finalidad de entretener y divertir. Eso es el cine, al menos para Edwards, entretenimiento y sensaciones que ofrecer al público, más allá de que en ocasiones no rehuyese un cine más reflexivo y dramático en títulos como Días de vino y rosas (Days of Wine and Roses, 1962) o Dos hombres contra el oeste (Wild Rovers, 1971), indispensable western crepuscular que en su día fue ninguneado. Este no fue el caso de sus comedias más alocadas, en las que Edwards se desentendió de cualquier realidad que no fuese la de hacer reír a partir de la fantasía animada, comedias en las que sus protagonistas de carne y hueso no dejan de ser dibujos animados. Pues, ¿qué son si no el señor Yunioshi, Clouseau, el comisario Dreyfus, el profesor Fate o su ayudante? ¿Acaso no son caricaturas animadas que podrían sobrevivir a cualquier explosión o porrazo? Habrá quien prefiera las dos primeras entregas de la saga de La pantera rosaEl guateque, en algún momento del pasado también las he preferido, aunque ahora me decanto por La carrera del siglo, una de las películas más personales y delirantes del realizador estadounidense, y un entretenimiento sin complejos que homenajea al tiempo que parodia el cine realizado en Hollywood, desde el slapstick y el cartoon hasta el western, pasando por la screwball comedy y por el cine de aventuras de capa y espada —al duelo de sombras de Robin de los bosques (The Adventures of Robin HoodMichael Curtiz, 1938) y a las versiones de El prisionero de Zenda (The Prisioner of Zenda). Esa es la magia de la que bebe La carrera del siglo, el cine como espectáculo y evasión, un cine que nos devuelve la inocencia y la fantasía de aquel tipo de películas que vivían del movimiento, de la ensoñación y del ingenio de sus creadores.


En la década de 1960, las comedias de golpes y gags eran prácticamente un recuerdo del ayer y su lugar en aquel hoy lo había ocupado otro tipo de producciones cómicas en las que el humor surgía del diálogo o del chiste hablado. Sin embargo hubo herederos del slapstick que, como Jerry Lewis y Frank Tashlin (por citar dos cineastas hollywoodienses contemporáneos a Edwards), encontraron en el pasado cinematográfico la inspiración para desarrollar su brillante presente en la comedia física, aunque con intenciones diferentes a las del autor de Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany's, 1961),
 cuyas comedias fueron menos subversivas que las de los anteriormente citados. La carrera del siglo bebe de aquellas películas cómicas mudas, de la inmaculada figura del héroe, encarnado con tono autoparódico por Tony Curtis, de la rebeldía femenina de la periodista a quien dio vida Natalie Wood y su constante búsqueda por demostrar que si ellos pueden, ella también, y de la imagen del villano, magistral e histriónicamente interpretado por Jack Lemmon, para ofrecernos más de dos horas de entretenimiento, de golpes y de aventuras por distintos espacios, aunque en realidad se trata de uno solo: la imaginación. Estos son los protagonistas, caricaturas remarcadas de tres personajes clásicos de Hollywood, figuras satirizadas que se lanzan a una carrera de risas que nos permite recorrer miles de kilómetros de irrealidad y varios géneros cinematográficos, sobre todo, aquel en la que sobresalieron figuras inolvidables como Stan Laurel y Oliver Hardy, a quienes el cineasta dedicó el film.
 

miércoles, 18 de octubre de 2017

Glengarry Glen Ross (1992)


<<Cuando escribes para el teatro, los derechos de autor te pertenecen. La obra es tuya, y nadie puede cambiar una palabra sin tu permiso. Cuando escribes para el cine, eres un empleado al que se contrata para que entregue un producto, y ese producto puede ser modificado según el capricho de quien te ha contratado>>. Pero si ese guión lo firma un reputado autor teatral, que adapta la prestigiosa obra por la cual le fue concedido el premio Pulitzer, la diferencia señalada por David Mamet en su libro Una profesión de putas (A Whore's Profession, 1994) (1) se atenúa hasta casi desaparecer. Resulta obvio que no se tratará igual un guión firmado por alguien desconocido, sin apenas prestigio dentro de la industria y sin poder dentro la producción, que a uno de los grandes dramaturgos estadounidenses vivos que adapta al cine su Glengarry Glen Ross (1983). En este caso las modificaciones son menores, ya sea por el interés de los productores en mantenerse fieles a una obra mediática que por sí sola atraería a parte del público (que espera fidelidad a la misma), por contar en la producción con el prestigio que su escritor proporciona o porque el guionista tiene la opción de incluir clausulas en su contrato. Todo cuanto he escrito no pretende menospreciar la labor de James Foley tras las cámaras, sin embargo, vista la filmografía de este y la lucidez de lo planteado, los personajes bien retratados y los espléndidos diálogos que se suceden a lo largo de los minutos, el film apunta más hacia la autoría de David Mamet que a la de Foley. Aun a riesgo de equivocarme, diría que nos encontramos ante un filme que nace de la creatividad de Mamet, ya que se trata de una película que apenas presenta variaciones sustanciales respecto al original escénico. Pero fuese como fuere, tanto Mamet como Foley, y su espléndido elenco de actores, nos adentran en un mundo competitivo y deshumanizado donde triunfa quien (más) vende y se vende.


En la oficina de Glengarry Glen Ross (1992), el único objetivo es vender —dicho de otro modo: ganar dinero para la empresa— y se vende sin plantearse cuestiones éticas y vitales que impedirían que cada jornada laboral renunciase a sus valores para convertirse en un cazador de presas a las que, apelando a su ambición y a su ignorancia, debe <<hacerles firmar en la línea de puntitos>> que cerrará la venta y posibilitará los beneficios numéricos sobre los que se sustenta la firma Mitch & Murray. Para la inmobiliaria sus trabajadores son herramientas o máquinas que deben vender, y no hacerlo implica que la central envíe a Blake (Alec Baldwin), un joven depredador que se presenta en la oficina que dirige John Thompson (Kevin Spacey) para morder, humillar y amenazar, pues esta es su forma de motivar a quienes califica de perdedores mientras les repite la máxima <<siempre estar vendiendo>> bajo las premisas <<atención, interés, decisión, acción>>. En esa sala de tortura psicológica, el ejecutivo agresivo alardea de sus ingresos anuales, próximos al millón de dólares, de su reloj de oro o del lujoso deportivo que conduce. Está claro que, para él y para sus sumisos oyentes, el baremo del éxito o del fracaso se encuentra en el dinero, por ello, consciente de que sus empleados son esclavos del miedo -a no poder pagar la factura del hospital, a la pérdida de la seguridad o del confort que les proporciona el empleo-, juega con ellos y les recuerda que el mejor ganará un cadillac y quien no venda se irá a la calle. Poco importa qué, a quién o cómo lo venden, lo importante es el ABC -Always Be Closing- que Blake ha escrito en una de las pizarras de la oficina, porque en Glengarry Glen Ross (1992) las cifras de venta lo son todo. Se llama al cliente, escogido entre las viejas fichas de las que se quejan Shelley (Jack Lemmon), George (Alan Arkin) y Dave Moss (Ed Harris), se intenta ganar su confianza mintiendo y, en el caso de Ricky Roma (Al Pacino), también seduciendo, con el fin obtener los beneficios que alejen sus nombres de la lista de parados. Son vendedores sin escrúpulos o quizá yonquis de la venta, pero también son víctimas de la humillación diaria, una humillación que los obliga a mentirse a sí mismos, a sus compañeros y a sus clientes, incluso a plantar el asalto a la oficina para robar las nuevas fichas de Glengarry, unas fichas que podrían calmar sus nervios y, según su baremo, convertir a quienes las posean en triunfadores.


(1) David Mamet: Una profesión de putas. Editorial Debate, Madrid, 1995

viernes, 18 de julio de 2014

Escala en Hawaii (1955)


Ni la presencia delante de las cámaras de Henry Fonda (alejado de las pantallas desde Fort Apache), James Cagney (en su última interpretación para el estudio en el que había desarrollado su carrera artística), William Powell (retirado tras finalizar el rodaje), Jack Lemmon (premiado con el Oscar al mejor actor de reparto) o Ward Bond (secundario de lujo en numerosas producciones de John Ford) pudieron evitar el ritmo irregular de esta exitosa adaptación cinematográfica de la obra teatral escrita por Joshua Logan y Thomas Heggen. El resultado final de Escala en Hawaii (Mr.Roberts, 1955) se vio afectado por la dirección de tres realizadores de estilos opuestos como los de John Ford, Mervyn LeRoy y Joshua Logan, este último sin acreditar y, junto a Frank S. Nugent, autor del guion de un proyecto que inicialmente iba a ser filmado en su totalidad por Ford, sin embargo, problemas de salud provocaron que fuese sustituido por LeRoy (responsable de las escenas desarrolladas en el interior del carguero, único escenario de la película). También habría que tener en cuenta, a la hora de hablar del desequilibrio del film, las discrepancias creativas entre el director de Las uvas de la ira y Henry Fonda, a quien Ford impuso como protagonista, en contra de la opinión de los ejecutivos de la Warner, no solo porque hubiese trabajado con él en seis ocasiones sino por haber interpretado al personaje en Broadway. Pero, como consecuencia de sus diferencias y de los cambios en la dirección, el rodaje de Escala en Hawaii estuvo marcado por constantes altibajos que a la postre derivaron en el fin de la amistad entre el realizador de El joven Lincoln y el actor que dio vida tanto al personaje principal de aquella como al teniente Roberts. En este oficial se descubre la imperante necesidad de participar en la contienda de la que se mantiene alejado al formar parte de la retaguardia de la flota del Pacífico, lo cual le aparta de los puntos conflictivos y crea su desidia, la misma que reina sobre la cubierta de la embarcación. Este aburrimiento merma la moral de la tripulación a la que el teniente defiende ante su tiránico capitán (James Cagney), obsesionado con el ascenso que piensa conseguir gracias a la eficacia de su segundo, por eso se enfurece cada vez que aquel escribe una carta de traslado que nunca recibe la respuesta deseada. Mientras tanto, los días transcurren iguales, y a la espera de ver cumplido su anhelo el teniente comparte su tiempo con "Doc" (William Powell) y con Pulver (Jack Lemmon), el alférez que desea imitarle, pero que naufraga en su intento al dejarse intimidar por el miedo que le genera el capitán. Todas las relaciones desarrolladas a lo largo de la película tienen a Roberts como eje, ya sea la paternal que mantiene con la marinería, la que le enfrenta a su superior o la de igualdad que le une al doctor; pero quizá su trato con Pulver sea el que adquiere mayor relevancia al centrarse en el lento proceso de maduración del alférez. Nueve años después del estreno de Escala en Hawaii, el propio Joshua Logan dirigió ¡Valiente marino! (Ersign Pulver, 1964), una secuela en la que Pulver se convierte en el protagonista absoluto, aunque el personaje perdió fuerza cómica y dramática al no ser interpretado por Jack Lemmon.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Missing (Desaparecido) (1982)


Desde Z (1969), su tercer largometraje como director, la obra fílmica de Costa-Gavras se decanta por una postura de denuncia ante situaciones que permiten o fomentan injusticias que van desde la corrupción de estamentos políticos o sociales hasta la violación de derechos colectivos e individuales. Dicha constante le ha convertido en uno de los máximos exponentes de un cine comprometido, que guarda en común la crítica hacia comportamientos ideológicos opresivos e intolerantes como los expuestos en sus películas europeas —Z (1969), La confesión (L’aveu, 1970), Estado de sitio (État de siège, 1972) o Sección especial (Section spéciale, 1975)— o en sus producciones estadounidenses —Missing (1982), El sendero de la traición (Betrayed, 1987) o La caja de la música (Music Box, 1989). Missing (Desaparecido), su primera realización hollywoodiense, no resultó del agrado de ciertos sectores conservadores, sin embargo obtuvo la Palma de Oro en Cannes y fue nominada en varias categorías de los premios Oscar, lo que posibilitaría que Costa-Gavras volviese a rodar en Estados Unidos. La película narra un hecho real acontecido a principios de la década de los setenta, en concreto en septiembre de 1973, cuando el presidente electo Salvador Allende fue derrocado como consecuencia del levantamiento militar tras el que se impuso un régimen dictatorial que sustituyó las libertades básicas por la represión, la violencia, el control o la desaparición de personas como Charles Horman (John Shea), el joven estadounidense que se convierte en un damnificado más de entre los miles de la situación político-social que Ed Horman (Jack Lemmon) ignora cuando llega a Chile para encontrar a su hijo desaparecido. En Horman padre, hombre de negocios de mediana edad, se descubren el conservadurismo y el escepticismo con los que aterriza en Santiago, donde muestra sus dudas al respecto de las palabras de Beth (Sissy Spacek), su nuera, pues no las tiene todas consigo de que su vástago haya sido víctima de una detención ilegal o de malos tratos. En ese instante, el personaje interpretado por Jack Lemmon cree firmemente en el modo de vida que le han inculcado, el mismo que ha practicado e intentado vanamente transmitir a su hijo, de quien se ha ido alejando como consecuencia de su pensamiento, más idealista que el paterno.


A medida que 
profundiza en el entorno y escucha los testimonios de los testigos con quienes se entrevista, descubre que aquello en lo que ha creído firmemente no tiene cabida en un Estado autoritario en el que su hijo ha sido una víctima más entre tantas. Missing (Desaparecido) se desarrolla en dos tiempos: el presente de Beth y Ed —su búsqueda y su concienciación ante los hechos que descubre— y el pasado que se centra en Charlie, antes y durante la revuelta. En uno de los flashback que se suceden durante el film, el narrado por Terry (Melanie Mayron), la mujer con quien Charlie visitó Viña del Mar, se observa a ambos en un hotel donde coinciden con Andrew Babcock (Richard Bradford), el militar estadounidense retirado que les comenta, sin ningún tipo de complejo, que le han enviado para realizar un trabajo similar a los que llevó a cabo en otros lugares de Sudamérica. Esta y otras declaraciones, unidas a la falta de compromiso que Ed descubre en la embajada de su país, apuntan a una participación norteamericana en el levantamiento; de ese modo, aquello que Horman se negaba se convierte en un hecho factible, que provoca su cambio de pensamiento y su creencia en los testimonios que le confirman que su hijo ha sido asesinado. Costa-Gavras fiel a su estilo comprometido planteó parte de la situación vivida en aquellos días de 1973, durante los cuales Horman descubre intereses políticos, persecuciones, abusos físicos o la pérdida de la libertad de expresión, lo que provoca su desengaño ideológico y la triste comprensión de una realidad en la que personas como Charlie pueden ser arrestadas, torturadas e incluso ejecutadas.

sábado, 9 de noviembre de 2013

Aquí un amigo (1981)

No le faltaba razón a John Ford al comentar que <<cuando un director crea una pequeña joya de vez en cuando, tiene derecho a hacer algunas películas más o menos corrientes>>. Más fino hiló el personaje interpretado por el cómico Joe E.Brown en Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959), cuando dijo que <<nadie es perfecto>>. Si se piensa en la primera afirmación, a muchos directores habría que darles crédito casi ilimitado, y si se plantea la segunda, habría que aceptar y dar por buena la falibilidad de cualquiera de ellos. Seguramente estas dos cuestiones no se tuvieron en cuenta a la hora de valorar las producciones menos logradas de cineastas que, a lo largo de su carrera, crearon obras que han permitido disfrutar a generaciones de aficionados al cine, clásicos indispensables que ayudaron a convertir aquel primigenio espectáculo de feria en el Séptimo Arte. Pero en el ámbito cinematográfico, como cualquier otro, también existen prejuicios, falta de perspectiva, modas, envidias, ignorancia, olvidos, intereses, discriminaciones o críticas más o menos afortunadas como las sufridas por Billy Wilder en sus últimas películas, que no agradaron a los críticos ni llamaron la atención del público, como tampoco lo habían hecho años atrás El gran carnaval (Ace in the Hole, 1951) o La vida privada de Sherlock Holmes (The Private Life of Sherlock Holmes, 1970). Con esto no pretendo decir que Aquí un amigo (Buddy Buddy) se encuentre a la altura de estos o de otros grandes aciertos de Wilder, pero sí resulta una película viva, aunque irregular, a años luz de aquellas comedias que llenaron las salas hacia finales de los años setenta y principios de los ochenta, títulos como Los incorregibles albóndigas (Ivan Reitman, 1979), Porky's (Bob Clark, 1981), El pelotón chiflado (Ivan Reitman, 1981) Los locos del bisturí (Garry Marshall, 1982) u otros éxitos comerciales de dudoso humor, calidad cuestionable y que ponían en tela de juicio la inteligencia del espectador. Quizá uno de los principales motivos del rechazo de la crítica hacia Aquí un amigo residió en compararla consciente o inconscientemente con otros trabajos del cineasta, en lugar de juzgarla por sus defectos (que los tiene y muchos) y sus aciertos (también existen). Está claro que todos esperarían de Wilder películas como PerdiciónDías sin huella, Berlín occidenteEl crepúsculo de los diosesTraidor en el infierno, Testigo de cargoCon faldas y a lo locoEl apartamentoUno, dos, tres o Avanti!, diferentes tanto en ritmo como en planteamiento, aunque todas ellas geniales. Todos estos títulos me llevan de nuevo a las palabras de aquel que se definió como un hombre que hacía westerns y asumir que cualquiera que haya realizado tantas joyas se ha ganado el derecho a bajar el listón en un momento determinado, sin que por ello deba ser denostado; sin embargo, por aquél entonces muchos se olvidaron de la genialidad de este bromista maravilloso, que de haber contado con los medios y el apoyo adecuado nos habría vuelto a deleitar con alguna que otra buena película. Pensando en todo esto surge la pregunta de ¿qué habría sucedido si nadie hubiese sabido que Aquí un amigo era un film de Wilder? ¿Habría sido menospreciada o habría pasado por una comedia digna? En defensa de este film salta a la palestra la pareja de opuestos formada por Jack LemmonWalter Mathau, en la que el primero resulta ser un suicida en potencia y el segundo un asesino a sueldo que, tras liquidar a dos de los tres testigos de un caso, llega al hotel desde donde piensa disparar sobre el tercero. Sin embargo, Trabucco, hombre de pocas palabras y de rostro huraño, desconoce que en la habitación contigua a la suya se encuentra Victor Clooney, cuya inestabilidad emocional se pone de manifiesto en el primer momento que asoma en la pantalla, cuando ambos se cruzan en la gasolinera al inicio del film. Aunque es a partir de su segundo encuentro, después de que Victor intente ahorcarse en el baño de su habitación, cuando ambos personajes unen sus destinos, aunque siempre a disgusto del pistolero, quien se ve en la obligación de frenar los impulsos del desquiciado para evitar llamar la atención de la policía, asumiendo que lo mejor que puede hacer para ello es quitar de en medio a su molesto vecino. En Aquí un amigo, basada en una obra teatral de Francis Veber que fue llevada a la pantalla por primera vez en 1973 por Edouard Molinaro en El embrollónWilder volvió emplear su ironía, aunque de manera menos sofisticada que en anteriores colaboraciones con su coguionista I. A. L. Diamond, posiblemente porque el material con el que trabajaron era ajeno a sus gustos. No obstante, la entrega del dúo protagonista y la experiencia del cineasta consiguieron un film más digno de lo que se dijo en su momento, que se sustenta sobre el rechazo que Clooney genera en el pistolero y en la atracción que este provoca en el pobre desgraciado que, falto de cariño, piensa suicidarse si no convence a su insatisfecha esposa (Paula Prentiss) para que abandone a su amante (Klaus Kinski) y regrese a su lado. Pero, a pesar de ser una comedia superior a muchas de las rodadas por aquel entonces, Aquí un amigo fracasó en la taquilla y significó el adiós de Wilder al medio en el que se había ganado el derecho a realizar algún largometraje más o menos corriente dentro de su filmografía casi perfecta.