martes, 20 de octubre de 2020

Me enamoré de una bruja (1958)


El plano secuencia que introduce los créditos de Me enamoré de una bruja (Bell, Book and Candle, 1958) define al cineasta que hay detrás: detallista, sutil, elegante, irónico, uno que no duda en minimizar su figura respecto a las máscaras que presentan los nombres de los actores y actrices principales, a la figura del guionista Daniel Taradash, a los bongós que corresponden al compositor George Duning y a la más voluminosa imagen que relaciona al productor Julian Blaustein. En esa apertura, Richard Quine hace magia, no solo por poner su nombre sobre el icono más pequeño de los encuadrados por la cámara, sino que los objetos, ídolos, tótems y los nombres forman parte del mundo mágico, la propia película, donde el realizador conjura un hechizo cinematográfico que comparte con brujas, brujos y cualquier cómplice que no sepa responder el interrogante <<¿quién puede explicar la magia?>>. No hay palabras que la expliquen, se siente o no, o se desea sentir. De ser explicada, ya no sería magia, puesto que cualquier explicación lógica implicaría que la parte misteriosa e irracional que transforma la vida de Shep (James Stewart), de anodina a fantasiosa, recuperase su lógica y la monotonía de la que escapa cuando se produce su encuentro con Gil (Kim Novak).


<<Nosotras no podemos enamorarnos>>, dice la protagonista a su alocada tía (Elsa Lanchester), pero sí pueden provocar que se enamoren de ellas. Alguien con el encanto mágico de Gill puede lograr que el más racional de los hombres pierda la cabeza y entregue su corazón. Esto le sucede a su vecino, después de que un magnífico primer plano parezca fundir en un solo ser a la bruja y a su gato. Hasta el momento del encuentro, Shep es un editor de libros que carece de inventiva para ser escritor. Tiene los pies en el suelo, de hecho, su lógica y su realismo descartan cualquier posibilidad mágica, salvo los libros de ese impagable autor (Ernie Kovacs) que insiste en darle a la botella y en hablar de un mundo de brujas y brujos, tal como su nuevo socio (Jack Lemmon), dentro de la cotidianidad de los humanos corrientes como el protagonista masculino. No obstante, aunque sea un tipo racional, Shep no podría explicar qué le sucede, salvo que se ha enamorado de Gil porque ella es diferente, es auténtica. Mientras, ella encuentra deseable la normalidad del editor. De tal manera, el uno encuentra en la otra lo que no poseen y así forman un todo donde magia y racionalidad, se besan en lo alto del edificio donde los dos amantes aparecen por arte del cine y del hechizo de un director brillante y de buen gusto que, entrada la década de 1960, perdería parte de su magia cinematográfica.



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