miércoles, 15 de junio de 2011

La Pantera Rosa (1963)



En la primera mitad de la década de 1960, Bond y Clouseau se convirtieron en dos iconos cinematográficos de la cultura pop. Ambos son caricaturas, aunque se sitúan en polos opuestos. El primero es un héroe, un conquistador, expeditivo, elegante, chulesco, mientras que el segundo es el desastre hecho antihéroe que, sin el menor éxito, intenta disimular su incompetencia y su desorientación. La presentación cinematográfica del agente 007 en Dr. No (Terence Young, 1962) define al personaje —heroico, seductor, irónico, letal, infalible—, la de Clouseau en La Pantera rosa (The Pink Panther, 1963) solo esboza su legendaria torpeza, la que luce en El nuevo caso del inspector Clouseau (A Shot in the Dark, 1964), y que La pantera rosa todavía no lleva hasta el límite de la caótica (im)personalidad de un personaje mezcla de niño, dibujo animado y maestro del disfraz que no puede disimular que es un ser desorientado y marginal, como tantos otros personajes en el cine de Blake Edwards. En esta primera entrega de la serie, el director de Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s, 1961) solo esbozada lo que puede dar de sí la figura de uno de los icónicos de su filmografía, puesto que todavía no le concede el protagonismo absoluto. El inspector es uno más dentro de la farsa propuesta, que promete desenfreno, mas carece de ritmo, locura y caos. Pero estas ausencias no impiden que La Pantera Rosa sea un clásico de la comedia y del enredo que apunta el reinado del desorden. Ciertamente lo es, aunque no por su comicidad ni por su calidad cinematográfica, de las que dudo, sino debido a los factores que hacen del film de Edwards un punto de referencia dentro del género y, particularmente para él, es el paso previo hacia sus dos cimas de delirio cómico —La carrera del siglo (The Great Racer, 1965) y El guateque (The Party, 1968)— en las que el humor brilla en su mezcla de comedia animada, slapstick, referencias cinematográficas y elevadas dosis de desastre.



El primer acierto de
La pantera rosa aparece al instante, en los títulos de crédito, en una pantera animada, del color anunciado en el título del film, que asume el protagonismo, aunque el resto de animaciones que asoman en la pantalla intenten  negárselo a base de golpes. Ella introduce el caos y, debido al éxito de la película, se ganaría protagonizar su propia serie de televisión. El segundo acierto se produce al mismo tiempo, aunque no se ve, se escucha. La banda sonora compuesta por Henry Mancini realza la comicidad y su tema central también alcanza cotas de icono popular —estatus que también logra la composición de Monty Norman para 007. Otro de los grandes aciertos de Edwards es recuperar el humor físico. La comicidad recae en las torpezas, mas que en los diálogos, pues el cineasta enfoca la comedia hacia el lado físico y desastroso, cercano a los dibujos que se pueden contemplar al inicio. Y esto es debido sobre todo a la aparición de Clouseau, un personaje vital para elevar la comicidad, aunque, en esta primera película de la saga, el reparto de protagonismo frena al policía interpretado por Peter Sellers. A partir de la siguiente entrega, el actor británico será sinónimo  de un humor que roza el absurdo, lo delirante y lo patoso, pero en su primera desventura se encuentra supeditado al petulante aristócrata a quien da vida David Niven; aunque el personaje más atractivo de la farsa es el interpretado por Capucine, cuyo arte para el engaño y la manipulación ya se expone en su presentación en la pantalla y alcanza su punto álgido en la habitación del hotel donde lidia con su marido, con su amante y con quien aspira serlo.


La vida de Closeau gira en torno a su mujer y al “Fantasma”, el ladrón de guante blanco que amenaza apoderarse de la
Pantera Rosa, el brillante más famoso del mundo. Así pues, advertido de las intenciones de ese maestro del robo que firma sus golpes dejando un guante blanco en la escena del delito, el inspector viaja a Italia, donde también se encuentra la princesa Dala (Claudia Cardinale), dueña legítima de la joya. Pero el torpe, desubicado, manejable y autocomplaciente policía no viaja solo, le acompaña Simone (Capucine), infiel con su marido y fiel al “fantasma” con quien colabora profesional y sentimental. El inspector nada sospecha, y eso que lleva diez años de matrimonio y de engaños que solo alguien tan enamorado, ingenuo e incompetente como él podría pasar por alto. Presentados los personajes principales y planteado el enredo con la joya de excusa, Edwards reúne a todos los personajes en una estación de esquí en el norte de Italia donde da rienda suelta a la mascarada protagonizada por hombres y mujeres que viven en la apariencia, en la ostentación y en un continúo estado de fiesta. Dentro de ese glamour irrumpe el inspector, un hombre que nada tiene que ver con ese hábitat en el que sir Charles se mueve como pez en el agua. Ahora sólo falta un elemento para que el juego se desarrolle en su plenitud, esa pieza llega de los Estados Unidos, y su nombre es George (Robert Wagner), el sobrino de sir Charles, un joven embaucador que abandonó el país como consecuencia de sus deudas. Finalmente, Edwards ya tiene todos los ingredientes, el grupo se encuentra reunido, el golpe a punto y la policía al acecho. De ese modo, el desenfreno se alza con el control de las imágenes, del guión y de los personajes, las situaciones que se producen alcanzan momentos hilarantes, como podría ser la escena de los coches y la falsa cebra deambulando por una plaza donde un anciano no puede cruzar ni dar crédito a cuanto observa sin pronunciar palabra. Sin duda se trata de una escena divertida, cuya comicidad descansa en el sin sentido que observa el anciano y el que el público contempla. El desastre y el sinsentido son dos características constantes en las exitosas secuelas, en las que lo absurdo, el dibujo animado hecho carne, y Peter Sellers tendrán el protagonismo absoluto.




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