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jueves, 15 de mayo de 2025

Los timadores (1990)

Su segunda película estadounidense parecía confirmar el exitoso salto de Stephen Frears al cine hollywoodiense, que venía de triunfar con la coproducción angloestadounidense Las amistades peligrosas (Dangerous Liasons, 1988), que es tanto o más una película de su productor y guionista Christopher Hampton. Rodada en Francia, y con un reparto encabezado por actrices y actores estadounidenses —Michelle Pfeiffer, John Malkovich, Glenn Close—, no pierde su aire europeo, el cual desaparece en esta adaptación a la gran pantalla de la novela homónima de Jim Thompson, que fue una producción de Martin Scorsese, entre otros; lo que implicaba que hubiese un cineasta creativo y personal detrás, aunque muy diferente a Frears. A buen seguro, de ser dirigida por el director de Uno de los nuestros (Godfellas, 1990), la película habría sido otra, pero la labor del productor, como bien sabe Scorsese, que pone sus producciones en manos de Barbara De Fina, es facilitar y no entorpecer, aunque los haya que estorben más que resuelvan. En todo caso, Frears tuvo la película en sus manos y daba su segundo paso en una industria cinematográfica comercialmente más exigente que la británica, aunque se trate de un film de los llamados independientes. Y lo hizo sin tener que renunciar a sí mismo, como creador e individuo, ni a lo que venía haciendo en su etapa previa, la que le había posicionado como un director que miraba sin florituras estilísticas, aunque psicológica y narrativamente sin meter el dedo en la llaga —algo que sí venía realizando su compatriota Ken Loach— de la realidad británica e irlandesa contemporáneas: Mi hermosa lavandería (My Beautiful Laundrette, 1985), Ábrete de orejas (Prick Up Your Ears, 1987), Café irlandés (The Snapper, 1993) o La camioneta (The Van, 1996)…

Los timadores (The Grifters, 1990) era su primera ambientación estadounidense y, tras Detective sin licencia (Gumshoe, 1971) y La venganza (The Hit, 1984), su tercera incursión en el cine negro, pero, al contrario que estas, encaja a la perfección dentro del panorama norteamericano, tanto por la base literaria de Thompson como por la adaptación del también novelista Donald E. Westlake, autor de The Hunter, novela que dio pie a A quemarropa (Point Blank, John Boorman, 1967) y Payback (Brian Helgeland, 1999), aunque, a mi parecer, a años luz del genio de Thompson. La película bebe del cine negro pero filtrado por el estilo imperante en Hollywood en la década de los ochenta (y noventa), es decir, poca psicología (en la actualidad, apenas asoma) y mucho humo que vender. En todo caso, Los timadores es una buena adaptación, sobre todo para quien no haya leído el libro y, para quien, sí, no lo tengan en mente cuando observa al trío protagonista, un triangulo de pasión, decepción y deseo, en el que por momentos Roy (John Cusack) parece un pánfilo —sensación que no genera la lectura de la novela—; y Moira (Annette Bening) y Lilly (Angelica Huston) dos estereotipos. En todo caso y aunque apenas varíen en apariencia, estos tres personajes —Frears y Westlake eliminan uno y reducen la presencia de otro, ambos fundamentales en la evolución, contradicción y decisión de Roy—, no pueden estar más alejados de los del texto literario, al reducir su psicología a clichés. Así queda mitigado el lado edípico y el conflicto siempre presente de Roy, tanto respecto a su madre como al resto de mujeres, así como su encrucijada existencial en un mundo sin apenas opciones, pues las que hay se reducen a dos: seguir delinquiendo o hacer de su tapadera de vendedor su única profesión. Por supuesto que Frears sabe que no es Thompson, a quien admira su narrativa y su capacidad de equilibra ritmo, precisión, contundencia y estado emocional de sus personajes. Al escritor le interesa más el poso, la psicología, el desequilibrio interior-exterior de Roy, sus deseos edípicos, sus dudas, sus frustraciones, su lastre: un pasado que condiciona su presente y que también marca el de los otros dos personajes de entidad, convirtiéndoles en víctimas y victimarios en entornos egoístas en los que no desentona; mientras que Frears no logra acceder a ese estado emocional subcutáneo. Entonces, opta por lo seguro. Hace prevalecer la intriga narrativa, detallando allí donde el escritor no ve necesidad de hacerlo y creando, sin alejarse del argumento literario, su película…



viernes, 4 de octubre de 2024

Alta fidelidad (2000)

Se puede saber mucho o poco de alguien a través de los libros que lee y acumula en las estanterías y en el suelo de su casa, por las películas que ve y por la música que escucha y que años atrás, seguramente, en forma de vinilos, casetes o cd’s, también ocuparían parte de la superficie de su hogar (hoy, en algunos casos, también). En una escena de Alta fidelidad (High Fidelity, 2000), Rob (John Cusack) parece confirmar esta idea cuando le dice a Dick (Todd Louiso) que podría contarle la historia de su vida y de sus relaciones amorosas a través de los vinilos que acumula en su apartamento. Sin duda, podría hacerlo y no acabaría hasta el día del juicio final, tal vez mientras sonase de fondo un requiem, un Knockin’ on Heaven’s Door, preferiblemente, la original de Bob Dylan, o un Highway to Hell que condujese a ninguna parte o a la inexistencia en la carretera de la corriente continua y alterna. Y sin duda, Alta fidelidad fue uno de los grandes éxitos hollywoodienses del británico Stephen Frears, que llevaba a la pantalla la novela de Nick Hornby, trasladándola de Londres a Chicago y contando con el protagonismo de John Cusack, a quien ya había dirigido en Los timadores (The Grifters, 1990). Tras experiencias no demasiado gratificantes con el sistema Hollywood, pongamos por caso Héroe por accidente (Hero, 1992) y Mary Reilly (1995), que eran películas de presupuesto A y con estrellas de primer orden, Frears encontró mayor libertad en este film “independiente” en el que Cusack, también coproductor de la película, da vida a Rob Gordon, un llorón de amores que, solo atento a su ombligo, narra directamente al público sus fracasos sentimentales con las mujeres que le han marcado y hecho sufrir, lo cual permite los distintos saltos en el tiempo que se suceden con el presente que observamos en su tienda de discos y en su cotidianidad y fuera de ella, ya sea en solitario o al lado de sus dos amigos y empleados, Dick y Barry (Jack Black), en apariencia dos opuestos, pero “melómanos” a quienes le une el infantilismo y su pasión por la música, aunque sus gustos difieran y Barry, pesado como solo él puede serlo, siempre parezca querer tocar las narices al resto. Ese es su papel, el de “graciosillo malote”, el de quien mostrando “la hucha” cree rebelarse, mientras que el de Cusack consiste en ser el guía que, insistente en su egoísmo, desvela los pesares y contradicciones de un joven de apenas treinta años que, creyéndose diferente, no acepta lo que cualquier singular respecto a su entorno y siente como la vida, en su vertiente amorosa, le vuelve a dar la patada; en lugar de preguntarse si sus inseguridades tienen parte de culpa o, tal vez, podría simplificarlo todo con un simple  “¿y qué, si todavía estoy en tiempo de seguir viviendo y cargándola?”…