Se puede saber mucho o poco de alguien a través de los libros que lee y acumula en las estanterías y en el suelo de su casa, por las películas que ve y por la música que escucha y que años atrás, seguramente, en forma de vinilos, casetes o cd’s, también ocuparían parte de la superficie de su hogar (hoy, en algunos casos, también). En una escena de Alta fidelidad (High Fidelity, 2000), Rob (John Cusack) parece confirmar esta idea cuando le dice a Dick (Todd Louiso) que podría contarle la historia de su vida y de sus relaciones amorosas a través de los vinilos que acumula en su apartamento. Sin duda, podría hacerlo y no acabaría hasta el día del juicio final, tal vez mientras sonase de fondo un requiem, un Knockin’ on Heaven’s Door, preferiblemente, la original de Bob Dylan, o un Highway to Hell que condujese a ninguna parte o a la inexistencia en la carretera de la corriente continua y alterna. Y sin duda, Alta fidelidad fue uno de los grandes éxitos hollywoodienses del británico Stephen Frears, que llevaba a la pantalla la novela de Nick Hornby, trasladándola de Londres a Chicago y contando con el protagonismo de John Cusack, a quien ya había dirigido en Los timadores (The Grifters, 1990). Tras experiencias no demasiado gratificantes con el sistema Hollywood, pongamos por caso Héroe por accidente (Hero, 1992) y Mary Reilly (1995), que eran películas de presupuesto A y con estrellas de primer orden, Frears encontró mayor libertad en este film “independiente” en el que Cusack, también coproductor de la película, da vida a Rob Gordon, un llorón de amores que, solo atento a su ombligo, narra directamente al público sus fracasos sentimentales con las mujeres que le han marcado y hecho sufrir, lo cual permite los distintos saltos en el tiempo que se suceden con el presente que observamos en su tienda de discos y en su cotidianidad y fuera de ella, ya sea en solitario o al lado de sus dos amigos y empleados, Dick y Barry (Jack Black), en apariencia dos opuestos, pero “melómanos” a quienes le une el infantilismo y su pasión por la música, aunque sus gustos difieran y Barry, pesado como solo él puede serlo, siempre parezca querer tocar las narices al resto. Ese es su papel, el de “graciosillo malote”, el de quien mostrando “la hucha” cree rebelarse, mientras que el de Cusack consiste en ser el guía que, insistente en su egoísmo, desvela los pesares y contradicciones de un joven de apenas treinta años que, creyéndose diferente, no acepta lo que cualquier singular respecto a su entorno y siente como la vida, en su vertiente amorosa, le vuelve a dar la patada; en lugar de preguntarse si sus inseguridades tienen parte de culpa o, tal vez, podría simplificarlo todo con un simple “¿y qué, si todavía estoy en tiempo de seguir viviendo y cargándola?”…
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