lunes, 21 de octubre de 2024

Volver a empezar (1982)

Definir la vida resultaría un ejercicio bastante más complejo que compararla con una caja de bombones, que limita los sabores y expone en su exterior los tipos que contiene, aunque dicha comparación quede bonita cara la galería y el público la retenga en su memoria colectiva. Lo sepamos o lo ignoremos, la existencia está marcada por factores externos e internos, por el tiempo que avanza sin opción a regresar a un punto anterior, por su final, del que vamos cobrando conciencia a medida que pasan los años y somos testigos de la muerte de otros. <<Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir>>, escribió Manrique. Pero tampoco podría definirse en unos versos inolvidables y geniales; o como una canción que, una vez escuchada, puede ponerse de nuevo y volver a sonar desde el principio; ni como un folio escrito a lápiz en el que borrar los errores y las faltas (que nunca sabemos que lo son en su presente) y escribir nuevas líneas, corregidas, como si lo “borrado” nunca hubiese existido. Más que nada, la vida es y hay que vivirla con sus sabores y sinsabores; con lo que, a posteriori, suponemos aciertos y errores. Vivir siempre es un punto de arranque, aunque no podemos volver a escribir lo ya escrito, ni empezar en un folio en blanco, pues solo nos queda ser donde estamos, porque ya somos otros distintos a quienes fuimos. Lo vivido, las elecciones, las decisiones, lo que pudimos escoger, lo que dejamos y aquello que nos fue impuesto a lo largo de cada recorrido vital puede olvidarse o recordarse, pero nunca borrarse porque, para bien o para mal, lo que fue es y, de algún modo, forma parte indisociable y homogénea de nuestro presente que, a su vez, formará parte del por venir. No somos dueños del pasado, solo lo portamos en nuestras historias; no podemos volver a él, ni podemos corregir ni enmendar aquello que fue y que, tiempo después, genera arrepentimiento o el deseo de regresar. Las pérdidas se acumulan y agudizan la nostalgia que asoma con los años que nos separan de entonces, cuando el ayer era el hoy, cuando lo que pudo y no llegó a ser era una posibilidad, no la realidad que siguió. No se vuelve sobre los pasos andados, salvo en la poesía y en los sueños, en la nostalgia y en el deseo, puesto que lo andado queda atrás; vivimos condenados a ser en el en la continuidad que va a dar en la mar, aunque existan rupturas, que no son más que momentos del camino.

Volver a empezar puede acariciarse en la ensoñación y también en el cine, lo hace Edgar Neville en La vida en un hilo (1945), cuando muestra dos existencias paralelas de la misma mujer, pero no puede materializarse más allá del sueño. Fuera de él, chocamos con la realidad en la que nos encontramos; aunque tal realidad no implica que no podamos vivir la ilusión de un comienzo o de un retorno como el expuesto por José Luis Garcí al inicio de Volver a empezar (1982), titulo que Garcí, nostálgico, cinéfilo, futbolero y mitómano, toma del tema de Cole Porter Begin the Beguine. Su melancólico regreso se abre con imágenes de Gijón: casas, grúas portuarias, el ferrocarril, la estación, el viajero, el viejo cine Robledo, el paseo, el Molinón, la playa y el campo de fútbol, la pescadería municipal, la mirada evocadora de Antonio (Antonio Ferrandis), escritor y ex del Sporting que regresa a sus raíces después de tantas décadas ausente, la nostalgia que porta su mirada y las notas musicales de Canon en D mayor de Johann Pachelbel que la subliman… instantes que considero los mejores de la película. Durante el resto del film, Garcí pretende ser delicado, poético, cercano a sus personajes y a sus emociones, pero cae en la insistencia y la trampa, de un tono un tanto falso, y la narrativa no las supera; desprende sensiblería y redunda en esa idea del ayer en el hoy y se ubica entre la memoria y el reencuentro: el de Antonio, que se vio obligado a abandonar su hogar tras la guerra civil, y Elena (Encarna Paso), que se quedó en su tierra; y en el del escritor con su Gijón natal, con los hermosos paisajes costeros bañados por el Cantábrico y los parajes montañosos que recorre en soledad o con Elena. Mientras, la vida de ambos fluye entre la nostalgia, la idea de la muerte de uno, los espacios perdidos de los dos y otros que todavía resisten el inexorable e impasible devenir temporal que les sitúa lejos de quienes algún día fueron y los ubica en lo que son ahora: dos enamorados del amor que se tuvieron y que continúa latiendo. En su premiada historia de amor otoñal y melancólico e insistente, Garcí juega las bazas de dos temas musicales y de la hermosa postal asturiana que sirve de escenario para pasear la nostalgia de lo que fue y de lo que todavía no se ha perdido cuando se sabe que el tiempo se acaba. Pero tales bazas terminan siendo, más que la exteriorización de la emoción, los adornos de un decorado en el que Garcí sitúa al escritor, que conoce su realidad próxima y final. Le quedan entre seis y ocho meses de vida —comenta en la intimidad que comparte con su viejo amigo (José Bódalo)— y esta certeza introduce una melancolía diferente a la añoranza de los paraísos perdidos, aquellos en los que fue feliz durante su primera etapa vital, sino de la propia vida, que para él se apaga. Su muerte le condena a desaparecer, a no ser, y tal certeza agudiza sus ganas de revivir y de regresar a los rincones recorridos, sin la posibilidad de soñar el recorrer otros nuevos, junto a las personas queridas a lo largo de una existencia que, para Antonio Miguel Albajara, termina, pero no sin antes volver a sus orígenes y a la compañía de su primer amor, lo cual queda bonito, pero no deja de ser un “bonito” similar al de la caja de bombones…



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