domingo, 27 de octubre de 2024

José Rodríguez, matemático en su medida

Nadie se adelanta a su tiempo, decir lo contrario solo es una frase hecha que apenas expresa más que quien la escribe la emplea para ensalzar a ese alguien y sentir de sí mismo que ha dicho algo. En ambos casos, funciona en su propaganda y en la ausencia de contenido, tal como lo hacen los apodos comparativos “el Maradona de los Cárpatos”, “el nuevo Robert Redford” o “el DaVinci gallego”. Pero si bien todos podemos entender la frase, personalmente me resulta hueca e infecunda, como si al pronunciarla se estuviese abarcando y definiendo al individuo en cuestión, pero sin explicar un mínimo que aclare algo sobre él —en relación a su trabajo y a ese tiempo al que se adelanta y al otro al que va a parar, pues digo yo que en algún lugar ha de detenerse—, debido a la pereza mental tanto del emisor como del hipotético destinatario del mensaje. Pues no, ese “adelanta” es un vacío y un cliché más en un mundo lleno de ellos, que además olvida los antecedentes y así todo semeja fruto de una “generación espontánea”, inexistente en la ciencia, pues esta es en evolución, incluso en el error que puede conducir a un acierto inesperado. Lo más sencillo y justo es situar a ese alguien en su momento, haciendo ver que la excepcionalidad no se encuentra en adelantarse sino en situarse, en sentir curiosidad por lo que le rodea, por lo que le han inculcado y buscar explicaciones para las contradicciones y cuestiones que no dejan de reaparecer en una mente inquieta, que, aunque en minoría, las hay en todas las épocas. Situar en su momento explica más que extrapolar figuras excepcionales hacia el futuro, más si cabe cuando ya hablamos acerca del pasado. Eso es trampa, porque se juega con ventaja en un juego de niños, que es lo que parece en algunos casos la divulgación en nuestra actualidad, en la que se persiguen seguidores, admiradores, una masa económica. Se quiere adelantarse a su tiempo, pero sin tomarse el suficiente para lograr ya no transcender sino mostrar un poco de madurez (que reduciré a sentido común, estudio-trabajo, un mínimo de contenido propio y de respeto por lo ajeno, (auto)crítica y exigencia) en sus decires y en sus pareceres. Somos infantiles hasta para eso. Vamos a lo fácil y deprisa, a lo anecdótico, a llamar la atención con un cotilleo o con una expresión altisonante, con un “tic” decorativo que pretende pasar por seña de identidad original, pero que quizá sea parte de la estupidez que amenaza con imponerse y que sentencia sin juicio previo, estupidez que, obviamente, ayuda a hacernos más estúpidos y a no decir nada que realmente invite a cuestionarnos y a plantear un para qué, un cómo, un por qué o, simplemente, que nos depare un instante de respiro en el que reencontrarse…


Las personas son en su época y solo en ella se puede explicar qué les mueve y parte de quienes son. A finales del siglo XVIII y principios del XIX, el mundo se ve con otros ojos, tal vez más inocentes, románticos y ojipláticos que los actuales, pero también despierta a enfrentamientos entre la inamovilidad y la mayor curiosidad, avivada por la necesidad de explicarse fenómenos de su cotidianidad que pocos siglos antes se resolvían con un “es así por voluntad de Dios u origen divino” o ni siquiera significaban un segundo en el pensamiento humano. La razón y la ciencia habían despertado en las mentes más dispuestas, y mejor preparadas (por su acceso a una educación académica), a asumir el reto que se presentaba ante ellas. Cierto que la gran mayoría carecía de formación y de los mínimos conocimientos que les permitiese liberarse de las cadenas que suponían la ausencia de una educación emancipadora, pero una minoría empujaba hacia una evolución científico y social que aceleró a partir de la revolución copernicana. Había un mundo que conocer, estaba ahí y era el suyo; la sensación era esa y la realidad se abría a discusión. Que se lo digan a Galileo Galilei (1564-1642), a Isaac Newton (1643-1727), al matrimonio Lavoisier, Antoine Lavoisier (1743-1794) y Marie-Anne Pierrette Paulze (1758-1836), a Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829) o a Charles Darwin (1809-1882), que no se adelantaron a su tiempo, sino que lo observaron e intentaron explicar aquellos aspectos y fenómenos en los que se detuvieron. De adelantarse, habrían pasado de largo y hoy serían otros los que llenarían con sus nombres y sus estudios los libros de historia científica. Así, deteniéndose en su realidad (interna-externa), alguien como José Rodríguez González (1770-1824), destinado a la carrera religiosa por decisión familiar, tras estudiar filosofía y teología en la Universidad de Santiago, descubre que las matemáticas le proporcionan mayor satisfacción espiritual, por decirlo de algún modo… Ese alguien, natural de Bermés, una parroquia de Lalín (Pontevedra) —parroquia es el conjunto poblacional tradicional gallego y aún hoy sobrevive en nuestra geografía—, alcanza la cátedra en la Universidad compostelana y allí da el primero de muchos pasos en su curiosidad, en su afán por aprender y aprehender, en su vocación científica y en su talante liberal. << Rodríguez, en principio, fue un perpetuo estudiante. Es curioso repasar la correspondencia que de él se conserva en Santiago, y ver como desatiende sus obligaciones de enseñar por su afán de aprender. Porque Rodríguez tenía un talento un tanto enciclopédico: estudiaba difíciles cuestiones de Geodesia en París y en Londres y se dedicaba a la Mineralogía en Gotinga>>, escribe en 1927, en el diario El Faro de Vigo, el también lalinense e ilustre astrónomo y matemático Ramón María Aller Ulloa (1878-1966), que fue el primero en realizar una biografía de su paisano. Rodríguez camina en su realidad, en su tiempo, en algo que puede llamarse la curiosidad que le despierta al mundo de su época, fruto de la Ilustración, de la necesidad de saber, que le conduce al estudio y le abre a las posibilidades que se presentan ante sí: la mineralogía, el sistema métrico, la geodesia, el intercambiar ideas con contemporáneos como Jean-Baptiste Biot (1774-1862), junto a quien asoma en una página de Verne —su apellido luce junto a los de Biot y François Arago en la novela de Julio Verne Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el Africa austral (1872) y comparte protagonismo en O gran triángulo. Dous franceses e un galego nas illas Pitiusas (2022), libro en el que Francisco Díaz-Pierros Viqueira relata la expedición y medición llevada a cabo por Arago y Biot, en la que participó José Rodríguez—, Pierre-Simon Laplace (1748-1827) o Carl Friedrich Gauss (1777-1855), genios científicos con los que el matemático gallego se miraba de tú a tú porque también ellos vivían con la mente y los ojos abiertos en su entonces, sin retrasarse ni adelantarse a su en punto, solo descifrándolo, lo cual les deparó la genialidad que recordamos…

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