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domingo, 2 de junio de 2024

La partida (1967)

Aparte de ser un actor asociado al cine de François Truffaut, que fue quien le brindó su gran oportunidad cuando le quiso para ser su alter ego adolescente en Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1958) y, en evolución, en las posteriores películas que componen el ciclo sobre el personaje Antonie Doinel, Jean-Pierre Léaud interpretó para Jean-Luc Godard, Jacques Rivette, Glauber Rocha, Pier Paolo Pasolini, Jerzy Skolimowski, Aki Kaurismäki y Jean Eustache, entre otros cineastas que, como Philippe Garrel, Carlos Diegues y Tsai Ming-Liang, escapan a la norma y a las modas, para construir en cada título que compone sus filmografías un espacio cinematográfico propio, donde sus intereses, su creatividad y sus inquietudes marcan la diferencia. Nadie que haya visto Pocilga (Porcile, Pasolini, 1969), La partida (Le départ, Skolimowski, 1967), La noche americana (La nuit americaine, Truffaut, 1973), Contraté un asesino a sueldo (I Hired a Contract Killer, Kaurismäki, 1990) o La mamá y la puta (La maman et la putain, Eustache, 1973), por citar algunas en las que Léaud participó, podrá decir que son más de lo mismo. Son títulos que remiten a sus respectivos autores, aunque algo en ellos resulte común: la presencia del actor francés, quien, si bien no considero de talento desbordante, no me cabe duda que se trata de un icono del cine de “autor” francés, europeo y mundial.

En La partida rodó a las órdenes de Skolimowski, que se había trasladado a Bélgica, país que sería la primera parada del cineasta polaco en su errar, tras el exilio precipitado por la censura y la prohibición de ¡Manos arriba! (Rece do Gory, 1967), película secuestrada por las autoridades polacas y que el realizador no recuperaría hasta la década de 1980. La historia de La partida es bastante simple. Lo que importa es la rebeldía tanto del personaje principal como de las formas en las que el cineasta polaco se expresa. Crea una trama juvenil en la que el actor da vida a un alocado que sueña con participar en un rally. Como tantos jóvenes de qué edad sueña su triunfo y busca hacerlo realidad. Para lograrlo está dispuesto a lo que haga falta, desde engañar y tomar prestado un coche hasta sopesar la poco atractiva opción de agradar a una de las clientas de la peluquería donde trabaja, pues esa mujer madura le insinúa que podría dejarle su Porche, que es la marca con la que Marc (Léuad) se ha inscrito en la competición automovilística que ve como su vía hacia el éxito. La película, cuya ruptura remite a la de los “nuevos cines” europeos de los años sesenta, es vitalista, cree en la libertad y mantiene viva la esperanza: la posibilidad que imperaba antes del final del “espíritu” del 68. Aboga por esa rebeldía juvenil que se opone al anquilosamiento, postura vital que ya se encuentra en los trabajos anteriores de Skolimowski, quien, a través de las correrías de Marc y su romance con Michèle (Catherine Duport), celebra la rebeldía, el amor, la vida, con una narrativa caótica y desenfadada que parece querer patear el trasero del orden al que su protagonista no se adapta ni quiere hacerlo, otra cosa sería si puede o no hacerlo…



miércoles, 25 de octubre de 2023

El año de las lluvias torrenciales (1989)

El poeta Aleksandr Pushkin, considerado el padre de la literatura moderna rusa, murió a los 37 años en un duelo por herida de arma de fuego. Romántico y evitable final para el gran literato que abría con su obra el camino para los Dostoievski, Gogol, Lermontov, Turgenev, Tolstoi… En El año de las lluvias torrenciales (Torrents of Spring, 1989), basada en un relato del penúltimo de los nombrados, hay un duelo de honor a pistola similar al de Pushkin, pero el protagonista, Dimitri Sanin (Timothy Hutton), no es poeta ni muere en el enfrentamiento, pues los disparos de su oponente no le alcanzan y ambos se dan por satisfechos. Como Turgenev, el duelista es ruso y reside en Alemania, y como Pushkin, supuestamente, se bate por el honor de la mujer a la que ama: Gemma Rosselli (Valeria Golino), prometida con un hombre anodino, pero de posición económica que la madre (Francesca De Sapio) de la joven mira con ojos ambiciosos; igual que no verá mal la propuesta matrimonial de Sanin, cuyo origen aristócrata y sus tierras en Rusia son aval suficiente para que la madre cambie de parecer y dé la aprobación para el matrimonio de su hija con el protagonista, también narrador de esta evocación cinematográfica de la felicidad y del ímpetu existencial que rememora.

Las imágenes no son hechos, sino la memoria que, desde su madurez cercana a la ancianidad, el personaje de Hutton evoca en la distancia que le separa y le acerca el tiempo de felicidad y pasión ya perdido. Aquel año que el título de Turgenev simboliza en “las lluvias de primavera”, un fenómeno torrencial e imprevisible como el pasional encuentro de Sanin y las dos hermosas mujeres de las que se enamoró por aquellos días de su ya lejana juventud. El resultado de este doble romance cinematográfico es una de las producciones más lujosas de Jerzy Skolimowski, que contó con una espléndida fotografía de Dante Spinotti y Witold Sobocibski, con el diseño de Francesco Bronzi y la partitura de Stanley Mayers, y un film pasional, pero que no logra transmitir en plenitud las emociones ni la desbordante pasión que se supone a los enamorados, sobre todo a Maria (Nastassja Kinski), caprichosa, casada y rica heredera, y al narrador, que inicia su idilio con esta, cuando ya se ha prometido con Gemma. Quizá la película se desapasione porque Skolimowski no busque la explosión emocional que se supone a los enamorados, sino debido a que su protagonista no vive en la historia, la evoca a las puertas de la muerte, pues, al inicio del film, Sanin navega hacia el olvido; es decir, los hechos quedan atrás, ya solo le resta evocar aquel momento vivido. Los recuerda y reconstruye en la memoria de un instante de melancolía y tristeza en la que solo, imposibilitado, sin opción de recuperar la felicidad y juventud perdidas, emprende su último viaje.

domingo, 21 de mayo de 2023

El fácil triunfo (1965)


Jerzy Skolimowski ha sido él y él ha sido muchos, siendo siempre él mismo. Una vez licenciado en Literatura e Historia por la Universidad de Varsovia se lanza a la aventura de vivir: boxea, actúa, escribe poemas, una obra teatral, guiones para Andrzej Wajda, para Roman Polanski y para él mismo, por ejemplo en su primer largometraje, Señas de identidad desconocidas (Rysopis, 1964), que también protagoniza, igual que hará en el segundo, El fácil triunfo (Walkower, 1965), al dar vida al mismo personaje: Andrzej Leszczyc. Más adelante, pinta, pero, no por multidisciplinar, deja de ser el individuo rebelde que no acepta que le encierren en un cuadrilátero simbólico; encierro que sí parecen sufrir sus personajes, sin ir más lejos los obreros de Trabajo clandestino (Moonlighting, 1981), una de sus películas más conocidas, sino la más. Son víctimas de sistema, de su burocracia y de su mala leche kafkiana. Nadie parece ser dueño de su destino, tampoco parece haber uno para ellos, al menos no lo hay para Andrzej, el protagonista de El fácil triunfo, aunque llegue a una nueva ciudad donde no habrá ningún nuevo comienzo, aunque quizá sí repetirse la misma historia de siempre. En la estación donde se encuentran los dos protagonistas, Andrzej y Teresa (Aleksandra Zawieruszanka), ambos quedan individualizados entre una multitud a la que Skolimowski no presta más atención que para señalar una sensación de irrealidad que se irá haciendo más fuerte a lo largo de la película.


Todo apunta que Andrzej baja del tren no porque sea su destino, sino porque ha descubierto a Teresa y quiere estar con ella. Es el día de su cumpleaños, a unas horas de cumplir los treinta. Poco más sabemos de él: que suspendió los exámenes universitarios y que ha boxeado. La individualización de ambos en ese entorno viene a corroborar una tendencia del momento en los nuevos cines del este de Europa, aquellos surgidos durante el “deshielo”. Las películas individualizan a sus personajes. Les hacen personas, como si esa individualización fuese su forma de decir basta al realismo socialista que había sido impuesto oficialmente en las artes. Los protagonistas de estas nuevas olas suelen ser jóvenes o desencantados, o ambos, que se descubren rodeados y atrapados en la desilusión, con ganas de apartar esa sensación de encierro. Pero en el caso de Andrzej, parece alguien a quien ya le es indiferente su entorno, quizá porque ya ha intentado escapar, lograr algo, luchar sin conseguir nada, debido a la ausencia de oportunidades, al cansancio vital ante la presión invisible pero ejercida por los dos poderes que rigen el país, dos “religiones” enfrentaras (catolicismo y comunismo). En medio de ambas, se sitúa la persona: la que se identifica con una u otra ideología, con ninguna, quien las sufre, quien intenta alejarse, quien nada puede hacer para conseguirlo, porque regresa a un punto que implica la pérdida de identidad individual y la aceptación de lo grupal, de su dominio sobre lo personal, sin cabida en un espacio que imposibilita, lo que vendría decir que ni niega ni afirma al individuo, lo condena a vagar de aquí para allá, en un rondo sin fin…



sábado, 22 de abril de 2023

Jerzy Skolimowski. Señas de identidad


Antes de la invasión alemana de Polonia, su padre se dedicaba a la arquitectura, pero la nueva situación obligó a dejar los diseños y a formar parte activa de la resistencia, en la que luchó hasta que fue apresado (y ejecutado) por los nazis. Durante el conflicto, su madre tampoco se quedó quieta y ocultó a una familia judía. Son dos ejemplos que calarían en el pequeño Jerzy, cuya infancia vivía el devenir histórico que unos pocos habían decidido para él y para tantas decenas de millones más. Por entonces, no había fuga posible de la tempestad nazi; pero sí pudo escapar de las peores consecuencias de los bombarderos aéreos (fue rescatado bajo los escombros). Los primeros años en la vida de Jerzy Skolimowski, como la de tantos polacos (y no polacos) que sufrieron en primera persona la Segunda Guerra Mundial, son inenarrables. Con esto quiero decir, que por mucho que se narren o se filmen es difícil captar el momento: el horror, la tensión, los miedos, las heroicidades y las villanías y el resto de lo vivido y sentido, que podrían dar una idea aproximada del panorama existencial, humano, criminal e histórico imposible de transmitir en su complejidad, y en su realidad experimentada, a las generaciones que, para su fortuna, no lo sufrieron. La infancia y la juventud de Skolimowski se encuentran marcadas por el nacionalsocialismo alemán y el comunismo polaco. El primero, le afectó directamente de niño, durante la ocupación. El segundo, durante su formación, su periodo de poeta y en sus primeros pasos por el cine; también le dio un empujón hacia el exilio tras ¡Arriba las manos! (Rece do Gory, 1967), película que no recuperaría hasta 1980.

Avanzada la contienda, el ejército soviético liberó Polonia de las tropas alemanas; lo que implicó la liberación, quizá una diferente a la esperada por muchos, puesto que no tardó en descubrirse que liberación no era sinónimo de libertad. Como en otros países del este europeo, Polonia se vio envuelta en un enfrentamiento interno por el poder; el suyo, entre el nacionalismo católico y el comunismo. Esta lucha asoma al final de la contienda mundial, como apunta Andrzej Wajda en Cenizas y diamantes (Popiol i diamant, 1958). Aprovecho para decir lo ya sabido: Wajda fue un cineasta clave en la generación posterior (la tercera de cineastas polacos), la de Roman Polanski, Krzysztof Zanussi y Skolimowski, como antes lo había sido Alexander Ford para la suya, la segunda, la de los Andrzej Munk, Wojciech Jerzy Has y Jerzy Kawalerowicz, los grandes renovadores del cine polaco. Finalmente, el comunismo se hizo con el control. Por entonces, el futuro director de El grito (The Shout, 1978) ya era un adolescente rebelde, pero no era rebelde por ser adolescente. Es decir, sí era uno más que se rebelaba contra el orden de los mayores —esa rebeldía adolescente es necesidad vital de la juventud en la búsqueda de su principio, de su afianzamiento y de su fin, que parece tan engañosamente lejano—, pero, además, lo rechazaba porque era consciente de ese orden impuesto intentaba limitar, incluso eliminar, las características individuales: la libertad de escoger quién ser; como si deseas ser cien distintos, uno cualquiera o ninguno. Polanski, por ejemplo, lo vio venir y salió rumbo a Reino Unido después de su primer largometraje: El cuchillo en el agua (Noz W Wodzie, 1962), cuyo guion había elaborado al lado de Skolimowski, quien ya había escrito el de Los brujos inocentes (Niewinni czarodzeije, Andrzej Wajda, 1960), en la que también actúo, interpretando a un boxeador. En su vida real, había boxeado y, como boxeador, también actúa en sus dos primeros largometrajes como director: Señas de identidad desconocidas (Rysopis, 1964) y El fácil triunfo (Walkower, 1965), dos películas  que junto La barrera (Barriera, 1966) forman una trilogía “rebelde” sobre la juventud polaca de la época.


Filmografía (largometrajes)

Señas de identidad desconocidas (Rysopis, 1964)

El fácil triunfo (Walkower, 1965)

La barrera (Bariera, 1966)

La partida (Le départ, 1967)

¡Arriba las manos! (Rece do gory, 1967)

Dialog 20-40-60 (1968) (episodio)

Las aventuras de Gerard (The Adventures of Gerard, 1970)

Deep End (1970)

El salto del tigre (King, Queen, Knave, 1972)

El grito (The Shout, 1978)

Trabajo clandestino (Moonlighting, 1982)

El éxito es la mejor venganza (Success Is the Best Revenge, 1984)

El buque faro (The Lightship, 1985)

El año de las lluvias torrenciales (Torrents os the Spring, 1988)

30 Door Key (1991)

Cuatro noches con Anna (Cztery noce z Anna, 2008)

Essential Killing (2010)

11 minut (2015)

Eo (2022)




domingo, 16 de abril de 2023

Cuatro noches con Anna (2008)

Tras diecisiete años sin estrenar una película, desde 30 Door Key (1991), periodo que dedicó a la pintura y a realizar exposiciones en diferentes ciudades, Jerzy Skolimowski regresaba al cine con Cuatro noches con Anna (Cztery noce z Anną, 2008). Era el regreso de uno de los grandes cineastas que ha dado el cine polaco, también uno de los más rebeldes e inconformistas, como delata su expulsión del país como consecuencia de su Arriba las manos (Ręce do góry, 1967), película que no se estrenaría hasta 1981. Este trotamundos del cine ofrece en su retorno una película de soledad y aislamiento: triste, oscura, pesimista, por momentos perturbadora. Es la historia de un encierro, de un amor y una obsesión, que son una, de dos víctimas de tantas que pueden existir en un mundo gris que condena a inocentes como Leon (Artur Steranko) o Anna (Kinga Preis). Desde el primer momento hasta el final, cuando definitivamente se confirma el muro, el encuadre atrapa a su protagonista masculino. La sensación de que está atrapado no hace más que crecer a lo largo de este film que Skolimowski escribió en colaboración de Ewa Piakowska. Lo está en el pasado y en el presente, lo estará también en el futuro. De ese modo, los tiempos se confunden; son similares, salvo por esos cuatro días en los que Leon sueña su amor correspondido.

Mirón y falso culpable, el personaje se cuela en la habitación de Anna, a quien confiesa sus sentimientos y entrega una alianza en señal de su amor, nacido en el pasado, un amor que ella desconoce pero que la arropa mientras duerme inconsciente de la presencia de su intruso enamorado. Skolimowski muestra almas en pena, rompe la linealidad temporal y apunta aspectos del presente (la soledad del protagonista, su incapacidad para acercarse a otros, sobre todo a la mujer que ama y a quien no puede acceder, salvo de forma clandestina) y del pasado, como la violación de la que fue víctima Anna y Leon testigo inocente y falso culpable de ese crimen por el que fue condenado a prisión. Allí, durante su encierro, apenas mostrado en pantalla, también él sufrió malos tratos y fue violado. Pero no siente odio, ni rencor, solo amor hacia esa mujer con quien solo intercambió una mirada fugaz en aquel momento que los marcó a ambos. Cuatro noches con Anna no precisa diálogos para expresarse, el director polaco sabe que las imágenes, el montaje, el tiempo y el espacio cinematográficos le permiten hablar y comunicar las sensaciones y las emociones. Y eso es lo que hace, a su gusto, consciente de que a esas alturas de su carrera puede hacer el cine que quiere, algo que ya hizo en sus inicios y siempre intentó hacer; y por ello acabó en el exilio, que no deja de ser otra forma de estar atrapado.

miércoles, 29 de mayo de 2019

El grito (1978)


¿Qué quiere decirme esta o aquella película o qué interpreto que quiere decirme? Es una pregunta tan válida como otra cualquiera para iniciar el comentario sobre un film que pretenda decir algo. Pero a veces cuesta encontrar una respuesta lógica o satisfactoria, y El grito (The Shout, 1978) se aleja de la coherencia para decantarse por una postura transgresora que la aleja de lo convencional y la adentra por una senda que, salpicada de personajes a cada cual más extraño y de sonidos y espacios opresivos, apunta desconcierto y desolación. ¿Es esto lo que quiso Jerzy Skolimowski? El cineasta polaco consiguió que su primera película inglesa, en la que adaptaba el relato homónimo de Robert Graves, deambulase entre la cordura y el desequilibrio, entre los límites de lo posible y la pesadilla que se hace más y más física a medida que la narración de Charles Crossley (Alan Bates) nos sumerge en la incomodidad de imágenes que al tiempo generan atracción y rechazo, posiblemente una lucha de opuestos reflejo de la experimentada por el matrimonio Fielding en su relación con Crossley. En un primer momento, me veo incapaz de definir qué presencio y, salvo el inicio y el final, que cierran un círculo ausente en el relato literario, la visualización del pasado que surge de la conversación entre Crossley y Robert Graves (Tim Curry) trae consigo la duda de si cuanto sucede en la pantalla se encuentra en la mente del primero, encierra veracidad o simboliza una idea que escapa a mi comprensión. Su relato se desarrolla durante el partido de cricket que se celebra en el campo del sanatorio psiquiátrico donde el autor de Yo, Claudio se convierte en un personaje cinematográfico más. Años después, volvería a asomar en la pantalla en Regeneration (Gillies MacKinnon, 1997), pero, a diferencia del film de MacKinnon, en el de Skolimowski la presencia del escritor adquiere relevancia significativa. Es el oyente de la fantasía, de la realidad o de la verdad adulterada por el recuerdo de un paciente a quien se supone ha perdido el juicio y asesinado a sus hijos. Graves es la conexión visible que la película establece con el público, y este asume e interpreta aquello que escucha y ve a través de él, y quizá lo haga igual de perplejo. Inicialmente, el escritor no tiene dudas, pero, a medida que avanzan los minutos, pierde seguridad respecto a lo que oye. No sabe qué pensar: si aceptar o no las palabras del paciente que asegura poseer el "grito del terror" que le fue concedido durante su larga estancia en una tribu de aborígenes australianos. Que Graves asome por la pantalla quizá sea lo único que tenga lógica aparente en el film, pues él es el narrador del relato literario que el realizador de Trabajo clandestino (Moonlighning, 1982) filmó más perturbador y abstracto que las lineas narrativas. Skolimowski rompe formas y borra los límites entre lo real y lo irreal; desdibuja dicha frontera y accede a un espacio inclasificable, puede que metafísico, seguro que inhóspito, misterioso y contradictorio, que potencia la sospecha, que no certeza, de que estamos escuchando y contemplando la alteración de Crossley como parte del rechazo del propio cineasta a lo convencional -a la apatía, al vacío y a la sumisión del cine de su época- que individualiza en los Fielding. Crossley habla de la relación de temor, deseo y sometimiento que estableció con la pareja, Anthony (John Hurt) y Rachel (Susannah York), y nosotros observamos atracción-rechazo y la ruptura de la cotidianidad de un matrimonio que vive en la aceptación de su fría monotonía, que el protagonista amenaza destruir con su desconcertante, inexpresiva y dominante presencia.

jueves, 9 de febrero de 2017

Trabajo clandestino (1982)



Miembro de la segunda generación de realizadores polacos surgidos tras la Segunda Guerra Mundial, Jerzy Skolimowski fue, junto a Roman Polanski, su compañero en la escuela de cine de Lodz, uno de los abanderados del nuevo cine desarrollado en Polonia en la década de 1960, primero como guionista, en el film de Andrzej Wajda Los brujos inocentes (Njewinni czarodzieje, 1960) y en El cuchillo en el agua (Noz w wodzie, 1962), el debut en la realización de largometrajes de Polanski, y posteriormente, ya como director, en Señas de identidad desconocidas (Rysopis, 1964) o Walkower (1965). Pero, al igual que otros cineastas de las distintas cinematografías de la Europa del Pacto de Varsovia, Skolimowski tuvo que exiliarse de su país natal para continuar su carrera profesional en el extranjero. Durante su deambular internacional, Bélgica, Estados Unidos o Reino Unido, rodó títulos como El grito (The Shout, 1978) o Trabajo clandestino (Moonlighting, 1982), uno de los más conocidos y acertados de su filmografía lejos de Polonia. La película aborda la situación político-social polaca de 1981 desde la perspectiva de Nowak (Jeremy Irons) y, en menor medida, desde la de los tres trabajadores clandestinos que lo acompañan en su aventura londinense, a la que han sido enviados por su jefe para que le rehabiliten la vivienda que acaba de adquirir. Skolimowski accede a la austera cotidianidad de los obreros en la capital inglesa días antes de que en Polonia se supriman libertades civiles, se ordene el toque de queda y se movilicen las tropas militares que, por casualidad, Nowak contempla a través de los televisores de una tienda de electrodomésticos. A partir de ese instante la precaria situación polaca se representa más si cabe en los operarios ilegales, ajenos a las comodidades y a la opulencia que observan en suelo inglés, donde les sorprende la abundancia de Coca-Cola en los supermercados, repletos de alimentos que en su país brillan por su ausencia, los relojes de pulsera que pretenden comprar o los televisores en color más nuevos que el adquirido a cambio de parte de los ahorros que se esfuman en menos de un mes. Pero el mayor acierto del film se encuentra en la contraposición de las imágenes con el pensamiento de Nowak, que guía la narración del mismo modo que él guía la realidad de sus compañeros, mano de obra barata que trabaja sin descanso en la casa del gerifalte de turno que los ha enviado a Londres para reducir a una cuarta parte los gastos que supondrían contratar a constructores y operarios británicos.


Debido a su condición clandestina, los trabajadores minimizan su contacto con el exterior, siempre bajo el control de ese capataz que los ha elegido <<porque son tan estúpidos que creí poder manejarlos>>. Acuden a la iglesia en domingo, los sábados se acercan a la cabina de teléfonos más próxima para recibir noticias de sus allegados y el resto de la semana reconstruyen paredes o cambian las cañerías. Su cotidianidad es austera, llena de privaciones, similar a la austeridad asumida por Skolimowski para desarrollar su analogía entre Polonia y sus protagonistas durante la estancia en Londres, donde Nowak pasa de su desconcierto inicial, los gastos superan sus previsiones iniciales, a la improvisación (engaño y robo) con la que solventa los problemas que van surgiendo a medida que transcurren los días. Él es el único que conoce el idioma, circunstancia que le permite erigirse en el líder de la operación que se desarrolla en la sombra, amenazada por su ilegalidad, pero también por la revuelta que estalla en Polonia y que oculta, tomando como excusa el bien de sus compañeros, aunque su actitud sería el reflejo de una dictadura, pues no duda en manipular y censurar la realidad hasta convertirse en una especie de tirano que tan pronto quema la correspondencia de uno de sus compatriotas como los encierra en el edificio para protegerlos (aislarlos) de los hechos que juzga innecesarios compartir, mientras se justifica diciéndose que <<no saben arreglárselas sin mí. Me necesitan>>.