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viernes, 21 de junio de 2019

El idiota (1951)


Frente a cualquiera que pretenda trasladar a la pantalla las novelas de Dostoievski se eleva un muro que no está construido de historias ni de personajes. Su material de construcción se compone de estados de ánimo, de acción interna en la que el exterior solo forma parte del decorado, de interioridades complejas y contradictorias que viven al borde mismo del abismo donde abrazan su dualidad, que en ellos se debate en eterna lucha, sin que un contrario se imponga sobre el otro. Es el abismo donde habitan aflicción y placer, el bien y el mal, lo divino y lo humano, la vida y la muerte. En definitiva, los personajes del escritor existen entre cielo e infierno como almas en constante ebullición, almas que nos conducen al pensamiento y a las experiencias vitales —su condena a muerte, su confinamiento en Siberia, su epilepsia, las deudas, su exilio europeo, la nostalgia o su desmedida afición al juego— del más grande descriptor literario de la humanidad (de su psicología) que encara su destino, por trágico que sea, como parte inseparable de sí misma. Por lo que nadie, salvo el propio Dostoievski, podría adaptar en toda su plenitud a Dostoievski. Este fue el imposible de Akira Kurosawa al adaptar El idiota bajo la sombra del novelista ruso. Su respeto hacia el autor que admira y su intención de dar forma audiovisual a la psicología expuesta en las páginas del libro, de reproducir lo intangible y asir lo inasible que encierra cualquiera de sus obras, jugaron en contra de la esencia cinematográfica del director de Rashomon (1950), contrariedad ausente en sus películas que adaptan obras de Shakespeare. Mantenerse fiel a emociones y dudas, a la psique y a la humanidad universal, que cobran cuerpo en el interior de otro, en el mundo de ideas y sensaciones ajenas, es un ejercicio que apunta a inútil, ya que se desconoce el terreno y, ante esta desorientación, resulta imposible dar con las formas que habitan en el otro. Una opción sería desnudar interioridades propias y, desde estas, alcanzar el estado emocional donde convergen las luces y las sombras dostoyevskianas, quizá las de todo ser humano.


Pero 
El idiota (Hakuchi, 1951) no es Kurosawa, fue el intento del maestro japonés de ser el genio ruso, posiblemente el narrador cuya obra sea la más inimitable de cuantas se hayan escrito; no por su narrativa, sino por el infinito que abarca y el salto a las profundidades que transmite con la fuerza de un volcán en erupción. Esta fuerza interior no se deja notar a lo largo del film; los protagonistas de Kurosawa no pueden expresar el universo emocional y pasional que es en sí mismo la naturaleza que da vida a los héroes de Dostoievski. Los del cineasta nipón se enfrentan a circunstancias externas que acaban afectando el interior. En ese instante viven, y lo hacen para solucionar conflictos mundanos, pero el conflicto de la eterna disputa con uno mismo, y de este con su destino, con su idea de lo divino, con la humanidad y con su necesidad de alcanzar la verdad no encajan con los héroes del cineasta. El protagonista de Memorias de la casa de los muertos (el propio autor), Raskolnikov en Crimen y castigo, Stavrogin en Los demonios o el príncipe Myshkin viven en el conflicto en sí, son su propio conflicto. Intentan conocerse para evolucionar hacia un estado que escapa de lo terrenal y que abraza lo universal. Por contra, Kurosawa despierta a sus personajes ante las necesidades puntuales: la de los granjeros en Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954), ante el conflicto moral y las diferencias sociales en El infierno del odio (Tengoku to jigoku, 1963), frente a la admiración y la amistad en Dersu Uzala (1975) o a la ambición y muerte que se desatan en Ran (1985). No son un mundo en sí mismos; necesitan el exterior para poder ser y, contrarios a la intemporalidad del alma dostoyevskiana, solo pueden ser en el momento; son su ahora. Dicha espiritualidad no la atrapa Kurosawa, al menos no consigue transmitirla con la fuerza constructiva-destructiva que, sin respiro, golpea las líneas escritas por el novelista.


Quizá por ello, más allá de gestos, muecas y palabras, en
El idiota solo Taeko (Setsuko Hara) logra hacer visible una interioridad que se sospecha de fuego y hielo, hecha de contrarios que se necesitan, que se buscan, y, como consecuencia, ella necesita tanto la apasionada y obsesiva imperfección de Akama (Toshiro Mifune) como la pureza idealizada en Kameda (Masayuki Mory), ideal del que Ayako (Yoshiko Kuga) también se enamora y al tiempo rechaza. Distintos, pero iguales, los antagonistas masculinos se conocen al inicio del film, cuando Kameda regresa de su cura en un hospital militar estadounidense. En ese instante confiesa que su enfermedad es la idiotez, también la llama demencia epiléptica, pero él no es un idiota, ni alguien simple, como reza el rótulo que nos introduce en su historia. Es un hombre que abraza su enfermedad y el sufrimiento que conlleva; también desea cargar sobre sus espaldas el dolor del mundo, servirle de redentor; es la compasión pura y genuina, aquella que algunos confunden con la supuesta idiotez. Incapacitado para la mentira, Kameda-Myshkin aspira a la perfección moral que nadie comprende, a amar a sus semejantes sin pedir nada a cambio. Su mundo es espiritual, de ahí que muestre un desinterés absoluto por los bienes terrenales, y en este punto, Takeo se iguala cuando quema un millón de yenes ante la perplejidad de quienes la desean y juzgan. Kameda no juzga el comportamiento o el pasado de la mujer, sino que reconoce en ella el sufrimiento, el dolor que quizá le permita purificarse, desea salvarla, desearía salvar a toda la humanidad, pero apenas hace; es su presencia compasiva, pero pasiva, y su perfección moral las que actúan sobre el resto de personajes, cual espejo que refleja sus luces y tinieblas.

lunes, 25 de marzo de 2019

Setsuko Hara. La sonrisa serena


La sonrisa suele ser uno de los primeros rasgos que captan la atención de propios y extraños. El arte y la cultura nos han deparado algunas como la de La Gioconda, la más ambigua, famosa y valorada de la historia, La sonrisa etrusca, título de la espléndida novela de José Luis Sampedro, o la permanente del antagonista del hombre murciélago en las viñetas, en la televisión y en la gran pantalla. Pero en el cine, una de las sonrisas inolvidables la encontramos en Setsuko Hara. Su gesto amable, emotivo y sincero permanece en la memoria de quienes la han visto dando vida a las Noriko, al tiempo iguales y distintas, que protagonizan tres películas de Yasujiro Ozu. Nacida como Masae Aida en 1920, además de esta magistral trilogía compuesta por Primavera tardíaPrincipios de verano y Cuentos de Tokio, la actriz de estatura superior a la media y de aspecto euroasiático protagonizó a las órdenes de Ozu Crepúsculo en Tokio, Otoño tardíoEl otoño de los Kohayagawa, películas que unidas a las anteriores la convirtieron en una leyenda del cine. Pero como todas las leyendas y todas las carreras cinematográficas, la suya tiene un principio y un final, el cual se produjo por decisión propia en 1963, cuando, para sorpresa y decepción del público japonés, anunció que se retiraba. Su retiro voluntario privó al cine de uno de sus rostros más luminosos y serenos, el rostro de una mujer que debutó en 1935 y que prolongó su trabajo delante de las cámaras durante veintiocho años y un centenar de títulos. Desconozco la mayoría, pero no aquellos que interpretó para cineastas indispensables como Akira Kurosawa -No me importa el mañana y El idiota-, Hiroshi Inagaki -Tres tesoros y 47 ronin, y Mikio Naruse en cinco títulos entre los cuales se cuentan La calle sin piedadLa voz de la montaña, Hijas, esposas y una madre. Pero, sobre todo, su presencia cobra inusual brillo en los films de Ozu, quien no dudó en escribir <<llevo más de veinte años haciendo cine pero es raro que una actriz entienda realmente lo que busco e interprete de esa manera soberbia que tiene Setsuko Hara de hacerlo. Su gama expresiva es restringida, pero es un tipo de actriz cortada a medida para determinados papeles, y esos los desarrolla hasta el último detalle. [...] Sostengo, sin embargo, y sin exagerar, que es la mejor actriz de cine que tiene Japón>>*. Y aunque esto pueda ser cuestión de gusto y de afinidades, las palabras del responsable de Cuentos de Tokio no resultan exageradas a la hora de valorar a la protagonista de las seis magistrales producciones que inmortalizaron la sonrisa y la humanidad de esta mujer cuya presencia traspasa la pantalla y hace real la imagen femenina de la posguerra japonesa: mujeres como Noriko, en quienes habitan modernidad y tradición, opuestos que cobran suma relevancia en la obra del inimitable realizador japonés. La carrera de Setsuko Hara se inició años antes de protagonizar Primavera tardía, comenzó cuando entró en Nikkatsu, donde su cuñado Hisatora Kunagai trabajaba dirigiendo películas, aunque no tardaría en firmar por el estudio Toho. Seguramente no fue una decisión fácil para una adolescente de quince años que casi tres décadas después, en el momento de decir adiós al cine, confesó que dedicar su vida a la actuación no fue una elección que la llenase, sino una solución para ayudar a mantener a su familia numerosa; con ella, eran ocho hermanos. El celuloide se presentó como un medio, aunque no para alcanzar la fama; de hecho, recuperó su nombre real y se apartó de la escena pública para vivir el resto de su existencia en la tranquilidad del anonimato. A pesar de ser la actriz preferida del público y de su enorme éxito profesional, nunca fue una apasionada de su profesión, menos aún del revuelo mediático que esta genera. De ahí que, aunque se convirtió en una de las grandes estrellas de la pantalla, guardó con celo su intimidad y privacidad. Quizá por todo ello, representase mejor que ninguna otra compañera de profesión a la heroína anónima y corriente, a la mujer, a la hija e incluso a la madre, a mujeres que sufren en silencio y al tiempo poseen gran entereza y equilibrio entre pasado y presente, mujeres que, en el cine de Naruse y Ozu, conviven y se debaten entre la tradición largamente arraigada en la sociedad japonesa y la modernidad que, durante la posguerra, empieza a florecer para generar conflictos generacionales y personales.



Filmografía parcial

Kochiyama Soshun (Sadao Yamanaka, 1936)

La hija del samurái (La nueva tierra) (Atarashiki tsuchi; Arnold Fanck y Mansaku Itami, 1937)

Chûshingura (Kajirô Yamamoto, 1939)

Hebihimesama (Teinosuke Kinugasa, 1940)

Futurai no sekai (Yasujirô Shimazu, 1940)

Soplos de aire juvenil (Seishun no kyriu; Osamu Fushimizu 1942)

Neppû (Satsuo Yamamoto, 1943)

No añoro mi juventud (Waga sishun ni kuinash; Akira Kurosawa, 1946)

El baile en la casa Anjo (Anjô-ke no butôkai; Kôzaburô Yoshimura, 1947)

Taifuken no onna (Hideo Ôba, 1948)

Ojôsan kanpai (Keisuke Kinoshita, 1949)

Blue Mountains (Aoi sanmyaku; Tadashi Inai, 1949)

Primavera tardía (Banshun; Yasujiro Ozu, 1949)

La calle sin piedad (Ikiri no machi; Mikio Naruse, 1950)

El almuerzo (Meshi; Mikio Naruse, 1951)


El idiota (Hachuki; Akira Kurosawa, 1951)

Tokyo no koibito (Yasuki Chiba, 1952)

La torre de los lirios (Himeyuri no Tô; Tadashi Imai, 1953)

Cuentos de Tokio (Tokyo Monogatari; Yasujiro Ozu, 1953)

La voz de la montaña (Yama no oto; Mikio Naruse, 1954)

Aijo no keesan (Shin Saburi, 1956)

Chaparrón (Shû u; Mikio Naruse, 1956)

Crepúsculo en Tokio (Tokyo Boshuku; Yasujiro Ozu, 1957)

Tres tesoros (Nippon tanjo; Hiroshi Inagaki, 1959)

Hijas, esposas y una madre (Musume tsuma haha; Mikio Naruse, 1960)

Otoño tardío (Akibiyori; Yasujiro Ozu, 1960)

El otoño de los Kohayagawa (Kohayagawa ke no aki; Yasujiro Ozu, 1961)

47 Ronin (Chûshingura; Hiroshi Inagaki, 1962)

*Yasujio Ozu (de la traducción de Amelia Pérez de Villar). La poética de lo cotidiano. Escritos sobre cine. Gallo Nero Ediciones, S. L., Madrid, 2017

viernes, 2 de noviembre de 2018

La voz de la montaña (1954)


Algunas de sus películas presentan temas comunes que remiten a su tiempo, a la situación de la familia, de los hombres y de las mujeres. Son radiografías de la sociedad japonesa a través de la interioridad de sus personajes, reflexiones introspectivas, pausadas y rítmicas que conectan el cine de Mikio Naruse y el de Yasujiro Ozu, más allá de que ambos fueron dos grandes cineastas de estilos diferentes que triunfaron antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Un ejemplo de esta conexión se encuentra en las protagonistas femeninas interpretadas por Setsuko Hara para ambos realizadores, cuya presencia en la pantalla no solo desvela la delicadeza de sus facciones ni la sonrisa serena que brota para iluminar las sombras de películas como La voz de la montaña (Yama no oto, 1954). Su rostro es el silencio y su mirada nos abre una puerta a la interioridad, resignada y comprensiva, también melancólica y generosa, aunque el caso de Kikuko, la protagonista de este magistral film de Naruse, también se esconde la rebeldía. Esta es la imagen de Kikuko, quien calla y se esfuerza por mantenerse a flote en una soledad que solo mitiga en compañía de su suegro (Yô Yamamura). Kikuko no es una heroína al uso, ni tampoco una heroína de Ozu, ella es una mujer que silencia su dolor en una cotidianidad que la ningunea y la golpea, y que ella asume con la dignidad, la entereza y la fuerza de voluntad que la llevará a revelarse. En este crudo, pesimista y al tiempo delicado drama de Naruse, la actriz representó al personaje con la naturalidad que se observa en sus colaboraciones con Ozu, quizá el cineasta que mejor supo aprovechar el talento y los rasgos de Hara para desvelar el sufrimiento, el sacrificio y la soledad sin necesidad de palabras.


Con el silencio también Naruse describe a Kukiko en su cotidianidad familiar, dentro de una familia en la que las distancias se agrandan y el dolor se asienta para formar parte de la monotonía de todos sus miembros. Kukiko vive con su esposo y con sus suegros, sin embargo, parece más una hija que la mujer de Shuichi (Ken Vehara), quien apenas para en casa y cuando lo hace solo muestra indiferencia y reproche. Kukiko sufre este distanciamiento minimizándolo en sus atenciones domésticas y en su condición de la hija japonesa que cuida de sus padres (políticos) en la vejez. Pero Kikuro no puede continuar resistiendo una vida que la oprime y castiga, una vida que solo encuentra consuelo en la relación de complicidad y de reconocimiento que mantiene con su suegro, quien, como ella, muestra una apariencia externa tranquila, aunque rebosa preocupación por el presente matrimonial de sus dos hijos, aunque sin pensar en el por qué Shuichi engaña a Kukiko con otra mujer ni por qué su hija Fusaku (Chieko Nakakita) abandona a su marido y regresa con sus dos hijas a casa. Todos ellos son seres que silencian el dolor que sufren y viven en la soledad del fracaso existencial que Naruse apunta desde la sencillez y el lirismo de imágenes que no juzgan a los personajes, cuyos silencios son más elocuentes que las conversaciones que omiten las heridas, la desesperanza, los egoísmos o la rebeldía asumida por Kikuko hacia el final del film, cuando rompe las cadenas que la atan a una existencia que la somete a una vida que solo encuentra sentido en los momentos compartidos con su suegro, desde quien tenemos acceso a una segunda realidad dolorosa: aquella que el realizador nos descubre avanzado el metraje.

lunes, 7 de mayo de 2018

Principios de verano (1951)

Su maestría era tal, que las emociones en sus personajes fluyen o se contienen naturales como la vida que transcurre en ellos y ante ellos, como si nada pasara y pasando todo. Apenas nos percatamos que hay una cámara o una planificación minuciosa detrás, pues la una y la otra solo son recursos que, entre otros, le permitían elaborar con imágenes y silencios su poesía, tan humana que, cuando la contemplamos, algunos comprendemos que estamos ante algo que no sabemos cómo definir, aunque sí sabemos que nos está calando en lo más hondo, quizá porque sus películas no dejen de ser reflejos de emociones que sentimos y compartimos, en definitiva, son sinceros reflejos de vida. Así era el cine de Yasujiro Ozu, un cine de matices, sutil y sugestivo que atrapa y no se olvida, un cine que encuentra su principio y su final en la interioridad humana, a menudo golpeada por circunstancias cotidianas que generan preocupaciones contenidas o exteriorizadas en susurros nunca forzados, ni insistentes, ya que todo cuanto se observa en los encuadres fluye (o se congela) desde la distancia que Ozu y su cámara asumen como muestra de respeto hacia los personajes, hacia sus emociones expresadas en pocas palabras, en silencios prolongados, en la contención expresiva de cuerpos y rostros o en las omisiones que posibilitan mayor conexión entre ellos y el público. Como reflejo de vida, en el cine de Ozu hay cabida para instantes de tristeza, humor y felicidad, fugacidades que surgen de las relaciones cotidianas, entre ellas las familiares, y del pacífico y silencioso enfrentamiento entre tradición y modernidad que se produce sobre todo en su cine de posguerra. Principios de verano (Bakushû, 1951) es un magnífico ejemplo de este choque de opuestos que cohabitan sin aparente conflicto, pero sobre todo es un magnífico ejemplo de la poética cotidiana de un cineasta diferente que encontró en Chishû Ryû el rostro del hombre corriente y en Setsuko Hara la actriz ideal para interpretar a mujeres como Noriko, cuya existencia gira en torno a su familia, aunque asumiendo su propia identidad dentro del conjunto que, avanzado el metraje, intenta decidir por ella un matrimonio que no le interesa. No se trata de una imposición familiar, tampoco de un acto de rebeldía por parte de la muchacha, se trata de la preocupación de los familiares, que encuentra su explicación en la tradición cultural japonesa. Para la madre (Chieko Higashiyama), el padre (Ichirô Sugai) y el hermano (Chishû Ryû), el matrimonio de Noriko es la garantía para el futuro bienestar de una mujer de veintiocho años que no tiene pareja, ni prisa por encontrarla. Noriko trabaja de secretaria y siempre luce la dulce sonrisa que delata el optimismo con el que interpreta su presente, pero su familia, incluso su jefe (Shûji Sano), mueven pieza para alejarla de la soltería, aunque a ella su estado civil no le preocupa. No por ello ha perdido el respeto por la tradición ni por el núcleo familiar al que pertenece, pero sí asume una postura vital que no se observa ni en su madre ni en su cuñada (Kuniko Miyake), una perspectiva que la aleja del sometimiento tradicional que ha marcado la vida de aquellas. Sin dramas que provocarían la exageración y la falsedad rechazadas por Ozu, Principios de verano capta sentimientos sinceros, preocupaciones reales y comportamientos que nacen de instantes de cotidianidad que dan paso a otros, y estos a nuevos momentos que nos descubren el desmoronamiento familiar, pero no como una tragedia sino como la aceptación del inevitable trascurso del tiempo.

viernes, 28 de marzo de 2014

47 ronin (1962)

Como parte de la celebración de su treinta aniversario, la productora Toho, durante años uno de los tres grandes estudios cinematográficos de Japón, decidió tirar la casa por la ventana y producir una nueva versión de la épica historia de los leales cuarenta y siete ronin, y para ello contó con la mayoría de las estrellas que tenía en nómina. El nombre de Toshiro Mifune, el rostro más cotizado y emblemático de la casa, encabezó la extensa lista de actores y actrices que se dejaron ver a lo largo de las tres horas y media que dura el largometraje, aunque su presencia en la pantalla resulta mínima y prescindible para el desarrollo argumental de la enésima adaptación de una de las historias más populares en el país del sol naciente, y uno de los mejores acercamientos al legendario suceso, expuesto desde una perspectiva contraria a la empleada por Kenji Mizoguchi en otra destacada versión realizada entre 1941 y 1942. Hiroshi Inagaki, responsable de la exitosa trilogía Samurái protagonizada por Mifune, fue el encargado de sacar adelante una superproducción que apostó por el movimiento a la hora de recrear la gesta de los ronin del clan Asano, ofreciendo mayor atención al épico desenlace y a los hechos anteriores a la agresión que Asano (Yûzô Kayama), fuera de sí, comete sobre Kira (Chùsha Ichikawa) durante su estancia en la Gran Mansión, donde se encarga de los preparativos de la celebración que allí va a celebrarse. En el palacio se observan sus diferencias con el chambelán que supervisa su cometido y que constantemente le reprocha por la ineptitud que muestra en su trabajo, ridiculizándolo en determinadas ocasiones porque no ha olvidado el trato recibido en el pasado por Asano (cuestión que se conoce al inicio, en la reunión que Kira mantiene con el shogun). Mediante el dinamismo empleado por Inagaki se combina la intimidad de los afectados con la épica de la resolución del conflicto, de un modo en el que ambos aspectos funcionan como un armonioso conjunto en el que se enfrentan dos maneras de entender un entorno condicionado por la tradición, donde el pensamiento de Kira muestra una postura menos rígida que aquella que se descubre en las conductas de los vengadores, supeditados a las normas de un código que el chambelán no comparte, pues él prefiere vivir que morir por palabras a las que no encuentra sentido. 47 ronin (Chùshingura), que nada tiene que ver con la decepcionante versión fantástica realizada por el debutante Carl Rinsch en 2013, se divide en dos partes: "Flores" y "Nieve"; aunque se presenta desde tres grandes bloques argumentales. El primero narra el hecho anteriormente citado, que deriva en la sentencia de muerte del líder del clan que da paso al segundo punto de interés, que nace como consecuencia del suicidio ritual al que es condenado el daimyo, de la abolición del clan y de la impunidad de Kira. A partir de ahí la película muestra los comportamientos y las maquinaciones secretas de los repudiados, más de sesenta samuráis sin señor que firman un documento en el que se comprometen a esperar el momento adecuado para rehabilitar a la familia y alcanzar la venganza exigida por su código de honor. De ese modo la acción alcanza el tramo final, durante el cual cuarenta y siete de los ronin firmantes asumen su compromiso, a pesar de que signifique su propia muerte, e irrumpen espada en mano en la mansión de Kira para lograr su objetivo.

domingo, 26 de mayo de 2013

El otoño de la familia Kohayagawa (1961)


Los inicios de Yasujiro Ozu se remontan al cine mudo, pero durante su vida solo dos de sus películas fueron estrenadas más allá de las fronteras japonesas, sin embargo, en Japón se le consideraba un maestro, algo que también ocurriría en occidente después de su muerte, cuando tardíamente (más vale tarde que nunca) se descubrieron las poéticas imágenes que conforman su filmografía. Su estilo lírico, silencioso, pausado, sensible, se descubre en El otoño de la familia Kohayagawa (Kohayagawa-ke no aki, 1961), exquisita reflexión sobre la decadencia de un entorno familiar, mediante el cual se descubre el choque generacional que se produce tanto dentro como fuera de su seno. Aunque no era habitual en su cine, Ozu combinó comicidad con momentos de gran profundidad emocional para ahondar en el enfrentamiento entre tradición y modernidad, el cual se observa desde los comportamientos, sentimientos y sensaciones de los Kohayagawa. Manbei (Ganjiro Nakamura), el patriarca, se descubre como un viejo pícaro, en él se representan las costumbres del pasado, aquellas que empiezan a desaparecer entre los neones luminosos, los trajes occidentales o los bares que podrían encontrarse en cualquier ciudad de occidente  Sin embargo, antes de desaparecer definitivamente, Manbei disfruta con sus escapadas, que aprovecha para visitar a una antigua amante (Chieko Naniwa), pero su hija mayor, Fumiko (Michiyo Aratama), las descubre y se las reprocha, en un momento en el cual lo nuevo se impone a lo viejo. En
 El otoño de la familia Kohayagawa el ocaso y las emociones de sus personajes surgen de diálogos, rostros y posturas filmadas en planos medios, sin que éstas se fuercen más que por sus propias necesidades, como ocurre cuando el anciano visita a su antigua novia y se le descubre hablando con Yuniko (Reiko Dan), la hija de aquélla e imagen extrema de la modernidad occidentalizada, pues en ella, al contrario que en las hijas o en la nuera del señor Kohayagawa, no se percibe el menor rastro de la tradición en la que el simpático anciano se habría educado. Resulta notable comprobar la aparente facilidad de Ozu para crear un ambiente conmovedor que transita por la comedia para desembocar sin previo aviso en el drama, sin que con ello se perciba una ruptura brusca en el fluir de las imágenes, pero que agudizan el otoño de esa familia que se desmorona en un desgarrador final, cuando la figura paterna sufre el infarto que no tarda en confirmar que con su muerte también se produce la de un modo de vida que irremediablemente se extingue; y es entonces cuando la lírica de Ozu alcanza uno de sus puntos álgidos, del cual se desprende la fugacidad y la certeza compartida por todos, lo moderno y lo tradicional, el joven y el anciano, pues aquello que resulta novedoso se convierte con el transcurrir del tiempo en la imagen que representa el patriarca, y finalmente sigue los pasos de aquel.

jueves, 18 de abril de 2013

Tres tesoros (1959)

Para celebrar su producción número mil la productora Toho se embarcó en su película más costosa hasta entones, el doble de presupuesto que otra de sus grandes superproducciones: Los siete samuráis, muy superior a esta de un millón de dólares dirigida por Hiroshi Inagaki. Para mayor reclamo publicitario se echó mano de la mayoría de los actores y actrices del estudio; no obstante, el papel protagonista recayó en Toshiro Mifune, en aquel momento la mayor estrella de la casa (y posiblemente de todo Japón), gracias a sus interpretaciones para Akira KurosawaMifune, además de un breve papel como uno de los dioses, encarnó al trágico héroe de la historia que se narra en Tres tesoros (Nippon tanjo) (basada en las leyendas "Kojiki" y "Nihon Shoki"), que arranca en el principio de los tiempos, cuando solo existía la Nada que precedió a la aparición de los dioses, responsables de la construcción de La Tierra y de una isla que finalmente se convertiría en Japón. El enfoque inicial deja claro que se trata de un film mitológico, que rebusca en la tradición para recrear desde una perspectiva épica el nacimiento del sintoísmo; aunque vista en la actualidad, Tres tesoros se descubre como una película irregular y desgastada, cuestión que también podría generalizarse a muchos films bíblicos hollywoodienses o peplums italianos que se rodaban en occidente por aquellos años. Pero en el momento de su estreno fue un gran éxito popular (incluso llegó a exhibirse en occidente con una hora menos en su metraje), debido al reparto, plagado de rostros conocidos en el archipiélago japonés, pero sobre todo a los efectos especiales de Eiji Tsuburaya, un reclamo excepcional para que el público acudiese en masa a disfrutar con la creación del sintoísmo, allá por el siglo IV. El eje del relato se descubre en la figura del príncipe Yamato Takeru (Toshiro Mifune), obligado a deambular por tierra y mar, combatiendo a los enemigos del emperador (Ganjiro Nakamura), su padre; aunque, en realidad, su desventura se debe a la ambición de Otomo (Eijiro Tono), el noble que anhela la muerte del príncipe, porque esta provocaría que un miembro de su linaje fuese nombrado heredero al trono. Buena parte de Tres tesoros sigue las andanzas del héroe errante tras ser acusado del asesinato de su hermano mayor, crimen que no ha cometido, pero por el cual es enviado a luchar en varios frentes, de los que siempre sale indemne y con los que acrecienta su leyenda. Su periplo bélico se intercala con viejas historias referidas a las deidades y a los tres tesoros (peine, espada, espejo) a los que alude el título castellano, además durante el mismo asoma la historia de amor entre la princesa de Ise (Yoko Tsukasa) y el propio Takeru, aunque su romance se advierte imposible al estar ella destinada a servir a los dioses, a quienes se sacrifica para que que Yamato pueda regresar a su hogar, donde será víctima de una nueva emboscada.

jueves, 9 de junio de 2011

Cuentos de Tokio (1953)


Por mucho distanciamiento cultural que exista entre las diferentes latitudes y longitudes en las que se divide el globo terráqueo, los sentimientos que se producen sobre él son universales, y esta universalidad sentimental se encuentra uno de los motivos que hacen que el cine de Yasujiro Ozu sea para todos y que Cuentos de Tokio (Tokyo monogatari, 1953) sea una excelente oportunidad para descubrirlo, observando las relaciones familiares, los fracasos o la imposibilidad comunicativa que aleja a los protagonistas y que los convierte en seres extraños a pesar de ser padres e hijos. Otra de las constantes temáticas de Ozu aparece en el enfrentamiento entre un mundo moderno y e tradicional, que se observa en el choque generacional y en el inevitable deterioro de las relaciones como consecuencia de la distancia física que separa a los protagonistas. Los tiempos han cambiado, esto es algo que descubre el anciano matrimonio que llegan a Tokio con la intención de visitar a sus hijos mayores. Shukichi (Chishu Ryu) y Tomi (Chieko Higashiyama), llegan a la gran ciudad con la ilusión de comprobar cómo se encuentran esos retoños a los que hace tiempo que no ven. Koichi (So Yamamura), médico, y Shige (Haruko Sugimura), peluquera, son dos seres modernos, absorbidos por sus trabajos y por sus ambiciones, no tienen tiempo para sus padres, quienes a medida que transcurre su visita se preguntan, en silencio y aceptándolo con humor, si sobran o, incluso, si molestan. Como bien dice uno de los amigos a quien Shukichi visita: <<vivir con los hijos es un dilema, no es fácil, no sabes si molestas o no>>.  Únicamente, Noriko (Setsuko Hara), su nuera (viuda de un hijo muerto en la guerra), les ofrece su tiempo y les acompaña en una visita por la ciudad, para que esto fuera posible se ha desligado de sus obligaciones laborales (algo que no han hecho ni Koichi ni Shige) y consigue ofrecerles esa calidez que esperaban recibir de sus hijos. Koichi y Shige, se reúnen y optan, ante la falta de tiempo y para mayor comodidad suya, enviarles fuera de la ciudad, justificando su acción como un lujo que les conceden, unas vacaciones que se han ganado y que deben disfrutar en un hotel de la costa. No obstante, esa pareja de padres repudiados, por unos hijos que han perdido el valor familiar o simplemente el distanciamiento ha enfriado unos sentimientos que viven del contacto continúo, no son capaces de comprender que sus progenitores sólo desean algo de su tiempo. Yasujiro Ozu plantea a la perfección un mundo de sentimientos, sensaciones y desilusiones. Para este anciano matrimonio, el viaje (podría ser el último), implica la necesidad de ser aceptados y queridos, sin embargo, la realidad es distinta. Sin reproches, sin rencor, pero sí desilusionados, no les queda más que resignarse ante el trato (indiferente) recibido de sus hijos. Esa resignación forma parte de estos dos seres que no reconocen en sus hijos a aquellos jóvenes que un día partieron en busca de su destino. La realidad no resulta agradable, su tiempo se fuga, sus hijos se han convertido en unos extraños, que no desean compartir un tiempo con ellos y el mundo ha cambiado, aumentando ese inevitable distanciamiento generacional. Cuentos de Tokio es una película enorme, capaz de transmitir los sentimientos por los que atraviesan sus protagonistas, ofreciendo una perspectiva real, que puede darse en cualquier lugar y en cualquier momento, y lo hace desde la cercanía, con planos fijos a la altura de los personajes que ofrecen, sin mediar palabras, esas sensaciones que les embargan. Ozu transmite gracias a su estilo sobrio, sin alardes innecesarios, todo cuanto se propone, no juzga, pero si expone aquello que a los hijos se les escapa, porque se encuentran atrapados en un único pensamiento, que no va más allá de sí mismos.

jueves, 19 de mayo de 2011

Primavera tardía (1949)


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Primavera tardía (Banshun, 1949) se produjo el reencuentro de Yasujiro Ozu con el guionista Kogo Noda, quien, desde entonces y hasta el último film de Ozu, escribiría al lado del cineasta japonés los guiones de sus películas, títulos que desnudan la interioridad de los personajes, sus preocupaciones y sus motivos. Su ritmo lento, el cine oriental no vive de las prisas del occidental, transmite una sensación de profunda armonía y lirismo que nos invita a conocer las reflexiones de unos seres condicionados por la modernidad y la tradición, que viven enfrentadas tanto en su interior como en cuanto les rodea. Son dos polos opuestos que se presentan ante una protagonista que inicialmente tiene claro lo que desea, sin embargo, los hechos que se desarrollan ante ella le provocan confusión. ¿Qué hacer?, se pregunta. ¿Debe aceptar aquello que se le recomienda (aunque casi se trate de una obligación) o debe actuar según los dictados de su conciencia? <<La felicidad no se encuentra, se trabaja>>, dice su padre (Chishu Ryu) a Noriko (Setsuko Hara) cuando esta le confiesa que es feliz a su lado y que no desea casarse. 
La vida de la protagonista de Primavera tardía gira en torno a la existencia de su progenitor, viudo de cincuenta y seis años, que ha vivido los últimos bajo los cuidados y el amor de su hija. Sin embargo, la juventud de Noriko se marchita. Todas sus compañeras y sus amigas de la infancia se han casado, aceptando la vida a la que estaban destinadas, más que por deseo por tradición. Se trata de existencias entregadas a matrimonios arreglados de antemano, en la mayoría de los casos los prometidos no se conocen, o cuando lo hacen saben que será para casarse. Así pues, la preocupación por el futuro de su hija y la intervención de la tía de Noriko son dos detonantes para que el viudo se posicione a favor del matrimonio, aunque este signifique el alejamiento del ser querido que se desvive por él. La tradición así lo dice, las mujeres deben casarse y abandonar el hogar paterno para fundar su propio hogar, cuestión esta que no agrada a Noriko, pues ella desea permanecer con su padre, ya que es consciente de que la necesita. Las personas que la rodean la animan a contraer un matrimonio que creen necesario para una persona de su edad. Es lo que debe ser y así se lo dicen. El amor no importa, pues llegará con la convivencia, lo que importa es su bienestar, aunque sin contar con su opinión. Noriko representa un nuevo pensamiento, ideas modernas que se oponen a la tradición. Ella prefiere ser independiente, tomar sus decisiones y de servir a alguien, prefiere que ese alguien sea su padre y no un desconocido por el que nada siente.