viernes, 21 de junio de 2019

El idiota (1951)


Frente a cualquiera que pretenda trasladar a la pantalla las novelas de Dostoievski se eleva un muro que no está construido de historias ni de personajes. Su material de construcción se compone de estados de ánimo, de acción interna en la que el exterior solo forma parte del decorado, de interioridades complejas y contradictorias que viven al borde mismo del abismo donde abrazan su dualidad, que en ellos se debate en eterna lucha, sin que un contrario se imponga sobre el otro. Es el abismo donde habitan aflicción y placer, el bien y el mal, lo divino y lo humano, la vida y la muerte. En definitiva, los personajes del escritor existen entre cielo e infierno como almas en constante ebullición, almas que nos conducen al pensamiento y a las experiencias vitales —su condena a muerte, su confinamiento en Siberia, su epilepsia, las deudas, su exilio europeo, la nostalgia o su desmedida afición al juego— del más grande descriptor literario de la humanidad (de su psicología) que encara su destino, por trágico que sea, como parte inseparable de sí misma. Por lo que nadie, salvo el propio Dostoievski, podría adaptar en toda su plenitud a Dostoievski. Este fue el imposible de Akira Kurosawa al adaptar El idiota bajo la sombra del novelista ruso. Su respeto hacia el autor que admira y su intención de dar forma audiovisual a la psicología expuesta en las páginas del libro, de reproducir lo intangible y asir lo inasible que encierra cualquiera de sus obras, jugaron en contra de la esencia cinematográfica del director de Rashomon (1950), contrariedad ausente en sus películas que adaptan obras de Shakespeare. Mantenerse fiel a emociones y dudas, a la psique y a la humanidad universal, que cobran cuerpo en el interior de otro, en el mundo de ideas y sensaciones ajenas, es un ejercicio que apunta a inútil, ya que se desconoce el terreno y, ante esta desorientación, resulta imposible dar con las formas que habitan en el otro. Una opción sería desnudar interioridades propias y, desde estas, alcanzar el estado emocional donde convergen las luces y las sombras dostoyevskianas, quizá las de todo ser humano.


Pero 
El idiota (Hakuchi, 1951) no es Kurosawa, fue el intento del maestro japonés de ser el genio ruso, posiblemente el narrador cuya obra sea la más inimitable de cuantas se hayan escrito; no por su narrativa, sino por el infinito que abarca y el salto a las profundidades que transmite con la fuerza de un volcán en erupción. Esta fuerza interior no se deja notar a lo largo del film; los protagonistas de Kurosawa no pueden expresar el universo emocional y pasional que es en sí mismo la naturaleza que da vida a los héroes de Dostoievski. Los del cineasta nipón se enfrentan a circunstancias externas que acaban afectando el interior. En ese instante viven, y lo hacen para solucionar conflictos mundanos, pero el conflicto de la eterna disputa con uno mismo, y de este con su destino, con su idea de lo divino, con la humanidad y con su necesidad de alcanzar la verdad no encajan con los héroes del cineasta. El protagonista de Memorias de la casa de los muertos (el propio autor), Raskolnikov en Crimen y castigo, Stavrogin en Los demonios o el príncipe Myshkin viven en el conflicto en sí, son su propio conflicto. Intentan conocerse para evolucionar hacia un estado que escapa de lo terrenal y que abraza lo universal. Por contra, Kurosawa despierta a sus personajes ante las necesidades puntuales: la de los granjeros en Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954), ante el conflicto moral y las diferencias sociales en El infierno del odio (Tengoku to jigoku, 1963), frente a la admiración y la amistad en Dersu Uzala (1975) o a la ambición y muerte que se desatan en Ran (1985). No son un mundo en sí mismos; necesitan el exterior para poder ser y, contrarios a la intemporalidad del alma dostoyevskiana, solo pueden ser en el momento; son su ahora. Dicha espiritualidad no la atrapa Kurosawa, al menos no consigue transmitirla con la fuerza constructiva-destructiva que, sin respiro, golpea las líneas escritas por el novelista.


Quizá por ello, más allá de gestos, muecas y palabras, en
El idiota solo Taeko (Setsuko Hara) logra hacer visible una interioridad que se sospecha de fuego y hielo, hecha de contrarios que se necesitan, que se buscan, y, como consecuencia, ella necesita tanto la apasionada y obsesiva imperfección de Akama (Toshiro Mifune) como la pureza idealizada en Kameda (Masayuki Mory), ideal del que Ayako (Yoshiko Kuga) también se enamora y al tiempo rechaza. Distintos, pero iguales, los antagonistas masculinos se conocen al inicio del film, cuando Kameda regresa de su cura en un hospital militar estadounidense. En ese instante confiesa que su enfermedad es la idiotez, también la llama demencia epiléptica, pero él no es un idiota, ni alguien simple, como reza el rótulo que nos introduce en su historia. Es un hombre que abraza su enfermedad y el sufrimiento que conlleva; también desea cargar sobre sus espaldas el dolor del mundo, servirle de redentor; es la compasión pura y genuina, aquella que algunos confunden con la supuesta idiotez. Incapacitado para la mentira, Kameda-Myshkin aspira a la perfección moral que nadie comprende, a amar a sus semejantes sin pedir nada a cambio. Su mundo es espiritual, de ahí que muestre un desinterés absoluto por los bienes terrenales, y en este punto, Takeo se iguala cuando quema un millón de yenes ante la perplejidad de quienes la desean y juzgan. Kameda no juzga el comportamiento o el pasado de la mujer, sino que reconoce en ella el sufrimiento, el dolor que quizá le permita purificarse, desea salvarla, desearía salvar a toda la humanidad, pero apenas hace; es su presencia compasiva, pero pasiva, y su perfección moral las que actúan sobre el resto de personajes, cual espejo que refleja sus luces y tinieblas.

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