El uno visceral y el otro racional, Gabriel Feraud (Harvey Keitel) y Armand d'Hubert (Keith Carradine) se baten durante quince años sin que nadie sepa el porqué de su disputa. Sus conocidos murmuran que si fue debido a alguna gravedad imperdonable, que si a una cuestión de honor o a un asunto de mujeres; cuando, en realidad, nada más lejos de dichas elucubraciones, pues simplemente fue fruto del arrebato del primero y de la respuesta del segundo, obligado a cruzar su espada con la de gascón después de acudir en su busca por orden de un superior. Como bien sabemos, la historia de Los duelistas (The Duellists, 1977) encuentra su inspiración en El duelo (The Duel, 1907) de Joseph Conrad y se desarrolla durante las guerras napoleónicas, periodo temporal suficiente para que el enfrentamiento se convierta en parte vital de la existencia ambos litigantes. Su lucha particular los mantiene unidos, en constante atracción-rechazo, alerta y, a pesar del riesgo mortal implícito, les permite sentirse vivos en la monotonía que se apodera de ellos durante la paz que separa cada nueva batalla y cada nuevo ascenso militar. Nadie lo entiende, quizá ni ellos mismos lo comprendan, ni comprendan su necesidad, al menos inicialmente, de su lucha encarnizada y de arriesgarse a heridas varias. Su violento antagonismo enraíza con el transcurso de los duelos y los años, como también lo ha hecho el misterio de su animadversión. Quizá sea la eterna contienda entre clases sociales que ellos heredan sin ser conscientes -el uno de origen humilde, de modales toscos y de escasa cultura; el otro, aristocrático y altivo, aunque no pretenda serlo-, quizá se trate de algo más humano, de los celos que Feraud muestra ante la distinción de d'Hubert, aquella que no posee ni poseerá, o simplemente se trate de una vía que permita exteriorizar la parte instintiva, el animal que habita en ellos y que en tiempo de paz se oculta bajo la racionalidad y el supuesto honor. Los duelistas fue un buen debut para Ridley Scott, aunque un debut que se ha magnificado con los años, quizá consecuencia del endiosamiento por parte del público de sus siguientes trabajos, Alien (1979) y Blade Runner (1982), pero sí es cierto que se trata de una película que destaca por su ambientación, por acercarnos a la época, pero sin insistir en ella; no necesita más que mostrar un par de escenas en la nieve rusa para transmitir el frío y la muerte que envuelven a la campaña invernal e infernal en la que los protagonistas se ven obligados a colaborar. Este es el único momento del film en el que, frente a frente, no se enfrentan, aunque el antagonismo no desaparece, tampoco remite la locura que implica la idea de honor que rige el comportamiento de ambos oficiales. Aunque guarde fidelidad al relato, Scott no se limitó a adaptarlo; introdujo cambios respecto a la obra literaria, aunque interpreto que estos restan fuerza emocional, sobre todo al personaje de d'Hubert, de quien borran cualquier rastro de su virginalidad al relacionarlo sexualmente con Laura (Diana Quick). El romance introduce una figura femenina de peso, al tiempo minimiza la total entrega del oficial al ejército, o lo que sería igual, mitiga la obsesión que ha guiado su vida: la guerra, la lucha, la marcialidad como principio y fin existencial o la idea de Napoleón, que en su violento e insistente oponente ha arraigado como la imagen del liberador de clases. La vida de d'Hubert ha sido eso, una existencia de exclusividad castrense, quizá por ello sus intermitentes encuentros con Feraud impliquen una vía de escape que en la película se establece primero en la presencia de Laura y, avanzado el metraje, en la de Adèle (Christine Raines), su joven esposa en la película -la única de Scott enteramente británica- y la prometida que en El duelo genera miedos e inseguridades humanas en el aristocrático oficial.
No hay comentarios:
Publicar un comentario