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miércoles, 27 de septiembre de 2023

El trasero de Harry Cohn, por Fritz Lang

<<Quiero contarle una anécdota: tiene algo que ver con cuanto puede soportar el público. Durante mi último contrato por periodo con un estudio (siempre amé demasiado mi libertad y nunca quise tener contratos por periodos), Harry Cohn [entonces director de Columbia Pictures] me mandó un día una nota: “El señor Cohn espera su presencia en la sala de proyecciones mañana por la mañana a las diez en punto”. De acuerdo. (De pasada, soy una de las personas que estimaba a Harry Cohn, fue siempre muy amable conmigo; generalmente se le odiaba, muy irrazonablemente.) De cualquier forma, no tenía nada que hacer, no era mi película, me importaba un comino. Naturalmente, sentados por allí estaban el director, el productor y el guionista, no recuerdo qué película era. Por supuesto, a las diez en punto, ¿quién falta sino Harry Cohn? Todos “sabemos” eso: hay que llegar siempre un poco tarde; toda mujer sabe que cuando tiene una cita con su amante no debe ser puntual. Finalmente, llega y dice: “De acuerdo, proyecten”. Se sienta en la primera fila; la película se proyecta; ni una palabra, ni una respiración. La película acaba, luces, todo el mundo se queda sentado, inmóvil. No se oye el menor ruido. Harry Cohn se levanta, anda hacia la pantalla —sin decir una palabra—, vuelve, se queda de pie frente a la primera fila, gira, va de nuevo a la pantalla. Y yo pensé: “¿Qué tiene en la cabeza este hijo de tal?” De pronto se volvió y dijo: “Es una película muy buena”. Gran suspiro de toda la audiencia. “Pero…” Todo el mundo deja de respirar. (Me dije: “Ahora viene”.) “Pero —dijo— es exactamente diecinueve minutos demasiado larga”. ¡Aja! No creo que el productor o el director se hubieran atrevido a decir nada: estaban todos bajo contrato, pero el guionista no lo estaba, así que, finalmente, dijo: “Perdone, señor Cohn, ¿por qué dice “exactamente diecinueve minutos”? ¿Por qué no dice media hora, un cuarto de hora, veinte minutos, aproximadamente?” Y Harry Cohn le miró —estaba muy tranquilo— y dice: “Joven, exactamente hace diecinueve minutos empezó a dolerme el trasero, y justo ahí sé que el público sentiría lo mismo”. ¡Y tenia razón! En el momento en que el público empieza a sentirse dolorido, uno sabe que lo ha perdido. Hay una ley no escrita —es algo que hay que sentir— sobre cuánto puede uno estirar una escena, una situación, cuánto tiempo puede mantenerse la tensión.>> (1)

La anécdota contada por Fritz Lang a Peter Bogdanovich dice mucho más que lo relacionado con el público y con el buen ojo que tenía el trasero de Harry Cohn para calcular la duración exacta de una película, exactitud de metraje para no poner a prueba el aguante máximo de los cuerpos (y mentes) que pagaban su entrada a salas (originariamente) de asientos de madera, ignoro si de abeto, eucalipto, alcornoque o bonsái. El público daba gracias a Cohn por la capacidad extraordinaria de sus posaderas para el cálculo, algunos incluso ponían en las tarjetas de los preestrenos: “Ya las querrían muchos matemáticos para sí”. Pero lo importante era que la precisión milimétrica de su trasero le había ayudado a llevar su estudio, inicialmente de segunda —su superficie no era más grande que la de un plató gigante de la MGM—, a la primera división de Hollywood donde, por fin, pudo competir con las grandes “majors” y codearse de igual a igual con los magnates de Paramount, MGM, Universal, Fox y Warner. Cierto que su trasero no lo hizo solo. Tuvo la colaboración de su genio y de su tosquedad. Antes de ser dueño de Columbia Pictures, Cohn había sido conductor de tranvías, pinchadiscos y marido. El cine entró en su vida como un arrebato pasional, tomó el dinero de su mujer, que supongo le dio permiso, y, junto a Joe Brandt y a Jack Cohn, su hermano mayor, creó una pequeña compañía cinematográfica a la que llamaron C. B. C. Productions, semilla de Columbia. Así, además de trasero y mala leche, demostraría que tenía olfato para el negocio de las películas. Convertido en empresario cinematográfico, no tardó en ser magnate y, en todo momento, el tipo duro autodidacta a quien no le iban las florituras ni las delicadezas. Si había que morder, mordía; y si no, también. Sus empleados y desempleados le temían; les presionaba hasta el límite y no dudaba en el trato que debía darles; a menudo el de un tirano. Tampoco daba mejor trato a sus películas, solo le importaba que costasen poco y produjesen beneficios. Pero no era nada tonto, al contrario, como demuestra que, aunque a regañadientes, dejase hacer un tipo de cine más caro y arriesgado a un cineasta del talento de Frank Capra, cuya aportación a la Columbia fue fundamental para sembrarla de éxitos comerciales, de premios Oscar y de calidad. Sus producciones de la década de 1930 lo confirman: una de ellas, Sucedió una noche (It Happened One Night, 1934) fue la primera película en ganar los premios más importantes de la Academia fundada unos años atrás (en 1927): película, dirección, guion adaptado, actriz y actor principal. Pero de regreso a la anécdota de Lang, y sin necesidad de leer entre líneas, queda claro quien mandaba en Columbia Pictures, el estudio de la Dama que empuña la antorcha de la libertad. La palabra del “gran jefe” iba a misa, salvo para unos pocos que se la jugaban y replicaban, priorizando cuestiones creativas y otras relacionadas con el ego, o quienes, como el guionista del cuento, no estaban bajo contratos que les daban cierta estabilidad, pero que, inconscientemente, generaban miedo a perder el empleo (es decir, a dejar de cobrar a final de semana) y el sometimiento a la autoridad, en este caso la de Harry Cohn, <<uno de los más malditos, uno de los más grandes, y uno de los más controvertidos personajes que Hollywood haya conocido nunca.>> (2) Posiblemente, habrá más ideas escondidas en la anécdota, pero cierro el texto con <<es algo que hay que sentir>>; pues ahí, en la sensibilidad de quien crea cine, radica la diferencia y es donde Lang, LubitschHitchcock, Renoir, Walsh, Capra o Ford se convierten en maestros en narrar cinematográficamente.


(1) Fritz Lang: Fritz Lang en América (traducción de Miguel Marías). Editorial Fundamentos, Madrid, 1984.

(2) Frank Capra: El nombre delante del título. Autobiografía (traducción de Domingo Santos). T&B Editores, Madrid, 2007.

sábado, 10 de diciembre de 2022

Secreto tras la puerta (1947)


En la década de 1940, la psicología y el psicoanálisis se dejaban ver en el cine de Hollywood de la mano de cineastas como Charles VidorAlfred Hitchcock, Rudolph Maté o Fritz Lang, vienés como Freud, conocía la obra freudiana, y que ya había abordado la psicología del individuo y de la sociedad en Alemania, en las magistrales M (1931) y El testamento del doctor Mabuse (Des testament des Dr. Mabuse, 1932-1933). Una primera muestra de ese cine psicológico, con tendencia a cine negro y social, la encontramos en Furia (Fury, Fritz Lang, 1936), que se centra más en la “psique” grupal que en la individual, y en Rebeca (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940), que si bien resulta forzada, marca un punto de inflexión cinematográfico al introducir la figura de una mujer neurótica que, debido a la ausencia de identidad y libertad, sufre la duda, el miedo, la paranoia. La protagonista de Rebeca, ¿cual es su nombre de pila?, se desequilibra y se angustia ante el descubrimiento de su no identidad; tema este que Joseph H. Lewis bordará en Mi nombre es Julia Ross (My Name Is Julia Ross, 1945). Por su parte, Celia (Joan Bennen), el personaje principal de Secreto tras la puerta (Beyond the Door, 1947), sí posee identidad, aunque quizá no esté suficientemente desarrollada y liberada. Todavía no es un ser autónomo, lo que podría deberse a la educación tradicional, a la sociedad conservadora a la que pertenece y al afectuoso proteccionismo de Rick (Paul Cavanagh), su hermano mayor, la figura paternal y protectora —hacia eso y más apunta el retrato que tiene en el despacho. El vacío que deja la muerte de su hermano, la desorienta e inconscientemente le lleva a querer liberarse: el primer paso es dudar ante la propuesta matrimonial (imposición, prácticamente) de Bob (James Seay), el abogado y posible figura que vendría a sustituir la fraternal, pero a quien ni ama ni desea. Para olvidar sus penas, viaja a Mexico, donde, durante una pelea a muerte entre dos hombres por una mujer, su mirada se cruza con la de un desconocido: Mark (Michael Redgrave). Siente algo que les conecta, quizá la cercanía de la pasión y de la muerte, más allá de la física que ambos presencian entre la multitud que observa el duelo con arma blanca. Allí, entre el gentío, se reconocen, no pueden dejar de pensarse y no tardan en casarse. Pero lo que semejaba una liberación, resulta ser una pesadilla para Celia, quien poco después comprende que desconoce a su marido por completo y, cuando empieza a conocer algo de él, lo que descubre apunta el odio de Mark hacia las mujeres. Atracción, dudas, temores, sospechas, miedo. A Fritz Lang le importa la psicología de sus personajes, sus luces y sus sombras. Por ello, el cine negro es un género que le permite indagar en la mente humana. ¿Qué se esconde tras la puerta que se cierra en la mente para que no salga a la luz?



Pero en Secreto tras la puerta, la segunda y última película producida por Diana Productions —la productora que Lang había creado junto Walter Wanger, Joan Bennett y Dudley Nichols—, el ritmo narrativo falla. La voz en off no funciona en beneficio de la intriga ni del drama psicológico. Es un recurso fallido, aunque no el único que desentona: los personajes no guardan misterio tras la puerta, ni resultan atrayentes como otros personajes “langianos”; son estereotipos. No es un mal film, pero dista de Lang, o no parece Lang, quizá no sintiese atracción por el guion de Silvia Richards, que apunta a insípido o poco elaborado —al no haberlo leído no puedo precisar—, que no se sumerge en sus personajes, los transita por la superficie, insiste en lo obvio y no logra que la atmósfera sea o forme parte de los protagonistas. Es como si estos estuviesen fuera de ella o el ambiente fuese un aparte y ambos quisieran encajar en el mismo lugar: el film, pero sin lograrlo, todo lo contrario a lo que sucede en los otros dos films psicológicos de Lang protagonizados por Joan Bennen: La mujer del cuadro (The Woman in the Window, 1944) y Perversidad (Scarlett Street, 1945), en las que personajes y atmósfera se funden hasta confundirse y funcionar como uno.





martes, 25 de mayo de 2021

Deseos humanos (1954)


En comentarios anteriores, hablé de ciertos paralelismos entre Fritz Lang y Jean Renoir, pero lo son en apariencia, puesto que en su fondo difieren, como lo hace su cine, sus intereses y sus temas. Lo mismo podría decirse del cine negro estadounidense y el realismo poético francés, que comparten el capricho de un destino empeñado en provocar encuentros que deparan o apuntan fatalidad. No obstante, como su nombre indica, el cine negro se mueve por las sombras que habitan en los entornos y en las interioridades de los personajes, mientras que el realismo poético vive en el pesimismo que, apuntando a trágico, envuelve y penetra en los personajes imposibilitando cualquier atisbo de luz. Desde el encuentro de Jeff Warren (Glenn Ford) y Vicky Buckley (Gloria Grahame) en el compartimento del tren donde se produce el asesinato del que ella es cómplice forzosa, ese destino deja su lugar al deseo que se intuye, que sabrán prohibido y peligroso, que les dañará. Da igual, no es racional, ni puede razonarse. El deseo es pasión y obsesión. Es el irracional humano, el lado oculto que vive dormido, sedado por la moral y la razón, hasta que, de repente, algo o alguien lo despierta de su letargo y desequilibra la balanza. Entonces, no hay vuelta atrás, se desata la furia pasional y se abre el camino a la plenitud o al vacío, incluso hacia ambas o ninguna. En Deseos humanos (Human Desire, 1954) no existe la menor duda de que a Fritz Lang le gustan los personajes complejos. Son los que mejor sientan a su cine, puesto que el cineasta vienés sabe darles una psicología pocas veces vista en la pantalla; lo que me lleva a delirar que Lang es al cine lo que Dostoyevski a la literatura. Es el magistral creador de espacios humanos poblados de interioridades heladas y ardientes, racionales e irracionales, de pensamientos, deseos, frustraciones e instintos que, por un instante, erupcionan en pasiones que desbordan en los personajes.
 

Jeff Warren no padece un desequilibrio psíquico, como sí sufre el personaje interpretado por Jean Gabin en la versión que Jean Renoir realizó de la novela de Emile Zola que también sirvió para que Fritz Lang dirigiese esta magistral pulsión entre la vida y la muerte, cargada de tensión sexual. El problema de Jeff es fruto de su retorno al hogar, tras tres años combatiendo en Corea, lo cual le desubica en un espacio donde debe encontrar su lugar. Pero, salvo el de algunos compañeros ferroviarios que lo saludan y el de la familia Simmons, que lo acoge en su casa, su primer encuentro es con la mujer que despierta sus impulsos y su necesidad de poseerla, quizá de amarla. ¿Pero qué es el amor? El amor en
Deseos humanos es carnal y sexual, también es la promesa de libertad y la certeza de peligro, incluso puede ser el camino hacia el desamor y el rechazo, pero no la posesión enfermiza que siente Carl Buckley (Broderick Crawford). Sus sentimientos y su inseguridad (como hombre y en su relación con una mujer joven y hermosa) desatan celos, violencia y lo empujan u obligan a asesinar para confirmar su unión con Vicky, para atarla definitivamente a él; sin contar que no se puede poseer lo que no puede ser suyo, aunque sí destruir a quien dice amar. Partiendo de la inestabilidad del marido, se comprende que Vicky no es ninguna mujer fatal. Es más fácil, más real y más creíble que ser la perdición de los hombres, como sí podría serlo la protagonista de la versión que en 1957 Daniel Tinayre realizó de La bête humaineLa bestia humana (1957). Ella es la víctima del desengaño y de un hombre en quien vio una oportunidad que se ha confirmado como la falsa promesa de una vida acomodada que se ha transformado en decepción, desidia, desencanto, violencia.


Carl dice amarla, pero se muestra celoso, lo cual apunta su desconfianza, quizá sus complejos, su necesidad de posesión. Se trata de un individuo contradictorio que dice y siente de un modo y actúa de otro, cuando la empuja hacia los brazos del millonario que puede conseguir que le readmitan y le devuelvan su puesto de subjefe de estación. En este instante, Vicky siente rechazo —hacia lo que sabe que tendrá que hacer para conseguir lo que le pide su marido— y asco hacia quien le niega la posibilidad de que ella trabaje —se enfada y dice que no quiere ser un mantenido de su mujer—, pero quien no duda en suplicarle y empujarla a la infidelidad que, recuperado el puesto laboral, le recriminará violentamente. Vicky acepta de mala gana visitar a su viejo conocido, y posiblemente su amante en el pasado, cuando ella apenas era una adolescente. ¿Por qué lo hace? ¿Por lástima? ¿Por interés? ¿Por miedo a su marido, como también por miedo acepta escribir la carta que la encadena y le impide la vía de escape que siente encontrar cuando intima con Jeff? El maquinista es su puerta de salida hacia el reinicio que quizá pueda deparar la plenitud que, seguramente, jamás haya conocido. De ese modo, Vicky se convierte en el vértice al que 
Lang presta mayor atención, pues es la imagen deseada por dos hombres que tienen en común que han matado, aunque con la diferencia que uno de ellos, Jeff, lo ha hecho en la guerra —por impuesta obligación y en el anonimato de sus víctimas— y no por la impotencia y la obsesión posesiva que llevan a Carl a matar a sangre fría.



martes, 12 de noviembre de 2019

El desprecio (1963)



En la novela El desprecio (Il disprezzo, 1954), el protagonista escribe sobre su matrimonio, habla de sus sospechas de que su mujer ya no le ama, de la confirmación de esa nueva realidad en la que sale a relucir el desprecio que ella afirma sentir hacia él, pero también comenta aspectos sobre su labor de guionista, que define de tal manera que acaba comparándolo con la finalidad perseguida por el mercenario. Más o menos, Alberto Moravia viene a decir por boca de su personaje, que un guionista no se expresa en las películas que interviene, siendo el director quien se expresa a partir el libreto escrito. Por lo tanto, para quien idea, esa pérdida de identidad artística resulta insatisfactoria, cuando no humillante, aunque continúa escribiendo películas por dinero. Guionista durante los primeros años de la década de 1940, Moravia introdujo en El desprecio parte de sus sensaciones sobre su relación con el medio cinematográfico, aunque esto no deja de ser un tema secundario en la narración. El escritor sí pudo expresarse en su novela y, partiendo de ella, Jean-Luc Godard hizo lo propio.


Así,
El desprecio (Le mépris, 1963) de Godard convierte a Ricardo Montaldi en Paul Javal (Michel Piccoli), lo que permite al cineasta borrar la subjetividad del personaje literario y asumir su propia obra, la cinematográfica. Prescindir del narrador en primera persona y conceder voz a ambos y a ninguno de los miembros del matrimonio protagonista, suaviza el conflicto que Ricardo describe en su reflexión literaria, con la que pretende explicarse y justificar lo vivido, quizá tergiversando hechos y omitiendo situaciones. En sus memorias busca comprender el por qué del desprecio que Emilia, Camille (Brigitte Bardot) en el film, dijo sentir por él. Si el primer cambio se produce en la supresión del análisis introspectivo en pasado del guionista, el segundo resulta una consecuencia directa, que permite a Godard desarrollar su acercamiento al cine, más que a la pareja o a la interioridad de Paul-Camille, en un tiempo que se antoja presente, aunque, en el realizador nacido en París, romper con la narrativa habitual es una necesidad casi fisiológica, de ahí que, a mitad del metraje, marido y mujer adquieran por un instante voz interior, pretérita y subjetiva. Esta breve intervención de sus conciencias genera la sensación de ser prescindible, más que nada resultan forzadas para romper la linealidad de un film que, en sí, es una declaración de intenciones de su responsable.


El inicio de
El desprecio, durante un rodaje en Cinecittà, ya es un homenaje al cine admirado por el realizador de Banda aparte (Bande à part, 1964). En ese momento —como Orson Welles hizo antes que él y Truffaut haría después en Fahrenheit 451 (1966)—, el cineasta franco-suizo introduce los créditos verbalmente. Nombra a Moravia, como autor de la novela, a los técnicos y a los interpretes, entre quienes escuchamos el nombre de Fritz Lang, que, más que al realizador alemán que asoma por las páginas de la novela, se interpreta a sí mismo y a la figura del cineasta admirado e idealizado por los miembros de la Nouvelle Vague, el artista que resiste, el autor de las películas, y el único de los personajes que se mantiene inalterable al final del film, cuando continúa rodando la versión cinematográfica de la Odisea y se confirma como el único imprescindible, pues suya es la mirada que Ulises asume a su regreso a Ítaca. Godard se reserva un pequeño papel en El desprecio, apenas perceptible, pero de importancia discursiva, ya que asumir para sí mismo el rol de ayudante de dirección del maestro, redunda en la idea de que el artífice de Al final de la escapada (A bout de souffle, 1959) acepta a Lang como una de sus influencias directas y al director como principio y fin de cualquier película, pues, como reflexionaba Montaldi, este es quien se expresa, y no el productor interpretado por Jack Palance, que aboga por el cine-espectáculo comercial, o el guionista encarnado por Piccoli, a quien en la adaptación cinematográfica se concede la perspectiva psicoanalítica que de Odiseo y Penélope expone en la novela el realizador alemán.

martes, 27 de noviembre de 2018

El tigre de Esnapur/La tumba india (1958)

No discuto que una película sea un trabajo de equipo (artístico y técnico), más si cabe si esta se produce dentro de una industria compartimentada como lo fue el Hollywood de las décadas de 1930 y 1940, pero tampoco creo que nadie discuta que existen películas en las que dicho equipo gira en torno a una única figura: la de quien habla a través de la cámara y del montaje. No se trata del operador ni del editor, ni de los actores y actrices, aunque se valgan de ellos, se trata de aquellos directores de mirada cinematográfica inimitable y reconocible, realizadores como Fritz Lang o Jean Renoir, dos cineastas a quienes dedicaré la atención de las líneas que siguen. Sus estilos y sus intereses difieren desde sus orígenes profesionales, pero existen coincidencias circunstanciales innegables entre ellos. Ambos realizaron sus primeras películas en la etapa silente (periodo durante el cual Lang alcanzó la madurez narrativa y Renoir maduraba en su constante evolución), los dos adaptaron a la pantalla magistrales versiones de las mismas novelas de Georges de la Fourchardiére y de Emile Zola, ambos vivieron el exilio en Estados Unidos (aunque el de Lang fue más prolongado) y ninguno se adaptó plenamente al sistema de estudios de Hollywood, donde, entre otras, realizaron películas antinazi durante la guerra (tres el director centroeuropeo y una el francés). Existen otras similitudes, como algunas de sus colaboraciones estadounidenses (Dudley Nichols, Walter Wanger o Joan Bennet) o que ambos influyeron de forma notable en la Nouvelle Vague, pero me llama la atención que, tanto el uno como el otro, encontrasen en la India el escenario que los devolvía al cine europeo. Sin embargo, mientras Renoir pintaba con imágenes coloristas (y a través de los recuerdos de su protagonista) la poesía intimista de El río (The River, 1950), Lang, tras desvanecerse la posibilidad de rodar la historia de la construcción del Taj Mahal, viajaba a sus orígenes cinematográficos y retomaba la estética del serial después de aceptar la propuesta de recuperar un antiguo proyecto que en su día no pudo dirigir. La primera versión de La tumba india (Die Sendung des yoghi/Das indiche Grabmal, 1921), también dividida en dos partes, iba a ser realizada por Lang, que había escrito el guión junto a Thea von Harbou, pero finalmente fue Joe May el encargado de dirigirla. Esto no sentó nada bien al futuro responsable de Los sobornados (The Big Heat, 1953), así que más de tres décadas después tuvo la oportunidad de sacarse la espina y, a pesar del mal recibimiento por parte de la crítica, lo hizo con sobrada maestría. De regreso a Renoir, el realizador francés había expuesto en El río el choque entre dos culturas que se desconocen desde la relación de una familia inglesa con el medio al que indudablemente no pertenece; Lang también lo hace, pero su enfrentamiento se produce desde la aventura folletinesca, que incluye intriga, traición, venganza y romance, y desde los dos espacios que se repiten en buena parte de su filmografía.
Como en la futurista Metrópolis (1926) o en las negras M (1931) y El testamento del doctor Mabuse (Das testament des Dr. Mabuse, 1932-1933), el realizador vienés opone esos dos espacios a lo largo de El tigre de Esnapur (Der tiger von Eschnapur, 1958) y de La tumba india (Das Indische Grabmal, 1958): los luminosos exteriores y las sombras de los subterráneos del palacio. Luminosidad (luces) y oscuridad (sombras) son dos antagónicos presentes en Lang y dicha presencia se repite en su díptico hindú: arriba, el mundo exterior, y abajo, el inframundo donde el maharajá Chantra (Walter Reyer), el más languiano de los personajes, ha ordenado encerrar a los leprosos del reino. Esas luces y esas sombras también habitan en Chantra y afectan a los amantes, Harald (Paul Hubschmid) y Seeta (Debra Paget), que viven su amor en la clandestinidad que los protege y posteriormente durante su constante e infructuosa huida. La India de El tigre de Esnapur/La tumba india despierta nuevas pasiones en sus protagonistas, a quienes envuelve en misterio, color y conspiraciones. Es el lejano y exótico Esnapur, un lugar ajeno a los europeos que, en la primera de sus dos entregas, encuentran su imagen en el arquitecto Harald Berger, quien llega al país hindú invitado por el maharajá. Este desea construir hospitales y escuelas modernas, ya que, después de recorrer Europa, intenta importar los adelantos que allí descubrió para mejorar las condiciones de sus súbditos (de los que no encierra en el inframundo). Sin embargo, aquello que se inicia como una amistad se transforma en rechazo, pues las dos culturas chocan en la condescendiente superioridad de Harald hacia los ritos y tradiciones autóctonas y en la ira que lo extranjero provoca en los consejeros del príncipe regente. Incluso oriente y occidente chocan en Seeta, mitad hindú, mitad europea, y nexo entre dos mundos atrapados en su reflejo, el cual se desvanece premonitoriamente cuando contempla su rostro en el estanque. Ella es el objeto de deseo del monarca (que simbólicamente la encierra en una jaula de oro) y del arquitecto que ella ama desde que la salvó de las garras del tigre (algo que posteriormente también hará el maharajá). La bailarina ya ha decidido entre ambos hombres, quizá las dos caras de una misma moneda, y su decisión despierta la cólera de Chantra, cuyas palabras de amistad, amor y libertad se transforman en la obsesiva búsqueda de vengar la traición de la que acusa al arquitecto, una búsqueda obsesiva que lo ciega de ira y le impide ver que la verdadera traición se gesta dentro de su palacio, en la amable sumisión de su hermano Ramigari (René Deltgen), en la velada ambición de Padhu (Jochen Brockmann), el hermano de la difunta maharaní, y en la intolerancia de los sacerdotes de la diosa a la que Seeta honra con sus bailes.

miércoles, 14 de junio de 2017

La venganza de Frank James (1940)


Como cualquier frase hecha, la negación <<nunca segundas partes fueron buenas>> simplifica y generaliza, pero ni plantea ni explica el por qué de su contundencia. Tampoco tiene en cuenta que muchas segundas partes sí fueron buenas, incluso magistrales, y confirman que lo expresado entrecomillas ni es un universal ni sirve para referirse a secuelas con identidad propia como El testamento del doctor Mabuse (Das Testament des Dr.Mabuse; Fritz Lang, 1931-1932), La novia de Frankenstein (The Brige of Frankenstein; James Whale, 1935), La venganza de la mujer pantera (The Curse of the Cat People; Robert Wise), Iván el terrible. Parte II (Ivan Groznyy II. Boyarsky zagovor; Sergéi M. Eisenstein, 1945) —nacida como un todo con la primera y la inexistente tercera parte—, 
Aparajito (Satyajit Ray, 1957), Las novias de Drácula (The Briges of Dracula; Terence Fisher, 1960), Sanjuro (Tsubaki Sanjûrô; Akira Kurosawa, 1962), Dos semanas en otra ciudad (Two Weeks in Another Town; Vincente Minnelli, 1962), El padrino parte II (The Godfather part II; Francis Ford Coppola, 1974) y tantas otras que se aproximan, igualan e incluso en ocasiones superan sus orígenes. Pero, aparte de la identidad que las define, ¿qué tienen en común todos estos títulos para alcanzar su grandeza? Que todos fueron realizados por cineastas con ambiciones y capacidades creativas que o bien tenían algo que aportar a lo ya visto o bien se distanciaron de su original para adentrase por nuevos caminos. Dentro de este grupo de secuelas con personalidad propia también encontramos La venganza de Frank James (The Return of Frank James, 1940), el primero de los tres westerns dirigidos por Fritz Lang, quien, aceptando el encargo de Darryl F. Zanuck, presentó un enfoque menos épico, más oscuro e intimista, en ocasiones cómico (el juicio a Frank James), que el expuesto por Henry King en su destacada epopeya sobre Jesse James y su enfrentamiento al todopoderoso ferrocarril de McCoy.


El punto de partida de 
Lang retoma la parte final de Tierra de audaces (Jesse James, 1939), mostrando la muerte de Jesse a manos de los hermanos Ford. Este momento resulta importante porque el film se centrará en la figura de otro hermano: Frank (Henry Fonda), a quien se descubre en el anonimato, trabajando sus tierras en compañía de Pinky (Ernest Whitman) y el joven Clem (Jackie Cooper), los únicos junto al mayor Rufus Cobb (Henry Hull) que conocen su pasado, que regresa cuando recibe la noticia del asesinato de su hermano. En un primer momento Frank se mantiene sereno y alejado de la violencia, confía en continuar con su integración social y que la ley se hará cargo de condenar a los Ford. Sin embargo, ambos son indultados y ante Frank se abre un presente de disyuntivas: permanecer en las sombras (trabajando su granja) o regresar de entre los muertos para vengar a su familiar, matar a Bob Ford (John Carradine) o salvar a Pinky de la horca, formar parte de la leyenda que se ha creado en torno a su figura o vivir la realidad en la que conoce a Eleanor (Gene Tierney), quien reúne en su persona la inocencia, el progreso y el ser parte de la conciencia del antihéroe languiano. Convertido en un hombre obligado a decidir, Frank asalta una oficina del ferrocarril con la mala fortuna de que el empleado muere por las balas que se disparan desde el exterior. Dicha muerte provoca que el mayor de los James sea un falso culpable cercano a otros personajes de Lang, de hecho, esta circunstancia se erige en el eje argumental que más interesó al realizador, que se decantó por mostrar la interioridad atormentada de un personaje que se debate entre la obligación que ha asumido (una venganza que a medida que avanza el metraje se antoja más difícil de alcanzar) y la necesidad de hacer lo correcto, aunque esto conlleve entregarse a las autoridades controladas por McCoy (Donald Meek). La falsa culpabilidad, el sistema judicial o el periodismo, en la figura de una joven que se revela contra su tiempo y contra la voluntad paterna (ella desea ser reportera), son temas que reaparecen en varios títulos estadounidenses del cineasta vienés, lo cual no hace sino confirmar que, aun siendo un encargo para aprovechar el éxito de su predecesora, La venganza de Frank James posee la identidad de su responsable y los rasgos propios que la distancian del excelente western que Henry King había rodado un año antes.

lunes, 4 de julio de 2016

Más allá de la duda (1956)


<<La influencia de los espléndidos filmes venidos de Alemania comenzó a notarse. Directores con ideas, como F. W. Murnau, E. A. Du Pont, Fritz Lang y Ernst Lubitsch, habían liberado la cámara de su inmovilidad y habían abierto nuevos caminos para los artesanos de Hollywood, que a menudo se encontraban sumidos en una rutina muy bien pagada. El iluminador influjo de los estudios europeos ha sido periódico, y cada vez que se ha producido ha servido para alumbrar el progreso de Hollywood. Y creo que los directores europeos serían los primeros en admitir que la influencia también se ha dado en sentido contrario>>. Esta corriente de doble dirección aludida por King Vidor en sus memorias, Un árbol es un árbol, ha venido produciéndose desde el inicio del cine hasta la actualidad. Pero quizá donde más se dejó notar fue en la llegada masiva a Hollywood de realizadores y técnicos procedentes de Europa en dos periodos concretos. La primera oleada se produjo durante la época silente, entre ellos Maurice Tourneur, Victor SjöströmErnst Lubitsch, Friedrich W. Murnau, Mauritz Stiller o Michael Curtiz llegaron conscientes de que cambiaban el cine europeo por el estadounidense, por lo que también eran conscientes de que se trataba de dos maneras diferentes de entender el medio. Como consecuencia, lo que allí se encontraron distaba de lo que habían dejado atrás. Algunos como Lubitsch o Curtiz se adaptaron sin aparente esfuerzo al sistema de estudios que imperaba en la industria cinematográfica estadounidense, sin embargo, otros ilustres emigrantes, como fue el caso de Stiller, nunca llegaron a hacerlo. Una segunda oleada de realizadores, también técnicos, compositores, actores y actrices, procedentes de Europa tuvo su origen en el auge del nacionalsocialismo en Alemania, por lo que la salida de los todavía inexpertos Billy Wilder o Fred Zinnemann y de veteranos como Fritz Lang era la vía de escape lógica para dejar atrás la persecución y la represión que amenazaban sus hogares. A su llegada a Hollywood, muchos de aquellos exiliados, sobre todo quienes ya contaban con una carrera a sus espaldas, no encajaron dentro de un ambiente donde su creatividad estaba supeditada a los intereses de las diferentes productoras. Si un cineasta no se ajustaba al tiempo y al presupuesto, no era práctica inusual que fuera sustituido por otro; de igual manera, la última palabra en los montajes las tenían los ejecutivos y no sus creadores, asimismo se les entregaba un material que en ocasiones no despertaba su interés o se imponían el reparto sin tener en cuenta si las estrellas de turno eran o no adecuadas para dar vida a los personajes. Con este panorama, que cambiaba la libertad creativa por las mejoras técnicas y sueldos más atractivos, directores del prestigio de Fritz LangJean Renoir o Max Ophüls vieron como muchas de sus películas sufrían intervenciones indeseadas, pero, al contrario que Renoir u OphülsLang permaneció durante más de dos décadas trabajando dentro de una industria a la que aportó títulos indispensables, algunos realizados por encargo y otros más personales, aunque todos ellos resueltos con su innegable maestría y con su constante búsqueda de independencia dentro del sistema de los estudios.


En Alemania, Lang era el director estrella, controlaba cualquier aspecto de los rodajes y el público acudía a ver sus producciones porque su nombre era el reclamo. Ya por aquel entonces sus films mostraban
 aspectos sociales, El doctor Mabuse (Dr. Mabuse der spieler; 1922) o Metrópolis (1926), como también lo harían los que componen su obra americana, desde Furia (Fury; 1936) hasta Más allá de la duda (Beyond a Reasonable Doubt, 1956), su debut y su despedida hollywoodiense, pasando por Los sobornados (The Big Heat, 1953), Deseos humanos (Human Desire, 1954) o Mientras Nueva York duerme (While the City Sleeps, 1956). Todos ellos guardan estrecha relación en su análisis crítico y permiten comprobar la evolución del realizador, sobre todo si se comparan los personajes principales de su primera y de su última producción americana. En Furia, Spencer Tracy interpretó a un hombre inocente y soñador que es linchado por los habitantes de un pueblo, de quienes intentará vengarse aunque finalmente opta por mostrar que es mejor que ellos, pero en Más allá de la duda, el escritor al que dio vida Dana Andrews presenta mayor ambigüedad, ya que al tiempo se muestra como un falso culpable y un falso inocente. Su doble cara, la ausencia de valores y su comportamiento a lo largo del metraje provocan que no despierte ni compasión ni simpatía, y no lo hace porque no evidencia la menor emoción ante los hechos que él mismo genera y manipula. Esta manipulación no es de su exclusividad, sino que la comparte con el resto de personajes, que también la asumen para alcanzar fines egoístas que anteponen a cualquier otra circunstancia, lo cual desvela que el pesimismo social del cineasta centroeuropeo se agudizó respecto al mostrado veinte años atrás. La evolución de Lang está ahí, y se hace más evidente en sus últimos títulos en Hollywood, posiblemente reflejo se su sentir y de cómo interpreta el contexto histórico y social que le tocó vivir.


Sin artificios ni florituras innecesarias, solo con su capacidad narrativa para crear situaciones complejas y jugar con las
 apariencias, Lang sacó a relucir imperfecciones de la realidad que observaba a partir de la falibilidad del sistema penal que abrió y cerró con una ejecución, la primera en directo y la segunda omitida. Entre ambas muertes se expone la posibilidad de una duda razonable que no se tiene en cuenta durante el proceso que podría condenar a un inocente a la silla eléctrica. Dicha circunstancia convence a Spencer (Sidney Blackmer), el director del periódico donde trabaja Tom Garrett (Andrews), para colaborar con el novelista en el plan que se desarrolla durante la primera parte del film. A lo largo de los minutos se detalla su puesta en escena a partir de las pruebas que fabrican para que señalen al escritor como el autor de un asesinato sin resolver. Todo transcurre según lo previsto, toman fotos de cuanto hacen, apuntan fechas o recopilan los recibos que utilizarán para contradecir al jurado cuando este dictamine la culpabilidad de Garrett. Así demostrarán que se ha condenado a un inocente y, por lo tanto, quedará en entredicho la valía del sistema penal que se convierte en el eje de la segunda parte de la película, centrada en el juicio, en escenas resueltas con sobriedad y precisión. Durante este tiempo el acusado evidencia su despreocupación por cuanto sucede a su alrededor, y es así porque sabe que todo marcha según el guión de su farsa. Sin embargo, a raíz del accidente mortal de Spencer y de la pérdida de las pruebas que lo exculpaban, Más allá de la duda se recrudece al ofrecer la perspectiva de un juicio televisado en el que el supuesto inocente es condenado a la silla eléctrica, lo cual pone en tela de juicio la pena de muerte, aunque lo hace desde la ambigüedad y el pesimismo con los que Lang puso punto y final a su fructífera aventura americana.

martes, 19 de enero de 2016

Clandestino y caballero (1946)


El ascenso al poder del partido nacionalsocialista precipitó la salida de Fritz Lang de Alemania y su llegada a Francia; aunque en suelo francés solo permaneció el tiempo justo para rodar Liliom (1933) y no tardó en embarcarse hacia los Estados Unidos. Allí, al otro lado del Atlántico, su carrera cinematográfica a punto estuvo de naufragar e irse a pique, al no encontrar un proyecto que filmar. Mas, por suerte para el cine y sus aficionados, poco antes de que su contrato con la MGM expirase, le ofrecieron el guión de Furia (Fury, 1936) y realizó su magistral debut en el cine hollywoodiense, haciendo una película de acción, drama y denuncia social que le permitió continuar desarrollando su inigualable talento cinematográfico lejos de Europa y, con mayor frecuencia de la deseada, sin el control que asumía en sus producciones alemanas; pues en Alemania, Lang era la estrella. En Hollywood, el cineasta vienés rodó veintidós películas, entre ellas una excelente trilogía, que puede ampliarse a tetralogía, en la que expuso su discurso contra la sinrazón que había provocado su exilio, pero también el caos y la destrucción en medio mundo. En 1946 cerró su cuadratura antinazi con esta intriga de espionaje que fracasó en la taquilla y que fue alterada por
 la intervención de los responsables de la productora, que eliminaron del montaje final algunas escenas que el realizador consideraba imprescindibles para dar sentido a su mensaje, uno que no miraba al pasado, el nacionalsocialismo había sido derrotado, sino al presente y al futuro.


Como consecuencia de ser una producción rodada tras la conclusión del conflicto bélico y, por lo tanto, de la derrota de los totalitarismos, del lanzamiento de bombas atómicas y del nacimiento de un nuevo orden mundial, más que exponer los peligros del régimen vencido, Clandestino y caballero (Cloak and Dagger) pretendía reflexionar sobre el riesgo de la investigación y del desarrollo de la energía del átomo con fines militares, de modo que no fue aleatorio que
 su protagonista, Alvah Jesper (Gary Cooper), se presente al espectador posicionándose en contra del uso del átomo como fuente de destrucción. No obstante, y a pesar de sus reticencias iniciales, este científico acepta su nueva condición de espía porque la interpreta como su única opción para evitar el desarrollo y la fabricación de armas de destrucción masiva; aunque esto resulta contradictorio, si se tiene en cuenta que ha colaborado en el "Proyecto Manhattan". Evidentemente, no se trata de un hombre de acción, pero su necesidad de hacer tangible su pensamiento implica que abandone el ámbito teórico de su laboratorio universitario y se adentre en un entorno donde miles de personas se ven afectadas por un conflicto que él descubre desde la clandestinidad de su nuevo cometido. Pero, como consecuencia de los cortes, Clandestino y Caballero resulta menos explícita en este aspecto de lo deseado por Lang, aun así, no desentona con el discurso que expone en las precedentes El hombre atrapado (Man Hunt, 1941), El ministerio del miedo (Ministry of Fear, 1944) y Los verdugos también mueren (Hangmen also Die, 1943); de modo que permanece la intención de mostrar cómo la intolerancia y la ausencia de libertades trastocan la cotidianidad de sus protagonistas, a quienes se descubre asumiendo posturas comprometidas como la que aleja a Jesper de la seguridad del medio que abandona para introducirse de lleno en una trama de espionaje que por momentos lo supera, ya que ni él es un espía ni Gina (Lilli Palmer), la mujer con quien comparte sus aventuras, es una guerrillera, solo son individuos corrientes que se han visto forzados a actuar como consecuencia de una situación de la que no pueden escapar y que les exige su intervención.

viernes, 17 de abril de 2015

Los espías (1927)


Prácticamente, Thea von HarbouFritz Lang iniciaron su asociación profesional prácticamente al mismo tiempo que su relación sentimental; ambas abarcaron desde los primeros años de la década de 1920 hasta 1933, año en el que el cineasta abandonó Alemania como consecuencia de sus diferencias con el régimen totalitario que gobernaba el país y con el que Harbou simpatizaba. Durante este periodo escribieron once guiones, diez de los cuales fueron dirigidos por Lang y uno, La tumba india: El tigre de Esnapur, por Joe May en 1921 (y del que Lang realizaría su propia versión en 1959). Estos guiones dieron pie a clásicos tan representativos del cine mudo como Las tres luces, Doctor Mabuse, Los nibelungosMetrópolis o La mujer en la luna y a dos obras maestras del sonoro como lo son M y El testamento del doctor Mabuse. Menos conocida que estas, Los espías (Spione) fue otra de sus grandes colaboraciones, pero sobre todo fue una magistral lección de narrativa visual en la que se detalla tanto la intriga relacionada con Haghi (Rudolf Klein-Rogge), el misterioso y camaleónico líder de una organización criminal que pretende alterar el orden mundial, como el romance que surge entre Sonja (Gerda Maurus), espía al servicio de aquel, y el agente gubernamental número 326 (Willy Fritsch), a quien el villano (en algunos aspectos similar al Mabuse que también interpretó Klein-Rogge) ordena eliminar para evitar que desbarate sus planes. Como otras producciones de LangLos espías muestra las emociones que mueven a sus protagonistas, y lo hace desde el ritmo trepidante y moderno con el que arranca el film hasta su escena final, entre las que tienen cabida traiciones, conspiraciones, engaños, persecuciones o la relación amorosa entre esos dos espías condenados a participar en un enfrentamiento que al tiempo que les une también los separa. Gracias a su riqueza argumental y formal, Los espías antecede en muchos aspectos al cine de espionaje posterior, en el que otro inimitable director, Alfred Hitchcock, empezó a destacar en la década siguiente en su Inglaterra natal con títulos como 39 escalones o Alarma en el expreso; y, aunque el estilo cinematográfico de Hitchcock es diferente al de Lang, parece innegable la influencia que el director de Furia tuvo en este otro cineasta fundamental para el desarrollo del medio cinematográfico.

viernes, 10 de octubre de 2014

Encuentro en la noche (1952)


Los minutos iniciales de Encuentro en la noche (Clash by Night, 1952) muestran las labores pesqueras y conserveras que se llevan a cabo en la villa marinera a la que Moe (Barbara Stanwyck), la protagonista femenina, regresa después de su larga ausencia. Sin embargo, esta introducción documental desaparece para dar paso a un tono dramático, dominado por la amarga decepción que ha provocando su vuelta al hogar, de donde huyó de joven, cuando aún mantenía intactas las esperanzas y los sueños que ya no existen en ese instante presente en el que asegura: <<vuelves a casa cuando ya no tienes otro sitio>>. Esta frase confirma la derrota existencial de una mujer que ha visto como el paso de los años, y sus experiencias con hombres que la utilizaron, han transformado sus ilusiones en el desencanto que la define a su llegada a la villa donde todavía vive su hermano, y donde inicia su relación con Earl (Robert Ryan), un individuo como aquellos de quienes huye, pero de quienes no puede evitar sentir atracción, y con Jerry D'Amato (Paul Douglas), un patrón de barco que, desde el primer instante, intenta acercarse a ella al tiempo que le habla de la admiración que siente hacia Earl, el amigo en quien ve al hombre de mundo que él no es. El triángulo amoroso de Encuentro en la noche antecede al trío de Deseos humanos, película en la que Fritz Lang también trató la condición humana a través de la infidelidad marital dentro de una atmósfera oscura y tensa; sin embargo, las personalidades de los personajes de ambos films, así como sus intenciones, difieren, como demuestra la desilusión y los deseos adormecidos que marcan el devenir de Moe, ajena al deseo pasional y criminal de aquella interpretada por Gloria Graheme en dicho film. Moe no actúa con premeditación, ni pretende lastimar a nadie que no sea ella misma, simplemente se trata de alguien que ha renegado de sus sueños y de sus ambiciones. No obstante, su miedo a caer de nuevo en errores pasados (como sería reconocer la atracción que sobre ella ejerce Earl) la convencen para aceptar la propuesta matrimonial de Jerry, a quien primero rechaza y posteriormente se liga porque le ofrece la última oportunidad para dar la espalda a ese pasado que ha provocado la huida de sí misma. Encuentro en la noche avanza en el tiempo para descubrir al matrimonio convertido en padres de una niña, sin embargo, ella no encuentra la felicidad dentro del hogar que ha formado y forzado, pues la misma existencia que colma a Jerry a ella le resulta insuficiente, carente del atractivo que sí le ofrece su idilio con Earl, cuyo cinismo, egoísmo y resentimiento hacia las mujeres (por una experiencia fallida) lo convierten en un ser autodestructivo y destructivo, ajeno al sufrimiento que pueda provocar si con ello consigue calmar su ira interna y saciar el deseo que Moe despierta en él. Así que Earl antepone sus necesidades por encima de todo, de modo que iniciado el romance no muestra el menor remordimiento ni en sus actos ni en sus palabras, tras los que esconde las carencias, decepciones y frustraciones que han pasado desapercibidas para un hombre como Jerry, siempre confiado, incapaz ver el lado negativo de quienes le rodena e incapaz también de sospechar de la existencia de una relación clandestina que implica la posibilidad de perder a su hija, cuestión esta última que provoca el arrebato de furia que lo transforma en un ser desesperado, capaz de cualquier cosa para impedirlo.