martes, 25 de mayo de 2021

Deseos humanos (1954)


En comentarios anteriores, hablé de ciertos paralelismos entre Fritz Lang y Jean Renoir, pero lo son en apariencia, puesto que en su fondo difieren, como lo hace su cine, sus intereses y sus temas. Lo mismo podría decirse del cine negro estadounidense y el realismo poético francés, que comparten el capricho de un destino empeñado en provocar encuentros que deparan o apuntan fatalidad. No obstante, como su nombre indica, el cine negro se mueve por las sombras que habitan en los entornos y en las interioridades de los personajes, mientras que el realismo poético vive en el pesimismo que, apuntando a trágico, envuelve y penetra en los personajes imposibilitando cualquier atisbo de luz. Desde el encuentro de Jeff Warren (Glenn Ford) y Vicky Buckley (Gloria Grahame) en el compartimento del tren donde se produce el asesinato del que ella es cómplice forzosa, ese destino deja su lugar al deseo que se intuye, que sabrán prohibido y peligroso, que les dañará. Da igual, no es racional, ni puede razonarse. El deseo es pasión y obsesión. Es el irracional humano, el lado oculto que vive dormido, sedado por la moral y la razón, hasta que, de repente, algo o alguien lo despierta de su letargo y desequilibra la balanza. Entonces, no hay vuelta atrás, se desata la furia pasional y se abre el camino a la plenitud o al vacío, incluso hacia ambas o ninguna. En Deseos humanos (Human Desire, 1954) no existe la menor duda de que a Fritz Lang le gustan los personajes complejos. Son los que mejor sientan a su cine, puesto que el cineasta vienés sabe darles una psicología pocas veces vista en la pantalla; lo que me lleva a delirar que Lang es al cine lo que Dostoyevski a la literatura. Es el magistral creador de espacios humanos poblados de interioridades heladas y ardientes, racionales e irracionales, de pensamientos, deseos, frustraciones e instintos que, por un instante, erupcionan en pasiones que desbordan en los personajes.
 

Jeff Warren no padece un desequilibrio psíquico, como sí sufre el personaje interpretado por Jean Gabin en la versión que Jean Renoir realizó de la novela de Emile Zola que también sirvió para que Fritz Lang dirigiese esta magistral pulsión entre la vida y la muerte, cargada de tensión sexual. El problema de Jeff es fruto de su retorno al hogar, tras tres años combatiendo en Corea, lo cual le desubica en un espacio donde debe encontrar su lugar. Pero, salvo el de algunos compañeros ferroviarios que lo saludan y el de la familia Simmons, que lo acoge en su casa, su primer encuentro es con la mujer que despierta sus impulsos y su necesidad de poseerla, quizá de amarla. ¿Pero qué es el amor? El amor en
Deseos humanos es carnal y sexual, también es la promesa de libertad y la certeza de peligro, incluso puede ser el camino hacia el desamor y el rechazo, pero no la posesión enfermiza que siente Carl Buckley (Broderick Crawford). Sus sentimientos y su inseguridad (como hombre y en su relación con una mujer joven y hermosa) desatan celos, violencia y lo empujan u obligan a asesinar para confirmar su unión con Vicky, para atarla definitivamente a él; sin contar que no se puede poseer lo que no puede ser suyo, aunque sí destruir a quien dice amar. Partiendo de la inestabilidad del marido, se comprende que Vicky no es ninguna mujer fatal. Es más fácil, más real y más creíble que ser la perdición de los hombres, como sí podría serlo la protagonista de la versión que en 1957 Daniel Tinayre realizó de La bête humaineLa bestia humana (1957). Ella es la víctima del desengaño y de un hombre en quien vio una oportunidad que se ha confirmado como la falsa promesa de una vida acomodada que se ha transformado en decepción, desidia, desencanto, violencia.


Carl dice amarla, pero se muestra celoso, lo cual apunta su desconfianza, quizá sus complejos, su necesidad de posesión. Se trata de un individuo contradictorio que dice y siente de un modo y actúa de otro, cuando la empuja hacia los brazos del millonario que puede conseguir que le readmitan y le devuelvan su puesto de subjefe de estación. En este instante, Vicky siente rechazo —hacia lo que sabe que tendrá que hacer para conseguir lo que le pide su marido— y asco hacia quien le niega la posibilidad de que ella trabaje —se enfada y dice que no quiere ser un mantenido de su mujer—, pero quien no duda en suplicarle y empujarla a la infidelidad que, recuperado el puesto laboral, le recriminará violentamente. Vicky acepta de mala gana visitar a su viejo conocido, y posiblemente su amante en el pasado, cuando ella apenas era una adolescente. ¿Por qué lo hace? ¿Por lástima? ¿Por interés? ¿Por miedo a su marido, como también por miedo acepta escribir la carta que la encadena y le impide la vía de escape que siente encontrar cuando intima con Jeff? El maquinista es su puerta de salida hacia el reinicio que quizá pueda deparar la plenitud que, seguramente, jamás haya conocido. De ese modo, Vicky se convierte en el vértice al que 
Lang presta mayor atención, pues es la imagen deseada por dos hombres que tienen en común que han matado, aunque con la diferencia que uno de ellos, Jeff, lo ha hecho en la guerra —por impuesta obligación y en el anonimato de sus víctimas— y no por la impotencia y la obsesión posesiva que llevan a Carl a matar a sangre fría.



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