En comentarios anteriores, hablé de ciertos paralelismos entre Fritz Lang y Jean Renoir, pero lo son en apariencia, puesto que en su fondo difieren, como lo hace su cine, sus intereses y sus temas. Lo mismo podría decirse del cine negro estadounidense y el realismo poético francés, que comparten el capricho de un destino empeñado en provocar encuentros que deparan o apuntan fatalidad. No obstante, como su nombre indica, el cine negro se mueve por las sombras que habitan en los entornos y en las interioridades de los personajes, mientras que el realismo poético vive en el pesimismo que, apuntando a trágico, envuelve y penetra en los personajes imposibilitando cualquier atisbo de luz. Desde el encuentro de Jeff Warren (Glenn Ford) y Vicky Buckley (Gloria Grahame) en el compartimento del tren donde se produce el asesinato del que ella es cómplice forzosa, ese destino deja su lugar al deseo que se intuye, que sabrán prohibido y peligroso, que les dañará. Da igual, no es racional, ni puede razonarse. El deseo es pasión y obsesión. Es el irracional humano, el lado oculto que vive dormido, sedado por la moral y la razón, hasta que, de repente, algo o alguien lo despierta de su letargo y desequilibra la balanza. Entonces, no hay vuelta atrás, se desata la furia pasional y se abre el camino a la plenitud o al vacío, incluso hacia ambas o ninguna. En Deseos humanos (Human Desire, 1954) no existe la menor duda de que a Fritz Lang le gustan los personajes complejos. Son los que mejor sientan a su cine, puesto que el cineasta vienés sabe darles una psicología pocas veces vista en la pantalla; lo que me lleva a delirar que Lang es al cine lo que Dostoyevski a la literatura. Es el magistral creador de espacios humanos poblados de interioridades heladas y ardientes, racionales e irracionales, de pensamientos, deseos, frustraciones e instintos que, por un instante, erupcionan en pasiones que desbordan en los personajes.
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