Este agente de prensa, aunque, en realidad, todos opinan que es una rata y una víbora, no es un roedor ni un reptil, aunque se arrastra por el fango en busca de trapos sucios, que entrega a J. J. Hunsecker (Burt Lancaster) a cambio de que este escriba los nombres de sus clientes en su prestigiosa columna, leída por sesenta millones de lectores. Como buen vendedor de chismes y mejor arribista, el publicista ha borrado de su repertorio la integridad y, en algún momento del pasado, vendió su alma al columnista. Su servilismo, su esclavitud humana, y sus tejemanejes varios para medrar, lo confirman. Ha renunciado a cualquier atributo ético para alcanzar la cima que anhela, y el resto lo pone al servicio del personaje de Lancaster, que hace impasible y brutal su papel de un dios mediático —y no menos loable es la magnífica actuación de Curtis.
En el mundo construido por J. J., no hay espacio para gestos generosos, todo tiene un precio; y Sidney está dispuesto a pagarlo. Todo cuanto hace tiene una finalidad clara. Él mismo lo dice en su oficina apartamento. Quiere dejar de ser siervo y llegar a lo más alto, donde ya no tendrá que servir, pero, para llegar arriba, debe hacerlo. Precisa la publicidad y el poder de la prensa, para promocionar a los artistas que le contratan, ya que su éxito depende de que el nombre de sus clientes asome en la columna de Hunsecker, a quien, a cambio, presta los servicios que le exija. J. J. no pide, ordena; ni espera, le esperan. Es el poderoso, quien tiene la llave para que su lacayo alcance cotas más elevadas que el suelo por donde se arrastra; de ahí que, para elevarse, venda su alma a ese diablo de la prensa que solo tiene una debilidad: su hermana Susan (Susan Harrison). Aparte de su éxito, de sus siervos y de sesenta millones de lectores que no le importan, salvo por el poder que le concede la cantidad, solo la tiene a ella y por ese motivo, y por su obsesivo afán de controlar lo que cree suyo (lo único digno de amar) y destruir cuanto ose desafiarle, ordena a Sidney que provoque la ruptura entre Susan y Steve (Martin Milner), el guitarrista con el que ella piensa marcharse. No solo quiere controlarla, como controla al resto, sino que la ama como quien ama a una posesión, sin darle opción ni elección, excepto las que él decida, quizá porque J. J. vive obsesionado con el poder que se atribuye y le atribuyen.
—Es como un barril de pólvora esperando un fósforo. Es algo nuevo. Ni tú ni yo conocemos esto de la integridad —dice Sidney.
—No quisiera morderte. Estás lleno de veneno —replica el columnista con el desprecio y la superioridad que nunca le abandona. Y esa integridad de la que hablan y que desconocen, sí es un polvorín para J. J., puesto que no puede ni sabe cómo controlarla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario