jueves, 27 de mayo de 2021

Chantaje en Broadway (1957)


Escribo demoledor y genial como puedo escribir contundente y magistral, cualquiera de las dos parejas sirven para introducir lo que pienso sobre el retrato del poder mediático que Alexander Mackendrick realizó en Chantaje en Broadway (Sweet Smell of Success, 1957). Aunque estadounidense de nacimiento, Mackendrick era británico de adopción y había realizado su obra precedente en Reino Unido. La mayoría de sus películas inglesas fueron comedias corrosivas, satíricas, inolvidables. Todas ellas en el seno de los estudios Ealing, la mítica compañía cinematográfica de Michael Balcon, pero Mackendrick nunca había sido tan directo ni contundente en su narrativa como lo fue en su primera película estadounidense, que adaptaba el guion firmado por Clifford Odets y Ernest Lehman —y en el que también él participó, aunque su nombre no aparezca en los créditos. En Sweet Smell of Success no cae en el error de juzgar, sino que escarba en la inmundicia humana y saca a la luz la podredumbre y el pestilente hedor de ese dulce olor a éxito que tienta y atrae a Sidney Falco (Tony Curtis).


Este agente de prensa, aunque, en realidad, todos opinan que es una rata y una víbora, no es un roedor ni un reptil, aunque se arrastra por el fango en busca de trapos sucios, que entrega a J. J. Hunsecker (Burt Lancaster) a cambio de que este escriba los nombres de sus clientes en su prestigiosa columna, leída por sesenta millones de lectores. Como buen vendedor de chismes y mejor arribista, el publicista ha borrado de su repertorio la integridad y, en algún momento del pasado, vendió su alma al columnista. Su servilismo, su esclavitud humana, y sus tejemanejes varios para medrar, lo confirman. Ha renunciado a cualquier atributo ético para alcanzar la cima que anhela, y el resto lo pone al servicio del personaje de Lancaster, que hace impasible y brutal su papel de un dios mediático —y no menos loable es la magnífica actuación de Curtis.



En el mundo construido por J. J., no hay espacio para gestos generosos, todo tiene un precio; y Sidney está dispuesto a pagarlo. Todo cuanto hace tiene una finalidad clara. Él mismo lo dice en su oficina apartamento. Quiere dejar de ser siervo y llegar a lo más alto, donde ya no tendrá que servir, pero, para llegar arriba, debe hacerlo. Precisa la publicidad y el poder de la prensa, para promocionar a los artistas que le contratan, ya que su éxito depende de que el nombre de sus clientes asome en la columna de Hunsecker, a quien, a cambio, presta los servicios que le exija. J. J. no pide, ordena; ni espera, le esperan. Es el poderoso, quien tiene la llave para que su lacayo alcance cotas más elevadas que el suelo por donde se arrastra; de ahí que, para elevarse, venda su alma a ese diablo de la prensa que solo tiene una debilidad: su hermana Susan (Susan Harrison). Aparte de su éxito, de sus siervos y de sesenta millones de lectores que no le importan, salvo por el poder que le concede la cantidad, solo la tiene a ella y por ese motivo, y por su obsesivo afán de controlar lo que cree suyo (lo único digno de amar) y destruir cuanto ose desafiarle, ordena a Sidney que provoque la ruptura entre Susan y Steve (Martin Milner), el guitarrista con el que ella piensa marcharse. No solo quiere controlarla, como controla al resto, sino que la ama como quien ama a una posesión, sin darle opción ni elección, excepto las que él decida, quizá porque J. J. vive obsesionado con el poder que se atribuye y le atribuyen.



Cuando en un momento puntual de este oscuro drama, J.J le pregunta a Sidney por qué a su hermana le gusta Steve, el agente le responde que por su integridad. Y añade que <<Eso es algo como el sarampión>>. A lo que J. J. responde con una pregunta: <<¿Qué es la integridad?>>

—Es como un barril de pólvora esperando un fósforo. Es algo nuevo. Ni tú ni yo conocemos esto de la integridad —dice Sidney.


—No quisiera morderte. Estás lleno de veneno —replica el columnista con el desprecio y la superioridad que nunca le abandona. Y esa integridad de la que hablan y que desconocen, sí es un polvorín para J. J., puesto que no puede ni sabe cómo controlarla.



Como lacayo, Sidney presenta mil rostros y, como amo y señor, Hunsecker solo tiene uno. No precisa más, ni necesita tener amigos; ya tiene a policías y a políticos en el bolsillo. Necesita personas que le teman, objetivos que manipular, destruir, humillar, gente que le sirva y se someta. Eso es el poder para él. Posiblemente, lo único que le queda de humanidad guarda relación con su hermana, la única persona que lo separa del vacío emocional. Sin ella, J. J. será un dios sin vínculos humanos, puesto que no hay relación de amistad con el publicista, ni con nadie. Solo existe el vasallaje, por parte del agente de prensa, y la superioridad, por la de su amo. Aunque odie hacerlo, porque le recuerda que él está por debajo —su posición en la pantalla siempre parecer ser detrás de J. J. o en situación de inferioridad—, Sidney sirve al poderoso para su beneficio personal; sabe que lo que hace es inmoral, pero aún así sigue adelante para sentir la cercanía del poder que desea alcanzar. Pero sí hay algo en lo que coinciden, es que ambos juegan con vidas humanas y, si es preciso, las destruyen sin miramientos. Por ejemplo, Sidney lo hace cuando, a cambio de que publique un rumor, entrega a Rita (Barbara Nicholson) al columnista que odia a Hunsecker; y este lo hace con cualquiera que no asuma ni acate sus dictados.


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