El desprecio (1963)
En la novela El desprecio (Il disprezzo, 1954), el protagonista escribe sobre su matrimonio, habla de sus sospechas de que su mujer ya no le ama, de la confirmación de esa nueva realidad en la que sale a relucir el desprecio que ella afirma sentir hacia él, pero también comenta aspectos sobre su labor de guionista, que define de tal manera que acaba comparándolo con la finalidad perseguida por el mercenario. Más o menos, Alberto Moravia viene a decir por boca de su personaje, que un guionista no se expresa en las películas que interviene, siendo el director quien se expresa a partir el libreto escrito. Por lo tanto, para quien idea, esa pérdida de identidad artística resulta insatisfactoria, cuando no humillante, aunque continúa escribiendo películas por dinero. Guionista durante los primeros años de la década de 1940, Moravia introdujo en El desprecio parte de sus sensaciones sobre su relación con el medio cinematográfico, aunque esto no deja de ser un tema secundario en la narración. El escritor sí pudo expresarse en su novela y, partiendo de ella, Jean-Luc Godard hizo lo propio.
Así, El desprecio (Le mépris, 1963) de Godard convierte a Ricardo Montaldi en Paul Javal (Michel Piccoli), lo que permite al cineasta borrar la subjetividad del personaje literario y asumir su propia obra, la cinematográfica. Prescindir del narrador en primera persona y conceder voz a ambos y a ninguno de los miembros del matrimonio protagonista, suaviza el conflicto que Ricardo describe en su reflexión literaria, con la que pretende explicarse y justificar lo vivido, quizá tergiversando hechos y omitiendo situaciones. En sus memorias busca comprender el por qué del desprecio que Emilia, Camille (Brigitte Bardot) en el film, dijo sentir por él. Si el primer cambio se produce en la supresión del análisis introspectivo en pasado del guionista, el segundo resulta una consecuencia directa, que permite a Godard desarrollar su acercamiento al cine, más que a la pareja o a la interioridad de Paul-Camille, en un tiempo que se antoja presente, aunque, en el realizador nacido en París, romper con la narrativa habitual es una necesidad casi fisiológica, de ahí que, a mitad del metraje, marido y mujer adquieran por un instante voz interior, pretérita y subjetiva. Esta breve intervención de sus conciencias genera la sensación de ser prescindible, más que nada resultan forzadas para romper la linealidad de un film que, en sí, es una declaración de intenciones de su responsable.
El inicio de El desprecio, durante un rodaje en Cinecittà, ya es un homenaje al cine admirado por el realizador de Banda aparte (Bande à part, 1964). En ese momento —como Orson Welles hizo antes que él y Truffaut haría después en Fahrenheit 451 (1966)—, el cineasta franco-suizo introduce los créditos verbalmente. Nombra a Moravia, como autor de la novela, a los técnicos y a los interpretes, entre quienes escuchamos el nombre de Fritz Lang, que, más que al realizador alemán que asoma por las páginas de la novela, se interpreta a sí mismo y a la figura del cineasta admirado e idealizado por los miembros de la Nouvelle Vague, el artista que resiste, el autor de las películas, y el único de los personajes que se mantiene inalterable al final del film, cuando continúa rodando la versión cinematográfica de la Odisea y se confirma como el único imprescindible, pues suya es la mirada que Ulises asume a su regreso a Ítaca. Godard se reserva un pequeño papel en El desprecio, apenas perceptible, pero de importancia discursiva, ya que asumir para sí mismo el rol de ayudante de dirección del maestro, redunda en la idea de que el artífice de Al final de la escapada (A bout de souffle, 1959) acepta a Lang como una de sus influencias directas y al director como principio y fin de cualquier película, pues, como reflexionaba Montaldi, este es quien se expresa, y no el productor interpretado por Jack Palance, que aboga por el cine-espectáculo comercial, o el guionista encarnado por Piccoli, a quien en la adaptación cinematográfica se concede la perspectiva psicoanalítica que de Odiseo y Penélope expone en la novela el realizador alemán.
Otro gran artículo -y ya van, y los que no me da tiempo a leer😄-.Esa es la esencia del film, la pérdida del control artístico en pos de la mercadotecnia, que además implica a la persona en su relación de pareja.Es muy brutal esta peli.La novela de Moravia al final aun no la he leído.Y el homenaje a Lang, es la dignidad misma del creador.
ResponderEliminarLa película y la novela son espléndidas. Y Godard hace lo que debería hacer cualquier cineasta que pretende adaptar una obra literaria, que no es otra cosa que no rendirle pleitesía al autor literario, ni al libro, y hacer su obra cinematográfica. Claro que no siempre salen así, como esta.
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