American Gigolo (1980)
Muchos de los personajes ideados por Paul Schrader, diré que la mayoría, vendrían a ser el mismo, aunque con sus variantes emocionales, espaciales o laborales, y deben pasar por un periodo de purificación, sufrimiento y violencia, antes de liberarse. Desde Yakuza (The Yakuza, 1974) hasta El reverendo (First Reformed, 2017), esta constante pone a sus protagonistas al borde del abismo existencial que se abre ante ellos, los engulle y posteriormente los expulsa, quizá redimidos, pero ¿redimidos de qué? Culpabilidad, recuerdos del pasado, dudas, dolor, soledad o desorientación en un presente de sombras, en el que la podredumbre moral se acumula. Estas son algunas de las emociones y de las circunstancias que salen a la luz y los acorrala, los convierte en animales heridos como podrían serlo Travis en Taxi Driver (1976) o Julian en American Gigolo (1980), por citar dos variables del mismo modelo que se repite en los mundos ocultos a los que acceden los films de Schrader. Pero si el primero vive su infierno de dentro afuera, en la soledad y en el insomnio generados por su rechazo a cuanto observa, el segundo lo experimenta en sentido inverso, de la aparente aceptación externa a la ruptura del supuesto y falso equilibrio externo-interno que ha alcanzado en un entorno que descubrirá hostil. Y escribo supuesto y falso porque sospecho que ningún personaje de Schrader puede presumir de equilibrado, ya que existe algo en su interior, una especie de tormento o de angustia vital, que les impide encontrarse o aceptarse a sí mismos dentro de espacios humanos donde no encajan, quizá porque intuyen la falsedad velada por la imagen proyectada, la cual también oculta la inmoralidad en formas y apariencias.
Quizá, respondiendo a esa necesidad de aparentar una armonía inexistente, Julian (Richard Gere) cuida su imagen y se dedica a dar placer a mujeres maduras, porque, aparte de ganarse muy bien la vida, su oficio le proporciona la sensación de llenar carencias y vacíos como los que él se niega para sí. Como los individuos que pueblan el cine de Bresson o de Ozu, los de Schrader tampoco necesitan expresar a viva voz sus conflictos, sus emociones o sus sentimientos. Están ahí, latentes en su cotidianidad, habitan en ellos, forman parte de sus impresiones y de su interpretación del medio. A veces son emociones hirientes que no pueden contener, otras intentan mantenerlas en un plano que no les afecte de forma visible, pero de igual modo los hiere. Esto último intuyo en el protagonista de American Gigolo, quien, mientras mira hacia afuera, huye de sí mismo, del enfrentamiento que le posibilitaría respuestas que le permitirían conocer qué busca en realidad. El lujo al que está acostumbrado, su apartamento, su Mercedes descapotable, su dominio de cinco o seis idiomas, así como sus trajes de Armani y las corbatas que llenan los cajones de su armario forman parte de la imagen en la que desea creer y transmitir a los demás, y que asume porque le resulta más cómodo, tanto para su oficio como para la impresión que tiene de sí mismo, o de aquella que pretende, la de ser independiente, libre e incluso indispensable para quienes solicitan su compañía o buscan sus favores. Sin embargo la realidad es otra, y no tardará en comprender que vive entre la mentira y la inmoralidad que no encuentra en su oficio, sino en el entorno donde descubre la ausencia total de valores, un entorno que le despoja de esperanza y precipita su metamorfosis: del elegante acompañante al hombre atrapado y despojado de su imagen.
Su encuentro con Michelle (Lauren Hutton) no es un encuentro casual en un bar, es el encuentro de dos individuos que, aunque no lo pronuncien, se reconocen en su aislamiento, en la comprensión de que ambos son seres perdidos que sufren sus vacíos en silencio, en la intimidad que no desvelan, cómplices de la falsedad en la que ella vive su matrimonio con el senador Stratton (Brian Davies) y en la que Julian asume su adaptación al espacio donde el lujo y el deseo disimulan su desubicación. Sus sentimientos hacia Michelle irán allanando el terrero para el desmoronamiento del Julian elegante, y supuestamente seguro de sí, pero este proceso destructivo no podría producirse sin la intervención de un agente externo que lo precipitase y, esa fuerza ajena, llega en forma del asesinato de una clienta. Convertido en el principal sospechoso, se ve acorralado. La situación límite le ciega, lo hunde en la desesperación y genera la violencia, pero, en su fase final, le descubre aspectos que no ha querido o podido ver. Así pierde los escudos materiales (dinero, ropa, automóvil, apartamento,...) que habían evitado su caída en el abismo, donde, sin posibilidad de escape, más que al responsable de la trampa que pone a la policía tras su pista, busca apartarse de la desorientación, busca encontrarse, aceptarse y liberarse de conflictos emocionales que había evitado hasta entonces.
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