domingo, 29 de septiembre de 2024

La salida de los obreros de la fábrica Lumière (1895)


La historia que hay detrás de unos segundos visibles, ya sea en la pantalla o a nuestros ojos en la cotidianidad, pueden ser días, semanas, meses,… de preparación y trabajo en la sombra que nunca saldrán a la luz. Para el cine, popularmente hablando, la luminosidad se hizo el día 22 de marzo de 1895 —el 28 de diciembre se realizaría un proyección comercial en el salón Indio del Grand Café, en París—, cuando se proyectaron los 46 segundos de La salida de obreros de la fábrica Lumière (La sortie de l’usine Lumière à Lyon, Louis Lumière, 1895) y los presentes descubrieron el cinematógrafo inventado por los Lumière. En 1891, la empresa de Edison había creado el kinetoscopio; y en 1888, el inventor francés Louis Le Prince se adelantaba a estos pioneros y filmaba la que, en la actualidad, se considera la primera película de la historia, La escena del jardín de Roundhay (Roundhay Garden, 1888), pero fue aquel instante fabril rodado por Louis Lumière el 19 de marzo el que puede considerarse el origen del cine. Parecía salir de la espontaneidad de lo cotidiano, del día a día de los hombres y de las mujeres de la fábrica de productos fotográficos propiedad de la familia Lumière; mas no era algo que surgiese del momento, sino de la idea de mostrar el momento elegido.


Se trataba de probar el tomavistas, patentado apenas un mes antes por los hermanos Auguste y Louis, tomando esa imagen en movimiento que permite ver a casi un centenar de personas, mayoritariamente mujeres, apareciendo en el encuadre único y moviéndose con naturalidad hasta que abandonan la escena, dejando tras de sí su lugar de trabajo. Esto que parece tan sencillo, no lo fue. Primero tuvo que surgir la idea y decidir qué querían mostrar, reducir los imprevistos, fruto de la casualidad y del accidente, la mejor hora de luz y el mejor lugar donde colocar el aparato… Y mucho antes hubo que trabajar otra idea anterior, la que permitió desarrollar el invento y construir el cinematógrafo —al tiempo cámara, proyector e impresor—, el aparato que daría nombre al medio de expresión que en el siglo siguiente se había extendido por todo el mundo. Pero una vez establecido qué iban a documentar, había que preparar la escena. Es decir, que todo encajase para que el conjunto —espacio, luz y personas— pudiese ser filmado y exhibido aquella jornada en la que se dice nació el cine. Los hermanos Auguste y Louis se las vieron con sus actores y actrices improvisadas. Con esto no quiero decir que se produjese una batalla campal, sino que tuvieron que darles indicaciones para realizar lo que les era cotidiano. Les pedían que caminasen de forma natural, pero inusual, pues existía un aparato tomavistas que les exigía un movimiento al compás de la velocidad del invento (16 imágenes por segundo). De modo que el primer intento no salió y los directores pidieron a su reparto no profesional e improvisado que repitiesen los pasos, pero al ritmo que permitiese que, en la proyección, sus pasos se viesen reales, como si fuese la realidad misma, aunque esa realidad no dejase de ser un intente preparado, la recreación de un momento extraído de la propia vida. Al año siguiente, se filmarían nuevas versiones de ese primer instante cinematográfico, pero ya no lo era, aunque lo pareciese y ahí se encuentra una de las señas de identidad del cine: su capacidad de engaño…




sábado, 28 de septiembre de 2024

Vidas de nadie

En dos libros de segunda mano que adquirí recientemente, encontré un par de “huellas”, ajenas al contenido de los textos, que despertaron mi curiosidad. En uno de los libros había una dedicatoria escrita del puño y letra del autor, tal vez sería mejor precisar que recopilador y redactor de las memorias de otra persona, pues transcribía los recuerdos de vida que le contaba una mujer; y en el otro, entre sus paginas ya ajadas por las cuatro décadas de distancia que me separan del año de su edición, encontré una invitación (en hoja de imprenta) al acto de entrega del premio periodístico “Purificación de Cora”, convocado por el diario El Progreso, de Lugo, en 1983, con motivo del setenta y cinco aniversario del periódico. El nombre de Purificación de Cora, que fue el fundador de El Progreso allá por el verano de 1908, me sonaba de encuentros anteriores, pero el que aparecía por partida doble, no. Así que sentí curiosidad, tal vez porque en la dedicatoria escrita aparecía, entre otros atributos del destinatario, “estimado compañero, gran escritor”. ¿Quién era? Gracias a la cantidad de información a la que hoy se puede tener acceso instantáneo, pronto lo supe. Pero ahora no voy a hablar de eso ni de él, sino a comentar como aquellas huellas del pasado, que me llegaron por una de esas casualidades de las que están llenas nuestras existencias, me hicieron pensar que los libros no solo encierran parte de vida de sus autores, sino de sus lectores; y si el volumen pasa de mano en mano, las vidas y pensamientos que quedan en él aumentan y se relacionan sin saberlo.

Los que van antes permanecen invisibles a los posteriores, a quienes los pretéritos nunca llegaron a pensar. Pero, aunque la desconozcan, ya hay una realidad futura, presente y anterior que les une: la lectura del mismo libro y el acceso al mismo espacio narrativo que harán diferente, según su interpretación. La afirmación de invisibilidad podría aplicarse también en la historia y en la vida, pues otros dos aspectos que me llamaron la atención, aunque no me resultaban novedosos, puesto que ya me rondaban desde tiempo atrás, fueron el gran tamaño de mi ignorancia y la creciente idea del olvido en el que caemos los vivos cuando muertos —en vida también, pero este es otro tema—. Incluso quienes en su momento hacen algo que los saca del anonimato, de lo corriente y de lo cotidiano, del tránsito de altibajos que de alguna manera nos iguala, caen en el no somos nadie, cuando ya nadie los recuerda. ¿Cuántos humanos se recuerdan? ¿Un 0, 0000001 por ciento de los nacidos? ¿Ignoramos el 99, 999999 restante? Ignoro el porcentaje, pero seguro que se aproxima a la totalidad. Es natural y humano. Es nuestro olvido, del que se salva ese mínimo que se recuerda y quienes, sin haber existido, son leyenda. A veces, los personajes históricos, ilustres o mitológicos puede parecer numerosos, debido a los nombres que se recopilan en las enciclopedias y en los cuentos, los que la historia realza o los que señalan las calles de las ciudades y pueblos… Pero estos con nombre son los menos; y los más son nadie, pues sirvan estas líneas como recuerdo a esos miles y miles de millones de quienes nunca supimos y ya nunca sabremos…

viernes, 27 de septiembre de 2024

Los desafíos (1969)

El productor Elias Querejeta produjo Los desafíos (1969) a tres directores noveles. En realidad, eran tres películas en una, suma que da la unidad dispar que supuso el primer largometraje de José Luis Egea, Claudio Guerín y Víctor Erice. En cierto modo, también supuso un final para el Nuevo Cine Español, el cual no dejaba de ser quijotesco en su intención de luchar contra gigantes como la censura, la distribución, el anquilosamiento en el que parecía hallarse el cine y el propio público, más interesado en otro tipo de films, menos arriesgados y poco exigentes. En teoría y al inicio de la década, pues Viridiana (Luis Buñuel, 1961), El cochecito (Marco Ferreri, 1960), Plácido (Luis García Berlanga, 1961) o El verdugo (Luis García Berlanga, 1963) —las de Berlanga y Ferreri con Rafael Azcona en el guion— apuntaban una calidad inusual no solo para el cine español, el panorama cinematográfico de los años sesenta prometía modernizar el cine, dotándolo de mayor personalidad y riesgo. Pero solo fue un espejismo, una promesa que se cumplió a medias, si se mira desde el hoy, pues, a pesar de las trabas que fueron mermando ilusiones y minimizando las opciones, aquellos jóvenes que, como Francisco Regueiro, Mario Camus, Miguel Picazo, Basilio Martín Patino, Gonzalo Suárez, Pere Portabella o Joaquim Jordá —estos últimos ubicados cinematográficamente en lo que se dio en llamar Escuela de Barcelona; algo que habría que matizar—, debutando a lo largo de la década de 1960 lograron filmar películas que hoy son historia del cine español. En cierto aspecto, Guerín, Egea y Erice fueron los últimos de aquella estirpe. Ya habían realizado cortometrajes previos a este film episodios en los que buscaban formas expresivas novedosas, ilusionados por romper con el cine (comercial) que se hacía en España.

Eran tiempos de aprendizaje; sin ir más lejos, Erice había sido ayudante de dirección de Antxon Eceiza en El próximo otoño (1961) y Egea había trabajado a las órdenes de Carlos Saura, cuyo film Los golfos (1958) puede considerarse pieza seminal del NCE, y de Miguel Picazo en Llanto por un bandido (1964) y en La tía Tula (1964), respectivamente. Cada uno de los tres se encargó del guion de sus episodios, en los que contaron con la colaboración de Rafael Azcona, cuya aportación parece quedar clara en la negrura y en la sensación de encierro que acercan los episodios al cine hecho por el riojano junto a Ferreri en su etapa italiana. Pero los nexos visibles entre los cortometrajes, independientes entre sí, que componen Los desafíos son la presencia estadounidense (en la triple actuación del actor Dean Selmier), la cual apunta una realidad de la España de la década de 1960, la influencia norteamericana, y la de la muerte. En las tres películas, cada una de duración que ronda la media hora, el yanqui es una imagen amenazante, el detonante para introducir el choque cultural y para que estalle la violencia… Pero lo interesante de los tres films no son sus argumentos, tampoco sus temas, sino la intención de Egea, Guerín y Erice de experimentar con planos, imágenes, colores… Esto hace que de Los desafíos sea una declaración de intenciones, aunque, debido a diferentes motivos —Guerín fallecía en 1973 y Egea ha colaborado con otros directores y en publicidad—, solo Erice ha desarrollado y evolucionado, manteniéndose fiel a sí mismo —con lo que esto significa en un negocio como el audiovisual—, un cine independiente y experimental ya perseguido en Los desafíos, desafíos que responden al reto asumido por cada uno de los tres cineastas, también por Querejeta, cuando filmaron esta película que, en su momento, apuntaba ruptura…



jueves, 26 de septiembre de 2024

El libro de Eli (2010)

En la estela de Mad Max 2 (George Miller, 1981) y Mad Max: más allá de la cúpula del trueno (Beyond Thurnderdome, George Miller, 1985), aunque sin la gracia de las secuelas del loco Max interpretado por Mel Gibson, El libro de Eli (The Book of Eli, Albert y Allen Hughes, 2010) no aporta novedad alguna al western postapocaliptico ni a la figura del héroe que, como en tantas otras ocasiones previas y posteriores, se intenta disfrazar de antihéroe. Para lograr el efecto antiheroico, los hermanos Hughes, en un primer momento, describen a su protagonista como un tipo solitario, rápido con las armas, letal para quien se entrometa en su camino y reacio a ayudar al prójimo, porque no es asunto suyo, en un mundo desolado y gris. Este caminante viaja hacia el oeste e, inicialmente, solo se debe a sí mismo. Va a lo suyo, como pueda ir el mutante al que da vida Kevin Costner en Waterworld (Kevin Reynolds, 1995) o mismamente Max, al inicio de las dos películas de Miller. El personaje que interpreta Denzel Washington, Eli, sigue su transitar por un mundo desértico, escaso de agua y de población, la cual se ve obligada al nomadismo —viaja en solitario, en pareja o en grupos reducidos como el que vanamente intenta asaltar al héroe de la función— o se concentra en pequeños núcleos como el pueblo dominado por Carnegie (Gary Oldman), el cacique que toma su apellido del magnate del acero y a quien gusta la lectura y pretende los servicios del desconocido, después de verle en acción, y el libro religioso, ejemplar único, que porta. El villano de turno aduce que las palabras del texto pueden controlar las mentes débiles y él quiere para sí la capacidad de someterlas. Claro que el cacique local y sus colaboradores ignoran lo que, ya desde el primer momento, el público sabe sobre el extraño: que se trata de alguien que no dejará que se lo arrebaten y que, además, tiene “corazón”, como demuestran la misión que se atribuye —llevar las palabras del libro allí donde sirvan para liberar— y su relación con Solara (Mila Kunis), la heroína y su aprendiz, claro…



miércoles, 25 de septiembre de 2024

Rebobine, por favor (2008)

Allá, por la segunda mitad de la década de 1980 y principios de los 90, acudir al video-club era un entretenimiento, más que una diversión, que me ocupaba su tiempo, pues elegir la cinta o cintas que iba a llevarme a casa no era cuestión de un minuto, sino de alguno más. Antes de entrar en el local, tenía decidió cuáles eran los títulos que quería llevarme, pero al recorrer las estanterías, y descubrir que las pretendidas ya habían sido alquiladas, me veía en la situación de tener que escoger entre las que quedaban. No era un problema, ni una decepción, ya que mirar aquellas carátulas me evadía de pensamientos que no fuesen relacionados con las películas que estaban disponibles y las que habían volado momentáneamente a otros hogares. A veces, me sorprendían las inesperadas. Lo que ya me sorprendía menos era encontrarme con las cintas sin rebobinar, a pesar de que en las paredes del local (o detrás del mostrador e incluso en la propia cinta) se pedía educadamente “rebobine, por favor”. Yo era de los que hacían caso a tal petición y también de los que solía “cagarme” en quienes devolvían las vhs sin rebobinar. Me cabreaba que su pereza obligase a la mía a escuchar dos veces el sonido del rebobinado y a esperar varios minutos hasta poder darle al “play” y disfrutar o no de la película alquilada, la cual, a veces, tenía que ver rayada. Esto último precipitaba el desesperado movimiento de mis ojos y de mi cerebro, pero mi cabreo no era una cuestión de rayas, ni de baile neurótico, ni de tiempo perdido, aunque lo fuese, sino por la falta de respeto hacia el siguiente socio; más bien, debido a la dejadez del anterior, a quién imaginariamente preguntaba qué le habría costado rebobinar. Quizá no fuese tan costoso realizar algo tan simple como lo señalado, tal vez se trataba de una muestra de rebeldía de quienes solo podía rebelarse así. Nunca supe los motivos ajenos, pero comprendía el porqué yo rebobinaba. No era una cuestión de cumplir o no la petición del video-club sino de cumplir con el siguiente consumidor, que también sería cumplir conmigo mismo, pues, ni mas ni menos, yo era el siguiente de alguien previo.

El caso es que era socio de varios video-clubes en los que casi nunca estaban las películas que quería alquilar, pues siempre había alguien más adelantado. Así que un buen día, cuando el mercado casero vivía su auge, decidí acumular en propiedad los títulos que más me interesaban; llegando a rondar mi videoteca los tres mil originales, cinta arriba, cinta abajo, de los que hoy no conservo ni el primero. Tal acumulación ocupaba tanto espacio que incluso tuve que guardar algún centenar en los armarios de mi habitación. Algunas cintas se desgastaban casi antes de usarlas, lo mismo sucedía con la ropa. Sus imágenes lluviosas y rayadas, su ausencia de sonido y los crecientes fundidos en negro ajenos al director, eran signo de la decrepitud que nunca tuve la oportunidad de frenar. Si al menos hubiese tenido una cámara y formado parte de un grupo de colegas tan “espabilados” como los héroes de Rebobine, por favor (Be Kind Rewind, 2008), comedia absurda con la que Michel Gondry viaja a un tiempo pasado sin moverse del presente que lo descarta, hubiese sido capaz de solucionar el deterioro de mis cintas grabando en ellas “suecadas”; pero no, entonces no se me ocurrió y, cuando vi la luz, ya era demasiado tarde. Gondry, Jack Black, Mos Def y compañía se me habían adelantado y el vhs ya había dejado su lugar a otros formatos que, en la actualidad, también son historia…



martes, 24 de septiembre de 2024

El empleo (1961)

En Ermmano Olmi se da un humanismo cristiano, católico, aparentemente inusual en el cine de la década de 1960 en adelante, pero que nada tiene ni de extraño ni de imposto en él. Se trata del modo de mirar y de pensar que arraiga en el cineasta desde su niñez y que madura a lo largo de los años para dar su fruto cinematográfico en una obra fílmica que centra su mirada en las personas, en su situación y en su relación con el mundo al que pertenecen. Es, ante todo, un cineasta humanista que observa, que prioriza y recrea las relaciones humanas que el individuo establece con su entorno, con sus semejantes y con su tiempo. De ahí que el cine de Olmi sea un cine de vida, más allá del cristianismo y del realismo que se le atribuye. A menudo, toma Lombardía —Milán (ciudad a la que se trasladó de niño) y alrededores— como escenario, así sucede en el pasado de El árbol de los zuecos (L’albero degli zoccoli, 1978) o en la contemporánea El empleo (Il posto, 1961), dos de sus films más reconocidos: el segundo le situó en el panorama cinematográfico internacional, al ser premiado en Venecia; y el primero le proporcionó la Palma de Oro en Cannes. En ambas recrea cotidianidad y en ninguna de ellas resulta sonriente; al contrario, Olmi no esconde las miserias. Su intención es desvelar, no tapar. En El empleo sigue la cotidianidad de su joven e ingenuo protagonista desde que este se presenta a las pruebas para entrar a trabajar en una gran empresa. Es uno más entre decenas de candidatos que, probablemente, vivan existencias similares, resignados, obligados, ingenuos, esperanzados…

Minucioso, pero sin entrometerse en la narración ni insistir, Olmi despoja su película de efectismos y de adornos y relata la cotidianidad del protagonista en su acceso al mundo laboral y a su primer amor sin necesidad de apelar a los sentimientos ni a las emociones. No quiere adulterar ni pretende condicionar, sino mostrar. Lo primero que expone en la pantalla es el hogar: la situación familiar y económica en la que vive el muchacho. Se comprende la necesidad que le obliga a acudir a la sede de la empresa donde participa en las pruebas de acceso. Allí, en un edificio impersonal, donde los ordenanzas tratan con deferencia a los ingenieros y con indiferencia, e incluso con altivez, al tímido y hasta sumiso protagonista, conoce a una joven que también ha acudido a las pruebas laborales. Apenas es un instante compartido, la hora de comer y el paseo que les lleva de regreso al edificio, pero es tiempo suficiente para que Olmi exponga varias ideas. Por una parte, la ingenuidad y la aceptación del joven. <<Mi padre dice que en estas grandes empresas, los salarios no son gran cosa, pero son empleos seguros para toda la vida>>, le comenta el joven que, sin saberlo, vive en la resignación que también ella siente. Y por otra, la realidad de la chica, que le comenta que, una vez casada, tendrá que dejar el mundo laboral. Su necesidad les acerca, y su juventud les atrae. Comparten ese instante, que a él se le antoja lo mejor de la jornada, en la que intiman a la espera de regresar al edificio y proseguir con la selección.

Ambos consiguen un puesto laboral en la empresa, pero, al día siguiente, a él lo envían fuera de la central, lo que supone que ya no se encuentren, pero el otro interés es el encuentro del joven con la realidad que va descubriendo, una realidad laboral de la que nadie le había hablado y que dista de ser idílica; más bien, descubre que se trata de lo contrario. Lograr el puesto de trabajo es una “obligación” social y un “triunfo” que le asegura un sueldo y la supuesta seguridad laboral para toda la vida de la que habla el padre. Todavía es joven, con sueños que, probablemente, se marchitarán sentado en una oficina que esconde otra realidad: la sensación de “derrota” y de sometimiento que se suaviza con un sueldo que no aparta la miseria; ni del saberse sin libertad para elegir ni para realizarse tanto personal como profesionalmente. ¿Su vida le pertenece o pertenece a la empresa? Condicionado por la premura de un salario fijo que le permita ayudar a cubrir las necesidades básicas de la familia —comida, techo, vestimenta que le proteja de las inclemencias atmosféricas y morales—, el protagonista de El empleo se ha visto obligado a renunciar a sus estudios y acudir a ese ámbito empresarial al que dará las mejores décadas de su vida, a cambio de un mínimo que, al nunca ser suficiente, le hará continuar un día tras otro ejerciendo una labor que no le enriquece como persona, en un ambiente donde es uno más entre tantos prescindibles…



lunes, 23 de septiembre de 2024

Hojas sueltas

Fotograma de The Square (Ruben Östlund, 2016)

Viene a la ocasión un viejo “chiste de Jaimito”, en el que el profesor le pregunta qué es el arte y él le responde que “helarte es morirte de frío”. No le falta razón al niño, ¿quién puede contradecirle? Pensando en el arte, no pocas veces me he quedado helado. Tampoco tengo una respuesta precisa para definir algo que es más que su forma y su idea, algo que se me antoja inabarcable o, al menos, que se escapa a la medida común y que no siempre puede racionalizarse. Nos dicen que lo que se expone en un museo de arte es arte, ¿lo es? Lo dudo, por mucho que el complemento de régimen que determina el tipo de local lo afirme, como dudo que todo aquel o aquella a quien se califique de artista lo sea por el hecho de decirlo; aunque exista quien intente discutir mis dudas al respecto de ambos casos, también dudo que me convenciese de lo contrario. Hace años que esa idea de arte ausente, salvo por el sustantivo empleado, me invade cuando, por ejemplo, entro en alguna sala de exposiciones. Lo mismo valdría para la música, hoy más cercana a las voces y sonidos enlatados; el cine, al que un propagandista o alguien optimista dio en llamar séptimo arte; o cuando acudo a un teatro y descubro que ni los personajes aplaudirían a su autor. En más visitas de las esperadas, no encuentro una obra o un montaje que sacuda mi realidad temporal y me despierte de la apatía hacia la que todo conformismo tiende. ¿Cómo iba a hacerlo aquella sucesión de hojas de libreta de tamaño DIN A-5 que alguien había pegado en la pared de un museo de arte contemporáneo? Eran diez o doce hojas arrancadas, amarillentas, repletas de palabras escritas a bolígrafo en líneas que apenas podían leerse. Quizá la leyenda que las acompañaba indicase que el conjunto de la obra aludía al paso del tiempo, a la resistencia del ayer en el hoy, a la transformación del espacio rayado a voluntad del artista, a la defensa numantina de la escritura manual en un mundo ya digital o a un recorrido introspectivo del autor o autora por su caligrafía; o a cualquier otra cuestión que les diese por indicar a los responsables de la exposición. No lo recuerdo; pero el caso es que allí estaban las hojas sueltas y por su estar allí adquirían (y presumían) un estatus que no se le concede al resto de hojas escritas y arrancadas de las espirales de las libretas.

Fotograma de The Square

¿Surrealista? No, contemporáneo. Al instante, mi mirada se cruzó con la de mi acompañante y, en la suya, leí un pensamiento similar al mío. Una sonrisa cómplice y burlona se dibujó en nuestras mentes, pues ambas sospechaban que el arte que se le atribuía no le era intrínseco. Sin mediar palabra, nos dijimos que no era suyo, su supuesta naturaleza artística no nacía de su mano creadora sino del lugar donde se encontraba. Aquel momento me corroboraba lo que ya había sentido e intuido en ocasiones anteriores, una vez más, me dije que en los museos o en otros espacios artísticos no siempre encuentro obras de arte, o aquello que podría considerar como tal. En aquellas hojas sueltas, aunque para la leyenda museística tuviesen cohesión y explicación, no había nada que me transmitiese ni que me desubicase, situándome fuera de mí —sin que por ello tuviera que abandonar mi cuerpo, al que estoy muy apegado y entregado en alma—, dejándome a la deriva en un instante entre la realidad que observo y la idea que me trastoca emocionalmente. No se había establecido la conexión emocional entre objeto observado y sujeto que observa. ¿Dónde está ese algo orgásmico del que tanto hablan los “presumidores” de consumir arte? Acaso ¿se consume? ¿Y ese flechazo que debería llevarme a un lugar sensorial y emotivo donde nunca he estado antes? ¿A esto llamaré arte? ¿Lo es? Ante una obra de arte, consciente de que no todas las que se dicen artísticas lo son, por el hecho de que alguien así lo señale, el espacio que me separa de ella desparece. La obra, que es mucho más que el resultado físico para quien le da forma, un mucho más que a veces ni él o ella podría explicar, se transforma en cada mente que la contempla en sensitiva —sus formas expresivas— y emocional —que depende de cada individualidad—. En esa intimidad sensible y emotiva nace mi idea de arte, imposible sin la conexión entre el creador, el objeto y el sujeto a quien se desvela la belleza generándole un estado emocional chocante, en el que chocan las subjetividades de quien crea (siempre presente en su obra) y la de quien es testigo de la creación. A lo largo de la historia se ha intentado definir qué es el arte, Jaimito dio su fría y racional respuesta, y otros muchos hicieron lo propio, del mismo modo que en el devenir histórico se han sucedido momentos de mayor y de menor esplendor artístico. Esto parece inevitable: a Grecia le sucedió Roma, al medievo (prerrománico, romántico y gótico), el renacimiento, al barroco, el rococó y,… bajones y subidones en continuo oleaje que alcanza el hoy del que sospecho, pues no lo puedo afirmar al carecer de una perspectiva global del ahora en el que vivimos; artísticamente, uno de los momentos bajos, pero esto no quiere decir que no vaya a elevarse el nivel del que gozamos, fruto de la vulgaridad, de la repetición, del carácter comercial y del dudoso gusto, de la idea de que todo puede ser arte, incluso los inodoros, los zurullos y las hojas sueltas…

Fotograma de The Square


sábado, 21 de septiembre de 2024

El columpio (1993)


El debut en la dirección de Álvaro Fernández Armero, El columpio (1993), recibió el premio Goya al mejor cortometraje del año; pero lo interesante no es el galardón sino la frescura con la que expone una situación que a más de uno y una habrá vivido en alguna ocasión. Se trata de una comedia de apenas nueve minutos de duración, que expone a dos personajes, chica (Ariadna Gil) y chico (Coque Malla), ante el deseo y el temor a exteriorizarlo. En la estación del metro, donde ambos aguardan el tren, mantienen las distancias, se observan de forma clandestina. El uno y la otra temen que se les descubra; ignoran que el deseo es mutuo. Callan, aunque su silencio habla. No intercambian palabras durante su dialéctica corporal y mental, pero cruzan pensamientos que nos lo dicen todo del momento compartido en la solitaria parada en el subsuelo madrileño. Allí, se miran disimulando, se piensan, se desean, se desnudan con la imaginación, pero dudan ser correspondidos. La cámara se fija en las expresiones que la una no ve en el otro, ni aquel en esta. No se atreven a dar el paso y cruzar de la fantasía a la realidad física que apenas les separa unos metros y unos segundos que podrían ser los últimos compartidos. Lo saben, como comprenden que el siguiente tren abrirá sus puertas para uno o una, tal vez para ambos juntos, como ella y él anhelan…


viernes, 20 de septiembre de 2024

La j de Juan Ramón


Tentado a escribir Ximénez, resistiré y escribiré su apellido Jiménez, con la J de Juan Ramón, el poeta de Moguer (Huelva), cuyo uso de la letra j, indiferente a que la palabra se escribiera académicamente con gi o ge, es marca del autor de “Leyenda”, como lo fue el empleo de la s en palabras que deberían ir con x. Era una forma de singularizarse en la grafía, pero, sin duda, donde este jenio lírico alcanzó mayor singularidad y gracia fue en su poética y su prosística, pues prosa también escribió, aunque haya quien la ignore o la relegue al olvido; lugar donde hoy, por ignorancia de la misma, la mayoría sitúa también su poesía, aunque no su nombre ni su premio Nobel de Literatura. En 1956 le fue concedió por <<su lírica, que en el lenguaje espiritual constituye un ejemplo de elevado espíritu y pureza artística.>> La ceremonia de premios tuvo lugar el 25 de octubre, tres días después moría su mujer, Zenobia Camprubí, su compañera durante cuarenta años, con quien se había casado en Nueva York, el 2 de marzo de 1916. No cabe duda de que Zenobia, una mujer emprendedora, también escritora, traductora de Tagore y profesora universitaria, había sido fundamental para el escritor, quien fallecía apenas un año y medio después, también en el exilio portorriqueño. El 5 de junio de 1958, los restos de la pareja fueron trasladados al pueblo natal de Juan Ramón y al día siguiente recibieron sepultura en el cementerio que el poeta recorre y evoca en vida...


El autor de “Platero y yo”, de las suyas su obra más popular, nació en Moguer en 1881. Por entonces era tiempo de restauración borbónica. Alfonso XII se coronaba rey de España en 1874, tras el descalabro que supuso la Primera República, que derivó en nuevos enfrentamientos, cantonalistas, monárquicos y carlistas, en una centuria que inspiró a Galdós sus Episodios Nacionales. Nada presagiaba que otra República pudiese volver, aunque republicanos todavía quedaban y más estaban por aparecer. El propio Juan Ramón sería un defensor de la Segunda y por ello viviría el exilio consecuencia de la derrota. Pero eso sería más adelante, en otro siglo ya pasado. En el XIX, en sus postrimerías, se produjo la pérdida definitiva del imperio español de ultramar. Corría el año 1898 y Juan Ramón, de diecisiete años, ya había escrito sus primeras páginas. <<Yo empecé a escribir a mis 15 años, en 1896. Mi primer poema fue en prosa y se titulaba “Andén”; el segundo, improvisado una noche febril en que estaba leyendo “Rimas” de Bécquer, era una copia auditiva de alguna de ellas, alguna de las típicas rimas con agudos; y lo envié inmediatamente a “El Programa”, un diario de Sevilla, donde me lo publicaron al día siguiente>>. Era el principio artístico de quien no ubico en el mismo grupo de los Baroja, Maeztu y Azorín, ni acerco a los Machado, Antonio y Manuel, a quienes no dudó en expresar su admiración por sus obras poéticas, y su crítica cuando así lo sintió. Dejó escrito Juan Ramón que por aquellos primeros tiempos literarios sus lecturas eran <<Bécquer, Rosalia de Castro y Curros Enríquez, en gallego los dos, cuyos poemas traducía y publicaba yo frecuentemente; Mosén Jacinto Verdaguer, en catalán, y Vicente Medina, que acababa de revelarse, con pase crítico de Azorín, entonces todavía José Martínez Ruiz, en el semanario “Madrid cómico”, y cuya siempre maravillosa “Cansera” me sabía yo de memoria>>. También habló de su peor necesidad: <<el aislamiento absoluto de todo lo vivo, para mi trabajo, no para mi creación>>. Se alejaba del mundanal ruido. No era poeta de grupo ni de café, ni de un movimiento concreto, aunque no fuese ajeno al modernismo y su obra se desarrolle contemporánea a los autores del novecentismo, aquel grupo en el que se ubica la generación del 14, la de Ortega, Azaña, Marañón y Pérez de Ayala, en la que también, por edad, podría pertenecer Ramón Gómez de la Serna, aunque este también iba por libre creando greguerias y, a la par de Julio Camba y Fernández Flórez, cada uno a su manera, poniendo una nota de impagable humorismo a la literatura española de la época.



jueves, 19 de septiembre de 2024

El viaje de Chihiro (2001)

En su noveno largometraje, el primero que realizaba en el siglo XXI, Hayao Miyazaki dejaba volar no solo la imaginación, sino la emoción y el sentimiento característicos de sus películas. Desde el momento de su estreno, El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no Kamikakushi, 2001) resultó un fenómeno de masas dentro del cine de animación japonés. Poco tardó en convertirse en un éxito fuera del país del sol naciente y, quizá, en el título más popular y emblemático de la filmografía de Miyazaki, cuya obra conjunta (y por separado) destaca por su humanismo y su desbordante fantasía visual, incluso en aquellas piezas que, como la biográfica, sensible y comedida El viento se levanta (Kaze Tachinu, 2013), se suponen más realistas. Lo dicho: la obra cinematográfica de Miyazaki desborda imaginación e inventiva; también corazón, así como movimiento y acercamiento emocional más allá del viaje físico que depare el recorrer distintos paisajes o el acceso a otros mundos. En las películas del director de Porco Rosso (Kurenai no buta, 1992) siempre hay un viaje, a menudo iniciático, que implica no solo el aprendizaje de sus protagonistas, sino también el de quienes les rodean. Es decir, todos sus personajes (con entidad narrativa) parten de un estado inicial, lo cual no deja de ser lógico —sería impensable que solo uno o dos personajes iniciasen su andadura y el resto permaneciese en estado pétreo—, que evoluciona a lo largo de la aventura propuesta por este cineasta y animador que, junto a Isao Takahata, evolucionó el anime y lo elevó a un nivel internacional impensable con anterioridad. Al finalizar cualquiera de sus películas, el cambio es evidente y, acercamiento aparte, depara la liberación de sus héroes y heroínas, también de supuestos villanos. La maduración de los personajes se ha producido durante ese recorrido que, tanto físico como espiritual, siempre es vital y emocional. El título El viaje de Chihiro ya define esta circunstancia viajera. La niña protagonista accede a un mundo diferente donde logra superar las distintas trabas que se le presentan en su intención de recuperar a sus padres. No se rinde, no puede ni está dispuesta a hacerlo, pero también ella necesita ayuda. A medida que avanza su estancia en la casa de los baños, Chihiro, valiente, generosa, rebosante de amor, se aleja del capricho y del egoísmo infantil en el que inicialmente se encuentra para dar rienda suelta a su nueva comprensión y al sentimiento que ya llevaría dentro, pero que ahora, en una situación extraordinaria, desborda en todo su esplendor y le permite comunicarse y establecer la reciprocidad emocional que rompe las barreras. Entonces, se establece un intercambio entre el emisor y el receptor que depara comunión y libera a ambos…



miércoles, 18 de septiembre de 2024

Alberti, qué sé de ti, qué me cuentan de ti


Alberti, ¿qué sé de ti? ¿Qué me cuentan de ti? ¿Lo que recuerdas en La arboleda perdida, la melancolía que María Teresa León evoca en sus memorias? ¿Aquello que ves y te hace dos tontos o cuanto descubro sobre los ángeles, consciente de tantos versos que me quedarán sin leerte? ¿Lo leído en las páginas de quienes te trataron y recordaron? ¿Lo leído en los trabajos de quienes tu arte estudiaron? ¿Las palabras de quienes, sin llegar a verte, de ti me hablaron? ¿O te imagino en tierra caprichosa? Te fantaseo junto a tu amigo Neruda; como tú, poeta, como él, prendado de ti y como vos, enamorado de sí. Vuestra poesía es contemporánea, narcisismo y canto; alegría, nostalgia, llamamiento, tragedia, idea, guerra, comunismo, ironía y también llanto. Vestís de postín, así os veo; antes de sentaros a la mesa donde de tantos os rodeo. Os ideo en una sala recargada y pomposa, de estética dudosa, distorsión de aquella prisión mental que el ángel exterminador sobrevuela desapercibido para los sentidos que al recital se aprestan. A contraluz, sus alas, sobre el duende y el pastor, negra sombra les proyecta. Ningún mal sucede todavía. Allí, nada os falta; allí, los paladares y estómagos reunidos aplauden el festín. Voces y risas en la habitación; los comensales compartís sobremesa. Vuelan las anécdotas, los versos sueltos, las simpatías… el estruendo jubiloso y los diversos acentos. Las verdades se acallan, aunque alguna suene suelta. Recitáis vuestras rimas; aplausos. Os negáis a abandonar la escena y dais rienda suelta a vuestro gusto burgués; qué corra el café, el jerez y el güisqui del marqués. Habláis de que nada detiene el tiempo mientras contempláis el rojizo crepúsculo que precede a la aurora, espejismo de vuestra esperanza. Ilusos protagonistas de un final y un comienzo que os traiciona ahora, cuando el día siguiente se abre a la noche de redobles de tambores que escucháis ya tan cerca y lejanos. Suenan en las calles y en los campos, en los montes y cerros, en las riberas de los ríos, en la costa y en las olas del Estrecho. El viento verde, ¿deja de soplar? Tempestad. Ráfagas en Alborán, en el Puerto de Santa María, en Badajoz, a las puertas del Alcázar y de un cuartel cercano. Cuerpos en las cunetas, a las afueras, en ramblas, rúas y avenidas, en aceras ensangrentadas. Detenciones, confiscaciones y paseos. Gritos de propaganda, en la calle, en discursos, periódicos, radio y aquel cine que, en su época de pañales, te vio nacer. Luchas, derrotas; todos cantáis victoria, pero ¿cuál cabe si ninguna es posible cuando los cuerpos mueren y las esperanzas de unos y otros se marchitan? Te posicionas, dices, de corazón, por ideología y por interés, tal vez las tres te lleven a ese punto donde te encuentras, pero, vayas donde vayas, ese punto es la guerra que a la razón escapa. Caos y terror, ángeles de la muerte sobrevuelan la ciudad y llenan sus sacas. Mas no por ello se ausentan los generosos que, como el anarquista Melchor, abrazan su libertad sin perseguir otros credos. La generosidad salva. ¿Y tú? ¿Qué forma de libertad predicas? ¿Qué tipo de ángel eres? ¿O solo eres poeta y marinero en tierra? Aparte de sospecharte ángel y diablo, de dibujarte tonto como cualquiera, lleno de sueños, tristezas y claroscuros en el alma que da vida a tu genio poético, solo puedo distorsionarte, imaginarte y crear reflejos a partir de otros reflejados en anteriores espejos. Alberti, ¿qué sé de ti? ¿Qué me cuentan de ti?


Alberti, Rafael (La arboleda perdida): <<En aquel momento, de mis contemporáneos españoles mayores solo me eran familiares Antonio Machado (más que Manuel, su hermano) y Juan Ramón Jiménez. De Gabriel Miró conocía únicamente unos breves relatos y El humo dormido, primorosa novela, que por tratar de la educación en un colegio jesuita me atrajo y conmovió mucho, llevándome a recordar mis días escolares en el colegio de San Luis Gonzaga del Puerto. De Azorín había comenzado a leer Clásicos y modernos. Y me gustaba. De Unamuno, Baroja, Valle-Inclán, Pérez de Ayala, D’Ors, Ortega y Gasset… ¡Dios Santo! Yo casi era todavía un pintor y un poeta casi en estado de nebulosa, que se mataba por la poesía, amaneciendo a veces con los ojos sangrantes de no dormir por ella.>>

Asquerino, María (Memorias): <<Seguramente debió ser Alfredo Mañas, que también era muy de izquierdas, el que invitó a Rafael, o quizá fue la empresa del teatro. Yo me quedé con la boca abierta, porque conocer a un señor tan importante, siempre emociona mucho. Recuerdo que me dijo:
—Me gustaría que vinieras a comer a casa.
Yo estaba completamente feliz.
Un día fuimos a cenar a su casa. Alfredo Mañas, Amparo Baró, Guillermo Marín y yo. Estuvo absolutamente cariñoso, encantador y brillante como es él. Nos estuvo recitando sus poemas, porque a él le gusta mucho. Entre otros, un poema que yo tengo en uno de sus libros, sobre Franco, metiéndose con Franco. Esto en el año 1962, nos dejó muy sorprendidos. Para mí fue muy emocionante y maravilloso el estar allí, hablar con él. Me regaló un libro suyo, Marinero en tierra, y me hizo un dibujito.
Pasaron los años, y él, después de Argentina, se fue a vivir a Italia. No le volví a ver hasta que volvió a España, ya con la democracia. Cuando le vi, le recordé, por si él no se acordaba de mí, ya que habían pasado bastantes años:
—¿Te acuerdas, Rafael, aquel día que estuve en tu casa, en Buenos Aires, que estuviste tan cariñoso, y que me gustó tanto conocerte?
Se acordaba perfectamente.>>

Aub, Max (La gallina ciega): <<Reventé cuando al nombrar a Alberti el de más nombre hizo un gesto de claro desprecio como diciendo: ¡Ya salió aquello! Salté. Salté de verdad: me puse de pie, me apoyé en la mesa, mirándoles:
—¿Qué ha leído de él? ¿Marinero en tierra, claro?
No estaba seguro. Cité diez títulos, algún soneto, otras obras recientes.
Nada.
—Antologías.
—¿Qué más?
—¡De la pintura! —fanfarroneaba en su derrota.
—¿Sabe de qué fecha es?
—No.
—Lo que sucede es que usted es un pobre tonto.
Y la máquina seguía grabando.
Lo solté y me arrepentí inmediatamente.
—¡Ese libro sobre Roma! —se defendió desesperadamente.
—¡Qué más quisiera que haber escrito uno solo de sus sonetos…! —le solté. Pero ya no tenía ganas de hablar ni me iba a poner a explicarles que ahí radicaba una de las barreras más duras de salvar entre ellos —ahí presentes— y nosotros. ¿Dónde la posibilidad de comprender, en verso, en prosa, el humor, la ironía, la broma brutal o sutil lo mismo en línea que en color; la diferencia de lo serio de lo que no lo es?>>

Blanco Amor, Eduardo (Entrevistas con E. Blanco Amor): <<Nunha valoración literaria, para mín, Alberti é o máis grande poeta da fala castelá, ao carón de Neruda, e sin que as súas poesías se subordinen ou interfiran, aínda cando traten temas ideolóxicos comúns. O libro Retornos de lo vivo lejano ha quedar como a máis importante testemuña da poesía nostálxica que eu conozo de toda a historia lírica castelá. Galicia non, porque está Rosalía.>>

Buñuel, Luis (Mi último suspiro): <<Rafael Alberti, nacido en Puerto de Santa María, cerca de Cadiz, era una de las grandes figuras de nuestro grupo. Es más joven que yo —tiene dos años menos, si no me equivoco—, y al principio lo tomamos por un pintor. Algunos dibujos suyos, realzados en oro, adornaban las paredes de mi habitación. Un día, tomando unas copas, otro amigo, Dámaso Alonso (actual presidente de la Real Academia de la Lengua Española), me dijo:
—¿Sabes quién es un gran poeta? ¡Alberti!
Al ver mi asombro, me tendió una hoja de papel y leí una poesía, que aún recuerdo como empezaba…>>

Cierva, Ricardo de la (Los años mentidos): <<He prometido antes un nuevo estudio que va a revolucionar la biografía de Rafael Alberti: el antilibro de La arboleda perdida y me temo que va a ser la arboleda arrancada y quemada.>>

Foxá, Agustín de (Madrid de corte a checa): <<Pululaban por aquellos aristocráticos salones muchos escritores. Algunos hablaban en francés con intelectuales enviados por León Blum. En la serre ardorosa de sol, encristalada, los escritores ensayaban el nuevo teatro revolucionario. Le saludaron afectuosos María Zambrano, Neruda y Alberti. Todos iban disfrazados de milicianos con pistolas en la cintura. En los descansos tomaban unas copas de jerez.>>

Gibson, Ian (Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca. 1898-1936): <<El primer amor de Alberti había sido la pintura, pero cuando conoció a Lorca había tomado ya la decisión de consagrar sus energías exclusivamente a la poesía. Federico le rogó que, para celebrar su encuentro, hiciera un “último” cuadro para él, a lo que accedió gustoso. En su autobiografía La arboleda perdida (1959), Alberti, que no era residente pero vivía cerca, evoca sus primeras impresiones del granadino, que le había invitado a cenar y después, en el jardín, acompañado del susurro de los chopos, le había recitado el “Romance sonámbulo”.
En otro momento dijo que el “viento era verde” del poema “nos tocó a todos, dejándonos su eco en los odios”.
Alberti no olvidaría nunca aquellas horas inaugúrales con su “primo”. Hasta cierto punto los dos se convertirían luego en rivales poéticos y, si hemos de creer el fascinante testimonio de Dalí, Federico sentía a veces celos del gaditano, cuatro años más joven y cuyo carisma, aunque diferente del suyo (le faltaba, por ejemplo, el don musical), no dejaba de ser considerable. “Federico era la persona más celosa del mundo, de Alberti sobre todo —declaró el pintor ante la grabadora de Max Aub—. Alguien decía por casualidad: “Hay una cosa de Alberti (o de cualquier otro), un tema precioso…” Se le veía devenir pálido, blanco, y entonces, al cabo de un momento, decía: “Estoy fastidiado, tengo dolor de garganta, me voy a acostar…” Y era una escena de celos, ni más ni menos […] Estaba muy celoso de todo el mundo. Era terrible […] El quería ser único”.
Y Salvador, ¿no quería él también ser único? Claro que sí. Lorca, Buñuel y Dalí, que iban a formar el triángulo amoroso/amistoso quizá más extraordinario del siglo XX, eran, cada uno de ellos a su manera, ambiciosos con mayúsculas y capaces de las más feroces, si bien nunca confesadas, envidias.
Alberti visitaba asiduamente la Residencia y evoca en La arboleda perdida las célebres sesiones de canciones populares que improvisaba el granadino, a veces con concurso incluido…>>

Jiménez, Juan Ramón (Españoles de tres mundos): <<Por ahí anda, por todos los ahíes, tocándose los verdugones de talón celeste. Estraordinario él mismo en su gustoso alarde de tontilocuente contra la exajeración inútil e innecesaria. Cuando se descuelgue su sétimo manto de amanerada elocuencia, tire al abismo su varita de habilidad, se evada netamente de su actual sobrerromanticismo, y en la ramazón de su disgregada labia escesiva aísle otra vez la hermosa ave fresca de su voz una, como tiene además en su último piso esa trampa natural por donde saca, atravesando lámparas de techo con cubo de plata y oro, cosas de fuego diamantino del centro de la tierra, Rafael Alberti le va a decir a lo no mirado una gran cosa del tamaño por lo menos del mar de Cádiz, el más bello mar, para mí, del mundo, el golfo más rico de poesía sudoeste que yo conozco.>>

León, María Teresa (Memoria de la melancolía): <<Ahora, cuando me veo junto a Rafael, me hace gracia pensar que entró en mí por tradición oral, en forma de estribillo, apoyándome en él sin conocerlo, sin saber que había escrito Marinero en tierra, y menos, que era del Puerto de Santa María, y mucho menos, que hace hoy cuarenta y tres años que nuestras huellas por el mundo van paralelas.>> 

Morla Lynch, Carlos (Diarios españoles): <<Nos encontramos en la calle con Santiago Ontañón, Rafael Alberti y María Teresa León que se acercan al coche. La charla con ellos es un poco forzada y el ambiente frío. Alberti tiene tanta hiel…>>

Neruda, Pablo (Confieso que he vivido): <<Este poeta de purísima estirpe enseñó la utilidad pública de la poesía en un momento crítico del mundo. En eso se parece a Maiakovski. Esta utilidad pública de la poesía se basa en la fuerza, en la ternura, en la alegría y en la esencia verdadera. Sin esta calidad la poesía suena pero no canta. Alberti canta siempre.>>

Rojas, Carlos (La guerra civil vista por los exiliados): <<Lorca y Alberti se conocen desde otoño de 1924, cuando alguien, tal vez Salvador Dalí, los presenta en la Residencia de Estudiantes. Aquella tarde recita Lorca a Alberto su ultimo poema, “Romance sonámbulo”, y el estribillo se le hace inolvidable a Alberti: “Verde que te quiero verde / verde viento, verdes ramas”. El mismo año, Alberti dedica un poema a Lorca: “A Federico García Lorca, poeta de Granada.” Juntos participan en el homenaje a Góngora, en Sevilla y en 1927. En los meses que preceden al alzamiento militar, firman juntos el manifiesto de la Unión Mundial de la Paz y otro escrito pidiendo la libertad del dirigente comunista brasileño Luis Carlos Prestes. No obstante, en los últimos años, la estrecha amistad de los dos escritores parece haberse enfriado un tanto. En un poema, escrito mucho tiempo después, alude Alberti a aquellas diferencias: “dime si no has querido significar con eso / que, a pesar de las mismas batallas que reñimos, / sigues unido a mí más que nunca en la muerte / por las veces que acaso / no lo estuvimos —¡ay, perdóname!— en la vida.>>

Semprún, Jorge (La escritura o la vida): <<Conocía ya la poesía de Rafael Alberti: sus poemas políticos de los años treinta, los de la guerra civil. Pero su violencia no me extrañaba, entonces, como tampoco la de Aragon. Todavía vivía yo en el mismo universo de verdades y valores afilados como la espada de los ángeles exterminadores. Por lo demás, en aquella época, en plena madurez de su talento, Rafael Alberti conseguía preservar el rigor formal, la riqueza prosódica de una obra que desde entonces demasiadas veces se ha disgregado plegándose a los imperativos cambiantes de la estrategia política del comunismo.>>

Seoane, Luis (Figuraciones): <<Hoxe vive en Roma, cidade á que adicou algún dos seus máis graciosos poemas: “Roma, peligro para caminantes”. Roma é agora o que foi Buenos Aires, centro da súa vida, descanso dos seus viaxes europeos. Os que fumos estudantes nunha época de Galicia lembrámonos da admiración que sentimos por este poeta andaluz, que se tiña iniciado con tres grandes libros renovadores da poesía peninsular, Marinero en tierra, Cal y canto, Sobre los ángeles…>>

Thomas, Hugh (La guerra civil española): <<El subcomisario Castro Delgado y el comisario Delage salieron secretamente de Madrid para preguntar a la dirección del Partido Comunista si podían ordenar a las divisiones comunistas que marcharan sobre la capital. Descubrieron a “la Pasionaria”, Lister y Modesto en una espléndida casa de campo en las inmediaciones de Elda, convertida en un hotel regentado por el poeta Alberti y su mujer, María Teresa León. También estaban presentes la secretaria de “la Pasionaria”, Irene Falcón, Tagueña (huido de Madrid) y algunos otros. Reinaba la indecisión, en medio de una atmósfera de irrealidad. Se servían opíparas comidas. Los miembros del comité central y los comisarios se paseaban tranquilamente, como si fueran huéspedes invitados a pasar un fin de semana en una casa de campo, que no sabían exactamente en qué ocupar su tiempo. Alberti paseaba tristemente bajo los árboles. Togliatti estaba decidiendo lo que había que hacer.>>

Trapiello, Andrés (Las armas y las letras): <<Rafael Alberti, al que el poeta de Moguer se había encontrado a la salida de la oficina de pasaportes, se ofreció a ponerles una guardia comunista durante el tiempo que todavía permaneciesen los Jiménez en Madrid. Pero de nuevo J.R.J. rehusó. No obstante, lo que J.R.J. pensaba de la poesía del poeta de Cádiz, que no estimaba en mucho (ni siquiera Marinero en tierra, en el que J.R.J., en el ejemplar que se conserva en Puerto Rico, anotó abundantes “lata”, “lata”, “hojalata”), años más tarde todavía le agradecía a aquel el gesto de protegerle.>>

martes, 17 de septiembre de 2024

Ensayo de orquesta (1977)


En El escritor y sus fantasmas, Ernesto Sabato pregunta <<¿Qué es un creador?>> y su respuesta me hace pensar en Federico Fellini. El escritor argentino responde a su interrogante diciendo que creador <<Es un hombre que en algo “perfectamente” conocido encuentra aspectos desconocidos. Pero, sobre todo, es un exagerado.>> (1) Y ahí, en esa respuesta, sitúo al italiano y me digo: acaso, ¿Fellini no es alguien que encuentra aspectos desconocidos en lo conocido y exagera como pocos lo han hecho en cine? Fellini no solo es un director de películas, es consciente de ser el deformador de su universo personal y por ello es capaz de dar formas cinematográficas a ilusiones, sueños e ideas. Allí, se descubre artista y crea su obra deformando la realidad que filtra a través de su personalidad creativa (y emotiva) y transforma a su imagen, la del caricaturista, el circense, el soñador, el ilusionista… la suma del hombre y del espectáculo. Fellini mira y construye a su gusto, pues parece saber que cualquier intento de realismo no deja de ser un espejismo o un reflejo (a imagen de quien mira) de la realidad observada… y está, a través de su mirada, resulta casi siempre exagerada porque es ahí, en la caricatura, en el exceso, donde todos sus rostros convergen para expresarse al unísono en la fantasía del Fellini personaje por él inventado y vivido. Así, partiendo de la excusa de la grabación documental que un equipo de televisión —que nunca se ve pero al que se dirigen los personajes— pretende realizar de un ensayo de orquesta, Fellini se da rienda suelta a sí mismo y a la música de su inestimable Nino Rota. Su Ensayo de orquesta (Prova d’Orchestra, 1977) desborda en su “traición” a la realidad y en su entrega a la ficción desmedida desde la cual se accede a una realidad subjetiva y, tal vez por ello, más profunda, que surge del genio creador que reduce el espacio-tiempo a su antojo para realizar una metáfora satírica del propio oficio de cineasta y de una sociedad en crisis; sea romana, italiana, occidental, mundial, en todo caso parece una sociedad urbana, moderna, enfrentada entre sí y con el pasado evocado por el director de orquesta y por el viejo copista en sus instantes de soledad.


Fellini expone lo difícil que es dirigir un proyecto artístico, probablemente pensando en experiencias propias al frente de un rodaje, lo lleva a una orquesta y lo hace exagerando, caricaturizando el momento que antecede al estreno musical, pero, paralelo al proceso artístico en sí, también realiza una sátira social contemporánea. <<Si se le quiere dar una interpretación social o política a la película, aunque sea sólo como parábola o metáfora, se le debe ver como la crisis de toda una sociedad>>. (2) Recrea en ese espacio cerrado una sociedad en crisis, incapaz de armonizar sus diferencias y los diversos intereses individuales y colectivos. Todos los músicos se dan la máxima importancia; así lo expresan sus declaraciones, ante la cámara del supuesto equipo de televisión, y su comportamiento sin importarles hacia qué desastre les conduce eso. No tienen un sentido grupal, inconscientes de un egoísmo que aísla e impide un progreso común. Pero volviendo al tema del artista, el director de orquesta acaba siendo víctima en un entorno artístico, democrático y sindical en el que nadie le hace caso. Siente la anarquía y se siente aislado, más bien expulsando de su función directora y de la armonía artística que persigue. Incluso los del sindicato tienen más que decir que él. Son quienes le indican cuándo y cómo ha de dirigir o dejar descasar a sus dirigidos, que no se dejan guiar ni obedecen las indicaciones, tal como apuntan las imágenes y el estallido que precede al final durante el cual, ante su imposibilidad, el maestro estalla y acaba siendo un dictador; que eso mismo vendría a ser el autor de cualquier obra: pues es quien la piensa, quién debe darle forma, sea un libro, un cuadro, una composición musical o en medios artísticos grupales como puedan ser una orquesta o un equipo de rodaje: en todo caso, el escritor, el pintor, el compositor o el director de cine y de orquesta es quien dicta (a sí mismo y a otros, si trabaja en equipo) como ha de ser.
 En esta ocasión, Fellini reduce su radio de observación y deformación al bar en el que descansan los músicos, a la sala donde el director pregunta a la cámara del invisible documentalista qué es la música, mientras se evidencia su aislamiento y la dificultad de equilibrio en un arte que debe conjuntar diferentes instrumentos (y personalidades), y a la sala de espléndida acústica, en una antigua iglesia del siglo XIII donde, tras los ruidos urbanos en la apertura del film, el copista (testigo de otro tiempo) llena el espacio con las partituras en papel que cobrará vida en los sonidos; y a la duración (y descanso) de un ensayo en el que el caos, individualidades disyuntivas, disonantes, reina hasta que cobra orden y armonía musical, aunque, en el caso de Fellini, el orden dominante es la cacofonía y la anarquía.…

(1) Ernesto Sabato: El escritor y sus fantasmas. Austral, Barcelona, 2011.

(2) Federico Fellini: Fellini , les cuento de mí. Conversaciones con Costanzo Constantini (traducción de Fernando Macotela). Editorial Sexto Piso, Madrid, 2006.


lunes, 16 de septiembre de 2024

Maruja Mallo y el desorden

Me intereso por la obra de Maruja Mallo cuando una amiga me descubre Antro de fósiles (1930); el cuadro me impacta y, desde ese momento, el nombre de la pintora se graba en mi memoria. Inconsciente del proceso que sigue —supongo que, a medida que su nombre y su obra reaparece ante mí, la curiosidad se hace más fuerte—, siento el deseo de conocer más sobre esta figura inusual ya no solo en la pintura, sino en su época, quizá lo sería en cualquier época. De nombre Ana María Gómez González, Maruja Mallo nace en Viveiro (Lugo) en 1902 sin saber que su futuro le depara convertirse en una de las mujeres más transgresoras de su época, en la pintora más representativa de la generación del 27 y en una de sus figuras señeras, ya no solo por su arte, sino por su carácter independiente, estrafalario y jovial, que no a todos gusta. Su espíritu libre, juerguista, viajero, despunta en sus primeros tiempos en Madrid, adonde se traslada en 1922 para estudiar Pintura en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. En la Academia tiene por compañero a Dalí, por entonces un estudiante de pintura incansable. Era tiempo de vanguardias, de surrealismo. ¿Y qué otro estilo mejor que este que preconiza la ruptura con el orden para una mujer del carácter de Maruja? El “desorden”, el poner el mundo patas arriba, le abre las puertas para desarrollar un universo creativo y expresivo de su rebeldía, donde plasmar sus inquietudes e ideas. Su primera exposición individual la realiza en 1928, en la sede de la Revista Occidente, editada por Ortega y Gasset, y en la que sus compañeros poetas de generación, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Rafael Alberti, Federico García Lorca, Pedro Salinas, Jorge Guillén, José María Cossio y José Bergamín, entre otros, publican versos en homenaje a Góngora, en el tercer centenario de su nacimiento.

Figura singular donde las haya, Maruja Mallo es de las grandes de vanguardia española de la época, autora de una obra pictórica entre las que se cuentan la ya nombrada Antro de fósiles y Canto de las espigas (1939), probablemente, de las suyas, su obra preferida. El estilo surrealista de la pintura de Mallo pasa por dos etapas. En la primera predomina el color y en la segunda las sombras y el desequilibrio se hacen fuertes. Como a la mayoría de los integrantes de la generación del 27, a esta practicante de la igualdad genérica, defensora del amor libre, compañera inseparable de Alberti, hasta que el poeta gaditano conoce a María Teresa León, asidua de <<aquel Madrid!>> evocado por Pablo Neruda en sus memorias, el levantamiento de julio de 1936 la posiciona hacia el lado republicano. Obviamente, una mujer indomable como Maruja, amante de su libertad, no casa con el orden que se rebela contra el Frente Popular, por entonces al mando de una República que, desde su advenimiento, semeja navegar a la deriva, amen de recibir palos de uno y otro lado. La derrota republicana, depara el exilio de miles. El suyo dura un cuarto de siglo. Como tantos, Maruja se exilia en Sudamérica (Uruguay, Argentina, Chile), también en Nueva York. En 1964, regresa a España y ya el olvido parece envolverla hasta que, ya en la democracia, en 1982, recibe la Medalla de Oro de Bellas Artes. En la actualidad, su figura y sus obras recuperan su lugar; y sus cuadros, Canto de las espigasLa verbena (1927), Tierra y excrementos (1932) o Figuras (1937), entre otros de su autoría, pueden contemplarse en el Museo Reina Sofía.

Antro de fósiles 

domingo, 15 de septiembre de 2024

Pablo Neruda y Caballo Verde (Anotado)

Caballo Verde, por Pablo Neruda*

<<Con Federico y Alberti, que vivía cerca de mi casa en un ático sobre una arboleda, la arboleda perdida, con el escultor Alberto, (1) panadero de Toledo que por entonces ya era maestro de la escultura abstracta, con Altolaguirre y Bergamín; con el gran poeta Luis Cernuda, con Vicente Aleixandre, poeta de dimensión ilimitada, con el arquitecto Luis Lacasa, con todos ellos en un solo grupo, o en varios, nos veníamos diariamente en casas y cafés.

De la Castellana o de la cervecería de Correos viajábamos hasta mi casa, la casa de las flores, en el barrio de Argüelles. Desde el segundo piso de uno de los grandes autobuses que mi compatriota, el gran Cotapos, (2) llamaba “bombardones”, descendíamos en grupos bulliciosos a comer, beber y cantar. Recuerdo entre los jóvenes compañeros de poesía y alegría a Arturo Serrano Plaja, poeta; a José Caballero, pintor de deslumbrante talento y gracia; a Antonio Aparicio, que llegó de Andalucía directamente a mi casa; y a tantos otros que ya no están o que ya no son, pero cuya fraternidad me falta vivamente como parte de mi cuerpo o substancia de mi alma.

Aquel Madrid! Nos íbamos con Maruja Mallo, la pintora gallega, por los barrios bajos buscando casas donde venden esparto y esteras, buscando las calles de los toneleros, de los cordeleros, de todas las materias secas de España, materias que trenzan y agarrotan su corazón. España es seca y pedregosa, y le pega el sol vertical sacando chispas de la llanura, construyendo castillos de luz con la polvareda (3). Los únicos verdaderos ríos de España son sus poetas; Quevedo con sus aguas verdes y profundas, de espuma negra; Calderón, con sus sílabas que cantan; los cristalinos Argensolas; Góngora, río de rubíes.

Vi a Valle-Inclán una sola vez. Muy delgado, con su interminable barba blanca, me pareció que salía de entre las hojas de sus propios libros, aprendido por ellas, con un color de páginas amarilla.

A Ramón Gómez de la Serna lo conocí en su cripta de Pombo, y luego lo vi en su casa. Nunca puedo olvidar la voz estentórea de Ramón, dirigiendo, desde su sitio en el café, la conversación y la risa, los pensamientos y el humo. Ramón Gómez de la Serna es para mi uno de los más grandes escritores de nuestra lengua, y su genio tiene de la abigarrada grandeza de Quevedo y Picasso. Cualquier página de Ramón Gómez de la Serna escudriña como un hurón en lo físico y en lo metafísico, en la verdad y en el espectro, y lo que sabe y ha escrito sobre España no lo ha dicho nadie sino él. Ha sido el acumulador de un universo secreto. Ha cambiado la sintaxis del idioma con sus propias manos, dejándolo impregnado con sus huellas digitales que nadie puede borrar.

A don Antonio Machado lo vi varias veces sentado en su café con su traje negro de notario, muy callado y discreto, dulce y severo árbol viejo de España. Por cierto que el maldiciente Juan Ramón Jiménez, viejo niño diabólico de la poesía, decía de él, de don Antonio, que este iba siempre lleno de cenizas y que en los bolsillos solo guardaba colillas. (4)

Juan Ramón Jiménez, poeta de gran esplendor, fue el encargado de hacerme conocer la legendaria envidia española. Este poeta que no necesitaba envidiar a nadie puesto que su obra es de gran resplandor que comienza con la oscuridad del siglo, vivía como un falso ermitaño, zahiriendo desde su escondite a cuanto creía que le daba sombra.

Los jóvenes —García Lorca, Alberti, así como Jorge Guillén y Pedro Salinas— eran perseguidos tenazmente por Juan Ramón, un demonio barbudo que cada día lanzaba su saeta contra este o aquel. Contra mí escribía todas las semanas en unos acaracolados comentarios que publicaba domingo a domingo en el diario El Sol. Pero yo opté por vivir y dejarlo vivir. Nunca constaté nada. No respondí —ni respondo— las agresiones literarias. (5)

Stephen Spender y Pablo Neruda sentados a derecha e izquierda de Manuel Altolaguirre durante la inauguración del Segundo Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, en Valencia, 1937. La fotografía fue tomada por Walter Reuter (1906-2005)

>>El poeta Manuel Altolaguirre, que tenía una imprenta y vocación de imprentero, llegó un día por mi casa y me contó que iba a publicar una hermosa revista de poesía, con la representación de los más alto y lo mejor de España.

—Hay una sola persona que puede dirigirla —me dijo—. Y esa persona eres tú.

Yo había sido un épico inventor de revistas que pronto las dejé o me dejaron. En 1925 fundé una tal Caballo de Bastos. Era el tiempo en que escribíamos sin puntuación y descubríamos Dublín a través de las calles de Joyce. (5) Humberto Díaz Casanueva usaba entonces un suéter con cuello de tortuga, gran audacia para un poeta de la época. Su poesía era bella e inmaculada, como ha seguido siéndolo per sécula. Rosamel del Valle se vestía enteramente de negro, de sombrero a zapatos, como debían vestirse los poetas. A estos dos compañeros próceres los recuerdo como colaboradores activos. Olvido a otros. Pero aquel galope de nuestro caballo sacudió la época.

—Sí, Manolito. Acepto la dirección de la revista.

Manuel Altolaguirre era un impresor glorioso cuyas propias manos enriquecían las cajas con estupendos caracteres bodónicos. (6) Manolito hacía honor a la poesía, con la suya y con sus manos de arcángel trabajador. El tradujo e imprimió con belleza singular el Adonis de Shelley, elegía a la muerte de John Keats. Imprimió también la Fabula del Genil, de Pedro Espinosa. (7) Cuánto fulgor despedían las estrofas áureas y esmaltinas del poeta en aquella majestuosa tipografía que destacaba las palabras como si estuvieran fundiéndose de nuevo en el crisol.

De mi Caballo Verde salieron a la calle cinco números primorosos, de indudable belleza. Me gustaba ver a Manolito, siempre lleno de risa y de sonrisa, levantar los tipos, colocarlos en las cajas y luego accionar con el pie la pequeña prensa tarjetera. A veces se llevaba los ejemplares de la edición en el coche-cuna de su hija Paloma. Los transeúntes lo piropeaban:

—Qué papá tan admirable! Atravesar el endiablado tráfico con esa criatura!

La criatura era la Poesía que iba de viaje con su Caballo Verde. La revista publicó el primer nuevo poema de Miguel Hernández, y, naturalmente, los de Federico, Cernuda, Aleixandre, Guillén (el bueno, el español), (8) Juan Ramón Jiménez, neurótico novecentista, seguía lanzándome dardos dominicales. A Rafael Alberti no le gustó el título:

—Por qué va a ser verde el caballo? Caballo Rojo, debería llamarse. (9)

No le cambie el color. Pero Rafael y yo no nos peleamos por eso. Nunca nos peleamos por nada. Hay bastante sitio en el mundo para caballos y poetas de todos los colores del arco iris.

El sexto número de Caballo Verde se quedó en la calle Viriato sin compaginar ni coser. Estaba dedicado a Julio Herrera y Reissig (10) —segundo Lautréamont de Montevideo— y los textos que en su homenaje escribieron los poetas españoles, se pasmaron ahí con su belleza, sin gestación ni destino. La revista debía aparecer el 19 de julio de 1936, pero aquel día se llenó de pólvora la calle. Un general desconocido, llamado Francisco Franco, se había rebelado contra la República en su guarnición de África.>> (11)

*Pablo Neruda: Confieso que he vivido. Memorias. Editorial Planeta, Barcelona, 1977.


Notas

(1) Pablo Neruda se refiere al escultor toledano Alberto Sánchez Pérez, figura clave de la vanguardia española. Para más información, dejo el siguiente enlace: https://www.museoreinasofia.es/exposiciones/alberto-1895-1962

(2) Acario Cotapos (1889-1969). <<También Acario Cotapos era músico, pero de vanguardia, lleno de sorpresas. El Acario Cotapos que yo tengo en esta memoria pálida que me va quedando es el chilenito extraordinario, inmóvil después de un accidente grave, a quienes sus amigos han regalado el departamento donde hoy todos van a encontrarlo.>> (María Teresa León: Memorias de la melancolía. Sobre este compositor chileno, aquí: https://www.memoriachilena.gob.cl/602/w3-article-3271.html

(3) Neruda, aparte de su gusto por el tópico, parece desconocer España y reducirla, por lo que deduzco, a la meseta castellana y a parte del suelo andaluz, tal vez a zonas (semi)desérticas del sureste peninsular y de las islas más orientales de Canarias. Una reducción similar sucede al inicio de Tierra de España (Spanish Earth, 1937), el prestigioso documental realizado por Joris Ivens —y narrado por Ernest Hemingway— durante la guerra civil. En todo caso, el conjunto cultural y paisajístico de la península ibérica (la Hispania romana) abarca mayor amplitud que la evocada por el poeta chileno y por el cineasta holandés.

(4) Aparte de poesía, Juan Ramón también escribía crítica literaria y caricaturas sobre personajes de la cultura española. En varios caricaturizó a Antonio Machado, de quien no me cabe duda de su admiración. En un texto recogido en Libros de prosa, I, Crítica 1907-19013 dice Juan Ramón sobre una obra del poeta: <<Hay en medio del libro un florilejio suave que muestra un título de romería: Del camino. Creo que no se ha escrito en mucho tiempo una poesía tan dulce y tan bella como la de estas cortas composiciones, misteriosas y hondamente dichas con el alma.>> Y en un extracto de unos de sus textos recopilados en Españoles de tres mundos expresa lo que sigue: <<Poeta de la muerte, y pensado, sentido, preparado hora tras hora para lo muerto, no he conocido otro que como él haya equilibrado estos niveles iguales de altos y bajos, según y cómo; que haya salvado, viviendo muriendo, la distancia de las dos únicas existencias conocidas, paradójicamente opuestas; tan unidas aunque los otros hombres nos empeñemos en separarlas, oponerlas y pelearlas. Toda nuestra vida suele consistir en temer a la muerte y alejarla de nosotros, o mejor, alejarnos nosotros de ella. Antonio Machado la comprendía en sí, se cedía a ella en gran parte. Acaso él fue, más que un nacido, un resucitado. Lo prueba quizás, entre otras cosas, su madura filosofía juvenil. Y dueño del secreto de la resurrección, resucitaba cada día ante los que lo vimos esta vez, por natural milagro poético, para mirar su otra vida, esta vida nuestra que él se reservaba en parte también.>>

(5) En estos párrafos, Neruda ajusta cuentas por la crítica hacia su obra (la realizada hasta entonces), que no gustaba al de Moguer (Huelva), autor de las caricaturas recogidas en Españoles de tres mundos; en una de las cuales, la dedicada al poeta chileno, expone su opinión sobre la poesía de Neruda. Aparte de imperfecto y de genio indiscutible de la poesía en lengua castellana, Juan Ramón fue un hombre crítico e irónico. Lo era honestamente, también consigo mismo, por devoción y por naturaleza; no pretendía caer simpático ni hacer grupo; menos aún dorar la píldora a nadie. <<Yo no he visto nunca Neruda sino en fotografía, en escultura o en dibujo. Hago su caricatura estando él vivo, contra mí norma, porque lo he oído por teléfono cantar contra mí en coro de necios y beodos, cuando yo no quise firmar su desairado documento de respuesta a Vicente Huidobro. Que luego se cambió por otro que yo hubiera firmado, porque no había motivo para que la Revista Occidente rechazara los consabidos versos de Neruda. (No quise firmarlo porque ni Huidobro ni Neruda ni Lorca tenían razón en lo peor de todo aquello. Por ser honrado con los tres, Neruda me cantaba, con los varios suyos de entonces, coplas soeces por teléfono. Yo le digo sin soecia lo que es para mí como escritor, por ser honrado con él y conmigo.)>> (Juan Ramón Jiménez: Españoles de tres mundos) Otro genio singular e imposible de abarcar como Juan Ramón era Baroja, que tampoco buscaba caer simpático entre los jóvenes artistas del 27 (y alrededores), pero la suya ya es otra personalidad y otra historia. Por supuesto que el chileno no responde las agresiones literarias, solo las trae a colación cuando, supongo, regresan y escuecen mientras él omite su parte y escribe, en 1972, Confieso que he vivido, título que me suena un tanto petulante. Con todo, hay pocas memorias que se acusen, que se sinceren hasta que sangre el alma. Las hay que, tras ligera autocrítica, disimulan su intención de lucir ante sus contemporáneos con uno ojo puesto en la posteridad. Neruda se quiere el héroe de las suyas, pero ¿quién no es el héroe o la heroína de sus memorias?

(5) El irlandés James Joyce ambienta su famosa novela Ulises en el Dublín de los años veinte. Pinchando aquí, el comentario que compartí en el blog: https://vadevagos.blogspot.com/2022/12/joyce-y-beach-la-edicion-de-ulises.html?m=1

(6) Con “caracteres bodónicos”, el poeta se refiere a los tipos de letra (con finos adornos) diseñados por Giambattista Bodoni (1740-1813) a fines del siglo XVIII.

(7) <<el paso por Antequera, donde mientras nos abastecíamos de nafta me recité en silencio octavas de la Fábula del Genil, de Pedro Espinosa, el gran poeta clásico allí nacido>> (Rafael Alberti: La arboleda perdida)

(8) El otro Guillén (se supone que el malo o el feo), sería el poeta y periodista cubano Nicolás Guillén, uno de los autores más reconocidos de las letras cubanas, a quien Altolaguirre publicó su libro Poema en cuatro angustias, después de que el cubano viajase a España en 1937, para participar en el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, en el que también participó Neruda, entre otros muchos grandes nombres de la literatura.

(9) Neruda sería elegido senador de la República de Chile en 1945, ya siendo miembro del partido comunista chileno; y Alberti estaba afiliado al PCE y era secretario general de la Alianza de Intelectuales Antifascistas durante la guerra civil. Por su filiación y su ideología, Alberti prefería el nombre “Caballo Rojo”.

(10) Julio Herrera y Reissig, poeta uruguayo del romanticismo tardío. Información en https://www.cervantesvirtual.com/portales/julio_herrera_y_reissig/autor_apunte/

(11) En aquel primer momento, la rebelión militar no tenía un líder claro. Su planificador había sido el general Emilio Mola, que se las había arreglado para meter en la misma revuelta a carlistas, monárquicos y falangistas; y la cabeza visible iba a ser Sanjurjo, tal vez fuese una figura de paja, pero falleció en el accidente aéreo que debía transportarle a España desde Lisboa, donde vivía su exilio tras el fallido levantamiento de 1932. En cuanto a Franco, no era ningún desconocido: <<El “Anuario Militar” de 1936 situaba a Franco solo en el puesto número veintitrés en cuanto a antigüedad entre los generales de división, y a cuanto a años de servicio se veía superado por Cabanellas, Queipo y Saliquet, aunque ningún otro tenía la misma experiencia en guerra y el mismo prestigio militar, ni tampoco igual tacto político ni la misma influencia exterior […] No solo el nombre de Franco era el mejor conocido entre los generales rebeldes, sino que se lo asociaba menos directamente con la actividad política, odiosa para la opinión española no extremista>>, dice Stanley G. Payne en su libro sobre el dictador, Franco, el perfil de la historia, que, entrando de cabeza en “la actividad política”, asumió el mando de la rebelión el 1 de octubre de 1936; y ya no lo soltó hasta su muerte en 1975, después de casi cuatro décadas de dictadura.