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miércoles, 16 de octubre de 2024

Brubaker (1980)

De un modo u otro, la realidad inspira a los escritores y a los guionistas para escribir sus historias, aunque estas acaben siendo fantasías o cuentos. De una anécdota que le cuentan a Luis García Berlanga puede salir El verdugo (1963) o de una guerra colonial y comercial, alguien puede componer un poema épico que, durante siglos, será cantado en las casas de los grandes terratenientes a lo largo y ancho del Egeo y el Jónico. En todo caso, lo común a ambas historias es que parten de un origen real y eso mismo sucede con el drama carcelario que W. D. Richter guioniza en Brubaker (Stuart Rosenberg, 1980), cuya historia la inspira la realidad del funcionario de prisiones de Arkansas, Tom Murtom, que denunció los usos y abusos del sistema penitenciario hacia finales de la década de 1960. Fue entonces cuando Murtom se enfrentó a la corrupción y, supuestamente, logró derrotarla… ¿Cómo? Probablemente, de forma menos heroica que la exhibida por Henry Brubaker (Robert Redford) en este entretenido film dirigido por Stuart Rosenberg, quien trece años atrás ya había encontrado en Paul Newman a otro héroe que llevar a presidio en La leyenda del indomable (Cool Hand Luke, 1967). La filosofía profesional, supongo que también la vital, de Brubaker se basa en explorar el medio para conocer los problemas que le aquejan y atacar allí donde hacen mella. Así lo confirma su mirada curiosa, su silencio habitual y sus escasas preguntas, que no obtienen contestación oral en ese presidio adonde llega y donde todo se hace visible ante sus ojos: desde la violencia y maltrato hasta la corrupción administrativa.

Brubaker no entra por la puerta grande, lo hace de incógnito, como un convicto común y, como tal, observa y sufre las condiciones infrahumanas del resto de presidiarios. Lo primero que descubre es el abuso de poder por parte de los presos de confianza, que viven en mejores condiciones que los restantes reos y, cuales kapos en los campos de concentración nazi, disfrutan siendo el brazo ejecutor en un espacio donde los derechos humanos y el humanitarismo son solo palabras en la distancia. Entre los prisioneros con quienes comparte cautiverio, pero a quienes nunca llega a parecerse, impensable para un héroe estadounidense “made in Hollywood”, Brubaker descubre un ámbito donde los abusos entre presos y los practicados por el poder forman parte de la cotidianidad de un sistema penitenciario corrupto, que encuentra en la población carcelaria la mano de obra esclava para hacer negocio. Este es el punto de partida de un drama carcelario a mayor lucimiento de Robert Redford, su estrella protagonista, que da vida a ese funcionario de prisiones diferente, con clase y principios, dispuesto a cambiar un medio que corrompe y transforma a los ilusos que llegan con la intención de cambiarlo. Más o menos, esto se desprende la la insinuacion de uno de los presos de confianza, cuando alude a la intención reformadora con la también llegó el anterior alcaide. Pero hay algo que diferencia a Brubaker de los que le precedieron en el cargo, y ese algo es que Brubaker tiene todas las de ganar. No puede perder, pues quién ignora que un tipo interpretado por Robert Redford acabará triunfando allí donde otros han fracasado y se han dejado engullir por ese sistema deshumanizado que él acabará transformando…




miércoles, 4 de noviembre de 2020

El viaje de los malditos (1976)



 Un hecho pasado se olvida o rememora, se imagina —cuando no se vive y se desconocen las emociones que genera— se altera o se reconstruye a partir de datos y testimonios. Menos en el olvido, que condena a la desaparición, en el resto de los casos aparecen las interpretaciones, las reproducciones o las recreaciones de los sucesos reales e históricos que el cine narrativo lleva a su terreno, donde prioriza el cuento y la narración. Allí, su desarrollo y su desenlace serán felices, dramáticos o terroríficos dependiendo del hecho expuesto, pero, en ese espacio cinematográfico, que la recreación sea notable o irregular ya no depende de la realidad a reproducir, sino de los encargados de llevarla a la pantalla.


Conscientes de que las distintas realidades que se citan en un instante son imposibles de atrapar por una cámara, se capturan imágenes y reflejos que, fuera del tiempo concreto de los hechos, dan pie a las diversas interpretaciones del momento proyectado en la pantalla. Ahora vemos una alteración de lo vivido, aunque no por ello pierda veracidad o lo expuesto se aleje de la esencia original. No obstante, como vengo apuntando desde el inicio del comentario, la realidad es imposible de atrapar, e igual lo es para el cine-ojo que para una película neorrealista, para el cine-verdad o el documental, porque, lejos del hecho y del instante en el que viven sus protagonistas de carne y hueso, cualquier film basado en hechos reales o cualquier realidad hecha película son proyecciones del momento y de las personas referidas. Ausentes de su referencia concreta, (instante, protagonistas y hechos precisos), entramos en terreno de la especulación y de la memoria. Entramos en la Historia, en el recuerdo o en la ficción, y la ficción es una de las perspectivas comunes a la hora de trasladar a la pantalla hechos reales. El problema aparece cuando se intenta transformar la realidad en ficción dramática; con “problema” me refiero a que a veces la representación se convierte en la necesidad de forzar el dramatismo de hechos ya de por sí dramáticos, como los que inspiraron El viaje de los malditos (The Voyage of the Dammed, 1976). Este empeño de tocar la fibra y de rellenar espacios que no precisan ser rellenados con diálogos enlatados o recursos engañosos, conlleva el riesgo de restar veracidad a los hechos reproducidos en las imágenes.


El film de Stuart Rosenberg es un ejemplo de película que, teniendo mucho a su favor, acaba siendo irregular porque no logra equilibrar sus numerosos personajes con la historia ni con los diversos dramas individuales que cuenta, no consigue veracidad ni nervio en las actuaciones, en las sensaciones y emociones que representa y que pretende trasmitir, o que intenta provocar. No logra comunicarlas porque no consigue expresarlas con la naturalidad necesaria y, como consecuencia, las situaciones se desnaturalizan y surgen forzadas o sin fuerza. Lo dicho también podrían aplicarse a las composiciones de los actores y actrices, en su mayoría, no logran hacernos olvidar que actúan, ni que sus palabras y sus gestos o comportamientos forman parte de un guion y no del padecimiento, la pasión y el calvario que viven antes, durante y después de su partida. Apenas confieren vida, sangre, corazón y vísceras, a los hombres y mujeres que representan, o pretenden hacerlo y no lo logran, más que nada porque no pueden desarrollarlos, ya que son comparsas en el desfile de rostros y nombres conocidos que sirven de reclamo para atraer al público.


El viaje cinematográfico —basado en el real que tuvo lugar entre mayo y junio de 1939— se inicia en Hamburgo, donde más de novecientos judíos y judías son embarcados rumbo a ninguna parte, porque nadie les acepta. Esto lo descubrirán al llegar a La Habana, nosotros lo sabemos antes, gracias a los dos espacios en los que Rosenberg divide la acción. De este modo somos testigos del drama que viven y del odio del que son víctimas, aquel cuyo origen se encuentra en la Alemania nazi, y del rechazo que sufren por parte de la comunidad internacional, más preocupada en velar por sus intereses económicos y políticos que por la humanidad que viaja en un barco que, además de la travesía atlántica, navega por un limbo de dudas, esperanzas, terror, odio, amor, desesperación y espera. Esa falta de preocupación internacional por el casi millar de exiliados es el segundo frente expuesto por Rosenberg, donde expone superficialmente los intereses que impiden el desembarco del pasaje en Cuba o, sin entrar en detalles, introduce la secuencia del guardacostas estadounidense, que advierte que Estados Unidos no permitirá el desembarco de casi mil seres humanos condenados sin más culpa que la de ser víctimas del odio racial y de intereses que El viaje de los malditos no llega a profundizar.

viernes, 16 de marzo de 2012

La leyenda del indomable (1967)



Ser un inadaptado social puede deparar una situación como la de Luke Jackson (Paul Newman), un héroe de guerra que no se encuentra dentro del entorno que le rodea, ya sea en esa pequeña ciudad, donde rompe los contadores del aparcamiento en una noche de borrachera, o dentro del campo de trabajo al que le han condenado a dos años, quizá una sentencia excesiva para el delito que ha cometido. En el interior del presidio muestra su personalidad, nunca se rinde, como demuestra su negativa a permanecer en el suelo cuando recibe una paliza de Dragline (George Kennedy) o cuando gana una apuesta que consiste en comerse cincuenta huevos en una hora. Así se gesta la leyenda del indomable, poco a poco, mediante pequeños gestos de rebeldía e inconformismo que le valen el apodo de Luke “el frío”, un hombre que convierte la derrota en una victoria. La situación de Luke dentro del penal le confirma distinto al resto de sus compañeros, quienes parecen conformarse con su situación, haciendo cuanto se les ordena, pidiendo permiso para todo, bien sea secarse el sudor cuando trabajan arreglando las carreteras bajo unas temperaturas que les castigan o ir a desahogar su vejiga. Luke sonríe, siempre sonríe, porque sabe que no podrán doblegar su voluntad; dicha imagen desvela que no se somete, y que no acepta las reglas. Al principio no piensa en la fuga, puesto que nunca planea nada; todo lo que hace surge acorde con su personalidad impulsiva y rebelde. La visita de su madre (Jo Van Fleet) ofrece una perspectiva emocional de un hombre al que encierran en el interior de un recinto de un metro cuadrado de superficie cuando le comunican la muerte de ésta, y lo hacen únicamente por una hipotética reacción que consistiría en “ausentarse sin avisar” para acudir al entierro. Ese hecho marca la nueva meta de Luke, escaparse, y eso es lo que hace, simplemente se fuga; corre, se muestra inteligente en cuanto a sus decisiones de moverse en varias direcciones para despistar a sus perseguidores, así como se lanza al río para que los sabuesos no puedan olfatear su rastro, pero, finalmente, le atrapan y le encierran de nuevo. Su situación no mejora con el aumento de su condena, ni con las cadenas que le han puesto en los tobillos, símbolo con el que el capitán (Strother Martin) cree que doblegará a un hombre que no tarda en repetir su anterior gesta. Su segunda escapada roza el éxito, sus amigos del penal así lo creen tras recibir una foto en la que le observan acompañado de dos mujeres que se les antojan despampanantes (¿qué iban a pensar unos tipos que llevan tiempo encerrados?). No obstante, no tarda en ser apresado, torturado y encerrado; los malos tratos se convierten en la tónica general con la que los jefes pretenden doblegar su espíritu, y cuando creen conseguirlo, ...Luke “el frío” vuelve a fugarse. Stuart Rosenberg logró con La leyenda del indomable (Cool Hand Luke, 1967) su película más emblemática, un drama carcelario donde abunda la rebeldía que define a un personaje que es consciente de no encontrar su lugar en el mundo. Todo cuanto observa ni le llena ni calma sus inquietudes, porque no reconoce en su entorno nada que le merezca la pena, oponiéndose en todo momento a esa imposición que les anula como seres humanos, en la que no deben pensar y sí acatar cuanto se les diga; pero Luke se niega a aceptarlo, aunque para ello deba morir en el intento, porque aún así, habrá vencido. La irreverencia de "el frío" sirve para romper la rutina que rodea a los presos, controlados por hombres como el jefe Godfrey (Morgan Woodward), siempre ocultando sus ojos tras los espejos de unas gafas de sol que le confieren una imagen de vigilante sin sentimientos ni emociones, capaz de atemorizar a los convictos con su sola presencia; sin embargo, la aparición de Luke, con su rebeldía indomable, crea una sensación de libertad que le convierte en esa leyenda de la que se hablará mucho después de que él se haya ido.