—Estáis locos, si creéis que detendréis el progreso matando a soldados americanos. América podría ser vuestro padre y vuestra madre… —enfatiza Custer (Marcello Mastroianni), con su tono marcial, mientras se dirige a los indios que han disparado contra uno de sus hombres.
—¡Bravo! —aplaude Pickerton (Paolo Villagio), el antropólogo
—Gracias —le agradece el coronel—. …Y el pan de vuestros hijos…
Un reparto de lujo —Catherine Deneuve, Marcello Mastroianni, Michel Piccoli, Philippe Noiret, Ugo Tognazzi y Serge Reggiani— para una sátira sobre la sociedad del desarrollo y del consumo en plena expansión del poder económico y mercantil estadounidense, de ahí que tome de su Imperialismo y de su leyenda los mitos de Custer, Buffalo Bill y los indios y los traslade a un París que no oculta que es la ciudad de la década de 1970. No diré incomprendida, ya que pocos llegaron a verla, ni fallida, porque no lo es aunque presente irregularidades, ni surrealista, aunque rompa con la realidad para ironizar sobre ella, pero sí apuntaré que No tocar a la mujer blanca (Touche pas la femme blanche, 1974) es una comedia subversiva, exigente —pues exige complicidad, un ligero conocimiento de la historia contemporánea y abrir los ojos a la realidad insinuada— y crítica con el momento sociopolítico en el que se filma. Subversiva, porque subvierte el género del western. Exigente, porque Marco Ferreri no pretende darlo todo hecho, ni realizar una sátira que se acomode dentro de los gustos establecidos y que le permita ganarse las simpatías del público; ese no sería Ferreri, tampoco Rafael Azcona, su guionista habitual. A su manera, tanto el director como el guionista son dos rebeldes o, si se prefiere, dos resistentes, sobre todo en el caso del italiano que, al igual que su colega Pasolini, siempre fue por libre en esto del cine, medio en el que mostró su distanciamiento y su disconformidad con los usos de la sociedad burguesa, cristiana y occidental; la que conoce y a la que por nacimiento pertenece y a la que no duda en criticar su hipocresía y la prisión que crea. Para hablar de su presente —guerras, publicidad, negocio, desarrollo,…—, a Ferreri no le hace falta más que tomar prestado del pasado el mito y el género que imprimió la leyenda estadounidense en el relato literario y en la gran pantalla, y mezclar ambos tiempos para ofrecer una imagen en la que los anacronismos no lo son, puesto que son la exageración que tiende el puente temporal que une el primer expansionismo estadounidense, aquel que lo enfrenta a los nativos norteamericanos, con el mundial de la primera mitad de la década de 1970, en el que la figura de Nixon resulta un referente clave tanto en la política interna estadounidense como en la externa.