viernes, 30 de enero de 2015

Redacted (2006)


Una conclusión tan innecesaria como lógica sería aquella que afirma que ninguna guerra existiría de no existir el ser humano, lo que implica que la responsabilidad de las acciones derivadas de los conflictos armados tengan su principio y su fin en los humanos que participan en ellos y en los intereses de una minoría que envía a combatir a miles de jóvenes que ven como, en tiempos de guerra, parte de sus principios desaparecen al sufrir su naturaleza una metamorfosis que, en casos como el expuesto por Brian De Palma, los impulsa
 a cometer y justificar actos enfermizos y brutales que se pierden en el olvido de la realidad histórica, y también en la ficción cinematográfica, poco dada a mostrar la guerra desde una perspectiva que, con menor o mayor acierto, sí ha abordado De Palma en Corazones de hierroRedactedLos primeros minutos de esta última muestran la desidia, la inactividad y el aburrimiento de un grupo de jóvenes soldados estadounidenses destinados en Samarra, donde tienen la misión de vigilar uno de los puestos de control de carreteras de la ciudad. Estos militares han sido entrenados y enviados a combatir, sin embargo no han entrado en acción, al menos no en una acción de combate entendida como tal, en la que luchen contra un enemigo reconocible en un terreno también reconocible. Para estos jóvenes la estancia en Iraq transcurre entre el campamento donde intentan pasar el tiempo y el puesto donde comprueban a diario que en el interior de los vehículos no viajen insurgentes. Pero ¿cómo reconocerlos? Ante un enemigo invisible y silencioso, los soldados se encuentran desorientados, lo que provoca su confusión y la idea de que cualquiera es un enemigo potencial, un error que implica víctimas inocentes. Estos infantes de marina apenas muestran remordimientos por la muerte de inocentes, quizá porque en sus mentes condicionadas y, en casos particulares, limitadas por una mentira, medias verdades o por la tergiversación de la realidad, todos pueden ser enemigos, lo que implica comportamientos tan aberrantes como en el que se desata a raíz de que una mina terrestre se cobre la vida del sargento Sweet (Ty Jones). Pero, en realidad, no se trata ni de la explosión ni de su estancia en suelo iraquí, sino de aquello que se libera en el interior de soldados como Reno (Patrick Carroll) y Rush (Daniel Stewart Sherman), cuya estancia en el conflicto se convierte en la escusa que les permite dar rienda suelta a una naturaleza ya de por sí desequilibrada. Si en Corazones de hierro, De Palma rodó un bélico ambientado en la guerra de Vietnam, en Redacted esta guerra se desarrolla en Iraq en el año 2006, pero el cambio de tiempo y ubicación no altera el comportamiento de algunos soldados que actúan a su antojo contra la población civil y, para mayor coincidencia entre ambos films, la víctima adquiere el rostro de una joven oriunda del lugar, en este caso concreto una adolescente de quince años a quienes dos soldados ultrajan, violan y posteriormente asesinan, como también hacen con varios miembros de su familia para que no exista ningún testigo de su brutalidad. A raíz de este terrible instante, grabado por la omnipresente cámara de Salazar (Izzy Diaz), se observan las reacciones de aquellos que han cometido el crimen, que no presentan el menor remordimiento, la de las autoridades, cuando los hechos circulan por la red, y la de quienes, como McCoy (Rob Devaney) y Salazar, se han mantenido al margen de la violación en la que no participaron, pero tampoco evitado a pesar de ser conscientes de su salvajismo y premeditación. Esta postura, la de mantenerse al margen, no tarda en afectarles, lo que provoca que ambos deseen sacar a la luz el suceso acaecido en la casa de la adolescente, un hecho que Salazar no podrá difundir ni denunciar y que McCoy, sin pruebas físicas que presentar ante quienes prefieren no profundizar en el asunto, no podrá olvidar mientras viva.

miércoles, 28 de enero de 2015

Faraón (1966)


Miembro destacado de la generación de realizadores polacos surgidos en la posguerra (Andrzej Munk, Andrzej Wajda, Wojciech J. Has), lo mejor de Jerzy Kawalerowicz llegó cuando se alejó de la didáctica socialista que impera en sus primeras películas, lo que le permitió un enfoque cinematográfico distinto y, a simple vista, menos politizado en películas tan destacadas como Tren nocturno (Pociag, 1959), Madre Juana de los Ángeles (Matka Joanna ad aniolów, 1961) o Faraón (Faraon, 1966). Esta última, una superproducción de unas tres horas de duración (aunque depende de la versión visionada), resulta una excelente oportunidad para acceder al Antiguo Egipto desde una perspectiva atemporal y anacrónica, en la que se puede descubrir parte de la situación político-social de la Polonia del momento de su rodaje, en la que, al igual que en el film, existía un enfrentamiento de intereses entre la iglesia y el estado. A través del personaje de Ramsés (Jerzy Zelnik), inexistente en la Historia, se descubren las costumbres del Egipto de los faraones en un momento de decadencia del reino, una crisis económica, político y social que el ingenuo heredero al trono desea poner fin, para así mejorar las condiciones de vida del pueblo y engrandecerse como monarca.
 A parte de su cuidada ambientación, Faraón destaca por su enfoque de la situación heredada por Ramsés, reflejo de cualquier época y lugar, en la que se descubren la corrupción y las intrigas que imposibilitan la materialización del sueño de un monarca que, inconscientemente, se deja manipular al no comprender que su poder es tan irreal como imposible su visión. Las intenciones de quien se conocerá en la ficción del film como Ramsés XIII quedan claras antes de que acceda al trono, cuando se le observa decidido a romper con lo establecido desde el vitalismo que le confiere su juventud, aunque sin la efectividad deseada, ya que se encuentra con la férrea oposición de los sacerdotes, quienes se descubren como expertos políticos que manejan los asuntos de estado desde y para sus intereses. Tras la muerte de su padre Ramsés XII, también ajeno a la realidad histórica, el nuevo faraón asume el poder y se opone abiertamente al grupo de intrigantes que hasta el momento de su coronación han controlado el país; al tiempo, Ramsés pretende inmortalizar su presencia en el devenir de la Historia devolviendo la grandeza perdida a su nación, sin embargo, sus intenciones se ven frenadas por el poder e influencia de Herthor (Piotr Pawlowski), el sumo sacerdote, por la amenaza bélica del ejército asirio (posible representación de los soviéticos de la época del rodaje) y por la desmedida ambición comercial de los fenicios. Faraón funciona desde la interioridad de su personaje principal y desde las relaciones que este mantiene con su entorno, siendo Ramsés un iluso joven y seguro, pero inexperto en las intrigas que le rodean y que le afectan, sobre todo aquella en la que participa Kama (Barbara Brylska), la sacerdotisa fenicia de la que se enamora y quien se las ingenia para manipular el pensamiento del monarca en beneficio de los suyos.

martes, 27 de enero de 2015

Chaplin (1992)


El gusto de Richard Attenborough por dramatizar hechos y personajes reales quedó patente en ocho de los doce títulos que componen su filmografía como director; en ellos se esbozan situaciones como la operación Market Garden en Un puente lejano, la guerra anglo-bóer en la que participa el Winston Churchill de El joven Winston, el apartheid contra el que se enfrenta el Steve Biko interpretado por Denzel Washington en Grita libertad o las relaciones sentimentales que, respectivamente, protagonizan los escritores C.S.Lewis y Ernest Hemingway en Tierras de penumbra y En el amor y en la guerra. Pero estas películas presentan irregularidades narrativas que, en mayor o menor medida, provocan la pérdida de interés en aquello que exponen sus imágenes, como también sucede en la oscarizada Ghandi o en este biopic inspirado en Mi autobiografía y en el libro escrito por David Robinson Chaplin: su vida y arte. Como apunta el título, Chaplin narra la vida del genial cómico desde su infancia hasta el homenaje realizado por Hollywood en 1972. Sin embargo, el film inicia su recorrido en el exilio suizo del genio londinense, donde se le observa entrado en años y conversando con su editor (Anthony Hopkins), quien le insta a aclarar aspectos que apenas se detallan en el borrador de su autobiografía. El artificio de carear a Chaplin (Robert Downey, Jr.) con un personaje ficticio sirve para iniciar el repaso a la vida del artista, desde su infancia en su Inglaterra natal, marcada por los trastornos psíquicos de su madre (Geraldine Chaplin), por su primer amor (Moira Kelly) y por su primer contacto con el mundo del espectáculo, hasta el momento en el que se le niega la entrada en Estados Unidos como consecuencia de la persecución iniciada décadas atrás por J.Edgar Hoover (Kevin Dunn). Durante este periplo se suceden situaciones que presentan de modo fugaz y superfluo la relación de Chaplin (Robert Downey, Jr.) con las mujeres que se cruzan en su vida, con su hermano Sydney (Paul Rhys), con el actor Douglas Fairnbanks (Kevin Kline) o consigo mismo, con su cine y con un entorno social que no alcanza a comprender al creador de un vagabundo que hace reír y llorar a millones de espectadores. De este modo, Chaplin se convierte en un desfile de personajes a quienes apenas se les conceda mayor relevancia: Stan Laurel (compañero de Chaplin en la compañía teatral británica), Mack Sennett (sin él la comedia muda no sería la misma), Edna Purviance (actriz asidua en sus producciones silentes), Douglas Fairnbanks (el aventurero por antonomasia del cine mudo) o la actriz Paulette Goddard (su tercera mujer y coprotagonista en Tiempos modernos y El gran dictador). Pero, aparte de esta sucesión de hechos y figuras relacionadas con el cine, la intención de Attenborough de mostrar la esencia de Charles Chaplin se vio perjudicada por su intento de sintetizar demasiados aspectos relacionados con el arte y la vida del cómico, así como por forzar la simpatía del público, en detrimento de un acercamiento más sincero, reflexivo y atractivo a quien fue consciente de que la magia de su vagabundo residía en su elocuente silencio; de ahí que, una vez impuesto el sonoro, en Luces de ciudad no se escuchen diálogos, en 
Tiempos modernos su personaje no pronuncie palabra y en El gran dictador lo haga a modo de justificada despedida, que sonoriza parte del humanismo que habitaba más allá de un sombrero hongo, un bigote y un bastón.

viernes, 23 de enero de 2015

Los niños de Hiroshima (1952)


El 6 de agosto de 1945, el cielo de Hiroshima se cubrió con una nube radioactiva bajo la cual perecieron más de cien mil personas, la mayoría civiles. Sin distinción de edades ni de sexos, ni de ideas, de culpas o disculpas, la explosión arrasó su radio de acción, pero Los niños de Hiroshima (Gembaku no ko, 1952) no se centra en este fatídico día ni en esas miles de víctimas instantáneas de una bomba hasta entonces nunca vista ni sufrida. Nacido en 1912, en la misma Hiroshima, Kaneto Shindô volvió la vista hacia su pasado y miró la hecatombe desde la perspectiva de Takako (Nobuko Otowa), una joven maestra que perdió a su familia durante aquella aciaga jornada en la que ella sobrevivió. Varios años después del incidente, aprovechando sus vacaciones de verano, regresa a la ciudad donde, a pesar de que la vida continúa, se observan las consecuencias de aquel instante que cambió el destino de los supervivientes mientras borraba el de los muertos. Con Los niños de Hiroshima, Shindô no buscaba señalar culpables, tampoco juzgar aquel momento ya pasado, que se presenta en una fugaz sucesión de imágenes en la parte inicial del film, sino que prefirió mirar al presente (y de ahí, a un futuro que lo mejore) y constatar las consecuencias de una guerra que, en palabras de la alumna moribunda, fue un infierno. Y, aunque ese infierno no desapareció con la conclusión de la contienda, por fortuna, tanto para Takako como para muchos de sus vecinos, la esperanza y la vida laten entre los escombros, lo hacen con fuerza creciente para, de nuevo, abrirse camino.


La primera parada de la heroína nos lleva hasta el emplazamiento donde, tiempo atrás, se levantaba su hogar. Allí honra la memoria de sus difuntos, antes de reemprender su recorrido, durante el cual se encontrará con huérfanos (como ella) y otras personas que perecen como consecuencia de la radiación, que continúa afectando a parte de la población, a mujeres como su amiga Natsue (Miwa Saito), que no puede tener hijos, u hombres como Iwakichi (Osamu Takizawa), un antiguo conocido que luce en su rostro la marca de una explosión que también ha estigmatizado su interior. Iwakichi se avergüenza de su ceguera y de que esta lo haya condenado a pedir limosna para sobrevivir. Además, esta imagen humana, física y espiritual, de aquel agosto de 1945, confiesa a Takako su incapacidad para asumir el cuidado de su nieto de siete años, un niño que, como tantos otros en la ciudad, vive en un orfanato. Pero, a pesar de la distancia, el pequeño se ha convertido en la fuerza vital de Iwakichi, por ello se niega a aceptar la propuesta de la maestra cuando le ofrece la posibilidad de un hogar para el niño. Ante la negativa del abuelo, y después de visitar el orfanato, la joven decide aventurarse por las calles de la ciudad para saber qué fue de sus antiguos alumnos; de ese modo inicia su recorrido por las huellas imborrables que se presentan tanto en su memoria (Natsue y ella misma todavía se estremecen al escuchar el sonido de los aviones que sobrevuelan Hiroshima) como en la cotidianidad en la que, además de las secuelas, también descubre optimismo y aceptación (en la familia de uno de los niños a quien dio clase), indiferencia (en otro de antiguo alumno) o la resignación de una niña moribunda de quien también fue maestra.

jueves, 22 de enero de 2015

Dillinger (1973)


Los guiones que John Milius escribió para John Huston (El juez de la horca), Sydney Pollack (Las aventuras de Jeremiah Johnson) y Ted Post (Harry el fuerte) facilitaron su debut en la dirección de largometrajes en una producción que expone los últimos momentos de la carrera delictiva de un referente del cine gangsteril de la década de 1930, un delincuente, nacido de la Gran Depresión, que ya había sido llevado a la pantalla por Max Nosseck en Dillinger, el enemigo público número uno (1945). No obstante, el planteamiento narrativo de Nosseck poco tiene que ver con el expuesto por Milius, quien dotó a su Dillinger de mayores dosis de violencia y ofreció parte del protagonismo al agente Melvin Purvis (Ben Johnson), cuya presencia sería uno de los aciertos de un film irregular, que destaca por su cuidada ambientación de aquellos años de depresión económica que afectó hasta extremos asfixiantes al ciudadano corriente. El Dillinger interpretado por Warren Oates pretende alcanzar el sueño americano atracando bancos, aunque, en realidad, anhela ser una estrella mediática que llame la atención de la masa social, la cual, condenada a la pobreza y a la miseria, ve en él a un héroe donde solo hay un criminal que actúa en beneficio propio y sin prestar atención a la realidad social que afecta a todo un conjunto. Y quizá sea esta creciente popularidad lo que más afecta a los representantes de la ley que lidera Purvis, agentes que actúan como matones de gatillo fácil a la hora de descargar su armas sobre esos forajidos a quienes sin prisa, pero sin pausa, van dando caza a lo largo del film. De tal manera, Dillinger y Purvis se igualan en su ausencia de escrúpulos y en el empleo de métodos expeditivos que les permita alcanzar aquello que persiguen: dinero y reconocimiento, el primero, obsesionado con la idea de la fama, y exterminar a los forajidos que componen la banda, el segundo, lo que implica que tras la placa se esconda una necesidad tan obsesiva como la que guía al delincuente.

miércoles, 21 de enero de 2015

Kanal (1957)


Cineasta clave de la cinematografía polaca, Andrzej Wajda inició su trayectoria profesional en 1950 con el cortometraje Zly chlopiec, para cuatro años después debutar en la realización de largometrajes con Generación (Poklenie, 1954). A este primer film le siguieron otras dos producciones también ambientadas en la Polonia de la Segunda Guerra Mundial: Kanal (1957) y Cenizas y diamantes (Popil i diament, 1958), por lo que las tres películas forman una especie de trilogía de la ocupación, pero, además, en estos dos últimos títulos ya se aprecia la modernidad cinematográfica que poco después se extendería por otros países del este europeo. En ellas expuso parte de la situación vivida por la resistencia polaca, de la que él mismo formó parte, pero, a diferencia de sus compañeras y salvo sus primeros minutos, que se desarrollan en la superficie para presentar la situación y a los personajes, Kanal transcurre por el alcantarillado de Varsovia donde hombres, mujeres y niños, todos ellos miembros de la resistencia, intentan trasladarse al centro urbano, evitando de ese modo a los soldados alemanes que aguardan en el exterior, mejor armados y preparados para el combate. La situación por la que atraviesa el grupo convierte a cada uno de sus miembros en víctimas del claustrofóbico, maloliente y venenoso entorno subterráneo por el que deambulan con la intención de reagruparse para un nuevo ataque. Sin embargo, en la oscura profundidad del laberinto de canales, encuentran un enemigo tan letal como el que amenaza en la superficie, aunque sus armas no son de fuego, son la desorientación, la imposibilidad, el miedo, los gases tóxicos, que manan de sus aguas fecales, y la locura que se adhiere a quienes osan adentrarse en sus dominios.


Los subterráneos de
Kanal forman parte del infierno en el que viven luchadores y luchadoras obligados a escapar de un rival superior en fuerzas. Los conductos no resultan de su agrado, porque son conscientes de la dificultad y peligros que entrañan las profundidades. Allí la adversidad provoca que se dividan en subgrupos mientras la incertidumbre de dónde se encuentran y la presencia de un nuevo enemigo, aquel que nace de los miedos, que genera la angustiosa y silenciosa situación por la que atraviesan quienes pretenden sobrevivir y alcanzar su destino. Por su ubicación espacial, Kanal es un film bélico atípico que muestra cómo la desesperación y la imposibilidad se convierten en compañeros inseparables durante el tránsito de individuos condenados a vagar y sucumbir en las profundidades de un espacio opresivo y fantasmagórico, pero tan real que se transforma en una trampa mortal que alcanza su máxima expresión hacia el final del metraje, cuando los personajes comprenden (al inicio se advierte que son sus últimas horas de vida) que ninguno sobrevivirá a un entorno tan hostil y tan mortífero como la guerra que se desarrolla en la superficie adonde sueñan regresar, pero los pocos que la alcancen lo harán para correr una suerte similar a la de los caídos y perdidos en el canal, porque el espacio expuesto por Wajda no deja de ser una imagen espectral de la guerra y cómo esta afecta a quienes la padecen.



martes, 20 de enero de 2015

Corazones de acero (2014)

Las películas que se desarrollan en guerras recientes suelen presentar a soldados condicionados y desorientados ante la ausencia de acción y de un enemigo con quien apenas mantienen contacto directo, pues la tecnología militar realiza la labor que décadas atrás desempeñaban aquellos jóvenes que se veían obligados a luchar cuerpo a cuerpo en un campo de batalla tangible, que se extendía por ubicaciones como la Alemania donde se ubica Corazones de acero (Fury). Los soldados de esta realista incursión bélica conviven a diario con la destrucción, la sangre, el miedo, la violencia y la muerte, características todas ellas que les afecta hasta transformarlos en parte misma de un medio liberador de los instintos primarios de quienes lo habitan, porque la guerra se encuentra presente dentro y fuera de ellos, incluso en aquellos momentos de supuesta calma, como sería la comida "familiar" que el sargento Don "Wardaddy" Collier (Brad Pitt) y el novato Norman Ellison (Logan Lerman) intentan mantener en compañía de dos civiles alemanas. Este instante, que el sargento toma como respiro para su maltrecha conciencia, evoca la inocencia perdida por la dotación del tanque que comanda, una inocencia desaparecida en algún punto del largo recorrido que les ha conducido desde África a Alemania, combatiendo durante años a un enemigo que, a pesar de replegarse, no tiene intención de rendirse. Corazones de acero se ambienta durante el periodo final del conflicto armado más sangriento del siglo XX y se desarrolla desde la perspectiva de los cinco tripulantes de un carro de combate que se ha convertido en su único hogar; aunque inicialmente no lo es para Norman, recién llegado y carente de las vivencias que han unido a sus compañeros y marcado sus comportamientos. En un primer momento, se observa el rechazo y cierto desprecio de los veteranos hacia la imagen inocente que Norman representa, porque su presencia les recuerda lo mucho que han perdido y lo que les queda por perder. Sin embargo, y a pesar de la brutalidad y rudeza tras las que intenta contener sus emociones, Wardaddy asume un comportamiento paternal y protector para con los suyos, ya que se siente responsable de mantenerlos con vida y eso implica abrir los ojos al inexperto, para que este comprenda, antes de que sea tarde, qué es la guerra y cómo actuar en una contienda que el novato empieza a respirar, ver y sentir sin desearlo (ninguno de ellos lo desea, pero no han tenido más opción que aceptarlo mientras luchan por sobrevivir en un espacio que les condena a muerte). En Corazones de acero la cámara de David Ayer describe un entorno donde imperan la destrucción, la violencia y la muerte, obligando a los soldados a actuar como seres acorralados a quienes únicamente les resta una mínima posibilidad de salir indemnes de la monstruosa hostilidad que se descubre en un campo de batalla que no entiende de límites y donde cualquiera puede morir o matar, porque, como exclama "Coon-Ass" Travis (Jon Bernthal) ante la reacción de Norman al descubrir horrores que ellos ya han experimentado, <<¡es la guerra!>>. Y la guerra es dolor y pérdida.

miércoles, 14 de enero de 2015

Intolerancia (1916)



Las primeras imágenes en movimiento proyectadas por los hermanos 
Lumière generaron en ilusionistas como Alice Guy o Georges Méliès la idea de dotarlas de fantasía, a su vez, estos magos del celuloide, con sus trucajes y su puesta en escena, precipitaron que otros se embarcaran en la novedosa y atractiva aventura del cinematógrafo, una aventura que se encuentra repleta de nombres propios que ayudaron a evolucionar un espectáculo de feria, repetitivo y sin entidad narrativa, hasta convertirlo en un medio artístico con personalidad y lenguaje propio. Uno de aquellos pioneros, el más reconocido e imitado durante la década de 1910 y la primera mitad de la siguiente, David Wark Griffith, desarrolló técnicas de montaje que le permitieron superar las limitaciones narrativas existentes para dotar a sus producciones de gran complejidad, fluidez y riqueza visual. El uso que hizo del montaje en paralelo de dos escenas, de los saltos temporales, de los encuadres panorámicos o de los travellings son algunos ejemplos del carácter innovador de este visionario que influyó en otras figuras fundamentales como Charles ChaplinSergei M. Eisenstein, King Vidor, Raoul WalshCarl Theodor Dreyer o Erich von Stroheim. Aunque en el presente su nombre pueda resultar desconocido para algunos, Griffith fue vital en el desarrollo y modernización de la narrativa cinematográfica, además, fue uno de los primeros realizadores independientes que se instaló en California. Allí, junto a los también indispensables Mack SennettThomas Ince, ayudó a levantar una industria fílmica que, en pocos años, se convertiría en la más importante y próspera del planeta. En suelo californiano rodó sus films más reconocidos, muchos de los cuales se presentan desde la espectacularidad de imágenes que, vistas en la actualidad, descubren a sus personajes acartonados, en comparación con los protagonistas de las obras fílmicas de autores de mayor sensibilidad creativa, como sería el caso de Browning, quien colaboró sin acreditar en el guion de Intolerancia (Intolerance, 1916), Chaplin, Sjöström o Murnau —aunque también presenta personajes de riqueza emocional, como las “heroínas trágicas” interpretadas por Lillian Gish en Lirios rotos (Broken Blossoms, 1919) y Las dos tormentas (Way Down East, 1920). Sin embargo, el ritmo y la fuerza visual de su puesta en escena conserva su modernidad intacta, así como la capacidad de transmitir desde sus primeras imágenes la espectacularidad y la fluidez narrativa que habitan en El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1914) o en Intolerancia (Intolerance, 1916), títulos claves en el desarrollo del séptimo arte.


Al contrario que El nacimiento de una nación, que fue un éxito monumental de público, Intolerancia no gustó a los espectadores, porque <<quizá resultara excesiva para que el público la comprendiera por entero en el transcurso de una sola proyección. Quizá estaba demasiado adelantada a su tiempo>>. La interpretación del fracaso del film, escrita por King Vidor en Un árbol es un árbol (A Tree is a Tree; 1953, 1981), vendría a corroborar que el respetable, desacostumbrado a la sucesión imparable de las imágenes proyectadas, se encontraba incapacitado para interpretar un montaje novedoso que liberaba a Griffith de ataduras espacio-temporales que imposibilitarían los continuos saltos temporales que muestran los cuatro periodos históricos en los que el amor, en lucha contra la intolerancia, se convierte en el hilo conductor de las historias que se enlazan mediante la figura de la mujer interpretada por Lilliam Gish, símbolo visual de la humanidad; aunque la esencia del film reside en la intención de su autor de crear un espectáculo visual y universal que, de nuevo tomando prestada una frase de Vidor, <<era una demostración de sentido cinematográfico en la más alta concepción de la palabra>>. Para que su película número cuatrocientos sesenta y siete fuera posible, Griffith contó con los beneficios de su anterior producción, reunido el presupuesto de dos millones de dólares, mandó construir espectaculares decorados —el del episodio babilónico ocupaba unos trece kilómetros cuadrados y encontró su inspiración en el film italiano Cabiria (Giovanni Pastrone, 1913)—, confeccionar el vestuario y contratar a miles de extras que repartió por los periodos que se desarrollan en La caída de Babilonia, La pasión de Cristo, La noche de San Bernardo y La madre y la ley, los cuales, como ya se ha dicho, se entremezclan sin orden cronológico a lo largo de las casi cuatro horas de duración, aunque hubo varios montajes e incluso se dijo que la película rodada superaba con creces el centenar de horas, lo que vendría a corroborar la búsqueda de la espectacularidad perseguida por un innovador que, con la llegada del sonoro, se vio apartado del arte que había ayudado a crecer.

martes, 13 de enero de 2015

La familia (1986)

Por el pasillo que conduce a las habitaciones y a las salas de la casa de Carlo (Vittorio Gassman) transcurren los ochenta años de su vida, de sus relaciones y de parte de la historia italiana del siglo pasado, una historia que, de manera intermitente, se deja entrever en el interior de una vivienda por donde deambulan, conviven, aparecen y desaparecen los miembros de una familia de clase media, personas que se observan desde la eterna presencia de ese hombre, primero como niño y finalmente como anciano, pero siempre en relación con sus elecciones y sus actos, en definitiva, desde de una vida que, a su juicio, pudo haberle dado mayores satisfacciones. Como sucede en otras películas de Ettore Scola, en La familia (La famiglia) predominan los espacios acotados en los que se producen las relaciones entre varios personajes, a través de quienes también se accede al mundo exterior, ajeno a la ubicación donde se desarrolla una trama que, a pesar de abarcar casi un siglo, parece no avanzar. Quizá por esa lentitud a la hora de narrar las ocho décadas de Carlo, La familia posea una narrativa más forzada que otros films de Scola, películas que también se desarrollan en espacios cerrados, pero en periodos cronológicos más reducidos: un edificio vacío en Una jornada particular (Una giornata particolare, 1977), el ático donde se reúnen los intelectuales de La terraza (La terrazza, 1980), el cine de Splendor (1989) o el restaurante donde se observa a los comensales de La cena (1998). En La familia el lugar escogido para la interacción entre los hombres y mujeres se limita a esa vivienda que nunca se abandona, y que parece existir al tiempo que lo hace el protagonista, que abre el film como nieto recién nacido y lo cierra como abuelo tras un periplo en el que se produce la transformación del entorno y las circunstancias que marcan el comportamiento de los miembros de la familia. De ese modo los personajes van surgiendo mientras otros desaparecen, una consecuencia lógica e inevitable del paso de los años y de la naturaleza humana, personas que permanecen en el recuerdo de un hombre a quien se observa crecer, madurar y envejecer dentro del seno de un núcleo mediante el cual Scola intentó acceder a los hechos externos que lo definen, pero sin lograr profundizar en ellos, quizá porque el periodo escogido abarca acontecimientos que el artífice de Macarrones (Maccheroni, 1985) no supo equilibrar a la hora de mostrar cómo afectan a sus personajes. Como consecuencia, La familia resulta una película que, en ocasiones, denota un ritmo lento, por momentos cansino, que provoca la pérdida de interés a medida que avanza una existencia que ha generado las insatisfacciones que se observan en el Carlo adulto, entre ellas aquella que nace de sus relaciones sentimentales con su mujer (Stefania Sandrelli) y con la hermana de esta (Fanny Ardant), dos relaciones en las que se enfrentan su realidad cotidiana (para él insatisfactoria) y su deseo (ideal que lo aleja de su monotonía y del paulatino distanciamiento en la que ha vivido sus años adultos).

domingo, 11 de enero de 2015

Harry Potter y el prionero de Azkaban (2004)

En 1997 Harry Potter y la piedra filosofal irrumpió en el panorama editorial convirtiéndose en un fenómeno económico que no tardó en llamar la atención de los grandes estudios hollywoodienses. De los interesados, fue Warner Bros. la productora que se hizo con los derechos de las adaptaciones cinematográficas del libro (y del resto de volúmenes que componen la saga), pero antes de que el proyecto definitivo viese luz verde se extendieron rumores, se confirmaron y desmintieron noticias y supuestas intenciones como el interés de Steven Spielberg por adaptar la fantasía creada por J.K.Rowling. Finalmente, fue Chris Columbus el responsable de llevar a la pantalla la primera y la segunda entrega de una franquicia que, salvo en Harry Potter y la orden del Fénix (David Yates, 2007), contó con Steve Kloves como guionista. De los siete títulos, y ocho películas que la componen, Harry Potter y el prisionero de Azkaban presenta mayor atractivo que el resto del conjunto, aunque esto no impide ciertos altibajos en su intento de distanciarse del tono infantil predominante en las dos entregas precedentes y de ofrecer un enfoque más sombrío y maduro (como también sucede en el original literario). Dicho enfoque no deja de formar parte de la estudiada evolución de la franquicia y de las pautas establecidas por el libro y por los intereses de los responsables económicos de las adaptaciones cinematográficas, circunstancia que puede llevar a pensar que habría sido indiferente el nombre del encargado de rodar este u otro film con Potter como protagonista. Para cualquiera de sus directores, en este caso Alfonso Cuarón, seguir las pautas preestablecidas conllevaría la limitación de su libertad creativa al tiempo que le obligaría a asumir directrices y a aceptar como suyas las expectativas de terceros, lo que explicaría que películas como Harry Potter y el cáliz de fuego (Mike Newell, 2005) o Harry Potter y la orden del Fénix (David Yates, 2007) se presenten más sintetizadas (con respecto a las novelas que adaptan) que el resto de largometrajes de la serie o que Harry Potter y las reliquias de la muerte (David Yates, 2010) fuese dividida en dos partes por motivos meramente comerciales. Por otra parte, como norma habitual en los siete títulos, también en Harry Potter y el prisionero de Azkaban aparecen nuevos personajes, entre ellos un tercer profesor de defensa contra las artes oscuras y un falso culpable, de nombre Sirius Black (Gary Oldman), fugado de la prisión de Azkaban, según fuentes del ministerio de magia, para matar a Harry (Daniel Radcliffe), a quien se descubre superado por las dudas generadas a partir de las acusaciones que señalan al evadido como el amigo que traicionó a sus padres. Este hecho provoca el conflicto emocional entre el pacífico carácter y la sed de venganza del joven protagonista, aún así, el interés del film no reside en profundizar en los comportamientos íntimos de sus personajes, pues se trata de un film destinado a un público concreto, de modo que se da prioridad al diseño de producción, a un ritmo en el que prevalece la acción, y a la supuesta "simpatía" que puedan despertar en el espectador los personajes protagonistas. Pero, con todas sus novedades, incluido un viaje temporal (que a estas alturas no es ninguna novedad ni en el cine ni el la literatura), queda claro que la saga literaria y la cinematográfica no pasaran a la historia por haber aportado novedades sustanciales o cambios a sus respectivos ámbitos artísticos; aunque, en su defensa, sería justo reconocer que ambas han sido un negocio muy lucrativo para sus responsables y un sano entretenimiento para millones de lectores y espectadores.

jueves, 8 de enero de 2015

El tambor de hojalata (1979)

Dos décadas después de que Günther Grass publicase El tambor de hojalata, uno de los títulos de referencia de la narrativa alemana del siglo XX, Volker Schlöndorff llevó la novela a la gran pantalla en un título homónimo que fue premiado en el festival de cine de Cannes con la Palma de Oro, galardón compartido con Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979). Pero los premios ni sirven para valorar la calidad de un film ni, en este caso, para igualar ambas producciones, pues resulta evidente que El tambor de hojalata (Die blechtrommel), a pesar de su simbolismo y de su correcta factura, no se encuentra a la altura del viaje onírico realizado por Coppola en su libre interpretación de En el corazón de las tinieblas. Aún así, se trata de una adaptación digna de la primera novela de Grass y, al igual que aquella, se presenta como la metáfora de una época dominada por la barbarie y la estupidez humana, una época a la que se accede a través de la inteligente e irónica mirada de Oskar Matzerath (David Bennet), quien a la tierna edad de tres años decide poner fin a su desarrollo físico como protesta ante aquello que observa. No obstante, el empeño de Oskar en no desarrollar su cuerpo no le impide que, con el paso de los años, se produzca su maduración comprensiva e intelectual, desde la cual interpreta tanto su entorno familiar como el social, en el que descubre comportamientos censurables y aberrantes, condicionados por la intolerancia que se afianza en el país y en parte de las personas que lo componen. Para este niño-adulto nada de lo que sucede a su alrededor tiene razón de ser, de modo que por voluntad propia se convierte en un individuo aislado del medio donde inicialmente vive en compañía de su madre (Angela Winkler) y de sus dos posibles padres: Alfred (Mario Adorf) y Jan (Daniel Olbrychski), pero también rodeado de la sin razón que destruye inocencias, armonías y seres queridos. Este personaje emplea su tambor y sus gritos como medios exclusivos para expresar emociones y sentimientos, pero también como símbolos de su presencia entre los vivos y de su desacuerdo con los hechos que observa en varios momentos del largometraje, el cual siempre fluye desde su perspectiva, incluso antes de que se produzca su nacimiento, pues él es testigo de excepción de un periodo que ni quiere ni puede aceptar porque su aguda comprensión le distancia del destructivo mundo creado por los adultos.

lunes, 5 de enero de 2015

Plan 9 del espacio exterior (1958)



¿De qué va Plan 9 del espacio exterior (Plan 9 from Outer Space, 1958)? ¿De zombies? ¿De extraterrestres? ¿De profanadores de tumbas? ¿De nada? A riesgo de equivocarme elijo esta última opción y me decanto por pensar que ni el propio Edward D. Wood, Jr. estaba seguro de qué iba a filmar cuando se dispuso a llevarla a cabo, así que profundizar en las imágenes de su obra más conocida (honor compartido con Glen or Glenda) tampoco tendría más sentido que aquel que se descubre al visionar el film. Con un presupuesto irrisorio, de unos cincuenta mil dólares, sin talento, pero con descaro y empleando imágenes de archivo, entre ellas las de Bela Lugosi (fallecido antes del rodaje), la de un avión que sirve para introducir la minimalista cabina desde donde pilota Jeff Trent (Gregory Walcott) o la de un cañón del ejército lanzando obuses (que Wood empleó en el montaje como arma defensiva contra las tres naves de fabricación casera que atacan el planeta), se descubre una película de ¿ciencia-ficción? en la que un grupo de extraterrestres llega a la Tierra con la intención de advertir a los humanos del peligro que conlleva el empleo de las armas atómicas (emulando de manera simplona a lo expuesto por Robert Wise en Ultimátum a la Tierra) y de la bomba solar que los científicos humanos están a punto de desarrollar. Pero, ante la falta de colaboración de los terrícolas, los invasores del espacio no encuentran más alternativa que poner en marcha el Plan 9, que consiste en resucitar cuerpos humanos para quién sabe qué, o puede que simplemente para que deambulen por los tres o cuatro decorados cutres que no desentonan con el plantel artístico, que a lo largo del metraje evidencia su nula capacidad dramática.
 Entre los incontables defectos de Plan 9 del espacio exterior no sería justo incluir el lícito empeño de Wood por filmar una película, aunque en realidad se trate de un despropósito, carente de calidad, orden y sentido, en el que los diálogos, las situaciones y las imágenes parecen extraídas de una mente infantil que mezcla cuanto ha visto para crear un divertimento propio que le permita fantasear; pero si Plan 9 del espacio exterior posee o no encanto, es una cuestión que cada quien ha de juzgar en el momento de su visionado. Hubo quien la menospreció y también hubo quien la consideró una película de culto, no obstante, cualquier postura que se tome con respecto al film no puede negar las excesivas limitaciones cinematográficas y narrativas de un realizador que desde el primer minuto de proyección dio muestras de su falta de talento como cineasta. Sin embargo, y a pesar de la baja calidad de sus producciones, resulta curioso como un mal director, condenado a caer en el olvido, alcanzó cierta notoriedad años después de su fallecimiento, cuando su nombre encabezó una lista que le concedió el dudoso honor de ser el peor director de cine de todos los tiempos. A partir de ese momento el nombre de Edward D. Wood, hijo, empezó a ser conocido, aunque fue en la década de 1990, con Ed Wood (Tim Burton, 1994), cuando se inmortalizó la figura imaginaria (aquella interpretada por Johnny Depp) de este cineasta que, visto lo visto en sus películas, nunca llegó a serlo.