jueves, 29 de septiembre de 2016

Botón de ancla (1947)



<<Por primera vez, en 1948, desde que en 1938, diez años antes, me dediqué a este oficio, había logrado un éxito popular. Cuando hacíamos presentaciones en los cines de reestreno, las ovaciones eran estruendosas, los saludos, los abrazos, rebosaban admiración, simpatía, cariño. La gente me reconocía por la calle. No se habían aprendido todavía mi nombre, pero me señalaban y decían: ¡Mira, mira: el que se muere en Botón de ancla!>>. Fernando Fernán Gómez recordaba en sus memorias que a raíz de su participación en Botón de ancla (1947) el público lo reconocía por las calles. Esa popularidad repentina le sorprendía, ya que, a pesar de su juventud, llevaba una década dedicada a la interpretación, había participado en títulos tan populares como El destino se disculpa (José Luis Sáenz de Heredia, 1944), pero su buen hacer había pasado desapercibido. Más allá de su mediocridad, la película de Ramón Torrado fue un éxito monumental, sin exagerar, uno de los más sonados de la década de 1940. Dio visibilidad a 
Fernán Gómez, por entonces el menos popular de los tres protagonistas masculinos, llenó las necesitadas arcas de la Suevia Films del vigués Cesáreo González, para la cual conseguía, además de los beneficios directos en taquilla, cinco licencias de doblaje y lo que esto suponía, y puso de moda la comedia rosa ambientada en entornos castrenses, ya fuese la Marina o el Ejército del Aire: Alas de juventud (Antonio del Amo, 1948), La trinca del aire (Ramón Torrado, 1951), Recluta con niño (Pedro Luis Ramírez, 1955), Ahí va otro recluta (Ramón Fernández, 1960), Los guardiamarinas (Pedro Lazaga, 1967) o Cateto a babor (Ramón Fernández, 1970), versión de la película de Ramírez con Alfredo Landa de protagonista, lo confirman. Ahí es nada, para que luego se acuse al Hollywood actual de falta de ideas y de creatividad. Estas carencias no son exclusividad hollywoodiense y, en mayor o menor medida, se repiten a lo largo de los años en todas las cinematografías mundiales, que siguen la estela de alguna película taquillera y exprimen al máximo lo expuesto en aquella. Si por su popularidad dentro del cine español hay que recordar a la original, con sus versiones posteriores es mejor nombrarlas y poco más: Botón de ancla (Miguel LLuch, 1960), en color y en clave de comedia musical, protagonizada por el humorista Miguel Gila y por el Dúo Dinámico, y Los caballeros del botón de ancla (Ramón Torrado, 1974). Pero volviendo al éxito de Botón de ancla, la original, este se gestó en las facilidades de preproducción, producción y distribución. La Armada cedió asesores y permitió rodar los exteriores en las instalaciones de la escuela naval de la localidad pontevedresa de Marín, donde el mal tiempo alargó su rodaje durante meses, aún así el film se concluyó y obtuvo la calificación de Interés Nacional. La buena disposición de las autoridades, que veían en ella una película a su servicio, le abrían las puertas a una distribución a gran escala, no como sucedía con producciones de mayor calidad, relegadas a clasificaciones menores y, como consecuencia, condenadas a una distribución tan penosa que a menudo no encontraba acceso al público, como fue el caso de la muy superior Vida en sombras (Llobet-Gràcia, 1948), también protagonizada por Fernán Gómez, una película atípica y valiente que sufrió el ostracismo desde el mismo momento que su creador la ideó. Otros de los aspectos a tener en cuenta a la hora de hablar de la gran aceptación popular de Botón de ancla se encuentra en su historia, simple y efectiva, en su mezcla de amistad, romance y comicidad, siempre desde una perspectiva sensiblera que ni se complica ni se aparta del tono amable y rosa que domina las correrías del trío de guardiamarinas protagonistas, en quienes se representa los valores de lealtad, camaradería y entrega.


En su último año en la escuela naval, Carlos (
Jorge Mistral), José Luis (Antonio Casal) y Enrique (Fernando Fernán Gómez) reafirman su trinca del botón de ancla, una amistad que emula a la de los tres mosqueteros y que les parece indestructible a pesar de sus constantes burlas y trampas. Pero ellos son así, son jóvenes y con enormes deseos de vivir y de gozar su juventud. Dicho deseo los conduce a buscar chicas a quienes conquistar durante sus ratos libres, aunque con suerte dispar, ya que si Carlos, el galán del trío y el primero de su promoción, encuentra en María Rosa (Isabel de Pomés) a alguien que le atrae hasta cambiar sus hábitos de mujeriego por los de un hombre enamorado, sus dos amigos no pueden más que huir de las dos hermanas (Mary Santpere y María Isbert) con quienes, muy a su pesar, se topan una y otra vez. En la historia de amor entre Carlos y María Rosa se encuentra otra de las bazas para lograr que el film atrajese la atención del público, como también resultó esencial en la comunión con el espectador el dotar de comicidad a los personajes, sobre todo a Enrique y al subalterno de la escuela naval interpretado por Xan das Bolas, que en su eterna "facilidad" de palabra podría verse como un antepasado del personaje Pazos de Airbag (Juanma Bajo Ulloa, 1997), otro éxito de público en su momento. Sin embargo, Botón de ancla no deja de ser una sucesión de imágenes que, entre momentos cómicos y otros dramáticos, ensalzan el ámbito militar hasta rozar lo ridículo, como se comprueba cuando el comandante Manzano se dirige a Carlos, en sus horas más bajas, y le suelta un discurso muy del gusto de régimen, en el que le viene a decir que su deber es para con España y que su fracaso amoroso (su vida privada y María Rosa) no tiene importancia para un guardiamarina, así que se olvide de la chica y acepte como único amor la bandera que cierra el film.

domingo, 25 de septiembre de 2016

A hierro muere (1961)

Aunque las mejores películas de Manuel Mur Oti se decantan por el melodrama, la mixtura genérica es constante, de ahí que asuman características de westerns (Orgullo o Duelo en la cañada), de tragedia clásica (Fedra) o de cine negro (A hierro muere), pero todas tienen en común el protagonismo de una mujer o, en el caso de El batallón de las sombras (1956), de varias. A todas ellas se las descubre atrapadas en su presente, ya sea debido a la tradición heredada, como sucede con la protagonista de Orgullo (1955), a su supeditación a la sociedad patriarcal, Aurelia en Condenados (1953), o a la necesidad de crear y de creer en la mentira que posibilita la ilusión a la que se aferran Emilia en Cielo negro (1951) o la ex-convicta de A hierro muere (1961). La mayoría están condenadas a no ver cumplidos sus deseos, pero no por ello se rinden, al contrario, asumen su situación y, salvo la cantante de Duelo en la cañada (1959), pasan de ser víctimas pasivas a agentes activos en constante lucha. En este sentido, Elisa (Olga Zubarry), la protagonista de este oscuro drama criminal hispano-argentino, que adapta la novela del cineasta y guionista Luis Saslavsky A sangre fría (de su argumento para la película homónima dirigida por Daniel Tinayre en 1947), es uno de los ejemplos más claros. Su pasado, no visto en la pantalla, anuncia la fatalidad que rige su destino, una fatalidad que se instala definitivamente en su presente tras dejarse embaucar por la promesa matrimonial de Fernando (Alberto de Mendoza), quien la convence para que le ayude a asesinar a su tía millonaria. Desde el instante en el que Elisa se deja engañar, primero sin ser consciente y posteriormente porque desea hacer reales las palabras del vividor, A hierro muere se oscurece para que sean las ambiciones y la traición las que conduzcan a la pareja protagonista hacia el crimen y hacia su destrucción mutua. La secuencia de apertura se desarrolla en el presidio donde Elisa ha estado encerrada durante cinco años, cumpliendo condena por ser cómplice del delito perpetrado por su antiguo amante. Este hecho pone de manifiesto su ingenuidad respecto al sexo masculino, la cual se hará visible poco después de que abandone el correccional e inicie su labor de enfermera, cuidando a una acaudalada cantante de ópera retirada que padece del corazón. En la casa de doña Sabina (Eugenia Zúffoli) descubre al sobrino de la anciana, el futuro responsable de que se adentre en la criminalidad nacida de las ambiciones de ambos, pero también de la idea obsesiva que la empuja a hacer cuanto hace, pues las palabras de Fernando se afianzan en su pensamiento hasta nublar cualquier otra posibilidad. Primero la adula, después la conquista y, consciente del éxito de su estrategia, le promete que se casará con ella en cuanto le ayude a matar a su tía, porque solo así podría ofrecerle una vida de lujo y de comodidades que a ella poco le interesa. Sin embargo el vividor tiene otros planes y otra amante, así se descubre en su apartamento, cuando, ante la visita de la enfermera, esconde los retratos de Luisa (Katia Loritz), la cantante con quien mantiene una relación que no piensa dejar. Elisa ignora la existencia de la otra mujer, tampoco le importaría ya que solo contempla su futuro, sin pensar en el delito ni en ser la marioneta de alguien que únicamente la necesita para enriquecerse. Desde esta perspectiva, A hierro muere presenta una situación similar a la expuesta por Billy Wilder en Perdición (1944), aunque, donde allí la mujer era la manipuladora, en la película de Mur Oti se invierten los roles, de modo que la figura femenina pasa a ser la víctima de la seducción de un hombre sin escrúpulos que la emplea para obtener aquello que necesita para continuar su vida de crápula. Ella conoce el precio de su objetivo, por ello no es inocente y siempre es consciente del alcance de sus actos. Ambos actúan cegados por ambición, la de ella sentimental, no busca dinero sino la confirmación de la promesa matrimonial, y la de él no contempla más que la existencia acomodada que le proporcionaría la herencia de su tía, a quien planean asesinar con una medicina que la enfermera debe suministrarle en la leche. Sin embargo todo se tuerce cuando el doctor Alonso (Manuel Dicenta) se presenta sin previo aviso y descubre que el vaso de leche, menos luminoso y más real que el empleado por Alfred Hitchcock en Sospecha (194), contiene una sustancia que no reconoce, lo cual le lleva a compartir sus sospechas con Fernando, sin ser consciente de que está firmando su sentencia. La muerte del médico entorpece los planes de la pareja, aún así continúan en libertad pero sin ver cumplidos sus sueños. A partir de la intervención policial, el film se centra en el enfrentamiento entre los dos miembros de la pareja, que empiezan a distanciarse y a desconfiar el uno del otro como consecuencia de las informaciones que van obteniendo a través del inspector Muñoz (Luis Prendes). El juego del policía está claro, quiere enfrentarlos para que cometan el error que pruebe su culpabilidad, pero lo único que logra con ello es que Elisa, desesperada ante la comprensión de haber sido utilizada por alguien que no la ama, asesine a la anciana para atrapar a Fernando, quien, a su vez, intenta engañar a la policía para que sospeche de ella y del antiguo chófer (Luis Peña) del doctor asesinado, lo cual pasa por la delación de su pasado a la anciana, el despido de la enfermera y el viaje en tren que cierra con brillantez esta excelente incursión de Mur Oti en el cine negro.

jueves, 22 de septiembre de 2016

El expreso de Andalucía (1956)


Sin la omnipresente censura, o con una más permisiva y menos partidista, y con empresarios comprometidos a la hora de crear una industria cinematográfica propia, como sí ocurrió en otros puntos del globo, la historia del cine español habría sido distinta. Obvio. Cineastas no faltaban para ello, sin contar con quienes realizaban sus carreras en el exilio (Carlos Velo, Luis Buñuel o Luis Alcoriza). Tampoco se carecía de buenos operadores, actores, actrices o guionistas, pero la realidad deparó la falta de apoyo financiero, las precarias distribuciones del producto autóctono y el control por parte de las autoridades de la libertad creativa de directores y guionistas. Aún así, durante el periodo franquista se realizaron producciones más interesantes que las exitosas Locura de amor, (Juan de Orduña, 1948), Botón de ancla (Ramón Torrado, 1947) o Balarrasa, (José Antonio Nieves Conde, 1950), producciones que contaron con pocos medios y sin apenas ayuda oficial, pero con el talento de realizadores capaces de aventurarse en géneros típicos en España desde una perspectiva novedosa (y por ello arriesgada) y en otros a priori atípicos a la literatura y a la cinematografía española, como la novela negra o el cine policíaco, que permitían dentro de lo posible mostrar la cotidianidad urbana y, en ocasiones, también la rural. Pero el desconocimiento generalizado de gran parte de la producción realizada durante la época, provoca una valoración inexacta que a menudo conlleva una idea peyorativa, más aún si esta se basa en las emisiones del programa televisivo Cine de Barrio o en comentarios despectivos que delatan ignorancia sobre el tema. Si bien es cierto que el cine hispano sufrió (y mucho) las circunstancias de su momento, sí existieron producciones de calidad más allá de los grandes títulos de realizadores como Edgar Neville, Fernando Fernán Gómez, Juan Antonio BardemLuis García Berlanga, de otros menos conocidos en la actualidad como Ladislao Vajda, José Antonio Nieves CondeManuel Mur Oti o de aquellos dirigidos por los miembros del llamado Nuevo Cine Español durante los años sesenta (Vicente Aranda, Basilio Martín Patino, Miguel Picazo, Francisco Regueiro o Carlos Saura).


Directores como Antonio SantillánJosé María FornJuan Bosch, Julio CollMiguel Iglesias o Francisco Rovira-Beleta, entre otros, realizaron mejores y peores películas, pero, en ocasiones, sus producciones de cine negro poco tenían que envidiar a los noir hollywoodienses o franceses. Aunque a día de hoy todavía resulta desconocido para buena parte del público, el policíaco español de la década de 1950 y primeros años de la siguiente se encuentra plagado de buenas intenciones, de características autóctonas y de narrativas precisas y contundentes que abordan historias criminales que permiten el acceso a la cotidianidad de las calles y de las personas que las transitan. Los espacios urbanos resultan fundamentales en muchos de sus títulos. Esta cuestión se pone de manifiesto en El expreso de Andalucía, un thriller urbano que Rovira-Beleta realizó después de la inferior y más conocida Once pares de botas (1954). A lo largo de sus imágenes se contraponen diferentes escenarios: el barrio y hogares donde viven tres de sus protagonistas, Andrade (Jorge Mistral), Rubio (Ignazio Balsamo) y Lola (Marisa de Leza), y el mercado donde aquella vende gafas chocan con la opulencia que se descubre en el interior de la casa del anticuario Salinas (Carlos Casaravilla) y con las comodidades del piso habitado por Miguel (Vicente Parra), su hermana y sus padres. La intriga que da forma a El expreso de Andalucía se inspira en el famoso asalto al tren homónimo acontecido a la altura de Aranjuez el 11 de abril de 1924. Durante el mismo se produjeron las muertes de los empleados del vagón asaltado, un crimen que conmocionó a la opinión pública de la España de la dictadura de Primo de Rivera y que Rovira-Beleta trasladó a su presente para convertirlo en un más que interesante ejercicio de cine negro.


Ambientada en su práctica totalidad en un Madrid que asfixia a Andrade, se descubre la mísera cotidianidad de la que este pretende escapar a toda costa y a cualquier precio. Este hombre es incapaz de olvidar su pasado de pelotari admirado y de comodidades que le niega su estado actual, solo espera su momento para recuperar aquella vida a la que estaba acostumbrado, por ello rechaza su presente y se aferra a la primera oportunidad que le permite abandonar la miseria que descubre a su alrededor y en su propia existencia. Su deseo cobra apariencia real en su mente cuando escucha a Miguel y al Rubio hablando de lo sencillo que sería apoderarse de los tres paquetes que el segundo facturó en la estafeta de correos horas antes y que, en su ignorancia, contienen cinco millones en joyas. Los paquetes son la excusa para poner en marcha la intriga y la fatalidad de El expreso de Andalucía, en la que ya aparecen cuestiones que años después reaparecerían en Los atracadores (Rovira Beleta, 1961). Espacios enfrentados social y económicamente —la casa del joven estudiante, la del corrupto anticuario o la universidad se oponen a la zona habitada por Rubio, Andrade y Lola—, una narrativa contundente que ha sobrevivido el paso del tiempo, la presencia de Lola y Silvia, dos mujeres antagónicas con un sentimiento común, o seres perdidos en un presente que los condiciona hasta el extremo de precipitarlos hacia el abismo de criminalidad que los engulle sin remedio.


Las primeras imágenes del film muestran un tren, una estación y un empleado de correos que recibe la correspondencia que no tarda en trasladar al interior de la oficina. Allí descubre que la saca está cubierta de sangre, algo ha sucedido, y la película retrocede en el tiempo para centrarse en un hombre que, nervioso, factura tres paquetes con destino a Sevilla. Dicho nerviosismo es uno de los rasgos que definen a Rubio, quien, en ese momento, desconoce el contenido del envío. Lo que sí sabe es que le darán trescientas pesetas por el trabajo. Sin embargo, cuando se presenta a cobrar, la policía ahuyenta a sus pagadores. La situación lo alarma más si cabe, y por ello acude a Miguel, a quien se descubre incapaz de centrarse en sus estudios de derecho, como si estos fueran una imposición social y paterna que no contempla como suya. Sus palabras tranquilizan a su amigo, aunque, después de leer en el periódico la noticia del robo de joyas valoradas en cinco millones de pesetas, acude al empobrecido habitáculo de Rubio para informarlo y decirle que no sería complicado hacerse con ellos, ya que, ser hijo de un supervisor de correos, le posibilitaría subir al tren sin levantar sospechas y, una vez dentro, hacerse con el botín. 
Miguel, al igual que Vidal en Los atracadores, es un joven estudiante de derecho que pertenece a una clase social ajena al mundo de quienes serán sus compañeros de delito, pero, al contrario que Vidal, el adolescente no es consciente del alcance de su idea de delinquir. Sin embargo, la idea ya está en el aire, aunque todavía no están convencidos de llevarla a cabo, tampoco sabrían, pero Andrade escucha la conversación y aprovecha para erigirse en el líder del asalto. A primera vista, parece sencillo, solo falta que alguien financie el proyecto, y ahí entra Salinas, cuya aparente respetabilidad no deja de ser la máscara tras la que esconde la corrupción de su negocio. Sin embargo, durante el robo, las cosas se tuercen y los dos empleados que viajan en el vagón son asesinados. En ese instante las imágenes iniciales ya tienen su explicación y el interés de Rovira-Beleta se divide entre los tres delincuentes, aunque prevalece la presencia de Andrade, incapaz de detenerse ante los sucesos que escapan a su control, porque la idea del dinero y de una vida repleta de lujos lo conducen hacia la espiral de muertes de la que es responsable. Aparte de la influencia del cine negro estadounidense, El expreso de Andalucía concede el protagonismo a hombres y mujeres corrientes de la España de su época, dominados por sus situaciones personales, por sus frustraciones y por sus ambiciones, las cuales les deparan transitar por la criminalidad que Miguel no puede soportar, la misma que le lleva a dar por concluida su existencia en la escena en la que acepta su muerte como única vía de expiación, después de observar su habitación (símbolo de su pasado reciente y de su inocencia perdida) y comprender la imposibilidad de su presente y de su futuro. Esa criminalidad que vence al adolescente, también vence a Rubio y a Andrade, aunque a este último de una manera opuesta, ya que lo transforma en un animal acorralado con un único objetivo: su parte del botín, aunque su destino (y el guión) provoca que caiga abatido en ese mismo espacio de donde ha intentado huir.

martes, 20 de septiembre de 2016

Los amantes crucificados (1954)


La pérdida de más de la mitad de las películas realizadas por Kenji Mizoguchi, desde su debut en 1923 hasta poco antes de su fallecimiento en 1956, impide un mayor conocimiento de su evolución como cineasta; aunque los títulos que sí han llegado hasta nuestros días, ofrecen una idea aproximada de su estilo poético, pausado y refinado, así como de las temáticas que se repiten a lo largo de su obra cinematográfica. Una de las constantes que aparece con mayor frecuencia en sus largometrajes, la mujer en el Japón tradicional, encuentra parte de su explicación en un momento puntual de su infancia, cuando, ante una situación económica precaria, su padre vendió a su hermana Suzu a una casa de geishas. Este hecho, que Mizoguchi jamás olvidó ni perdonó, inspiraría su defensa de la mujer en la pantalla, aunque, en su cotidianidad, mostrase un carácter despótico, quizá más acorde con la sociedad tradicional que retrató en muchas de sus películas que con el discurso humanista y progresista que habita en ellas.


Escrita por Yoshikata Yoda, su guionista habitual desde Elegía de Naniwa (Naniwa ereji, 1936), en Los amantes crucificados (Chikamatsu monogatari, 1954) el maestro japonés adaptó una pieza teatral de Monzaemon Chikamatsu —prestigioso dramaturgo de la era Genroku, finales del siglo XVII inicios del XVIII—, que le permitió enfrentar a sus protagonistas a la hipocresía, al egoísmo y a los estamentos que relegan a la mujer y a la clase trabajadora a un papel sumiso, sometidos a normas que impiden su liberación y, por ende, niegan su realización personal. La situación femenina en el periodo Edo en el que se ambienta el film se hace patente en una de las primeras escenas, cuando varios personajes observan a una pareja de adúlteros a quienes conducen a cumplir sentencia. En ese instante las mujeres muestran su desacuerdo con el castigo a la infidelidad femenina, ya que, al contrario que la masculina, aquella conlleva la crucifixión de los amantes. El cumplimiento del castigo, impuesto durante el shogunato Tokugawa, presagia otro adulterio, no consumado en un principio, que se gesta a partir de las confusiones y la mezquindad reinante en la casa de Ishun (Eitarô Shindô), donde la pareja protagonista es descubierta en la misma alcoba, hecho que se interpreta como la infidelidad que marca su fatalidad, pero también su posterior liberación existencial.


La poética de Mizoguchi domina a lo largo de su cruda exposición del devenir de Mohei (Kazuo Hasegawa), también sometido por su condición de empleado, y Osan (Kyôko Kagawa), a quien se conoce ya convertida en la esposa de Ishun. Poco después, en una escena entre su madre y su hermano, se sabe que la joven fue entregada por su familia al avaro y grotesco comerciante por cuestiones económicas. De tal manera se confirma que se trata de una relación marital sin amor, sin igualdad y sin deseo, ya que el marido asume un rol de superioridad que, en su aceptación social, legitima su acoso a Otama (Yôko Minamida), una de sus sirvientas, a quien promete todas las comodidades a cambio de sus favores. Sin embargo, ese mismo hombre, que presume de generosidad con aquella a quien pretende convertir en amante, rechaza prestar cualquier tipo de ayuda económica a sus familiares, el dinero es su único amor, u obliga a Mohei a trabajar a pesar de su convalecencia. Temerosa de la reacción de aquel a quien se debe por tradición, Osan acude al empleado para obtener las cinco monedas de plata que su hermano necesita para saldar una deuda. Ante la petición de su señora, de quien está enamorado en secreto, el siervo intenta sustraer de la imprenta la cantidad que piensa devolver lo antes posible, pero con la mala fortuna de que su compañero Sukeemon (Eitarô Ozawa) lo descubre y, a cambio de su silencio, le exige dos monedas, algo a lo que el fiel trabajador se niega. Durante los primeros minutos de Los amantes crucificados se expone la falsedad y el egoísmo de un entorno donde Ishun, amo y señor, asume su condición y no duda en hablar de su honor mancillado cuando cree que su mujer lo engaña con aquel a quien castiga por haber intentado robarle. Pero el ayudante logra escapar con la intención de regresar con el dinero, aunque esto cambia cuando Osan, ante la hipocresía de su marido, decide compartir su viaje y también el destino que les proporciona la liberación que nunca habían conocido. Sin embargo los hechos que se suceden a lo largo de la película confirman la imposibilidad terrenal de un amor que se hace real a las puertas del suicidio, mientras los todavía no amantes se preparan para arrojarse al lago, intención que no llega a materializarse porque en ese instante Mohei desvela sus sentimientos, y su confesión los convence para transitar unidos por los caminos donde el rechazo de la sociedad se visible. A este respecto queda claro el rechazo social en la escena en la que ambos deciden ocultarse en la casa del padre de Mohei, y aquel dice <<no te conozco. Mi hijo era un empleado fiel y obediente>>. La negación, que implica un orden inalterable (amo-siervo, padre-hijo, marido-esposa), se produce antes de que el anciano lo denuncie a la justicia que los persigue por el hurto denunciado por Ishun. Temeroso de su futuro, el comerciante solo ha informado del robo, ya que, como se observa en las escenas que se alejan de la pareja, intenta ocultar la infidelidad marital no por la suerte que pueda correr su esposa, sino porque puede provocar su caída en desgracia en la corte, el cierre de su floreciente imprenta y el fin de las posibilidades de recibir el título de samurái que lo aleje de su condición plebeya.

jueves, 15 de septiembre de 2016

Ava Gardner. Magnetismo innato



Lejos del supuesto glamour que muestran a su paso por los distintos festivales, durante las promociones o en los estrenos de las películas que protagonizan, los actores y las actrices viven una realidad distinta a la que se vende de puertas afuera, realidad que se confunde con la brillante imagen que empezó a ser potenciada en el Hollywood del sistema de estudios. Este brillo ficticio, evidenciado en films como Espejismos (Show People, King Vidor 1928) o Ha nacido una estrella (A Star is Born; George Cukor, 1954), surgió de la estrategia comercial de los responsables de las grandes compañías, que, en su afán de generar un reclamo que llenase las salas y que asegurase mayores beneficios económicos a sus producciones, crearon el conocido Star-system. Dicho sistema, el de estudios, en vigencia hasta bien entrada la década de 1950, estaba compuesto de hombres y mujeres de carne y hueso que alcanzaron en el imaginario popular un esplendor pocas veces igualado en su vida cotidiana. Ni eran perfectos ni aspiraban a serlo, más allá de los papeles que interpretaron, y su imagen pública (nombre, gustos, aficiones o apariencia física), preparada de ante mano por los agentes de prensa o por los publicistas contratados por las empresas, en ocasiones resultaba una interpretación más dura que la asumida durante los rodajes. Pero en el caso de Ava Lavinia Gardner, uno de sus personajes, María, aunque inspirada en la también actriz Rita Hayworth, sí guardaba paralelismos con su yo real. Su papel en La condesa descalza es el de una mujer de estrato social humilde que alcanza el estrellato en un Hollywood donde reina la hipocresía y, al igual que María, Ava Gardner se convirtió en estrella cinematográfica gracias a su belleza y a las campañas publicitarias, una de las cuales llegó a definirla como "el animal más bello del mundo". La famosa frase, al parecer ideada por alguien que dedicó sus esfuerzos al estudio comparativo de todos los especímenes del reino animal, aparte de lo obvio, poco dice de esta mujer nacida en un pueblo de Carolina del Norte y, de nuevo coincidiendo con su personaje en el film de Joseph L.Mankiewicz, en el seno de una familia de escasos recursos económicos. Como la de cualquier otro individuo, su naturaleza no estaría definida por su aspecto, sino por sus actos, anhelos, necesidades, temores o, en su caso, también por la búsqueda de independencia y privacidad, dos imposibles dentro de un entorno donde las apariencias son principio y fin. En este aspecto sí se podría decir que la fama tuvo un coste elevado, que empezó a pagar cuando se trasladó a Los Ángeles para realizar las pruebas cinematográficas que le brindaron su contrato con la MGM. Sin embargo, los siete años que estuvo en la plantilla de la major se desaprovecharon en pequeños papeles, la mayoría sin acreditar, y solo su cesión a Universal Pictures permitió que deslumbrase con su interpretación de Kitty Collins en Forajidos, la primera de las tres películas en las que recreó un personaje salido de la pluma de su amigo Ernest Hemigway —los otros dos fueron en Fiesta y Las nieves del Kilimanjaro—, y la primera que supo aprovechar su magnetismo natural. Con Hemingway coincidió durante su periodo en España, país adonde la actriz se trasladó para conseguir esa libertad que no alcanzaba en la meca del cine, paraíso imaginario donde la vida privada se había convertido en un lucrativo negocio para diferentes medios de comunicación. El caso de Ava no fue distinto al de otros compañeros y compañeras de profesión. Ella también fue portada en numerosas ocasiones, pero más que por su faceta artística, lo fue por su vida privada y por sus relaciones sentimentales, entre ellas sus matrimonios con el actor Mickey Rooney, con el músico Artie Shaw y con Frank Sinatra, historias que solo pertenecían a los implicados, aunque muchos nunca llegaron a comprender esto, como tampoco los límites entre intimidad y vida laboral. La actriz, que nunca se consideró talentosa, y que quizá no poseyera las capacidades interpretativas de otras grandes, desbordaba magnetismo innato ante las cámaras. Convertida en mito, cansada y deseosa de independencia, cambió Hollywood por Madrid y, posteriormente, en 1968 abandonó España para asentarse en Londres, donde se apartó de la escena pública. Su debut en la pantalla se produjo en 1941, aunque, como se ha escrito arriba, no fue hasta su papel en el film de Robert Siodmak, con más de una veintena de películas en su haber, y en las que aparecía sin acreditar, cuando alcanzó el reconocimiento que la encumbró. Pero, a menudo, lo obvio o lo simple vence a lo complejo, de modo que fue etiquetada y valorada por su belleza. Sin embargo continuó a lo suyo, interpretando papeles tan destacados como el de Pandora y el holandés errante, su Eloise Kelly en Mogambo, en la que se merendaba a Clark Gable y a Grace Kelly, María en la citada La condesa descalza, acertada y pesimista reflexión sobre Hollywood, o el de Maxine Faulk en La noche de la iguana, en la que John Huston insistió en contar con ella para dar réplica a Deborah KerrRichard Burton, gran actor y otro acaparador de portadas de la prensa rosa, sobre todo, en su relación con Elizabeth Taylor. Ava Gardner también brilló en Cruce de destinos, Fiesta, Las nieves del Kilimanjaro, En ángel vestía de rojo o La hora final, pero, ya apartada de la escena pública, sus últimos años artísticos se vieron reducidos a apariciones secundarias en películas como El puente de Casandra o Emergencia, en series y en telefilms.



Filmografía

Fancy Answers (Basil Wrangell, 1941) (cortometraje)

Strange Testament (Sammy Lee, 1941) (cortometraje)

La sombra del hombre delgado (Shadows of the Thin Man; W. S. van Dyke, 1941)

Cenizas de amor (H.M. Pulham, Esq.; King Vidor, 1941)

Chicos de Broadway (Babes on Broadway; Busby Berkely, 1941)

We Do It Because (Basil Wrangell, 1942) (cortometraje)

Joe Smith, American (Richard Thorpe, 1942)

This Time for Keeps (Charles F. Reisner, 1942)

Kid Glove Killer (Fred Zinnemann, 1942)

Sunday Punch (David Miller, 1942)

Calling Dr. Gillespie (Harold S. Bucquet, 1942)

Mighty Lak a Goat (Herbert Glazer, 1942) (cortometraje)

Reunión en Francia (Reunion in France; Jules Dassin, 1942)

Hitler's Madman (Douglas Sirk, 1943)

La casa encantada (Ghost on the Loose; William Beaudine, 1943)

Young Ideas (Jules Dassin, 1943)

Dubarry era una dama (DuBarry Was a Lady; Roy del Ruth, 1943)

Swing Fever (Tim Whelan, 1943)

Lost Angel (Roy Rowland, 1943)

Dos chicas y un marinero (Two Girls and a Sailor; Richard Thorpe, 1944)

Three Men in White (Willis Goldbeck, 1944)

Maisie Goes to Reno (Harry Beaumont, 1944)

Blonde Fever (Richard Whorf, 1944)

Al compás del corazón (Music for Millions; Henry Kostner, 1944)

I'm a Civilian Here Myself (Harry Joe Brown, 1945) (cortometraje)

She Went to the Races (Willis Goldbeck, 1945)

Señal de parada (Whistle Stop; Léonide Moguy, 1946)

Forajidos (The Killers; Robert Siodmak, 1946)

Una vida y un amor (Singapore; John Brahm, 1947)

Mercaderes de ilusiones (The Husksters; Jack Conway, 1947)

Venus era mujer (One Touch of Venus; William A. Seiter, 1948)

Soborno (The Bribe; Robert Z. Leonard, 1949)

El gran pecador (The Great Sinner; Robert Siodmak, 1949)

Mundos opuestos (East Side, West Side; Mervyn LeRoy, 1949)

Pandora y el holandés errante (Pandora and the Flying Dutchman; Albert Lewin, 1951)

Odio y Orgullo (My Forbidden Past; Robert Stevenson, 1951)

Magnolia (Show Boat; George Sidney, 1951)

Estrella del destino (Lone Star; Vincent Sherman, 1952)

Las nieves del Kilimanjaro (The Snows of Kilimanjaro; Henry King, 1952)

Los caballeros de la tabla redonda (Knights of the Round Table; Richard Thorpe, 1953)

Una vida por otra (Ride, Vaquero; John Farrow, 1953)

Melodías de Broadway 1955 (The Band Wagon; Vincente Minnelli, 1953)

La condesa descalza (The Barefoot Comtessa; Joseph L. Mankiewicz, 1954)

Cruce de destinos (Bhowani Junction; George Cukor, 1956)

La cabaña (The Little Hut; Mark Robson, 1957)

Fiesta (The Sun Also Rise; Henry King, 1957)

La maja desnuda (The Naked Maja; Henry Koster, 1958)

La hora final (On the Beach; Stanley Kramer, 1959)

El ángel vestía de rojo (The Angel Wore Red; Nunnally Johnson, 1960)

55 días en Pekín (55 Days at Pekin; Nicholas Ray, 1963)

Siete días de mayo (Seven Days in May; John Frankenheimer, 1964)

La noche de la iguana (Night of the Iguana; John Huston, 1964)

La biblia (The Bible; John Huston, 1966)

Mayerling (Terence Young, 1968)

La viuda del diablo (The Devil's Widow; Roddy McDowall, 1970)

El juez de la horca (The Life and Times of Judge Roy Bean; John Huston, 1972)

Terremoto (Earthquake; Mark Robson, 1974)

El hombre que decidía la muerte (Permission to Kill; Cyril Frankel, 1975)

El pájaro azul (The Blue Bird; George Cukor, 1976)

El puente de Casandra (The Cassandra Crossing; George Pan Cosmatos, 1976)

La centinela (The Sentinel; Michael Winner, 1977)

Emergencia (City on Fire; Alvin Rakoff, 1979)

El secuestro del presidente (The Kidnapping of the President; George Mendeluk, 1980)

Sacerdote del amor (Priest of Love; Christopher Milies, 1981)

Regina Roma (Jean-Yves Prat, 1982)


miércoles, 14 de septiembre de 2016

George Cukor. Destellos de un cineasta elegante



El asentamiento definitivo del sonido en la industria hollywoodiense trajo consigo un retroceso respecto a la movilidad de la cámara y a la calidad alcanzadas en las producciones silentes. Dicha circunstancia vendría provocada por la incorporación de los efectos sonoros, del fondo musical y de los diálogos, los cuales exigían una reinvención del lenguaje cinematográfico, que pasaba de ser visual a contar con el audio como nuevo elemento narrativo. En un primer momento algunos cineastas se mostraron escépticos con las posibilidades que ofrecía el sonido, mientras, los responsables de las productoras no tenían demasiado claro cómo enfocar el avance técnico. Algunas estrellas y algunos realizadores del mudo no supieron, no pudieron o no les dejaron adaptarse, lo que supuso el final de sus carreras y un cambio radical en los estudios cinematográficos. Como consecuencia, las majors vieron prioritario contratar a escritores, directores, técnicos, actores y actrices que estuviesen capacitados para afrontar las exigencias del adelanto. Aunque serían los pioneros como Cecil B. DeMille, Ernst LubitschFrank Borzage, John FordKing Vidor o Raoul Walsh quienes finalmente sacaron adelante la situación, la lógica empresarial señalaba que una posible solución pasaba por acudir al medio escénico y hacerse con los servicios de aquellos profesionales del teatro dispuestos a desembarcar en Hollywood, donde la paga y el clima eran mejores. Y eso hicieron, contrataron a gente como George Cukor, que había sido director escénico en Rochester y en Broadway, aunque su carrera teatral no había llegado a despuntar. Sin formación cinematográfica y ajeno al lenguaje de las películas, en 1929 firmó su primer contrato y se trasladó a California para trabajar como director de diálogos. Allí colaboró con Richard Wallace en River of Romance y con Lewis Milestone en 
Sin novedad en el frente, antes de debutar en la realización con Grumpy (1930). A partir de entonces su caché no hizo más que aumentar hasta convertirse en el realizador mejor pagado de MGM, pero su carrera estuvo marcada por constantes altibajos, quizá como consecuencia de su condición de asalariado poco independiente, que asumía aquellos proyectos que le entregaban aunque estos no fueran de su interés o, como en el caso de Una hora contigo, su contribución no fuera reconocida. Pero su profesionalidad y su sobrado talento para dirigir actores y actrices quedaron demostrados desde sus inicios, cuando nada sabía del medio cinematográfico y no le importaba delegar los aspectos técnicos de sus películas en los operadores o en los montadores que trabajaban para él. Sus primeros años en Hollywood estuvieron marcados por su relación profesional con David O. Selznick e Irving Thalberg, el niño prodigio de la productora dirigida por aquel entonces por Louis B. Mayer. Pero la muerte prematura de Thalberg, para quien había realizado Romeo y Julieta y Margarita Gautier, significó una pérdida irreemplazable para el estudio que había encumbrado y el inicio del fin de una época. Con su desaparición también desaparecía alguien capaz de compaginar el talento de los cineastas, el arte de las películas y el lucrativo negocio que estas significaban y significan. Su fallecimiento afectó a la posición de Cukor en el estudio, pero al realizador aún le quedaba su relación con Selznick, otro productor-creador a quien le unía una amistad que aquel creyó suficiente para que el cineasta formase parte de su productora independiente, Selznick International Pictures. Cukor se resistió a abandonar la MGM, aunque, después de varios desplantes a distintas propuestas de su amigo, aceptó hacerse cargo de la adaptación a la gran pantalla de Lo que el viento se llevó (Gone to the WindMargaret Mitchell, 1937), cuyos derechos cinematográficos habían sido adquiridos por Selznick. Durante meses el cineasta se dedicó a realizar pruebas a diferentes actrices en busca de la nueva estrella que el productor había anunciado a bombo y platillo, sin embargo el tiempo pasaba, el guión se desarrollaba y la actriz idónea se resistía a aparecer. Por otra parte, completado el primer libreto, que sería cambiado una y otra vez, Selznick empezó a dudar de la viabilidad del proyecto con su amigo al mando, dudas que provocaron el distanciamiento entre ambos, sobre todo tras la negativa de Clark Gable a ser dirigido por alguien a quien rechazaba debido a su homofobia y a su temor a perder protagonismo respecto a las actrices que participarían en la superproducción. Como consecuencia, Cukor fue sustituido por Victor Fleming (y por otros directores que no aparecieron en los créditos), aunque apenas tuvo tiempo para lamentos, ya que la MGM le encargó la filmación de Mujeres, película que reunía a un excepcional elenco femenino que no pudo evitar la irregularidad de su puesta en escena.


Pero si en 1939 el éxito de Lo que el viento se llevó eclipsó al resto de títulos estrenados ese año, en 1940 una de las grandes triunfadoras de la temporada fue Historias de Filadelfia, de modo que Cukor pudo saborear parte de la gloria que le había sido negada un año antes. La comedia de Philip Barry, a quien el director ya había adaptado en Vivir para gozar, fue guionizada por Donald Odgen Stewart, amigo del autor y guionista fundamental durante esta etapa de la carrera del realizador. Pero la impulsora de Historias de Filadelfia fue Katharine Hepburn, con quien Cukor había coincidido por primera vez en 1932, durante el rodaje de Doble sacrificio. El cineasta ofreció una elegante y divertida comedia sobre una mujer inspirada en la actriz a quien le unió una relación de amistad que duró hasta su fallecimiento en 1983. A lo largo de medio siglo de relación la dirigió en diez ocasiones (dos para televisión), entre ellas La costilla de AdánLa gran aventura de Silvia
Vivir para gozar. De tal manera se puede decir que Hepburn fue su imagen femenina, como Spencer Tracy fue la masculina a la hora de darle réplica. Aparte de la mítica pareja, Cukor mantuvo relaciones profesionales y de amistad con Tallulah Bankead, Ethel Barrymore, Vivian Leigh o Greta Garbo, quizá por ello y por su capacidad de dirigirlas con evidente acierto fue considerado un director de actrices, etiqueta que llevaría durante toda su carrera a pesar de haber sacado lo mejor de actores como Cary GrantJames Stewart, Ronald Colman o Rex Harrison. Pero la relación profesional más importante de Cukor no fue ni con actores ni con actrices, sino con el matrimonio formado por Garson Kanin y Ruth Gordon a partir de Doble vida. Esta colaboración creativa le brindó la oportunidad de evolucionar su cine, que adquirió mayor modernidad y realismo en detrimento de la narrativa fría y teatral que había desarrollado con anterioridad. Cukor filmó siete guiones originales de Gordon y Kanin, pero, tras la conclusión de su asociación, la carrera del cineasta se resintió, quizá debido a los nuevos tiempos (el Hollywood que conocía estaba desapareciendo), a las malas elecciones de proyectos, a las imposiciones de los productores y a las intervenciones en los montajes de sus películas, como sucedió en Ha nacido una estrella, un drama musical que ofrecía un nuevo enfoque al género, pero que sufrió cortes y cambios no deseados por el realizador. Los años que siguieron fueron testigos de las despedidas de los cineasta de la vieja escuela: Cecil B. DeMilleKing VidorAllan DwanRaoul Walsh, John FordHoward Hawks o William Wyler realizaban su última película entre 1956 y 1970, pero Cukor, más joven que ellos, continuó trabajando hasta 1981, aunque sus producciones no alcanzaron el nivel de aquellas protagonizadas por Katharine Hepburn o el de las escritas por los Kanin. Aún así, en 1964 obtuvo el reconocimiento de la Academia con el Oscar a la mejor dirección por la irregular y forzada My Fair Lady, un musical que pretendía revivir el esplendor de un Hollywood del cual solo quedaba el recuerdo y las imágenes de los films que lo encumbraron.



Filmografía como director

Grumpy (1930)

The Virtuous Sin (1930)

The Royal Family of Broadway (1930)

Honor mancillado (Tarnished Lady, 1931)

Girls About Town (1931)

Hollywood al desnudo (What Price Hollywood, 1932)

Doble sacrificio (A Bill of Divorcement, 1932)

Tentación (Rockabye, 1932)

Our Betters (1932)

Cena a las ocho (Dinner at Eight, 1933)

Las cuatro hermanitas (Little Women, 1933)

David Copperfield (1933)

La gran aventura de Silvia (Sylvia Scarlett, 1935)

Romeo y Julieta (Romeo and Juliet, 1936)

Margarita Gautier (Camille, 1936)

Vivir para gozar (Holiday, 1938)

Zaza (1938)

Lo que el viento se llevó (Gone to the Wind; Victor Fleming, 1939) (sin acreditar)

Mujeres (Woman, 1939)

Susana y Dios (Susan and God, 1940)

Historias de Filadelfia (The Philadelphia Story, 1940)

Un rostro de mujer (A Woman Face, 1941)

La mujer de las dos caras (Two-Faced Woman, 1941)

Her Cardboard Lover (1942)

La llama sagrada (Keeper of the Flame, 1942)

Luz que agoniza (Gaslight, 1942)

Cita en los cielos (Winged Victory, 1942)

Doble vida (A Double Life, 1947)

Edward, mi hijo (Edward, My Son, 1948)

La costilla de Adán (Adam's Rib, 1949)

A Life of Her Own (1950)

Nacida ayer (Born Yesterday, 1950)

The Model and the Marriage Broker (1951)

Chica para matrimonio (The Marrying Kind, 1952)

La impetuosa (Pat and Mike, 1952)

La actriz (The Actress, 1953)

La rubia fenómeno (It Should Happen to You, 1954)

Ha nacido una estrella (A Star is Born, 1955)

Cruce de destinos (Bhowani Junction, 1956)

Las Girls (Les Girls, 1957)

Viento salvaje (Wild is the Wind, 1957)

El pistolero de Cheyenne (Heller in Pink Tights, 1960)

El multimillonario (Let's Make Love, 1960)

Confidencias de mujer (The Chapman Report, 1962)

My Fair Lady (1964)

Justine (1969)

Viajes con mi tía (Travels with My Aunt, 1972)

Amor sobre las ruinas (Love Among the Ruins, 1975)

El pájaro azul (The Blue Bird, 1976)

El trigo está verde (The Corn is Green, 1979)

Ricas y famosas (Rich and Famous, 1981)