jueves, 28 de enero de 2021

La llama sagrada (1942)


Rodada y estrenada durante la Segunda Guerra Mundial, La llama sagrada (Keeper of the Flame, 1942) fue hija de su tiempo, una película que nació con una finalidad propagandística y un mensaje claro. Su guionista Donald Odgen Stewart escribió una historia que advertía sobre los peligros de los totalitarismos dentro de la sociedad estadounidense, pero al mismo tiempo se trata de una película psicológica que cobra forma espectral. Lo primero es obvio, lo segundo también. No obstante, el paso de los años ha restado valor a su mensaje propagandístico y a su crítica, quizá ya adulterada desde el primer momento, debido a la intervención de su actriz protagonista —Katharine Hepburn exigió incluir el flechazo entre los protagonistas y restar presencia a la postura pretendida por el escritor. El tono fantasmal de La llama sagrada, aunque no del todo logrado, se deja sentir desde el primer plano, que muestra un accidente de automóvil en una noche de tormenta. Pero hoy, desconozco si fue diferente en su momento, carece de fuerza tanto dramática como psicológica, quizá porque los personajes resultan poco convincentes o demasiado convencionales. La razón de ser y de comportarse de los protagonistas se encuentra determinada por la presencia del recuerdo de la figura del magnate fallecido, a quien solo vemos en la pantalla en un retrato que cuelga en la sala principal de su mansión. Para los nostálgicos del Hollywood dorado, le película presenta su mayor atractivo en el protagonismo de la pareja artística formada por Spencer Tracy y Katharine Hepburn, pero si hacemos un alto, quizá descubramos que la presencia del dúo juega en contra del interés del tercer personaje, el que más interesa a la trama desarrollada por George Cukor: un fantasma ambiguo, la idea de quién fue ese hombre ya muerto, a quien no vemos, pero a quien sentimos, pues su presencia es omnipresente desde el inicio, cuando se ve el accidente de automóvil en el que perdió la vida. La prensa anuncia en primera página el fallecimiento del magnate, político, héroe de guerra y patriota Robert Forrest, un ídolo a quien todo el país venera, un magnate que, en ciertos aspectos, se envuelve en un misterio que le acerca a Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941). Stephen O’Malley regresa de Europa, donde ha estado escribiendo sobre la guerra y los nazis, hasta que lo expulsan de Alemania o eso se deduce de sus palabras. Allí vio cosas que sus lectores apenas creerían, vio a los totalitarismos en acción, de ahí que su antinazismo haya potenciado su admiración por Forrest, a quien considera el estandarte de la integridad, de la democracia y de la libertad, en definitiva, quiere o quiso ver en su ídolo la idea que él posee de su país. <<Da pena la facilidad con la que se puede engañar a la gente>>, se lamenta Stephen, hacia la mitad de la película, pero su lamento pasa dos por alto dos cosas, al menos: él es uno de los que se deja engañar y quizá se equivoque, y la gente sea la que desea ser engañada para tener un referente a quien adorar y, si algo falla, a quien culpar. El personaje de Tracy es poco creíble, está hecho por y para el momento. Dice que quiere conocer la verdad, la que ella puede contar sobre el hombre, pero de qué verdad hablamos: ¿la verdad sobre el hombre, sobre el ídolo o sobre la idea que él cree que fue el tal Forrest? Por su parte, el personaje de Katharine Hepburn tampoco funciona, ya que, en lugar de beneficiar el aspecto psicológico, acaba siendo una imagen a mayor gloria de la actriz.

No hay comentarios:

Publicar un comentario