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jueves, 12 de mayo de 2022

Rutas infernales (1940)


La carrera cinematográfica de Bernard Vorhaus habría sido una muy distinta, de no haber sido incluido en la lista negra de Hollywood. Dicha inclusión le obligó a abandonar su Estados Unidos natal y afincarse en Inglaterra, país que ya conocía de su estancia durante la década de 1930. Pero años antes de que se produjese su salida definitiva de Estados Unidos realizó para Republic Pictures el drama Rutas infernales (Three Faces West, 1940), que contaba una doble historia de éxodo: la de un pueblo de Dakota del Norte y la de dos refugiados vieneses, padre e hija, obligados a huir de su país y a encontrar su lugar en el de acogida. Republic tenía en nómina a John Wayne, por entonces un actor en alza, que iba camino del estrellato gracias a su papel de Ringo en La diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939), y suyo fue el protagonismo de este film que mezcla cine social y denuncia antifascista. Y aunque su director lo ignorase entonces, en cierta medida presenta una situación similar a la que conocería tras ser incluido en la lista negra, puesto que varios de sus personajes son exiliados que han huido de la persecución ideológica; más adelante también huirán de la dureza física del medio, cuando el pueblo se vea obligado a abandonar sus hogares debido a las condiciones meteorológicas extremas que afectan los cultivos de una tierra que no produce lo suficiente para vivir de ella.



El rol asumido por Wayne es el de héroe inmaculado, el tipo que lidera al resto sin pensar en sí mismo, quien se enamora de la chica y quien acepta resignado que esta, también enamorada de él, anteponga su deber a su querer. En esto, no hay novedad; el actor cumple su cometido y realiza una actuación que no desentona, aun siendo la presencia que destaca sobre el resto la de Charles Coburn, un actor que se apodera de la pantalla en la mayoría de sus films; y lo hace con desparpajo tan natural, que en eso me recuerda a Thelma Ritter. Con sus actuaciones y sus presencias, ambos eclipsaban a las estrellas que encabezaban el cartel de las películas en las que participaban. Y esto se cumple en Rutas infernales, basta que Coburn aparezca en la pantalla, hablando o fumando su cigarro, para que la atención recaiga en su personaje, el de mayor importancia para introducir la denuncia de la situación por la que atraviesa Europa en 1940, por entonces ya en guerra. Por una parte, la inmigración en busca de una oportunidad laboral, aquí, al contrario que en Las uvas de la ira, en la que Steinbeck (y John Ford en su adaptación cinematográfica) se centra en los Joad, se trata de una comunidad de más de dos cuentas personas. Por otra, el antifascismo que Vorhaus introduce al inicio, en la emisora de radio neoyorquina donde en se emite “Nosotros, el pueblo”. El programa radiofónico, de nombre que puede sonar a comuna o a comunismo, presenta a varios doctores centroeuropeos exiliados como consecuencia de la persecución nazi, aunque esta no se nombra porque Estados Unidos todavía no estaba en guerra. Entre ellos, destaca la figura de Karl Braun (Charles Coburn), un prestigioso doctor vienés de origen judío que solicita un trabajo al país que le acoge junto a su hija Leni (Sigrid Gurie). Un telegrama procedente de Dakota del Norte, firmado por un tal John Philips, les anuncia que le quieren (y le necesitan) como médico de la pequeña comunidad que solo cuenta con un veterinario, que rechaza la idea de un doctor porque ve amenazada su autoridad médica (hasta que descubre la afabilidad y entrega profesional de Braun).




miércoles, 2 de diciembre de 2020

Carita de ángel (1933)


El agente de seguros de Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944) observa la pulsera que luce en el tobillo de Phyllis Nirdlinger y, con el mismo deseo, recorre sus piernas, su tronco y su rostro. Walter Neff se deja tentar por la ambigüedad de la mujer que despierta en él la promesa de sexo y el desafío a la fatalidad, en el que ambos unen sus destinos. Lo saben y aún así siguen adelante. Él se deja seducir porque la desea y la necesita para escapar de la rutina de la que está cansado. Retrocedamos en el tiempo hasta 1933. Ahora ya no es el agente de seguros el que mira, ni se trata de cine negro. Hay un melodrama, sexo insinuado y siete hombres que lo buscan y sucumben a los encantos de una mujer que los utiliza para llegar desde la estación de su pueblo hasta el lujoso ático de un rascacielos neoyorquino. Ese es su triunfo, su ascenso social —que Alfred E. Green confirma insertando planos ascendentes de la fachada del edificio—, y lo ha alcanzado porque para ella el sexo era el medio, mientras que para los hombres era la finalidad. Lily Powers es más joven que Phyllis, y todavía no es una mujer fatal y, por lo tanto, su camino tendrá salida. Ambas son interpretadas por Barbara Stanwyck y ambas son personajes seductores; Lily podría verse cómo un paso evolutivo previo a la protagonista de Perdición, ya que es menos peligrosa y letal, aunque le hayan arrebatado la compasión y, al igual que Phyllis, sea consciente de su poder sobre los hombres. Lily no se presenta ante nosotros preparada para seducir, sino sufriendo la condena de la que solo podrá escapar empleando su cuerpo y su capacidad de seducción —
<<No te das cuenta de tu potencial>>, dice el hombre que le hace leer a Nietzsche, consciente de que ella puede conseguir cualquier cosa de los hombres


Los primeros minutos de Carita de ángel (Baby Face, 1933) exponen a Lily bajo el yugo patriarcal que la ha denigrado desde niña. Su presentación la muestra en el bar de su padre, un local donde los obreros de la fábrica vecina dejan su dinero, se emborrachan y disfrutan de la presencia de la joven. Su padre lo sabe, y la utiliza para atraer a la clientela o para arreglar sus chanchullos, como se comprueba cuando la deja a solas con el político local a quien ella quema la mano con café y posteriormente golpea con una botella, porque intenta abusar de ella. La protagonista de Carita de ángel sabe protegerse, pero necesita liberarse y eso ocurre cuando su padre muere en un incendio. Esta presentación también legitima su comportamiento posterior, así como le deja una puerta abierta a la redención, puerta que siempre permanece cerrada para la mujer fatal del film de Wilder. En realidad, ella no necesita redención, ya que su respuesta es la única que se le permite a una acción de abuso constante. Incluso cuando se libera y emplea su arsenal de engaños, miradas e insinuaciones, lo hace siendo fiel a cada amante del momento; por otra parte algo lógico para alguien que solo mira hacia arriba. Pero, a medida que sube, se agudiza la hipocresía que la rodea y de la que se aprovecha, hasta que conoce al hombre (George Brent) que podría ser distinto, puesto que es el único que aguanta el primer momento y no sucumbe ante ella, pero solo será cuestión de tiempo.


viernes, 24 de noviembre de 2017

El último pistolero (1976)


Cincuenta años de profesión dedicados a protagonizar más de un centenar de películas, de las cuales cerca de la mitad fueron westerns, parecen años más que suficientes para convertir a cualquier actor o actriz en una leyenda cinematográfica, sin embargo, sin su participación en La diligencia (The Stagecoach; John Ford, 1939), la historia de John Wayne habría sido otra distinta. FordHoward HawksHenry Hathaway o Raoul Walsh encontraron en John Wayne al rostro perfecto para varios de sus westerns, los más, títulos imprescindibles del género y del cine, que convirtieron al actor en un icono del celuloide. Su colaboración cinematográfica con estos irrepetibles e inimitables cineastas benefició su carrera profesional, la cual concluyó con el homenaje que Don Siegel le rindió en El último pistolero (The Shootist; 1976). Wayne fallecía víctima de un cáncer de estómago tres años después de protagonizar esta película, la última en la que participó y su testamento interpretativo. Su personaje, el crepuscular J.B. Books, rinde homenaje a muchos otros que encarnó para la gran la pantalla —de ahí las imágenes iniciales extraídas de Río Rojo (Red River, 1948) o Río Bravo (1959). Pero no voy a escribir un panegírico sobre el actor; voy a resumir que la película de Siegel es un western mortuorio que nos traslada a una época, 1901, en la cual los caballos empiezan a ser sustituidos por vehículos motorizados, las diligencias o los carros brillan por su ausencia, y los tranvías, los postes telefónicos y el agua corriente en las casas se dejan notar.


El viejo oeste ha muerto, así se intuye en ese Carson City moderno donde se desarrollan los siete días que avanzan a lo largo del filme. Sin embargo, aún quedan restos del pasado, restos en forma humana como J. B. Books, el doctor Hostetler, interpretado por James Stewart —también historia del cine y, por descontado del western, sobre todo gracias a los dirigidos por Anthony Mann y John Ford, quien había reunido a ambos actores en una de las cumbres del cine: El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shoot Liberty Valance, 1962)—, o los tres hombres a quien el primero busca para ajustar viejas cuentas y poner fin a un recorrido vital durante el cual su arma de fuego acabó con la vida de más de una treintena de hombres. A pesar de esto, él tiene la conciencia tranquila: <<yo solo pienso en hacer justicia. No creo haber matado a un hombre que no lo merecía>>, al menos eso dice, sin poder evitar la posterior réplica de Bond Rogers (Lauren Bacall): <<eso solo la ley puede decirlo>>. Lo que esta mujer no comprende todavía es que Books nació, se crió y ha vivido toda su vida bajo la ley del viejo oeste, la ley de la fuerza y del revólver, una ley aceptada como única en los territorios del far west, previo a su transformación en Estados. Ahora todo aquello es historia, compuesta de pequeñas historias como la de Books, pues el ahora es un tiempo supuestamente más civilizado, donde nada de aquello tiene cabida. No obstante, el hoy presenta aspectos que generan la nostalgia del tiempo pretérito que agoniza en la entereza y en la ética del último de su especie. Un adolescente (Ron Howard) que ve en Books la leyenda que ha mitificado en su mente, un periodista (Rick Lenz) que quiere medrar a costa de contar las historias del pistolero, sean o no ciertas, un comisario (Harry Morgan) que prefiere que los tiempos pasados se maten entre ellos, en lugar de ser él quien resuelva los problemas locales, o el enterrador (John Carradine) que no ha olvidado que, independientemente del momento histórico, su negocio es la muerte. Estos son algunos personajes que provocan la añoranza de un tiempo salvaje, al menos en apariencia, aunque quizá más humanizado, como también resulta más humano el pistolero vencido por el cáncer, consciente de la inmediatez de su muerte y, con ella, del fin de cuanto él representa.

jueves, 8 de junio de 2017

Tragedia submarina (1930)


Los primeros minutos de Tragedia submarina (Men without Women, 1930) apuntan que se trata de una película de transición que combina los rótulos del cine mudo con los escasos diálogos hablados (y el abuso de canciones) del primer sonoro. Pero este primer momento de Tragedia submarina también introduce la comicidad característica en el cine de John Ford. En ese instante enfatizada por los comportamientos de los marineros estadounidenses, que disfrutan del alcohol y se entretienen con las mujeres que trabajan en el local de Shanghai donde pasan sus últimas horas de permiso. Ellos forman la tripulación del submarino y <<a veces son un poco brutos y ruidosos, pero lo pasamos por alto porque su misión es muy peligrosa>>, como explica el capitán del navío al alférez recién enrolado. Es nuevo en el grupo, desconoce las costumbres, pero en esa charla nocturna, sobre la cubierta de la embarcación, las palabras de oficial al mando confirman el carácter de la dotación y abren el interrogante de si la misión aludida es viajar en un sumergible u otra más específica. No lo sabemos, pero tampoco hace falta. La ausencia de información sobre la misión carece de importancia, ya que el sumergible no tarda en ser arrollado por un barco que provoca las vías de agua que inundan la sala de máquinas. El hundimiento del submarino y la situación claustrofóbica y mortal se convierten en el centro de interés de la historia planteada por Ford a partir de una idea que desarrolló en colaboración de James Kevin McGuinnes, y que fue “guionizada” por Dudley Nichols en su debut como guionista.


<<Creo que fue la primera película que hicimos juntos Dudley Nichols y yo. A partir de entonces trabajamos juntos siempre que se podía, y yo trabajaba en una relación muy estrecha con él. No había escrito ningún guión hasta entonces, pero era muy bueno, y tenía las mismas ideas que yo acerca de que hubiera poco diálogo>>, recordaba el genial cineasta en su entrevista con Peter Bogdanovich. El "creo que" del realizador podría generar dudas respecto a si fue o no su primera colaboración con el guionista, pero estas se disipan cuando asegura que <<no había escrito ningún guión hasta entonces>>. Más allá de ser una de las primeras producciones ambientadas en el interior de un submarino, el cineasta recordaba que la primera rodada en uno real, Tragedia submarina iniciaba una relación profesional que daría títulos indispensables a la filmografía fordiana y, por lo tanto, también a la cinematografía mundial. La patrulla perdida (The Lost Patrol, 1933), El delator (The Informer, 1934), Barco a la deriva (Steamboat Round the Bend, 1935), La diligencia (The Stagecoach, 1939) u Hombres intrépidos (The Long Voyage Home, 1940) fueron algunos de los films en los que 
Ford contó con un guión de Nichols, producciones todas ellas más complejas que esta dramática aventura de hombres sin mujeres que se aferran a su última esperanza, la de contactar con el exterior para ser rescatados antes de que la reserva de oxígeno se agote. Pero incluso durante la trágica experiencia que relata la película, esta no pierde su comicidad, que se combina con el drama y el heroísmo que se combinan en el interior del submarino donde los supervivientes de la catástrofe se concentran en torno al joven alférez Price (Frank Albertson) y a Burke (Kenneth McKenna), el jefe de torpederos que, huyendo de su pasado británico, se enroló en la marina estadounidense. Mientras, los nervios afloran (uno de los tripulantes pierde la cordura y amenaza con detonar un explosivo), el miedo asoma, el aire escasea y hombres como Winkler (Harry Trenbrook) o Cobb (Walter McGrail) caen víctimas de la contaminación que parece ser el destino de los trece que permanecen vivos cuando el buque de guerra, en el que viaja un imberbe radiotelegrafista interpretado por John Wayne, se presenta en la superficie marina e inicia las labores de rescate que concluyen con la redención y heroicidad del torpedero jefe, quien, condicionado por sus recuerdos, decide sacrificarse por sus compañeros.

martes, 7 de marzo de 2017

Mando siniestro (1940)


Los caminos de John Wayne y de Raoul Walsh se cruzaron por primera vez en La gran jornada (The Big Trail; 1931), pero el fracaso comercial de aquel espléndido western épico condenó al primero a cabalgar en solitario por el bajo presupuesto de las producciones Lone Star y al segundo a asumir encargos que, en su mayoría, desperdiciaban su extraordinario talento cinematográfico. Solo era cuestión de tiempo que Walsh resurgiera en títulos como Los peligrosos años veinte (The Roaring Twenties, 1939). Más difícil lo tenía Wayne para saltar al estrellato, pero una nueva oportunidad le llegó de la tozudez de 
John Ford, empeñado en que fuera su amigo quien interpretase a Ringo Kid en La diligencia (Stagecoach, 1939). El éxito del film convirtió a Wayne en una estrella potencial y convenció a la productora Republic Pictures para que el actor volviera a formar pareja con la actriz Claire Trevor, aunque en esta ocasión bajo la dirección de Walsh. Habían pasado nuevo años desde La gran jornada, cuando ambos volvieron a coincidir en Mando siniestro (Dark Command, 1940), el primer western que Walsh asumía desde aquel y la primera de un nuevo ciclo de películas del oeste para el responsable de El mundo en sus manos (The World in His Arms, 1952).


Aunque menos lograda que Murieron con las botas puestas (They Died with Their Boots On, 1941), Perseguido (Pursued, 1947), Juntos hasta la muerte (Colorado Territory, 1949), Tambores lejanos (Distant Drums, 1951) o Los implacables (The Tall Men, 1955), y carente de la complejidad e innovación —tanto narrativa como técnica— de la mítica película de FordMando siniestro presenta aciertos como su mezcolanza genérica: western, cine negro y ciertas dosis de comicidad —sobre todo durante la presentación de Bob Seaton (Wayne) y "Doc" Grunch (George Hayes). Pero lo más destacado del film se encuentra en el antagonista: Will Cantrell (Walter Pidgeon), un embrión del Cody Jarrett de
 Al rojo vivo (White Heat, 1949), y, como aquel, se deja arrastrar por su desmesurada ambición a la hora de alcanzar la cima del mundo: <<Voy a llegar a la cumbre de la montaña, y no será para ver el paisaje>>, le asegura a su madre (Marjorie Main) cuando comprende que su refinamiento cultural no le vale para alcanzar sus metas. Y, aunque no se desarrolle en profundidad —sí lo hará en una de las grandes obras maestras del cineasta—, el personaje de Pidgeon también presenta una pronunciada dependencia materna, aunque menos desequilibrada y edípica que la de Jarrett.


La acción de 
Mando siniestro se ubica inicialmente en los momentos previos a la Guerra de la Secesión, en una pequeña población de Kansas donde Bob y "Doc" son dos recién llegados que pretenden continuar con su negocio de partir dientes (Seton golpea a potenciales clientes) y sacar las muelas rotas ("Doc" los cura). Si bien su picaresca les da para vivir, no colma las expectativas del muchacho y por un instante se plantea dedicarse al contrabando de armas, aunque pronto desiste y prefiere presentarse al puesto de comisario, el mismo puesto pretendido por Cantrell, el maestro del pueblo y ciudadano modélico que vive con su madre, aunque todos creen que se trata de su ama de llaves. La primera conversación que mantienen madre e hijo desvela aspectos fundamentales de ambos, como sería su pasado y el por qué ella no desea que sepan que es su hijo. Hasta ese instante, la madre de Will lo ha mantenido apartado de la senda delictiva que tomaron sus tres hermanos, por ello se ha convertido en su sombra, sometiendo la voluntad de su hijo, aunque ya no podrá hacerlo cuando su crecido retoño pierda el puesto de comisario —para él significaba elevarse en la escala social— y las atenciones de Mary McCloud (Claire Trevor), que se decantan por el recién llegado que ni sabe leer ni escribir. Como consecuencia de su derrota, del resentimiento que esta implica, y de su deseo de triunfar, el maestro del pueblo abandona los libros y toma las armas, asumiendo la criminalidad que primero le lleva a traficar con esclavos, después con armas y finalmente, a raíz del estallido de la guerra civil, a formar un grupo de saqueadores a quienes guía para amedrentar y someter a la población (coacciona a los miembros del jurado que van a emitir el veredicto en el juicio del hermano de Mary), saciar su rencor (piensa fusilar a Bob) y sacar la máxima tajada del conflicto bélico que asola el país.

viernes, 11 de abril de 2014

Infierno blanco (1953)


Como consecuencia del inexplicable fracaso comercial de La gran jornada (Raoul Walsh, 1930), el por aquel entonces casi debutante John Wayne cayó en el ostracismo que significó permanecer durante prácticamente una década encarnando a un cowboy solitario en decenas de westerns similares tanto en su planteamiento como en su escaso presupuesto y nulo interés. Pero gracias a La diligencia (John Ford, 1939), el interprete regresó a la primera división cinematográfica, y de ese modo pudo encadenar una serie de papeles, en películas como Hombres intrépidos (John Ford, 1941) o Río Rojo (Howard Hawks, 1948), que lo encumbraron a una posición privilegiada que, a inicios de los años cincuenta, le animó a asociarse con el productor Robert Fellows y crear su propia productora. La Wayne-Fellows Productions, posteriormente renombrada como Batjac, controlaba las películas en las que participaba el astro y otras que solo producía, entre las que cabe destacar El rastro de la pantera (William A. Wellman, 1953) o Tras la pista de los asesinos (Budd Boetticher, 1956), aunque la mayoría de sus producciones, como sería el caso de Callejón sangriento (William A. Wellman, 1955), apenas poseen mayor interés que el concedido por sus incondicionales, ya que nada tendrían que ver con la calidad que atesoran aquellos títulos que le unieron a John Ford, Howard Hawks o Henry Hathaway. No obstante, dentro de las películas que protagonizó para la Batjac existen aciertos como Infierno blanco (Island in the Sky, 1953), en la que se descubren tres rasgos que se repiten a lo largo de la obra fílmica de su director, William A. Wellman, en la que a menudo se muestra la amistad nacida de compartir circunstancias poco comunes, sea el caso de las pioneras de Caravana de mujeres o el de los pilotos civiles que protagonizan este título, y a quienes les une un nexo (su oficio) lo suficientemente sólido como para no darse por vencidos en la búsqueda del avión desaparecido en el que viajan Dooley (John Wayne) y otros cuatro tripulantes. Un segundo punto común a muchas producciones dirigidas por Wellman reside en su pasión por la aviación, no en vano él mismo fue piloto antes que cineasta, lo que le llevó a rodar una decena de films relacionados con dicha temática, entre los que sobresalen Alas o La escuadrilla Lafayette. Un tercer centro de interés se encuentra en la superación ante las adversidades que se presentan en situaciones extremas y en escenarios inhóspitos como el desierto de Beau Geste, las montañas de Más allá del Missouri o los parajes nevados que dominan en La llamada de la selvaFuego en la nieve, El rastro de la Pantera y en este film en el que Dooley y sus compañeros se enfrentan a un medio natural donde a duras penas sobreviven mientras aguardan por un rescate que se complica, debido a la inmensidad del terreno y a la falta de medios para hallar una posición que desconocen. Para Wellman hablar de la aviación sería como hablar de parte de sí mismo, por ello, Infierno blanco fue una película que hizo suya al saber equilibrar la presencia y los intereses de la estrella con los propios, creando un drama de aventuras cuya primera intención sería la de destacar el coraje y la valentía de aquellos pilotos civiles que, emulando a los osados de la muy superior Solo los ángeles tienen alas (Howard Hawks, 1938), se jugaban la vida volando en aparatos a menudo anticuados y en condiciones adversas que solo los temerarios o enamorados del aire serían capaces de aceptar y necesitar como parte de sí mismos.

lunes, 10 de marzo de 2014

La conquista del Oeste (1962)


A lo largo de su historia, el western fue renovándose constantemente hasta convertirse en el género más importante de Hollywood, sin embargo, con la entrada de los años sesenta se inició su declive. Aún así, en 1962 John Ford estrenó El hombre que mató a Liberty Valance y Sam Peckinpah Duelo en la alta sierra, dos obras maestras que presentaron una imagen reflexiva e intimista del viejo oeste, algo que no sucedió con La conquista del oeste (How the West Was Won), superproducción rodada el mismo año que las anteriores, y que poco aportó a un género plagado de largometrajes muy superiores. Su única novedad, si se puede tomar como tal, fue el empleo del cinerama, un sistema que había empezado a comercializarse una década atrás, consistente en el uso de tres cámaras contiguas con las que se grababan las imágenes, que posteriormente serían proyectadas de modo simultáneo sobre la gran pantalla curva que ocupaba la práctica totalidad del campo visual del espectador que acudía a las salas. Sin embargo desde un punto de vista narrativo La conquista del oeste presentó una línea argumental llena de tópicos que la convierten en un irregular homenaje a un género repleto de joyas como las citadas al inicio y otras muchas como podrían ser la mayoría de los westerns realizados por John Ford, William A.Wellman, André de Toth, Anthony Mann, Budd Boetticher, Howard Hawks, Raoul Walsh o Delmer Daves. Todos ellos y otros como Henry King, John Sturges, Samuel Fuller, Henry Hathaway o Nicholas Ray fueron los auténticos conquistadores del oeste cinematográfico al hacer posible que un tipo de cine inicialmente repetitivo y de escasa entidad desarrollase sus historias desde las más diversas y ricas perspectivas, dejando atrás caricaturas y tópicos; aunque finalmente la irrupción del western europeo puso fin al ciclo vital de un género que, salvo contadas excepciones, nunca ha vuelto a ser lo que fue en manos de aquellos realizadores. Dos de ellos, Ford y Hathaway, participaron en este proyecto que empleó el cinerama como reclamo para atraer al público a las salas, pero ni la presencia del realizador de La diligencia ni la del responsable de Los cuatro hijos de Katie Elder fueron suficientes para dotar de identidad a una película en la que también intervinieron Richard Thorpe (encargado de las escenas que unen las cinco partes en las que se divide el film) y George Marshall, quien había dado muestras de su dominio del género en Las columnas del cielo. Tres de los episodios que componen el largometraje, El río, Las llanuras y Los forajidos, fueron dirigidos por Henry Hathaway, Ford rodó La guerra civil y Marshall se hizo cargo de El ferrocarril; aunque los cinco capítulos encuentran su nexo en la familia Prescott, pioneros que a lo largo de tres generaciones presentan el desarrollo y el avance hacia el oeste. Pero lo que queda claro al visionar la película sería que esta no alcanza la unidad del conjunto, en cambio sí posee momentos concretos tan destacados como el filmado por el director de Centauros del desierto, que en una veintena de minutos se las apañó para mostrar dos puntos de vista personales: la desintegración familiar de los Rawlings-Prescott y la cruda realidad del conflicto armado que descubre el joven Rawlings (George Peppard), cuando comprende que la lucha real nada tiene que ver con la idealizada. A pesar de la poética fordiana y de otros instantes aislados, como pueden ser algunos del episodio El río, lo que ofrece La conquista del oeste es el desequilibrio argumental, los tópicos y una larga lista de asiduos al género, que se dejan ver a lo largo de sus casi tres horas de metraje, desde James StewartJohn Wayne, sin olvidarse de Henry Fonda, Gregory Peck o Richard Widmark, ni de secundarios imprescindibles como Walter Brennan, Henry Morgan o Lee Van Cleef.

miércoles, 3 de julio de 2013

El Dorado (1966)

Uno de los ejes fundamentales en la obra cinematográfica de Howard Hawks se descubre en las relaciones de sus personajes en películas como Solo los ángeles tienen alas, Río Rojo, Río de sangre, Río Bravo, Hatari o Río Lobo, que ofrecen enfoques complementarios de la amistad que une a dos o más individuos en situaciones alejadas de aquéllo considerado como normal. Dicha constante se erige en el centro argumental de El Dorado, western que a menudo se considera un remake de Río Bravo, sin embargo desde el primer momento se apuntan diferencias entre ambos films que podrían poner en tela de juicio tal apreciación. La historia de El Dorado muestra evidentes paralelismos con la narrada en el anterior western hawksiano, pero su exposición resulta menos opresiva en cuanto a los espacios y a la fotografía, además de dotar de cierto tono paródico a sus dos personajes principales, derrotados, entrados en edad, que sufren un cansancio vital que en su precedente aún no era definitivo; así pues nos encontramos ante un sheriff alcoholizado y un pistolero que ya no puede disparar porque su lado derecho queda inmovilizado como consecuencia de una bala incrustada cerca de su espina dorsal. En este punto fue donde Hawks ironizó en mayor medida, pues les enfrenta, incapacitados por su adicción al alcohol o por su parálisis lateral, a un puñado de pistoleros profesionales con la única ayuda de un viejo ayudante (Arthur Hunnicutt), similar al interpretado anteriormente por Walter Brennan, y del joven inexperto que, avanzada la película, seguirá al errante Cole Thornton (John Wayne) hasta el pueblo donde éste se reúne definitivamente con ese amigo que le necesita. El Dorado arranca con una introducción inexistente en Río Bravo, en ella se presenta la amistad que une a John Paul Harrah (Robert Mitchum) y Thornton, recién llegado al pueblo donde Harrah ejerce de sheriff. Cole se encuentra en la localidad porque ha sido contratado como revólver de alquiler por Bart Jason (Edward Asner), el terrateniente que desea apoderarse de las tierras de un pequeño propietario llamado Kevin MacDonald (R.G.Armstrong). Esos instantes iniciales también sirven para comprender que Cole es un mercenario que prioriza sus valores por encima del dinero; no duda en rechazar la oferta de Jason cuando su amigo le comenta las intenciones de aquél. Del mismo modo, gracias a esos primeros compases, se comprende que el lazo inquebrantable que les une se forjó en un pasado que se deja entrever cuando Maudie (Charlene Holt) lo alude después de abrazar al forastero sin poder ocultar el amor que le profesa. Además de apuntar aspectos de la personalidad de Thorton, el prefacio muestra su accidental encuentro con dos de los hijos de MacDonald, Luke (Johnny Crawford), a quien hiere antes de que aquél se suicide como consecuencia de su herida, y Joey (Michele Carey), la chica que dispara sobre Cole después de que éste entregue el cadáver de Luke a sus padres. A partir de ese instante, y con la bala amenazando su espina dorsal, Thornton se aleja una vez más de su amigo y de la mujer que le ama, cuestión que Hawks aprovechó para avanzar unos seis meses y presentar otro punto geográfico, donde se produce el encuentro entre el maduro pistolero y el joven Mississipi (James Caan), inexperto en el manejo de armas de fuego y desorientado tras ver cumplida su venganza. Río Bravo resulta más rápida en cuanto al desarrollo de los hechos que se centran, en exclusiva, en el pueblo donde se encarcela al criminal que crea la situación límite, por contra, El Dorado solo se centra en una localización semejante hacia la segunda mitad del metraje, cuando Thorton regresa en compañía de Mississippi para ayudar a ese amigo que, tras haber sufrido un desengaño amoroso, ahoga sus penas en alcohol.

lunes, 1 de julio de 2013

Arenas sangrientas (1949)

La figura del sargento duro y autoritario (y en ocasiones también patriota) es una constante dentro del cine bélico, y que mejor ejemplo que John Wayne interpretando a dicho individuo en la que sería su primera nominación al Oscar. También resulta constante descubrir que ese mismo veterano asume su rol para proteger y enseñar al grupo de inexpertos soldados que forman su pelotón, mientras oculta para sí las circunstancias personales que le preocupan. El sargento Stryker (John Wayne) es consciente de que en tiempo de guerra no puede permitirse el lujo de mostrar ni debilidades ni emociones, por ello parece un tipo inaccesible a quien poco importa exigir a sus hombres extremos que aquéllos no aceptan inicialmente, aunque no tardan en comprender que los métodos empleados por el suboficial son los únicos que permitirán que alguno de ellos sobreviva a la dura campaña del Pacífico. Arenas sangrientas (Sands of Iwo Jima) evidencia cierta irregularidad en su ritmo narrativo, quizá debido al abuso de imágenes de archivo y a la escasez de medios de la Republic, una productora independiente que alcanzó su mayor esplendor durante los años que tuvo en nómina a Wayne, quien en la década de los cuarenta había empezado su escalada hacia el estatus de megaestrella que alcanzaría en la siguiente. En ese mismo estudio también se encontraba Allan Dwan, un director todoterreno capaz de desarrollar dignamente una película que ensalza la figura del militar que sacrifica su existencia por su país, pero sin olvidarse de mostrar algunas de las circunstancias diarias que afectan a los miembros del pelotón, sobre todo el rechazo que se produce entre Stryker y Peter Conway (John Agar), incapaz este último de aceptar el recuerdo paterno que le provoca la figura del sargento. Lejos del frente se descubren dos momentos íntimos, el primero, más irregular, se centra en Conway y la chica con quien se casa, el segundo, más logrado, se produce en el instante en el que Stryker comprende que la mujer que le ha invitado a pasar la noche lo ha hecho porque la guerra le obliga a venderse para poder alimentar a su bebé. Y así, poco a poco, la figura de este hombre de hierro se humaniza, convirtiéndole en el héroe a quien todos sus hombres admiran y respetan, contagiándose de su bravura y del patriotismo que tiene su colofón cuando suben por el monte Suribachi, donde al final del film un grupo de soldados iza la bandera que muchos años después Clint Eastwood presentaría de manera muy distinta en la excelente Banderas de nuestros padres.

lunes, 3 de junio de 2013

La gran jornada (1930)

Según parece fue John Ford quien recomendó a Raoul Walsh que hiciera una prueba a John Wayne para ser el protagonista de La gran jornada (The Big Trail); por aquel entonces Wayne era un joven actor a quien el director de Centauros del desierto (The Searchers) había empleado como figurante en alguna de sus películas; de ese modo, Marion Morrison conseguía su gran oportunidad y el nombre por el que sería conocido, sin embargo, el fracaso comercial del film provocó que se viera relegado a numerosas producciones de menor envergadura, como también le ocurrió al western, y no sería hasta nueve años después cuando el actor asentó su posición dentro de la industria, gracias a Ford y a su empeño de que protagonizase La diligencia (Sategcoach). Resulta como mínimo curioso que el éxito o el fracaso de un film no resida en su calidad, de hecho, películas como La noche del cazador (The Night of the Hunter) o El gran carnaval (Ace in the Hole) son dos obras maestras que fueron sonados fracasos de taquilla que recibieron duras críticas, hecho que también ocurrió con La gran jornada (The Big Trail), aunque, evidentemente, ésta no se encuentra a la altura de aquéllas, pero sin duda se trata de un buena película. En la actualidad se considera al film de Raoul Walsh como uno de los westerns que ayudó a cimentar las características del género, influyendo en posteriores producciones, sobre todo en las que se exponen itinerarios de caravanas. A primera vista se trata de un film sonoro, pero Walsh construyó su película desde una perspectiva que encajaría a la perfección dentro del silente, y como tal podría funcionar sin la necesidad de sus diálogos, muchos de los cuales se antojan superficiales e innecesarios, o sin la presencia del supuesto toque humorístico que recae en la figura de un colono a quien, por no llamar pelmazo, llaman Gus (El Brendel); de hecho, el viaje de estos aventureros avanza gracias a la constante presencia de carteles explicativos que indican las inclemencias a las que se ven expuestos. La gran jornada (The Big Trail) no cuenta entre los mejores westerns de Walsh, pero resulta interesante en cuanto a su exposición realista, presenta desde varios frentes que se desarrollan a lo largo del viaje liderado por Breck Coleman (John Wayne) y Red Flack (Tyrone Power, Sr.), héroe y antihéroe de esta epopeya del oeste en la que la venganza, el sacrificio y el romance son los puntos sobre los que se apoya el relato. Sin embargo, lo mejor de este film pionero se descubre en las trabas que surgen durante el camino, aquellas que el grupo de colonos debe superar una vez se adentra por esas tierras desconocidas, impulsados por una esperanza que se tambalea a medida que se acumulan los miles de kilómetros de lento caminar de bestias y carretas por un espacio amenazado por la dificultad del terreno, por las inclemencias climáticas, por la falta de agua o por los ataques de los indios. Ni siquiera Coleman es capaz de evitar dichas trabas, aunque a él le afectan en menor medida que al resto, debido a que su motor existencial no reside en la ilusión de alcanzar un territorio que ya conoce; a él le impulsa la necesidad de encontrar a los asesinos de su mejor amigo, motivo que le convence para unirse a la expedición, pues sospecha que López (Charles Stevens) y Red Flack fueron los responsables; no obstante, carece de pruebas, pero, a lo largo de los cinco mil kilómetros de sufrimiento, sed y muerte, tendrá tiempo para hallarlas y para enamorarse de Ruth Cameron (Marguerite Churchill), la mujer que inicialmente le rechaza.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Los cuatro hijos de Katie Elder (1965)


Muchos de los westerns de 
John FordHoward Hawks y Henry Hathaway tienen en común el protagonismo de John Wayne, quien, indudablemente, es uno de los grandes rostros del género, por no decir el más icónico de cuantos han cabalgado en la pantalla. En Los cuatro hijos de Katie Elder (The sons of Katie Elder, 1965) dio vida a John Elder, un maduro pistolero que, tras años de ausencia, regresa a su pueblo natal para el entierro de su madre, la mujer que da título a este espléndido film de Hathaway. Y le da título porque también ella es un personaje más, aunque en ausencia. Dicho de otro modo, la presencia de la difunta es invisible, pero siempre se palpa en el ambiente; sobre todo en la mecedora que John entrega a Mary Gordon (Martha Hyer) después de que esta les hable de su relación con la fallecida y les reproche, a los cuatro hijos, el comportamiento que les alejó de la madre. Los Elder: John, Tom (Dean Martin), Matt (Earl Holliman) y Bud (Michael Anderson, Jr.) se han reunido por primera vez en muchos años, por lo que no resulta extraño que sean unos desconocidos entre ellos, desconocimiento fruto del distanciamiento que ha provocado la pérdida del contacto y el alejamiento de la figura materna. Los vecinos del pueblo hablan maravillas de Katie, no así de su hijo John, a quien algunos juzgan por un oficio cuya herramienta principal sería ese revólver que deja en el hogar materno antes de presentarse en el pueblo para saldar las deudas de su madre. En sus visitas a los distintos establecimientos los hermanos descubren aspectos que ignoraban de la personalidad de Katie, de igual modo, también descubren aquellos relacionados con la muerte de su padre, acontecida meses atrás, cuando alguien le disparó por la espalda después de perder sus tierras en una partida de cartas. El interés del film de Hathaway no reside el enfrentamiento entre los cuatro hermanos y Hastings (James Gregory), el nuevo propietario de los terrenos, un hombre de negocios que no duda en disparar a sangre fría siempre que le beneficie; el asunto principal del film se decanta hacia la redención de los hermanos, arrepentidos ante la decepción que significaron para esa madre que parece guiar sus decisiones desde la tumba. Así pues, la venganza que pretendían en un principio se va transformando en la preocupación por el futuro de Bud, el menor de los hermanos, en quien Katie tenía depositadas las esperanzas que nunca se cumplieron en los mayores. Cuando se produce la toma de conciencia en los descarriados, estos aparcan sus diferencias y sienten la necesidad de rendir homenaje a su madre, momento en el que cobra fuerza la idea de guiar a Bud por el camino escogido por la difunta. A pesar de la primera reacción del adolescente, rechaza convertirse en alguien distinto a sus hermanos, estos hacen caso omiso de sus protestas y se conjuran para llevar a cabo el mayor deseo de la finada, que pasa por convertir a Bud en el hombre de provecho que ellos nunca han logrado ser. Pero, a pesar de que este es el verdadero eje de la película, Los cuatro hijos de Katie Elder no olvida la trama relacionada con Hastings, ya que en todo momento el film vuelve a él, ya sea al inicio cuando contrata a un pistolero (George Kennedy) para que se enfrente a John o cuando asesina al sheriff Billy Wilson (Paul Fix) para que las sospechas del homicidio recaigan sobre los Elder, y de ese modo pueda deshacerse de ellos en un final que no desmerece del resto de este magnífico western.

miércoles, 6 de marzo de 2013

Río Lobo (1970)

La última película realizada por Howard Hawks fue un western de corte clásico que se contrapuso a la corriente del momento, siendo su personaje principal un hombre maduro que no comparte el desencanto vital que habita en los antihéroes del western crepuscular. Inicialmente Río Lobo se aparta de las anteriores incursiones de Hawks en el género, ya que en un primer momento la acción se desarrolla en plena guerra de la Secesión, instante en el que se presentan los tres personajes masculinos principales; el coronel McNally (John Wayne), el capitán confederado Pierre Cordona (Jorge Rivero) y el sargento rebelde Tuscarora (Christopher Mitchum), de igual modo, durante el breve periplo bélico se gesta la idea motora que tras la guerra impulsará a McNally. El film arranca con Cardona liderando a un contingente confederado que realiza un espectacular asalto al tren que transporta el oro de la Unión, pero a pesar del éxito, el capitán rebelde no puede escapar del coronel yanqui, que le envía a presidio no sin antes intentar sonsacarle el nombre del traidor que le ha vendido la información. En un segundo momento, inmediato a la conclusión de la contienda, el coronel se presenta en la prisión adonde ha enviado a los dos rebeldes, allí hacen las paces y les vuelve a preguntar quién les proporcionó los detalles de los envíos de las nóminas de los soldados. Para el oficial de la Unión descubrir al traidor se ha convertido en un asunto personal que provoca el cambio de rumbo en Río Lobo, dejando a un lado las rencillas entre norte y sur, decantándose por una historia de amistad similar a las expuestas en Río Bravo El Dorado. McNally llega al pueblo de Blackthorne donde se reúne con Cordona, y este le informa de los problemas que Tuscarora tiene con las autoridades de Río Lobo, población donde el sheriff (Mike Henry) y Ketcham (Victor French), el terrateniente, ejercen la violencia para apoderarse de todas las propiedades de la zona. Decididos a ayudar a su amigo Tuscarora se presentan en esa ciudad controlada por los hombres del sheriff, a quienes se acaban enfrentando con la ayuda de Phillips (Jack Elam) y Shasta (Jennifer O'Neill). Siguiendo indicaciones de Howard Hawks Leigh Brackett, su guionista habitual, reescribió el guión original escrito por Burton Wohl, de ese forma la trama adquirió aspectos más cercanos al western hawksiano, entre los que destacan: la amistad, la presencia de un personaje que aporta las notas de comicidad que en otros westerns corrieron a cargo de los interpretados por Walter Brennan Arthur Hunnicutt, la ubicación del grupo en un espacio cerrado (la cárcel) hacia final del film, cuando McNally y los suyos aguardan la llegada del ejército, o un final que invita a pensar en Río Bravo, pero sin poseer en ningún momento el nivel de aquella. A pesar de cierto desequilibrio en el desarrollo de los personajes y de la historia que narra, Río Lobo resulta un film agradable que conserva parte del genio de un director que con esta producción decía adiós al cine, dejando tras de sí joyas irrepetibles en cualquiera de los géneros que cultivó, ya fuese comedia (La fiera de mi niña o Bola de fuego), cine negro (Scarface o El sueño eterno) o western (Río Rojo o Río de sangre).

viernes, 25 de enero de 2013

Valor de ley (1969)

A pesar de contar con grandes títulos en su haber, ya sean western, producciones de aventuras o sus aportaciones al cine policíaco, Henry Hathaway sigue siendo uno de los realizadores clásicos menos reconocidos a la hora de evaluar la importancia de una carrera artística que se inició en la década de 1930 y concluyó en la de 1970. Hacia el final de la misma, en pleno auge del western crepuscular, Hathaway realizó Valor de ley (True Grit) desde una perspectiva clásica que presenta a un antihéroe desfasado en el tiempo y en el espacio, ya que los hombres como él o bien han desaparecido o bien son mal vistos por los miembros de una comunidad que los consideran reliquias incivilizadas de un tiempo pretérito. Pero Rooster Cogburn (John Wayne), rudo agente del gobierno que se dedica a dar caza a forajidos, se resiste a rendirse ante ese nuevo oeste que ha sustituido al viejo con el que se sentía plenamente identificado. La primera imagen del film se detiene en una rancho donde se descubre a Mattie Ross (Kim Darby) controlando las cuentas y aconsejando a su padre (John Pickard), antes de que este parta en viaje de negocios y sea asesinado por el hombre que trabaja para él. Inmediatamente después de la muerte del señor Ross la acción regresa a Mattie, recién llegada a la ciudad donde debe de recoger el cadáver paterno, y donde muestra sus dotes para negociar o para sacar de quicio a quien se atreve a llevarle la contraria. Su aparición en la villa se produce en el mismo instante en el que los ciudadanos se encuentran pendientes de una triple ejecución, acontecimiento social que nadie se quiere perder, aunque a la adolescente lo que realmente le importa y obsesiona es que el siguiente ajusticiado que cuelgue de la soga sea el asesino de su padre. Mattie se convence de que si ella no se encarga personalmente de atrapar a Tom Chaney (Jeff Corey) nadie lo hará, de modo que decide contratar al agente más duro del territorio: Rooster Cogburn, a quien se descubre propinando una patada a uno de sus presos para que este avance hacia la cárcel. Así de rudo es este maduro y decrépito defensor de la ley, aficionado a la botella y dispuesto a apretar el gatillo si las cosas se ponen difíciles, al menos eso es lo que se interpreta de su testimonio durante el juicio de uno de sus detenidos, cuando confirma que en los cuatro años que lleva trabajando para el gobierno ha matado a veintitrés proscritos, cifra que demuestra su firme creencia en la fuerza como medio viable (y efectivo) para impartir justicia. El tercer vértice del heterogéneo triángulo que emprenderá la búsqueda de Chaney resulta ser un joven ranger de Texas llamado La Boeuf (Glen Campbell), que propone a Mattie unir fuerzas para encontrar al fugitivo, cuestión que la adolescente rechaza categóricamente cuando este le dice que, una vez atrapado, el criminal será juzgado en Texas por la muerte de un senador. Valor de ley transcurre dentro de una narrativa desarrollada en su práctica totalidad en espacios abiertos, por donde se observa como el viejo borrachín, la adolescente testaruda y el joven ranger comparten un itinerario que apunta hacia un enfrentamiento entre lo antiguo y lo moderno, pero que deriva hacia la admiración y la amistad que se gesta desde su convivencia en un territorio donde el agente de la ley se siente a sus anchas, debido a la ausencia de esa civilización en la que nunca se siente a gusto. Así pues, Valor de ley expone el crepúsculo de un hombre que se niega a aceptarlo, aferrándose a sus costumbres, a su soledad, como no puede ser de otra manera dentro de un entorno que le rechaza, y a su botella, dispuesto a revindicar que, a pesar del cambio que se ha producido en el oeste, piensa continuar fiel a su naturaleza y a su irónica situación.