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jueves, 22 de febrero de 2024

¿Víctor o Victoria? (1982)

Contradiciendo al gran Luis Eduardo Aute, la vida no es cine, ni los sueños cine son; y cuestionando los cuentos Disney, no tiene finales felices y pocos son quienes comen perdices, pues más comen pollo. En la vida, finales que no abran nuevas vías solo hay uno y dudo que este inspire felicidad a cualquiera que no pretenda una salida rápida y definitiva. La evasión del cine tampoco tiene posibilidad de ser real, aunque la realidad supere a la ficción cuando alguien se inventa un personaje para escapar o sobrevivir a un entorno asfixiante y deprimente. Este punto de partida me lleva a la transformista interpretada por Katharine Hepburn en La gran aventura de Silvia (Sylvia Scarlett, George Cukor, 1935), a la esposa de guerra a la que dio vida Cary Grant en La novia era él (I Was a Male War Bride, Howard Hawks, 1949) y a los dos músicos transformistas de Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, Billy Wilder, 1959), que son de cine y cine son, pero también a Paul Grappe, que fue real y vivió una realidad que en cine podría dar pie a un drama psicológico. En Nos années folles (2017), André Techiné llevó a la gran pantalla la historia de este personaje que en 1914 desertó del ejército francés para escapar del horror y de la muerte en las trincheras. Posteriormente, se hizo pasar por mujer para evitar su ejecución por deserción. Vivió atrapado entre sus dos personalidades, la del hombre y la de Suzanne, la reina de la noche parisina a quien dio vida. Lo que había sido una vía de escape a la muerte, acabó siendo el drama de vivir atrapado en su propio personaje, en la creación que dejó a Paul en el olvido y provocó la ruptura con la realidad anterior, la que compartía con Louise Landy, su mujer. En 1933, cinco años después de que Louise acabase de un disparo con Suzanne, el alemán Reinhold Schünzel realizó el musical Viktor und Viktoria (1933), cuyo guion —firmado por Schünzel y Hans Hoëmberg— sería la base para el popular film de Blake Edwards ¿Victor o Victoria? (Victor/Victoria, 1982), en la que Julie Andrews dio vida a un personaje ambiguo, andrógino, de dos rostros que le sirven para llevar a cabo su espectáculo.


Sus dos caras son hombre y mujer; claro que ni la propuesta de Schünzel ni la Edwards son trágicas como sí pudo serlo para los reales Paul/Suzanne y Louise ni dramáticas como lo son para los protagonistas de Mi querida señorita (Jaime de Armiñán, 1971) y Un hombre llamado Flor de Otoño (Pedro Olea, 1978). Como Edouard Molinaro en Vicios pequeños (La cage aux folles, 1978) y en su secuela, Edwards se decanta y entra de lleno en lo cómico del asunto, en la confusión de identidad y apuesta por la representación —en esa misma línea estaría Tootsie (Sydney Pollack 1984)—, la evasión y el lucimiento de Andrews; en el de Molinaro, el lucimiento es para tres grandes actores: Ugo Tognazzi, Michel Serrault y Michel Galabru. Su propuesta evita polémicas, pues Edwards no va más allá de donde otros fueron antes que él (a lo superficial) y hace lo que mejor sabe: entretener y, en ningún momento, pretende abordar en profundidad aspectos como la igualdad hombre-mujer ni la identidad psicológica y sexual de sus personajes, tampoco busca desarrollar los posibles conflictos psicológicos relacionados con la aparente y breve confusión que afecta a King (James Garner) cuando se descubre atraído por quien primero cree una mujer y después le dicen que es un hombre que se viste de mujer. King no tarda en descubrir el engaño; lo hace colándose en el baño de ella/él y allí sonríe satisfecho al corroborar que la estrella de cabaret y clubs nocturnos de Paris 1934, en realidad, no es un conde polaco, sino una mujer, la que en la primera parte del film aceptó hacerse pasar por hombre para dejar de pasar hambre. Ante todo, Edwards era un experto en crear situaciones cómicas y caóticas en sus películas. En esta comedia vuelve a demostrarlo en determinados momentos, que son los mejores de un film elegante y con escenas de alta comedia, como la del restaurante; la situación y los diálogos entre la pareja de pícaros (Andrews-Preston) y el camarero, un personaje que siempre le funcionaba para dotar de comicidad al asunto, son para el recuerdo. Prácticamente, toda ¿Víctor o Victoria? lo es en su condición de comedia musical para mayor gloria de Julie Andrews, una comedia que se adapta a los cánones de Hollywood —aunque fuese rodada en los ingleses estudios Pinewood— y del gusto del público mayoritario, lo que ya advierte que no va a entrar en polémicas ni generarlas, pero en la que destaca Robert Preston y las intervenciones de los llamados de reparto, entre quienes se cuentan Leslie Ann Warren y Alex Karras.



jueves, 8 de agosto de 2019

La semilla del tamarindo (1974)


Los personajes que encumbraron a Julie Andrews también son los más vacíos y superficiales. Primero Alfred Hitchcock en Cortina rasgada (Torn Curtain, 1966) y después Blake Edwards apostaron por su capacidad dramática, aunque fue este último quien la desligó definitivamente de aquellas inmaculadas y musicales imágenes que aún perduran en la memoria popular. Bajo la dirección de su marido, la estrella alcanzó su plenitud como actriz interpretando personajes con debilidades, emociones, frustraciones y ambiciones humanas. Fue una transformación que se prolongó en el tiempo y en la sucesión de títulos comunes que se inició en la comedia musical Darling Lili (1970) y continuó en La semilla del tamarindo (The Tamarind Seed, 1974), la película que ponía distancia entre Hollywood y Edwards. El idilio profesional del director y guionista con la industria cinematográfica hollywoodiense había alcanzado su momento álgido durante la década de 1960, con la sucesión de éxitos artísticos y comerciales que ensombrecen aquella parte de su filmografía que, deambulando entre distintos géneros, no obtuvo el respaldo del público, tampoco el de la crítica de la época. Sin embargo, encontramos en la parte oculta Dos hombres contra el oeste (Wild Rovers, 1971) y La semilla del tamarindo, dos destacadas muestras del interés del cineasta por las relaciones humanas dentro de espacios que no las favorecen. La primera es un western crepuscular, que ha ganado su merecido reconocimiento y que no contó con la participación de Andrews, mientras que la segunda concede el protagonismo a la estrella de Sonrisas y lágrimas (The Sound of the Music, 1965), aunque todavía permanece en un lugar discreto dentro de la obra del artífice de La pantera rosa (The Pink Panther, 1963). Los créditos que abren La semilla del tamarindo pueden plantear si se trata de un sucedáneo de James Bond dirigido por Edwards, pero, apenas transcurridos cinco minutos, se disipa cualquier duda al respecto. No existe más parecido entre la propuesta del director de Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany's, 1961) y la saga del agente 007 que el ambientarse en un entorno de espías. A diferencia de las películas inspiradas en el personaje creado por Ian Fleming, el espionaje y la guerra fría expuestos por Edwards se desarrollan en las sombras, en la intimidad y en la ausencia de la acción explosiva y del espectáculo bondiano.


El principio y el fin del film son sus personajes, humanos y grises. En La semilla del tamarindo no hay héroe ni villano, solo hombres y mujeres que viven atrapados en el momento histórico que divide al mundo en dos grandes bloques ideológicos, capitalismo y comunismo, que recelan el uno del otro sin posibilidad de acercamiento. Pero, más allá del espionaje, estamos ante una historia que nos habla de la construcción del amor y de la dificultad de construirlo; nos habla de emociones y sentimientos que se ven afectados por el panorama geopolítico que amenaza la posibilidad de acercamiento de la británica Judith Farrow (Julie Andrews) y el ruso Feodor Sverdlov (Omar Sharif). Su encuentro en Barbados, donde ambos pasan sus vacaciones y se alejan de sus respectivas realidades, alerta al servicio secreto británico, que pone en marcha la operación de vigilancia que desvela la desconfianza, el mundo de apariencias y la paranoia que dominan en las altas esferas. La exposición de los hechos, que encuentran su inspiración literaria en la novela de Evelyn Anthony, se aleja de la propaganda y de la cultura pop para acceder a la pareja protagonista, a su intento de poder ser. Pero también encontramos una segunda pareja, el matrimonio que agoniza en su inevitable proceso de destrucción. Ambas interesan a 
Edwards, los deseos y las frustraciones, las ambiciones y las mentiras, las posibilidades y su ausencia. Mas no por ello se olvida de la intriga, aunque la emplea como la excusa que posibilita el conflicto externo que afecta el interior de una mujer que ha sufrido en sus relaciones con los hombres, que desconfía del amor y que busca ser ella misma, o de un espía que ya no cree en las promesas que le habrían llevado a la existencia que, aunque no lo exprese a viva voz, pretende cambiar a raíz de su encuentro con Judith.

miércoles, 9 de enero de 2019

S.O.B. (1981)


La escena de apertura de El guateque (The Party, 1967) introduce el rodaje de una película de aventuras coloniales donde se conoce a su torpe protagonista, a quien poco después descubrimos en la fiesta que reúne al variopinto grupo de hombres y mujeres que, salvo el servicio, de algún modo están relacionados con la industria cinematográfica. Son caricaturas de actrices, actores, productores y demás, pero sus personalidades carecen de importancia, ya que se trata de una farsa que toma como excusa el mundo del cine para dar rienda suelta al desorden generado por el personaje interpretado por Peter SellersBlake Edwards apenas se detiene en los entresijos que desnuda sin tapujos en S.O.B. (1981), cuyo significado original sería “sons of a bitch”. Más allá de las preferencias entre títulos o de que El guateque es un burlesco mucho más logrado, una diferencia fundamental entre ambas producciones estriba en la experiencia del propio realizador respecto al medio para el cual trabajaba. Cuando se estrenó la primera de las nombradas, Edwards era uno de los directores mimados de Hollywood, gracias a sus éxitos comerciales; por contra, cuando se embarcó en la escritura de S.O.B, ya había experimentado en carnes propias el fracaso y el consiguiente rechazo industrial. De modo que El guateque es una espléndida comedia caótica, pero amable con la industria con la que el cineasta aún no se había enfrentado, una hilarante propuesta que funciona la práctica totalidad de su metraje. La segunda resulta menos equilibrada, mas su irregularidad no le resta su cara crítica. Así, se erige en una sátira corrosiva sobre el Hollywood que abandonó para instalarse en Inglaterra, retrato feroz de sus actores y actrices, productores, directores y de otros profesionales (abogados, representantes, periodistas sensacionalistas, trepas o médicos de estrellas) relacionados con el llamado séptimo arte que, en el film, nada tiene de arte y sí de negocio.

La burla explícita y revanchista propuesta por Edwards en S.O.B. se abre y ubica en un espacio despiadado, egoísta en extremo, donde el dinero, el éxito y la imagen, el “yo” de puertas afuera, adquieren el protagonismo absoluto. De esa manera, el espacio se deshumaniza y de ahí que a nadie llame la atención el cadáver que yace en la playa —el cuerpo de una antigua y olvidada estrella de celuloide que permanece sobre la arena desde el inicio del film hasta la mitad de metraje— o que el productor Felix Farmer (Richard Mulligan) nunca haya tenido un fracaso comercial hasta el estreno de "Viento nocturno", su último largometraje. La fábrica de sueños no perdona el fracaso y su máxima solo contempla el vales tanto como tu última película, por lo que Felix ya vale menos que nada y esta realidad le genera la depresión y lo empuja a infructuosos intentos de suicidio (inspirando el monóxido de carbono de su auto, ahorcándose o disparándose), mientras a su alrededor pululan los distintos personajes que dan forma a la corrosiva y negra burla que el responsable de La carrera del siglo (The Great Race, 1965) hace de su ámbito laboral. Aunque irregular en su conjunto, S.O.B. es una comedia más interesante de lo que se dijo en su momento: alocada, crítica en grado sumo y, si atendemos a dicha crítica, incluso imprescindible para acceder a la cara oculta de Hollywood, aquella que no brilla en la oscuridad de las salas de proyección donde se construyen los mitos cinematográficos, pero sí aquella que se esconde en los despachos, en los estudios y en las mansiones que forman un hábitat agresivo y desquiciado donde todo vale, siempre y cuando ese "todo" no implique pérdidas en la taquilla.

Si en El guateque los intereses económicos que mueven la industria hollywoodiense brillan por su ausencia, en S.O.B., Edwards los convirtió en indispensables y, desde la burla y el desencanto, los señaló sin rubor, como también sin medias tintas apuntó las costumbres de los personajes, las modas, las dificultades que un cineasta tiene para sacar adelante su película y la superficialidad del entorno laboral que conocía en primera persona. Aunque se presente en forma de parodia, la película es un crudo análisis de un ámbito que prioriza y potencia el dinero y la imagen, a todas luces artificial, creada para agradar y atrapar al consumidor que, sin capacidad crítica, deja su dinero en la taquilla de los cines sin enjuiciar la calidad de lo que contempla (la mayoría de las veces producciones en cadena o alteradas por los responsables de los estudios), buscando un momento de evasión, de violencia o de sexo cinematográfico entre esas estrellas de la pantalla que admira, pero que pierden su brillo cuando la película llega a su fin. En este caso, se encuentra a la exitosa actriz Sally Miles (Julie Andrews), también mujer del productor desquiciado interpretado por un (excesivamente) exagerado Richard Mulligan, una actriz que atrae a legiones de seguidores que aplauden su dulzura e inocencia, cuando, en realidad, ambas brillan por su ausencia fuera de las salas de proyección donde comprendemos que es tan imperfecta como cualquiera y, por momentos, un tiburón que solo busca su beneficio. Gracias a la complicidad de Julie Andrews, su mujer en la vida real, el realizador de La Pantera Rosa (The Pink Panther, 1964) transforma a Mary Poppins en una actriz carnal, liberándola y dotándola de carnalidad (se desnuda en la nueva versión de "Viento nocturno"), de humanidad (con todo cuanto el término implica) y de ambición, cuando su dinero y su imagen están en juego y acepta desnudarse en la pantalla para lograr un éxito de taquilla —algo impensable en los asexuados personajes que le dieron fama—. Para ella lo importante es su estatus, su comodidad y los beneficios, y poco le importa que su marido haya tocado fondo (lo abandona al inicio del film) e intente suicidios en gags que se suceden con mayor o menor fortuna. Similar suerte corren los diálogos o las relaciones entre los numerosos personajes que asoman por una película que, a pesar de sus altibajos, posee el atractivo de desnudar Hollywood con irreverencia despiadada y comicidad crítica.

domingo, 2 de diciembre de 2018

La carrera del siglo (1965)



Diversión, evasión y caos fueron manejados por Blake Edwards con acierto y soltura ascendentes en sus comedias realizadas entre 1957 y 1968, un periodo que podríamos calificar de su etapa cinematográfica dorada. Así lo corrobora su imparable ascenso desde El temible Mr. Corey (Mr. Corey, 1957) hasta El guateque (The Party, 1968), dos películas que se inscriben dentro del género que más frecuentó y que más le gustaba. No obstante, existe una diferencia definitoria entre ambas comedias y esta la encontramos en el descontrol absoluto que se adueña de la fiesta a la que Bakshi acude por error. Pero ese desorden que domina en pantalla ya había asomado en Operación Pacífico (Operation Petticoat, 1959), cobrado fuerza en La pantera Rosa (The Pink Panther, 1964), quizá mayor perfección en El nuevo caso del inspector Closeau (A Shot in the Dark, 1964) y alcanzado su cima en La carrera del siglo (The Great Race, 1965), títulos todos ellos que aún hoy cumplen la finalidad de entretener y divertir. Eso es el cine, al menos para Edwards, entretenimiento y sensaciones que ofrecer al público, más allá de que en ocasiones no rehuyese un cine más reflexivo y dramático en títulos como Días de vino y rosas (Days of Wine and Roses, 1962) o Dos hombres contra el oeste (Wild Rovers, 1971), indispensable western crepuscular que en su día fue ninguneado. Este no fue el caso de sus comedias más alocadas, en las que Edwards se desentendió de cualquier realidad que no fuese la de hacer reír a partir de la fantasía animada, comedias en las que sus protagonistas de carne y hueso no dejan de ser dibujos animados. Pues, ¿qué son si no el señor Yunioshi, Clouseau, el comisario Dreyfus, el profesor Fate o su ayudante? ¿Acaso no son caricaturas animadas que podrían sobrevivir a cualquier explosión o porrazo? Habrá quien prefiera las dos primeras entregas de la saga de La pantera rosaEl guateque, en algún momento del pasado también las he preferido, aunque ahora me decanto por La carrera del siglo, una de las películas más personales y delirantes del realizador estadounidense, y un entretenimiento sin complejos que homenajea al tiempo que parodia el cine realizado en Hollywood, desde el slapstick y el cartoon hasta el western, pasando por la screwball comedy y por el cine de aventuras de capa y espada —al duelo de sombras de Robin de los bosques (The Adventures of Robin HoodMichael Curtiz, 1938) y a las versiones de El prisionero de Zenda (The Prisioner of Zenda). Esa es la magia de la que bebe La carrera del siglo, el cine como espectáculo y evasión, un cine que nos devuelve la inocencia y la fantasía de aquel tipo de películas que vivían del movimiento, de la ensoñación y del ingenio de sus creadores.


En la década de 1960, las comedias de golpes y gags eran prácticamente un recuerdo del ayer y su lugar en aquel hoy lo había ocupado otro tipo de producciones cómicas en las que el humor surgía del diálogo o del chiste hablado. Sin embargo hubo herederos del slapstick que, como Jerry Lewis y Frank Tashlin (por citar dos cineastas hollywoodienses contemporáneos a Edwards), encontraron en el pasado cinematográfico la inspiración para desarrollar su brillante presente en la comedia física, aunque con intenciones diferentes a las del autor de Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany's, 1961),
 cuyas comedias fueron menos subversivas que las de los anteriormente citados. La carrera del siglo bebe de aquellas películas cómicas mudas, de la inmaculada figura del héroe, encarnado con tono autoparódico por Tony Curtis, de la rebeldía femenina de la periodista a quien dio vida Natalie Wood y su constante búsqueda por demostrar que si ellos pueden, ella también, y de la imagen del villano, magistral e histriónicamente interpretado por Jack Lemmon, para ofrecernos más de dos horas de entretenimiento, de golpes y de aventuras por distintos espacios, aunque en realidad se trata de uno solo: la imaginación. Estos son los protagonistas, caricaturas remarcadas de tres personajes clásicos de Hollywood, figuras satirizadas que se lanzan a una carrera de risas que nos permite recorrer miles de kilómetros de irrealidad y varios géneros cinematográficos, sobre todo, aquel en la que sobresalieron figuras inolvidables como Stan Laurel y Oliver Hardy, a quienes el cineasta dedicó el film.
 

domingo, 26 de enero de 2014

El nuevo caso del inspector Clouseau (1964)


De los personajes que deambulan por La Pantera Rosa (The Pink Panther, 1963) fue el interpretado por Peter Sellers el que llamó la atención del público en su estreno, al recaer en él los momentos más alocados y divertidos del film. Este hecho, sumado al contundente éxito en la taquilla, provocó que meses después los responsables de la mítica comedia realizasen una segunda entrega. Pero, a diferencia de La Pantera RosaEl nuevo caso del inspector Closeau (A Shot in the Dark) se centró en exclusiva en las andanzas del inepto funcionario de la policía francesa, aunque para él esa ineptitud no es más que su superioridad intelectual y profesional, pues no cae en la cuenta ni de su evidente torpeza ni de su innegable habilidad para crear el caos allí donde se presenta. Esta nueva desventura de Clouseau marcó la pauta a seguir en los sucesivos títulos que componen la famosa saga que convirtió en estrella de primer orden a Peter Sellers; aunque tanto él como el director y guionista Blake Edwards quisieron poner fin a su implicación en la franquicia tras este film, y ambos rechazaron participar en una nueva entrega, la fallida El rey del peligro (Inspector Clouseau, 1968), que sería dirigida por Bud Yorkin e interpretada por Alan Arkin en el papel del torpe gendarme, pero sin conseguir hacer olvidar la excelente caracterización del actor británico. No obstante, cuando sus carreras necesitaron un éxito seguro, que mantuviese sus estatus dentro de la industria cinematográfica y sanease sus bolsillos, tanto el actor como el realizador retornaron a la franquicia con una cuarta película, El regreso de la Pantera Rosa (The Return of the Pink Panther, 1975), a la que siguieron La Pantera Rosa ataca de nuevo (The Pink Panther Strikes Again, 1976) y La venganza de la Pantera Rosa (Revenge of Pink Panther, 1978). Posteriormente, ya sin Sellers (fallecido en 1980), Edwards dirigió otras tres secuelas, muy inferiores a las nombradas, en una de las cuales, Tras la pista de la Pantera Rosa (Trail of the Pink Panther, 1982), el cineasta rindió homenaje al genial cómico empleando imágenes de archivo de su personaje. Uno de los aspectos a destacar de El nuevo caso del inspector Clouseau sería la introducción de dos habituales fundamentales en la saga: Kato (Burt Kwouk), el sigiloso criado del inspector, y sobre todo el desquiciado comisario Dreyfus (Herbert Lom), principal víctima de la personalidad de un subordinado a quien siempre desea ver muerto y a quien intenta asesinar a lo largo de la trama, que se inicia en una mansión donde las puertas se abren y se cierran para recibir a las parejas de amantes que deambulan en la nocturnidad, durante la cual se comete el crimen que será "investigado" por el imperturbable Clouseau. Aunque, desde el comienzo de sus pesquisas, el agente no puede evitar sentir cierta simpatía hacia la sospechosa (Elke Sommer), a quien una y otra vez pone en libertad para poder seguirla empleando su inigualable incapacidad de disfrazarse, la misma que irremediablemente le conduce a ser constantemente arrestado y enjaulado.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Edwards, comedia y algo más


Su primer contacto con el cine se produjo delante de las cámaras, aunque la mayoría de los personajes que interpretó fueron roles secundarios o sin acreditar; su verdadero camino dentro de la industria cinematográfica lo encontró escribiendo guiones, primero en dos western para Lesley Selander, y posteriormente en su asociación profesional con Richard Quine, con quien escribió nueve guiones, siete de los cuales fueron dirigidos por aquel (entre los que se encuentran Mi hermana ElenaOperación baile loco o La misteriosa dama de negro) y dos por el propio Blake Edwards, produciéndose su debut en la realización con la comedia musical Venga tu sonrisa (Bring Your Smile Along, 1955). Sus trabajos comenzaron a cobrar mayor entidad a raíz de El temible Mister Corey (Mister Corey, 1957), protagonizada por Tony Curtis, actor que repetiría con el director en otras tres comedias: Vacaciones sin novia (The Perfect Furlough, 1958), Operación Pacífico (Operation Petticoat, 1959) y La carrera del siglo (The Great Racer, 1965), una de sus películas más personales y alocadas. Pero sin duda, su época de esplendor como director se produjo en la década de los sesenta, a partir de Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany's, 1961), drama disfrazado de comedia romántica que le consagró dentro de la industria, a la que seguiría el thriller Chantaje contra una mujer (Experiment in Terror, 1962) y el drama Días de vino y rosas (Days of Wine and Roses, 1962). En 1964 Edwards sacó de la manga a un inspector de policía despistado y caótico, rey del caos y del disfraz, que se dio a conocer mundialmente por su apellido francés. Encarnado por el genial cómico británico Peter Sellers, Clouseau apareció por primera vez en la pantalla en La Pantera Rosa (The Pink Panther, 1964), iniciándose una saga que el director, guionista y ocasional productor alargaría a lo largo de los años (cuando las necesidades económicas así lo requerían), desde El nuevo caso del inspector Clouseau (A Shot in the Dark, 1964) hasta El hijo de La Pantera Rosa (Son of the Pink Panther ,1993). Y de nuevo con Peter Sellers realizaría otra hilarante y caótica comedia, El guateque (The Party, 1968), en la que Sellers interpretó a un torpe actor hindú que anima una fiesta que sin él sería bastante aburrida. A menudo se ha encasillado a Blake Edwards como un director de comedias, sin embargo dentro de su sobra fílmica se descubren títulos como Días de vino y rosas (Days of Wine and Roses, 1962), excelente drama que gira en torno a la autodestrucción de un matrimonio de clase media que se deja arrastrar por su adicción al alcohol; los thrillers Chantaje contra una mujer (Experiment in Terror,1962), Gunn (1967) y el menos logrado Diagnóstico asesinato (The Carey Treament, 1972) o el espléndido e incomprendido (en su momento) western crepuscular Dos hombres contra el oeste (Wild Rovers, 1971), interpretado por William Holden y Ryan O'Neal, siendo el primero un cowboy maduro y desencantado por el paso de los años, que se contrapone a la inexperiencia y a la ilusión que se observa en el segundo. Si con Peter Sellers trabajó en seis películas (más otras dos con imágenes de archivo), Edwards mantuvo su relación artística más estable (si no se tiene en cuenta al compositor Henry Mancini) con su esposa, Julie Andrews, a quien dirigió en una de sus mejores comedias, ¿Victor o Victoria? (Victor Victoria, 1982), cuyo enredo reside en la confusión que el personaje principal crea como consecuencia de su transformismo, y en el musical Darlling Lili (1970), la aventura romántica La semilla del Tamarindo (The Tamarind Seed, 1974) y otras comedias como 10, la mujer perfecta (10, 1979), S.O.B (1981) o ¡Así es la vida! (That's Life, 1986). A pesar de que su última película fue una revisión televisiva de su éxito ¿Victor o Victoria? (que a su vez era una adaptación de un film alemán), su última gran comedia sería la divertida y alocada Cita a ciegas (Blind Date, 1987), tras la cual realizaría otros films que carecen del ritmo y acierto que se encuentran en buena parte de su filmografía.

miércoles, 31 de octubre de 2012

Dos hombres contra el oeste (1971)


Vista la filmografía de Blake Edwards, su gusto por la comedia resulta innegable. En ella se prodigó con asiduidad y éxito. Suyas son las exitosas Operación Pacífico (Operation Peticoat, 1959), Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s, 1961), La pantera rosa (The Pink Panther, 1963), La carrera del siglo (The Great Race, 1965) y El guateque (The Party, 1968), pero también se atrevió con el drama, con el cine de espionaje, el thriller e incluso con el western, a priori un género que sorprende en él, pero del que salió airoso. De esas aventuras lejos de la comedia, obtuvo resultados dispares, más o menos sonrientes, siendo las más destacadas el drama Días de vino y rosas (Days of Wine and Roses, 1962) y Dos hombres contra el oeste (Wild Rovers, 1971) —así se tituló en España, posiblemente para aprovechar el éxito comercial de otros dos hombres: Butch y Sundance— , su paso por el oeste y uno de sus mejores films de la década de 1970, en buena media gracias a la presencia otoñal de un William Holden que continuaba demostrando que, fuese en Sunset Boulevard, en el stalag o liderando el grupo salvaje, era uno de los mejores actores que había pisado Hollywood. Su personaje, a todas luces, crepuscular, remite al universo western de Sam Peckinpah en el que Edwards encontró un modelo a partir del cual crear algo propio. El director de S.O.B (1981) lo logra al dar cabida al humor amargo de sus dos protagonistas: el maduro desencantado y el joven que no desea llegar a la edad de su compañero y descubrirse como aquel. La estructura y el itinerario de Dos hombres contra el oeste resultan atractivos, aunque por momentos su ritmo se ralentiza como si no supiera hacia dónde se dirige, reiterando en las emociones y motivaciones que impulsan a sus antihéroes a avanzar por un recorrido que concluye en uno de los grandes paisajes del western clásico, quizá para refrendar que ese paraje es el testigo de excepción de una época que concluye...


Ross Bodine (William Holden) y Fran Post (Ryan O'Neal) reciben un mísero salario por su trabajo para Walter Buckman (Karl Malden), un ganadero de ideas férreas, marcadas por su creencia de ser el amo y señor de todas las tierras que rodean su rancho, donde se produce la muerte de uno de sus asalariados. El accidente mortal es el detonante para que Bodine y Frank lleven a cabo un plan que surge de la necesidad de abandonar esa vida sin futuro que a ninguno satisface. Ambos muestran aspectos opuestos, pero la diferencia que resalta a primera vista reside en la edad que los separa, tiempo suficiente para que el primero sienta los sin sabores de una existencia incompleta e insatisfactoria que todavía no se descubre en Frank, protegido por su juventud, aunque esta es efímera, lo que provoca que la imagen de Bodine pueda ser la suya en un futuro no muy lejano. Como consecuencia, de ese tan lejos, tan cerca, Edwards plantea la película desde la proximidad del distanciamiento generacional, entre la veteranía representada por uno y la juventud que caracteriza al otro, cercanía y distancia que se desarrollan durante la escapada que emprenden después de robar treinta y seis mil dólares en el banco de la ciudad; un asalto que Buckman toma como una cuestión personal. Por ello, envía tras los fugitivos a sus dos hijos: John (Tom Skerrit) y Paul (Joe Don Baker), de pensamiento y comportamiento dispar. El itinerario que parte de Montana permite observar algunas de las características de un género consciente de que se encontraba al final de su esplendor como tal, lo mismo que Bodine, convencido de que esa es su última oportunidad para decir que él ha estado ahí. A lo largo de la película, se observa el constante enfrentamiento entre tradición y modernidad, sin que ninguna de las dos puedan existir sin la presencia de la otra, como desvela la lucha entre el ganadero y el ovejero, una lucha de la que ninguno sale victorioso. Del mismo modo, el atraco al banco es una característica del oeste tradicional que representa Bodine, pero que se aleja de los métodos violentos de aquellos forajidos del salvaje oeste porque tanto este como Post se decantan por un método nada convencional para apoderarse del dinero. Otro momento donde se enfatiza la comunión y desunión de los dos polos opuestos se presenta en la incansable persecución de los dos hermanos, que no se detienen porque uno de ellos (John) es incapaz de deshacerse de la gigantesca sombra paterna (ideas tradicionales y conservadoras que ha heredado), incluso después de su muerte.



miércoles, 5 de septiembre de 2012

Días de vino y rosas (1962)


Los días felices se suceden sin que ninguno sea consciente de que han dejado de serlo. La felicidad del matrimonio queda atrás, igual que el accidental primer encuentro en la fiesta en la que Joe (Jack Lemmon), encargado de que sus clientes disfrutasen en aquellas orgías de alcohol y sexo, confundiese a Kirsten (Lee Remick) con una chica de alterne. Hacer de alcahuete, y no de relaciones públicas, le mermaba la moral y el aguante que, finalmente, desaparecieron entre copa y copa. Los días de vino y rosas son efímeros, y sin más, la pareja despierta a la realidad que no quieren reconocer y aceptar. La constante de Joe por beber acaba por afectar a Kirsten, quien nunca antes había bebido —<<no le veo mucho sentido. No me gusta su sabor>>, le dice durante la primera cita—, pero quien finalmente decide acompañar a su marido en esas noches de alcohol que les aparta y les aleja de sí mismos. Días de vino y rosas (Days of Wine and Roses, 1962) se inicia de manera suave, incluso con algún toque cómico que apunta a esa felicidad del primer momento, cuando la embriaguez parece provocar un estado de breve euforia, antes de que esta desaparezca y deje su lugar a la dependencia y a la resaca que siempre regresa. Ninguno de ellos reconoce su adicción, ni admiten que el alcohol se ha convertido en su único y traicionero amor. Sus cuerpos y sus rostros sufren los cambios del abuso, su vida se marchita, afectando a la existencia de la pequeña Debbie. La niña no alcanza a comprender qué le ocurre a sus padres, como tampoco ellos lo saben o no quieren saberlo. Tras años de ebriedad, por un instante, Joe se detiene y observa la imagen que se refleja en un escaparate. Se pregunta si el extraño que tiene enfrente es él y cómo ha llegado a convertirse en esa ruina humana. En ese instante, Joe comprende hasta que punto ha tirado su vida por la borda. Lo sabe, sabe que deben alejarse del alcohol: ni una sola gota. Kirsten también lo sabe, pero ninguno posee el convencimiento necesario para llegar hasta el final y asumir que necesitan ayuda.


Cuando el padre de Kirsten (
Charles Bickford) les acepta en su casa parece posible recuperar el color de rosas que promete un nuevo periodo de felicidad y..., una vez más se dejan engañar por la falsa alegría que les proporciona el alcohol, un alegría que concluye con la búsqueda desesperada de otra botella, escondida en un invernadero en el que Joe toca fondo. La experiencia sufrida por Joe en el hospital psiquiátrico donde es ingresado le sirve para reconocer que es un adicto que necesita ayuda, por eso acepta la que le ofrece Jim Hungerford (Jack Klugman), un alcohólico que lleva catorce años sin beber, un claro ejemplo de que la enfermedad tiene cura, pero una cura que debe realizarse a diario, manteniéndose en guardia contra las tentaciones y la desesperación que provocan los sentimientos enfrentados. Tras tantos años de borracheras y resacas la vida parece volver a sonreír al matrimonio, pero existe una amenaza que Joe pasa por alto: la negativa de Kirsten a acompañarle a las reuniones de alcohólicos anónimos, porque ella se escuda en su afirmación de poder vencer a la tentación con fuerza de voluntad. La recaída de Kirsten no tarda en arrastrar a Joe, quien cede por amor ante esa esposa que le acusa de abandonarla por la leche y el café; la soledad de ambos es desgarradora en esa oscura habitación de motel donde sus caminos y el de la botella se unen una vez más, y puede que les separe para siempre. La resolución final podría dar pie a dos posibles opciones: para los más optimistas, Kirsten conseguirá superar su adicción, ya que pasa por debajo del neón de un bar y le da la espalda al cruzar la calle, y para los pesimistas queda la imagen de Joe observando por la ventana, mientras ese mismo neón le alumbra de manera intermitente, como si estuviese tentándolo a participar en un juego de azar, que significaría su posible recaída. Esta decisión de Blake Edwards de concluir el film con un final abierto, que se corresponde con la realidad traicionera del alcohol, redondea Días de vino y rosas (Days of Wine and Roses, 1962) y aumenta la sensación de estar ante una de las películas que mejor aborda el tema del alcoholismo, exponiendo tres fases que se suceden de modo consecutivo: la alegría del primer momento, cuando ni se es ni se piensa en serlo; la necesidad que domina en el segundo momento, cuando se es, pero no se quiere aceptar; y un tercer instante, cuando a la desesperación de saber que se es, se une el valor para admitir que se es y el drama de no sentir las fuerzas necesarias para dejar de serlo.

domingo, 12 de febrero de 2012

El guateque (1968)


Cuando se pretende organizar una fiesta se debe comprobar que, por error, se ha invitado a Hrundi V.Bakshi (Peter Sellers), o si lo que se busca es una velada cercana al caos, que se le invite sin más, pero que el anfitrión no olvide contratar a un mayordomo tan eficiente como Levinson (Steve Franken), ese que prefiere beberse los combinados a servirlos. Hecha la advertencia cabría decir que Blake Edwards y Peter Sellers acertaron al crear a un personaje tan despistado como su exitoso inspector Clouseau, un individuo que se recrea a sus anchas por esa lujosa casa en la que reina un humor absurdo, que le confirman como el alma de la fiesta. El guateque (The party) comienza con el torpe actor hindú mostrando sus dotes artísticas, al tiempo que busca el lugar adecuado para anudar los cordones de sus zapatos, y lo encuentra a la primera, provocando que la explosión del fuerte, la escena cumbre de la película en la que trabaja, se adelante el tiempo justo para fastidiar el film. El accidente irrita a todos, sobre todo a Divot (Gavin MacLeod), el productor, y a uno de los ejecutivos más importantes del estudio, el señor Clutterbuck (J.Edward McKinley), quien se encarga de escribir el nombre de Hrundi V.Bakshi en una lista negra que, por despiste, resulta ser la lista de invitados a la fiesta que celebrará en su casa. Con los antecedentes mostrados antes de los títulos de crédito uno se puede imaginar lo que sucederá en la mansión Clutterbuck, donde se reúne una peculiar fauna de esnobs relacionados con el mundo del celuloide y otros ámbitos sociales, que nada tienen que ver con el elegante Bakshi. Amedrentado y sin querer llamar la atención, a pesar de sus calcetines de color radiactivo, no logra pasar desapercibido, porque ese rasgo no forma parte de su naturaleza. Así pues comete una, dos, tres... torpezas, y eso que aún no se ha sentado sobre la ridícula silla desde la que, si bien lo intenta, no logra probar bocado. Quien sí prueba, pero no alimentos, sería un camarero que resulta un complemento ideal para que las andanzas de Bakshi no saturen y corran el riesgo de convertirse en monótonas sucesiones de gags en los que se muestra su torpeza. La fiesta se desarrolla tal y como no desea la señora Clutterbuck (Fay McKennzie), circunstancia observada por un esposo que no puede más resignarse a tener en su casa a un individuo del que desconoce su identidad, mejor así, porque en caso contrario Bakshi correría el riesgo de morir estrangulado. Hrundi Bakshi continúa haciendo de las suyas, desapareciendo del lugar de los hechos y reapareciendo en el extremo opuesto de la zona cero, saludando como si nada, pretendiendo indicar que él no ha podido ser el causante del desastre. Este torpe actor hindú, que no puede comunicarse en hindustaní, porque, que raro, ninguno de los invitados lo habla, tiene la fortuna de conocer a Michele Monet (Claudine Longet), una joven y agradable aspirante a actriz, contraria a su petulante pareja. Queda claro cuales son las intenciones de Divot, a parte de colocarse correctamente el peluquín, pero también queda confirmada la postura de una mujer que prefiere ser ella misma a claudicar ante un hombre que la amenaza con destruir su carrera antes de que ésta empiece. Blake Edwards planteó un humor surrealista para mostrar unos gags que si bien hacen reír, lo hacen en determinadas ocasiones, pero en conjunto resulta una comedia divertida, en la que Peter Sellers pudo dar rienda suelta a su capacidad para crear un estado de caos total, como había logrado con su personaje más famoso y torpe.

martes, 6 de diciembre de 2011

Operación Pacífico (1959)


Las películas de submarinos suelen presentar situaciones extremas que se ciernen sobre una tripulación que debe superarlas si pretende alcanzar su objetivo, y eso es lo que sucede en Operación Pacífico (Operation Petticoat, 1959), pero desde una perspectiva ligera y divertida, en la que la amenaza aparece en forma de cinco enfermeras que recogen tras hacerse a la mar. Pero antes de que eso suceda el buque necesita ser reparado, una circunstancia que en cualquier otro momento no sería tan complicada como durante la guerra. "El tigre del mar" no ha entrado en acción y los japoneses ya le han causado daños suficientes como para llevarlo al desguace, una posibilidad que el capitán Sherman (Cary Grant) evita tras presentar a su superior razones para que le permita reparar parte de los destrozos, y así poder navegar hasta el lugar más cercano donde pueda ser reparado por completo. Sin embargo, los arreglos no avanzan dado la falta de materiales para poder llevar a cabo los ajustes que se pretenden, y ahí es cuando aparece, como llovido del cielo, el teniente Holden (Tony Curtis), un oficial a quien la guerra le trae sin cuidado, porque lo único que desea es que se acabe para poder contraer matrimonio con la multimillonaria que le aguarda en el continente. Sabiendo eso, también se puede comprender que se trata de un individuo que busca lo que necesita sin plantearse cómo lo hace o dónde lo consigue. Los robos y los engaños se le dan a la perfección, ofreciendo todo lo necesario para que las reparaciones avancen, mientras el capitán intenta no preguntarse cómo es posible que obtenga un material que desaparece de los almacenes o mismo de la oficina de quien está al mando. Gracias a este arranque, Blake Edwards presentó a dos oficiales totalmente distintos, pero que se necesitan, cuestión que Sherman comprende y que le obliga a hacer la vista gorda con las extravagancias de un teniente que pretende que su estancia en el submarino se parezca a la de un crucero, intención que parece conseguir cuando sube a bordo a un grupo enfermeras necesitadas de transporte. La aparición de las mujeres crea una situación anómala, en la que todo se vuelve patas arriba, y coincide con la repentina enfermedad de buena parte de la tripulación, ¿quién podría culparles por caer enfermos y ser atendidos por esas enfermeras altamente cualificadas? "El tigre del mar" continúa su travesía por aguas infestadas de buques enemigos, expulsando humo y emitiendo ruidos que indican que algo no funciona demasiado bien. Pero no sólo deben temer a los japoneses, sino también a su propia flota, que desconoce que un submarino rosa forma parte de ella. La lucha de la tripulación se enfrenta a la alegría que se respira desde que han llegado las chicas, quienes en mayor o menor medida trastocan la marcialidad que se les exige, sobre todo la del teniente, quien parece dispuesto a conquistar a la teniente Duran (Dina Merrill) ¿qué cabría esperar si no? Pero también la del jefe de máquinas (Arthur O'Connell) y, por supuesto, la de un capitán que empieza a creer que la teniente Crandall (Joan O'Brien) es una espía japonesa, pues allí donde ésta asoma el caos parece reinar, como cuando hunden un camión en lugar del barco que pretendían mandar al fondo del mar. La travesía que rodó Blake Edwards resultó un divertimento excelente al enfocar un viaje submarino desde el enredo que se produce gracias a esa situación anómala que se crea en el interior de la nave; destacando el enfrentamiento entre el jefe de máquinas y la mayor Heywood (Virginia Gregg), porque el primero descubre como la segunda se apodera de sus funciones reparando una pieza vital con una faja, pero que aunque parezca increíble funciona; como también funciona la picaresca de Holden, que proporciona los momentos de humor más absurdo y desenfadado, sin olvidar el talento natural de Cary Grant para la comedia, quizá por eso y por su condición de estrella la película se abre con su personaje en un presente en el cual el submarino se encuentra a punto de realizar su último viaje, cuestión que le permite revivir una odisea que, sin duda, nunca llegaría a olvidar.

jueves, 11 de agosto de 2011

Desayuno con diamantes (1961)



Una noche más, una noche igual, un nuevo amanecer, la misma soledad en su eterno retorno al escaparate donde su bello rostro exterioriza una despreocupación inexistente y un vacío que no reconoce. Su reflejo muestra a una joven libre, quizá alocada, y seguro soñadora, pero la imagen reflejada no delata el enfrentamiento entre el ser y el querer que ni Tiffany's puede calmar, aunque ella así lo asegure. Su rutina continúa como cada día, sin embargo no será una jornada igual, porque el timbre suena y alguien aparece en su vida. ¿Lo dejará entrar y se encontrará a sí misma o seguirá fantaseando con ser un espíritu libre, ajeno a exigir compromisos y a comprometerse? Su nuevo vecino, Paul (George Peppard), a quien ella llama Fred, es un escritor que no escribe, que vive bajo la protección económica de una mujer (Patricia Neal) que lo considera suyo, y que se siente atraído hacia esa atractiva y escuálida muchacha en quien descubre a un ser perdido que le regala instantes que nadie más podría proporcionarle. De esta manera se presentan los personajes principales de
 Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany's, 1960), prescindiendo de los recuerdos del personaje-narrador que relata la historia de Holly Golightly en Desayuno en Tiffany's (Breakfast at Tiffany's; Truman Capote, 1958), la novela corta que George Axelrod convirtió en el guión que Blake Edwards trasladó a la gran pantalla en una de sus mejores y más emotivas películas, en buena medida gracias a la química entre sus protagonistas y a la expresividad de la mirada de la inolvidable Holly (Audrey Hepburn). Sus ojos luminosos, a menudo ocultos tras los cristales de sus gafas de sol, sus lágrimas, sus palabras, y el ingenio que aquellas delatan, o la sonrisa con la que disimula su miedo a pertenecer o a que alguien le pertenezca, desnudan una existencia incompleta, atormentada, al tiempo que muestran la imposibilidad de hacer real el sentimiento que acaricia cuando comparte su tiempo con el escritor. Estos instantes la acercan a la plenitud que ella misma se niega como consecuencia de su miedo y de la idea que generan los días rojos que desestabilizan su mundo frágil e inestable. En su fantasía amolda la realidad a su gusto, aunque esto no le proporciona más satisfacción que la superficial y el autoengaño que la condena a interpretar un papel que nace de la desorientación de no saber quién es y de su constante de escapar y ser alcanzada. De tal manera asume su coraza de mujer libre, salvaje e indomable, rehuye la introspectiva y el compromiso, como delata su temor a llamar a Paul por su nombre o a aceptar que su "gato" es suyo, y se encierra en una jaula de miedos y contradicciones de la que no puede salir porque no es consciente de su existencia, o no quiere serlo. Sin embargo, y aunque intente alejarlo cuando sus sentimientos la amenazan, necesita la compañía de su nuevo amigo, en quien proyecta la imagen de su hermano Fred (la única relación de pertenencia-posesión que sí acepta) y su enfrentamiento entre su realidad ficticia y aquella que no acepta.


La música de
Henry Mancini acompaña a esta delicada, inestable y hermosa criatura a lo largo de su deriva por una Nueva York nocturna, superficial y sofisticada, de risas, fiestas y despreocupaciones que no son más que su intento de aparcar y retardar el enfrentamiento existencial que la haga reconocerse y conocerse más allá de su estado actual. El detonante para que se produzca el cambio llega del pasado, en un encuentro que precipita su decisión de casarse con un millonario que le permita seguir huyendo de sí misma y de las emociones que se niega en su constante de no comprometerse consigo misma y con los demás, una doble negación que la conduce hacia el rechazo sistemático que le impide encarar sus verdaderos sentimientos. A la vez clara y contradictoria, Holly es definida por el personaje de Martin Balsam como farsante y sincera. Crea su mentira y cree en ella, aunque, en realidad, lo que cree no es la esencia de cuanto siente, sino la contradicción perenne que le impide reconocerse y reconocer en su relación con Paul ese algo especial que los une y llena el vacío común cuando están juntos. Son esos momentos compartidos los que llevan a Paul a poner fin a su mentira, a liberarse y a depositar sus esperanzas en la joven que no puede corresponderle, porque continúa sin encontrarse. Esas esperanzas, nacidas de su contacto con Holly, le permiten recuperar la ilusión y la nueva perspectiva vital que le posibilita volver a escribir, pero sobre todo le permite volver a sentir sensaciones ya olvidadas. A medida que evoluciona la relación entre los dos personajes, el tono cómico de Desayuno con diamantes se transforma en drama, ya que en ambos se descubren carencias emocionales que les impide disfrutar de una existencia plena más allá de los momentos agradables que comparten, aunque limitados e interrumpidos por la barrera que Holly ha levantado entre ella y el resto del mundo, un muro que la separa de quien ha llamado a su puerta para llenar su vacío y enfrentarla a la sensación de sentirse atrapada. Su rechazo la hace sufrir, no hay risas ni en su soledad ni en sus lágrimas, solo desesperación, porque ella no es un diamante frío, hermoso e inaccesible como los que contempla cada amanecer, ella es un alma sensible que sufre y que necesita encontrarse más allá de la cristalera donde no logra calmar su espíritu libre, aunque atrapado en su contradicción.

miércoles, 15 de junio de 2011

La Pantera Rosa (1963)



En la primera mitad de la década de 1960, Bond y Clouseau se convirtieron en dos iconos cinematográficos de la cultura pop. Ambos son caricaturas, aunque se sitúan en polos opuestos. El primero es un héroe, un conquistador, expeditivo, elegante, chulesco, mientras que el segundo es el desastre hecho antihéroe que, sin el menor éxito, intenta disimular su incompetencia y su desorientación. La presentación cinematográfica del agente 007 en Dr. No (Terence Young, 1962) define al personaje —heroico, seductor, irónico, letal, infalible—, la de Clouseau en La Pantera rosa (The Pink Panther, 1963) solo esboza su legendaria torpeza, la que luce en El nuevo caso del inspector Clouseau (A Shot in the Dark, 1964), y que La pantera rosa todavía no lleva hasta el límite de la caótica (im)personalidad de un personaje mezcla de niño, dibujo animado y maestro del disfraz que no puede disimular que es un ser desorientado y marginal, como tantos otros personajes en el cine de Blake Edwards. En esta primera entrega de la serie, el director de Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s, 1961) solo esbozada lo que puede dar de sí la figura de uno de los icónicos de su filmografía, puesto que todavía no le concede el protagonismo absoluto. El inspector es uno más dentro de la farsa propuesta, que promete desenfreno, mas carece de ritmo, locura y caos. Pero estas ausencias no impiden que La Pantera Rosa sea un clásico de la comedia y del enredo que apunta el reinado del desorden. Ciertamente lo es, aunque no por su comicidad ni por su calidad cinematográfica, de las que dudo, sino debido a los factores que hacen del film de Edwards un punto de referencia dentro del género y, particularmente para él, es el paso previo hacia sus dos cimas de delirio cómico —La carrera del siglo (The Great Racer, 1965) y El guateque (The Party, 1968)— en las que el humor brilla en su mezcla de comedia animada, slapstick, referencias cinematográficas y elevadas dosis de desastre.



El primer acierto de
La pantera rosa aparece al instante, en los títulos de crédito, en una pantera animada, del color anunciado en el título del film, que asume el protagonismo, aunque el resto de animaciones que asoman en la pantalla intenten  negárselo a base de golpes. Ella introduce el caos y, debido al éxito de la película, se ganaría protagonizar su propia serie de televisión. El segundo acierto se produce al mismo tiempo, aunque no se ve, se escucha. La banda sonora compuesta por Henry Mancini realza la comicidad y su tema central también alcanza cotas de icono popular —estatus que también logra la composición de Monty Norman para 007. Otro de los grandes aciertos de Edwards es recuperar el humor físico. La comicidad recae en las torpezas, mas que en los diálogos, pues el cineasta enfoca la comedia hacia el lado físico y desastroso, cercano a los dibujos que se pueden contemplar al inicio. Y esto es debido sobre todo a la aparición de Clouseau, un personaje vital para elevar la comicidad, aunque, en esta primera película de la saga, el reparto de protagonismo frena al policía interpretado por Peter Sellers. A partir de la siguiente entrega, el actor británico será sinónimo  de un humor que roza el absurdo, lo delirante y lo patoso, pero en su primera desventura se encuentra supeditado al petulante aristócrata a quien da vida David Niven; aunque el personaje más atractivo de la farsa es el interpretado por Capucine, cuyo arte para el engaño y la manipulación ya se expone en su presentación en la pantalla y alcanza su punto álgido en la habitación del hotel donde lidia con su marido, con su amante y con quien aspira serlo.


La vida de Closeau gira en torno a su mujer y al “Fantasma”, el ladrón de guante blanco que amenaza apoderarse de la
Pantera Rosa, el brillante más famoso del mundo. Así pues, advertido de las intenciones de ese maestro del robo que firma sus golpes dejando un guante blanco en la escena del delito, el inspector viaja a Italia, donde también se encuentra la princesa Dala (Claudia Cardinale), dueña legítima de la joya. Pero el torpe, desubicado, manejable y autocomplaciente policía no viaja solo, le acompaña Simone (Capucine), infiel con su marido y fiel al “fantasma” con quien colabora profesional y sentimental. El inspector nada sospecha, y eso que lleva diez años de matrimonio y de engaños que solo alguien tan enamorado, ingenuo e incompetente como él podría pasar por alto. Presentados los personajes principales y planteado el enredo con la joya de excusa, Edwards reúne a todos los personajes en una estación de esquí en el norte de Italia donde da rienda suelta a la mascarada protagonizada por hombres y mujeres que viven en la apariencia, en la ostentación y en un continúo estado de fiesta. Dentro de ese glamour irrumpe el inspector, un hombre que nada tiene que ver con ese hábitat en el que sir Charles se mueve como pez en el agua. Ahora sólo falta un elemento para que el juego se desarrolle en su plenitud, esa pieza llega de los Estados Unidos, y su nombre es George (Robert Wagner), el sobrino de sir Charles, un joven embaucador que abandonó el país como consecuencia de sus deudas. Finalmente, Edwards ya tiene todos los ingredientes, el grupo se encuentra reunido, el golpe a punto y la policía al acecho. De ese modo, el desenfreno se alza con el control de las imágenes, del guión y de los personajes, las situaciones que se producen alcanzan momentos hilarantes, como podría ser la escena de los coches y la falsa cebra deambulando por una plaza donde un anciano no puede cruzar ni dar crédito a cuanto observa sin pronunciar palabra. Sin duda se trata de una escena divertida, cuya comicidad descansa en el sin sentido que observa el anciano y el que el público contempla. El desastre y el sinsentido son dos características constantes en las exitosas secuelas, en las que lo absurdo, el dibujo animado hecho carne, y Peter Sellers tendrán el protagonismo absoluto.