S.O.B. (1981)
La escena de apertura de El guateque (The Party, 1967) nos introduce en el rodaje de una película de aventuras coloniales donde conocemos a su torpe protagonista, a quien poco después descubrimos en la fiesta que reúne a un variopinto grupo de hombres y mujeres que, salvo el servicio, están de algún modo relacionados con la industria cinematográfica. Son caricaturas de actrices, actores, productores y demás invitados, pero sus personalidades carecen de importancia, ya que se trata de una comedia que toma como excusa el mundo del cine para dar rienda suelta al desorden generado por el personaje interpretado por Peter Sellers, y apenas se detiene en los entresijos que Blake Edwards desnuda sin tapujos en S.O.B. (1981). Más allá de las preferencias entre títulos o de que El guateque es un burlesco mucho más logrado, una diferencia fundamental entre ambas producciones estriba en la experiencia del propio realizador respecto al medio para el cual trabajaba. Cuando se estrenó la primera de las nombradas, Edwards era uno de los directores mimados de Hollywood, gracias a sus continuos éxitos comerciales, por contra, cuando se embarcó en la escritura de S.O.B ya había experimentado en carnes propias el fracaso y el consiguiente rechazo industrial. De modo que El guateque es una espléndida comedia caótica, amable con la industria con la que el cineasta aún no se había enfrentado, que funciona la práctica totalidad de su metraje, y la segunda, menos equilibrada, se erige en una sátira corrosiva sobre el Hollywood que abandonó para instalarse en Inglaterra, retrato feroz de sus actores y actrices, productores, directores y de otros individuos relacionados (abogados, representantes, periodistas sensacionalistas, trepas o médicos de las estrellas) con el llamado séptimo arte que, en el film, nada tiene de arte y sí de negocio. La burla explícita y revanchista propuesta por Edwards en S.O.B. nos adentra en un espacio despiadado y egoísta en extremo, donde el dinero, el éxito y la imagen de puertas afuera adquieren el protagonismo absoluto. De esa manera, el espacio se deshumaniza y de ahí que a nadie llame la atención el cadáver que yace en la playa -el cuerpo de una antigua y olvidada estrella de celuloide que permanece sobre la arena desde el inicio del film hasta la mitad de metraje- o que el productor Felix Farmer (Richard Mulligan) nunca haya tenido un fracaso comercial hasta el estreno de "Viento nocturno", su último largometraje. La fábrica de sueños no perdona el fracaso y su máxima solo contempla el vales tanto como tu última película, por lo que Felix ya vale menos que nada y esta realidad le genera la depresión y lo empuja a infructuosos intentos de suicidio (inspirando el monóxido de carbono de su auto, ahorcándose o disparándose), mientras a su alrededor pululan los distintos personajes que dan forma a la corrosiva y negra burla que el responsable de La carrera del siglo (The Great Race, 1965) hace de su ámbito laboral. Aunque irregular en su conjunto, S.O.B. es una comedia más interesante de lo que se dijo en su momento: alocada, crítica en grado sumo y, si atendemos a dicha crítica, incluso imprescindible para acceder a la cara oculta de Hollywood, aquella que no brilla en la oscuridad de las salas de proyección donde se construyen los mitos cinematográficos, pero sí aquella que se esconde en los despachos, en los estudios y en las mansiones que forman un hábitat agresivo y desquiciado donde todo vale, siempre y cuando ese "todo" no implique pérdidas en la taquilla. Si en El guateque los intereses económicos que mueven la industria hollywoodiense brillan por su ausencia, en S.O.B. Edwards los convirtió en indispensables y, desde la burla y el desencanto, los señaló sin rubor, como también sin medias tintas apuntó las costumbres de los personajes, las modas, las dificultades que un cineasta tiene para sacar adelante su película y la superficialidad del entorno laboral que conocía en primera persona. Aunque se presente en forma de parodia, la película es un crudo análisis de un ámbito que prioriza y potencia el dinero y la imagen, a todas luces artificial, creada para agradar y atrapar al consumidor que, sin capacidad crítica, deja su dinero en la taquilla de los cines sin enjuiciar la calidad de lo que contempla (la mayoría de las veces producciones en cadena o alteradas por los responsables de los estudios), buscando un momento de evasión, de violencia o de sexo cinematográfico entre esas estrellas de la pantalla que admira, pero que pierden su brillo cuando la película llega a su fin. En este caso encontramos a la exitosa actriz Sally Miles (Julie Andrews), también mujer del productor desquiciado interpretado por un (excesivamente) exagerado Richard Mulligan, una actriz que atrae a legiones de seguidores que aplauden su dulzura e inocencia, cuando, en realidad, ambas brillan por su ausencia fuera de las salas de proyección donde comprendemos que es tan imperfecta como cualquiera y, por momentos, un tiburón que solo busca su beneficio. Gracias a la complicidad de Julie Andrews, su mujer en la vida real, el realizador de La Pantera Rosa (The Pink Panther, 1964) transforma a Mary Poppins en una actriz carnal, liberándola y dotándola de carnalidad (se desnuda en la nueva versión de "Viento nocturno"), de humanidad (con todo cuanto el término implica) y de ambición, cuando su dinero y su imagen están en juego y acepta desnudarse en la pantalla para lograr un éxito de taquilla —algo impensable en los asexuados personajes que le dieron fama—. Para ella lo importante es su estatus, su comodidad y los beneficios, y poco le importa que su marido haya tocado fondo (lo abandona al inicio del film) e intente suicidios en gags que se suceden con mayor o menor fortuna. Similar suerte corren los diálogos o las relaciones entre los numerosos personajes que asoman por una película que, a pesar de sus altibajos, posee el atractivo de desnudar Hollywood con irreverencia despiadada y comicidad crítica.
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