domingo, 31 de enero de 2021

La guerra empieza en Cuba (1957)



La primera película en color realizada por 
Manuel Mur Oti también fue su primera comedia, lo que suponía un cambio respecto a lo que venía haciendo hasta entonces. Su tono colorista, desenfadado, frívolo y lujoso, con el que pretendía caricaturizar las costumbres de la clase burguesa de finales del siglo diecinueve, no oculta la irregularidad de una comedia de enredo y equívocos en la que volvió a contar con la actriz Emma Penella, inolvidable en su papel protagonista de Fedra (1955), quien asumió la doble interpretación de dos hermanas gemelas, aunque opuestas en su forma de enfocar la vida. Juanita "la guajira" es una cantante cálida y pasional, contraria a la frialdad y al puritanismo extremo que domina a su hermana Adelaida, con quien se reencuentra años después de haber sido rechazada por su familia.


La acción de
La guerra empieza en Cuba, basada en la comedia de Víctor Ruiz Iribarte, se desarrolla en Badajoz en un periodo de transición entre el siglo XIX y el XX, de ahí la importancia que le dan los vecinos al automóvil del marqués. Juanita llega a Badajoz para cobrarse su deuda, pero por el camino surge el amor con el capitán Javier Romero (Gustavo Rojo), quien poco después será arrestado por confundirla con su hermana, la mujer del gobernador y quien lleva las riendas tanto de la casa como de la comunidad a la que corta cualquier expresión de alegría, ya sean bailes, tómbolas o esculturas. A raíz de la llegada de Juanita se producen las confusiones, la gente la confunde con la gobernadora y le piden que sea condescendiente, a lo que esta accede y permite cuanto prohibió su gemela. Pero esta confusión también genera los cotilleos de una sociedad hipócrita, que señala a Adelina como una libertina que se ha besado con el capitán. Pero el enredo propuesto en La guerra empieza en Cuba carece de ironía y se queda en un intento fallido, como también lo serían el resto de comedias de Mur Oti, a quien, por otra parte, como a él seguro que le hubiera gustado —¿y a qué cineasta no?—, habría que recordar como uno de los grandes de la cinematografía española.

sábado, 30 de enero de 2021

Sangre en Indochina (1965)

<<Toda semejanza con personas vivas será puramente fortuita, pues los hombres que han inspirado esta historia han muerto>>


Pierre Schoendoerffer: Sangre en Indochina (La 317e section, 1963)



Antes de iniciar el relato del pelotón que se desintegra a lo largo de las páginas de su primera novela, Pierre Schoendoerffer ironiza al afirmar que cualquier parecido entre los personajes con personas vivas es fortuito. E ironiza porque sabe de primera mano que hubo situaciones e individuos como los que asoman en las páginas o en la película que dos años después de la publicación de la novela rodó en Camboya. Comenzó con una aclaración para llamar la atención sobre lo que no dice en esas líneas, sino sobre lo que desvelan y lo que desvelarán las sucesivas.


Se puede escribir una novela sobre el tema de muchas maneras distintas, quizá se pueda comenzar dando un rodeo o directamente resumiendo qué fue el colonialismo europeo y cómo se extendió por el globo, dividiendo las tierras colonizadas en trozos de pastel que se repartieron entre varios países que implantaron sus sistemas y con ellos las diferencias económicas, sociales y raciales que acabarían generando la necesidad de rebelarse en sus colonizados. Está claro que muchos relatos serían ficcionales y que ninguna de las personas que asomasen en ellos tendrían parecido con seres reales, tampoco la narración sería real o, mejor dicho, carecería de la realidad de la experiencia propia. Schoendoerffer sí la tenía cuando escribió Sangre en Indochina. La tenía porque había participado en el conflicto en el bando francés, de modo que no parece descabellado pensar que el relato en el que basa su historia está condicionado por vivencias personales e impresiones de primera mano. Esto da para otro tipo de relato, ni mejor ni peor, eso depende de quien escriba, pero sí uno diferente, pues dudo que la imaginación pueda sustituir la memoria de lo vivido, sentido, padecido y hecho. Alguien ajeno al conflicto, podría recrearlo a partir de ciertas ideas o testimonios de otros, pero el resultado no dejaría de ser una recreación de alguien que solo puede imaginar lo que no ha vivido. Sin embargo, en su novela, Schoendoerffer no recrea, detalla; y esto también vale para su adaptación cinematográfica.



Detengamos la máquina de la historia después de la Segunda Guerra Mundial. En ese momento, Francia tenía que resolver problemas internos y también los coloniales; de hecho, tuvo que hacer frente a los movimientos rebeldes e independentistas en sus colonias en Asía y África. Como el resto de conquistadores, los franceses se negaban a abandonar lugares fuera de sus fronteras históricas que les proporcionaban beneficios económicos y una posición de privilegio entre las naciones del mundo. No obstante, tras la guerra  mundial, los movimientos anticolonialistas se fortalecieron y dejaron de ser un susurro en la distancia. Estallaron varios conflictos, que se transformaron en guerras de independencia —aunque esto no fue exclusiva de los territorios ocupados por los franceses, fue parte de una intención general en las colonias de alcanzar su independencia e imponer su identidad. El de Indochina y el de Argelia fueron dos conflictos que concluyeron de igual modo: con la salida de los franceses de lo que hasta entonces habían sido sus colonias y parte de su economía. En ambos casos, Pierre Schoendoerffer fue testigo y protagonista. En la primera, que enfrentó al ejército colonial francés con el Viet Minh, lo hizo como soldado, documentalista y prisionero de guerra; y en la argelina, de reportero civil.



<<He sido herido, he sido hecho prisionero y he llegado hasta el fondo de la miseria humana: tres de cada cuatro compañeros no regresaron y murieron en las carreteras, en los campos. Lo que viví durante tres años sirve para llenar toda una vida. Sentí la necesidad de dejar testimonio de todo ello en un momento en el que estaba buscando cuál era mi camino en el cine>>


Pierre Schoendoerffer (publicado el 19 de Octubre, de 2010, en el diario 20 minutos)


Schoendoerffer no tenia necesidad de inventar ningún cuento, solo recordar sus vivencias en primera persona. Solo así, puedo explicarme que su novela sea una narración al tiempo brutal, honesta, directa, que retrata un instante y a un grupo de hombres en conflicto, el que se desata a vida y muerte en su naturaleza ambigua: racional e irracional. Un año después de publicar el libro (en agosto de 1964), se trasladó a Camboya y rodó la versión cinematográfica, que apenas difiere de lo expuesto en un texto que ya de por sí resulta bastante cinematográfico, quizá porque Schoendoerffer empezó su carrera como documentalista en el ejército y, tras abandonarlo, continuó haciendo cine de ficción y documental. El resultado de su estancia en Camboya fue Sangre en Indochina (1965), uno de los mejores retratos bélicos realizados en el cine europeo y una película realista que se aleja de cualquier exaltación del enfrentamiento armado y se centra en unos hombres en guerra y en lucha por sobrevivir. Es más que probable que tanto este film como su largometraje documental La sección Anderson (The Anderson Section, 1967) inspirasen a John Milius al escribir Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) e influyesen en Platoon (Oliver Stone, 1987), pero, sobre todo, Sangre en Indochina es un caminar sin rumbo por la jungla en busca de una salida que, poco a poco, se aleja de un pelotón que, formado por cuatro franceses y más de cuarenta soldados auxiliares laosianos, sabe que no alcanzará más meta que morir o seguir luchando.

jueves, 28 de enero de 2021

La llama sagrada (1942)


Rodada y estrenada durante la Segunda Guerra Mundial, La llama sagrada (Keeper of the Flame, 1942) fue hija de su tiempo, una película que nació con una finalidad propagandística y un mensaje claro. Su guionista Donald Odgen Stewart escribió una historia que advertía sobre los peligros de los totalitarismos dentro de la sociedad estadounidense, pero al mismo tiempo se trata de una película psicológica que cobra forma espectral. Lo primero es obvio, lo segundo también. No obstante, el paso de los años ha restado valor a su mensaje propagandístico y a su crítica, quizá ya adulterada desde el primer momento, debido a la intervención de su actriz protagonista —Katharine Hepburn exigió incluir el flechazo entre los protagonistas y restar presencia a la postura pretendida por el escritor. El tono fantasmal de La llama sagrada, aunque no del todo logrado, se deja sentir desde el primer plano, que muestra un accidente de automóvil en una noche de tormenta. Pero hoy, desconozco si fue diferente en su momento, carece de fuerza tanto dramática como psicológica, quizá porque los personajes resultan poco convincentes o demasiado convencionales. La razón de ser y de comportarse de los protagonistas se encuentra determinada por la presencia del recuerdo de la figura del magnate fallecido, a quien solo vemos en la pantalla en un retrato que cuelga en la sala principal de su mansión. Para los nostálgicos del Hollywood dorado, le película presenta su mayor atractivo en el protagonismo de la pareja artística formada por Spencer Tracy y Katharine Hepburn, pero si hacemos un alto, quizá descubramos que la presencia del dúo juega en contra del interés del tercer personaje, el que más interesa a la trama desarrollada por George Cukor: un fantasma ambiguo, la idea de quién fue ese hombre ya muerto, a quien no vemos, pero a quien sentimos, pues su presencia es omnipresente desde el inicio, cuando se ve el accidente de automóvil en el que perdió la vida. La prensa anuncia en primera página el fallecimiento del magnate, político, héroe de guerra y patriota Robert Forrest, un ídolo a quien todo el país venera, un magnate que, en ciertos aspectos, se envuelve en un misterio que le acerca a Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941). Stephen O’Malley regresa de Europa, donde ha estado escribiendo sobre la guerra y los nazis, hasta que lo expulsan de Alemania o eso se deduce de sus palabras. Allí vio cosas que sus lectores apenas creerían, vio a los totalitarismos en acción, de ahí que su antinazismo haya potenciado su admiración por Forrest, a quien considera el estandarte de la integridad, de la democracia y de la libertad, en definitiva, quiere o quiso ver en su ídolo la idea que él posee de su país. <<Da pena la facilidad con la que se puede engañar a la gente>>, se lamenta Stephen, hacia la mitad de la película, pero su lamento pasa dos por alto dos cosas, al menos: él es uno de los que se deja engañar y quizá se equivoque, y la gente sea la que desea ser engañada para tener un referente a quien adorar y, si algo falla, a quien culpar. El personaje de Tracy es poco creíble, está hecho por y para el momento. Dice que quiere conocer la verdad, la que ella puede contar sobre el hombre, pero de qué verdad hablamos: ¿la verdad sobre el hombre, sobre el ídolo o sobre la idea que él cree que fue el tal Forrest? Por su parte, el personaje de Katharine Hepburn tampoco funciona, ya que, en lugar de beneficiar el aspecto psicológico, acaba siendo una imagen a mayor gloria de la actriz.

miércoles, 27 de enero de 2021

Pánico en la escena (1950)


En Pánico en la escena (Stage Fright, 1950), Alfred Hitchcock se parodia a sí mismo, se burla de su juego de engaño y de su falso culpable e ironiza sobre las apariencias, la familia y el amor de pareja. Consigue una comedia en la que las obsesiones y el suspense se mitigan respecto a otras de sus películas, dejando que el humor británico domine sobre el escenario que se abre ante nosotros cuando se alza el telón. Estamos en Londres, en sus calles, en el interior de un descapotable que huye. Escuchamos la conversación de la pareja, la confesión de Jonathan Cooper (Richard Todd) a Eva Gill (Jane Wyman), que nos confirma que Pánico en la escena será una intriga. Escoge el teatro, un pub o el hogar de los Gill para representar su mascarada y, aunque no se trate de uno de sus mejores films, más bien lo contrario, encaja en su imaginario: el falso culpable, las apariencias y engaños, la relación materno-filial, el romance y la ironía, la manipulación y la fina línea que separa verdad y mentira —sin ir más lejos, cuando el padre de Eva es sincero, la madre no le cree, pero es algo que por otra parte no resulta descabellado, pues la verdad suena a invención— y otras características que reaparecen en los films del británico. Pero a Pánico en la escena le faltan la tensión, el peligro, la represión oculta y la obsesión que campan a sus anchas en otras producciones hitchcockianas; aquí es como si Hitchcock nos llevase de paseo por su cine, pero a distancia de su cine. Quiero decir que está el cuerpo, pero le falta la esencia obsesiva que le da sustancia, la que atrapa al espectador en un juego deformante, a menudo macabro e incómodo, en el que lo correcto, su apariencia, resulta esconder aspectos terroríficos ante los que preferimos cerrar los ojos. Hitchcock obligaba a abrirlos con dosis de entretenimiento, tensión y burla, pero en Pánico en la escena elimina la tensión y no logra generar ambigüedad, ni sensaciones malsanas, priorizando el humor que recae en costumbres y en el señor y señora Gill, los padres de la ingenua aspirante a actriz que se embarca en una investigación particular para demostrar que el joven de quien, inicialmente, se cree enamorada es inocente de asesinato. Después de escuchar y nosotros ver los hechos narrados por Jonathan, Eva asume que la culpable es Charlotte Inwood (Marlene Dietrich) y que es su deber demostrar la inocencia del joven; y, para lograrlo, pone en juego su talento de actriz, asumiendo distintas identidades, engañando y mintiendo, pero también descubriendo que incluso los sentimientos que creía verdaderos pueden no serlo, del mismo modo que aquello que aparenta no siempre es lo que parece ser.

martes, 26 de enero de 2021

Un rayo de luz (No Way Out, 1950)


<<Hice Un rayo de luz hace 23 años, era la primera vez que Sidney Poitier aparecía delante de una cámara y se oía: “sucio negro”, en un cine. No creo que más de diez ciudades del Sur la programaran>>


Joseph L. Mankiewicz: Billy y Joe. Conversaciones con Billy Wilder y Joseph L. Mankiewicz 


La imagen de Sidney Poitier irrumpió con fuerza en la pantalla, lo hizo asumiendo el protagonismo cinematográfico de Un rayo de luz (No Way Out, 1950). Cierto que su nombre asoma en cuarto lugar y después del título de la película, pero su personaje es fundamental en la trama con la que Joseph L. Mankiewicz denuncia el racismo en la sociedad estadounidense, un racismo que el director de La huella (Sleuth, 1972) individualiza en el odio que el personaje de Richard Widmark siente hacia el joven doctor que le atiende en el hospital del condado, tras su atraco fallido a una gasolinera y el posterior tiroteo con la policía.


<<Dos guerras mundiales y una depresión universal no consiguieron demostrar a este desgraciado que tiene mucho más en común con el antiguo esclavo, al que teme, que con los amos que los oprimen a los dos en su propio beneficio.>>


James Baldwin: Nada personal (1965)


Ray Biddle (Widmark) y Luther Brooks (Poitier) tienen más cosas en común de las que aparentan a simple vista —o de las que cualquiera de ellos reconocería—: los dos pertenecen a estratos marginales, ambos viven en barrios cerrados o ghettos, el primero en un entorno de pobreza, violencia, criminalidad; y el segundo, en una zona delimitada por el color de su piel. El primero es un delincuente fruto de su entorno, el segundo siempre resulta sospechoso para el hombre blanco —esto lo vemos bastante claro en la escena donde el policía que disparó a Ray y a su hermano en las piernas, el celador y el auxiliar médico dudan de si Brooks es un doctor o un impostor. En definitiva, uno es sospechoso por el color de su piel y el otro es un delincuente de poca monta, un blanco marginal y racista que no se plantea su fobia racial ni el origen de su violencia. Son cercanos, comenté arriba, porque viven atrapados en entornos cerrados que ninguno de ellos ha construido, sino heredado, y a la vez no pueden ser más lejanos, separados por una distancia de siglos de odio racial. Pero la mayor diferencia entre ambos reside en que Brooks ha dado el paso y avanza hacia una igualdad real y, para conseguirla, necesita demostrar que su diagnóstico con el hermano de Ray, Johnny (Dick Paxton) —que muere poco después de su llegada al centro hospitalario— no fue un error, ni una negligencia ni el asesinato que afirma y grita su antagonista. Antes hablaba de ser sospechoso, y Brooks es consciente de que esa duda, fruto del racismo secular, debe desaparecer y, para que ni él, ni su comunidad, ni su profesionalidad sean puestos en duda, pide realizar la autopsia. Quiere la verdad. Comprende que es necesaria para acercar, conocer, confiar y despejar el camino hacia una integración plena.


El odio, el rencor, cualquier sentimiento de repulsa hacia otros, se pueden proyectar en la mente hacia arriba y hacia abajo, pero, salvo instantes de excepción, en la realidad física quien odia solo puede descargar su rabia en quienes se hallan en una situación que considera por debajo de la suya. La comunidad blanca a la que pertenece Ray son
 los marginados socioeconómicos que no han encontrado su sueño americano dentro de un sistema en extremo competitivo, de modo que canalizan su malestar en forma de odio hacia la población negra, que en Un rayo de luz se individualiza en el joven doctor Brooks. Este recién licenciado es de los primeros afroamericanos que puede superar las barreras raciales y romper las cadenas que sometieron a sus antepasados desde el momento mismo que les obligaron a poner el pie en América. La posterior emancipación solo fue posible en el papel donde se abolía la esclavitud, ya que la desigualdad racial y la segregación perduraron en el tiempo, pues no eran cuestiones teóricas, sino sociales y económicas. Aunque desde entonces hubo avances, el racismo y la segregación aún perduran en el momento en el que Brooks empieza a ejercer como doctor en el hospital del condado donde el doctor Wharton (Stephen McNally), el jefe de planta, le encarga la guardia de la sala de detenidos.


<<No existe otro país donde la sociedad transforme más rápidamente a sus habitantes —blancos o negros— en racistas que en este que se hace pasar por una democracia>>


Malcolm X, diciembre de 1964


Lo escrito hasta ahora no obedece a un discurso, sino a una interpretación de Un rayo de luzuna que explica el origen del odio patológico que Ray siente hacia el doctor Brooks. En el film de Mankiewicz, que fue más allá de una crítica convencional —profundizando, apuntando una de sus causas y mostrando quizá una de sus salidas—, el enfrentamiento se individualiza en los dos personajes, pero no hace falta echarle mucha imaginación para ver la generalidad en la realidad del momento: el blanco de origen o condición humilde odia de nacimiento, y el negro intenta deshacerse de ese odio desde el mismo momento en el que nace, a veces lo consigue y rompe las cadenas, y otras cae en su propio odio. Ese odio racial, que Mankiewicz personaliza en Ray, desborda porque el delincuente descubre en Brooks un estatus superior al suyo y eso rompe sus esquemas, quizá le cierre el irracional desahogo a su miseria, la cual, en realidad, es fruto del sistema al que no puede retar más allá de sus atracos, como el fallido que le conduce a la sala del hospital donde acusa a Brooks de la muerte de su hermano Johnny (y lo cree o necesita creerlo, debido a su odio y a su victimismo). Ahora, Ray, herido y seguramente condenado a varios años de presidio, se encuentra acorralado física y mentalmente, puesto que se siente inferior: un perdedor por méritos propios y por el medio donde tampoco él vive el sueño norteamericano, vive la condena de ser un delincuente de poca monta que nunca podrá abandonar el vagón de cola de un sistema político y social implacable, marcado por las diferencias no solo raciales, sino económicas.


El odio nace de la ignorancia en la que les ha mantenido la segregación, que ha impedido el contacto humano y, por tanto, el acercamiento y el conocimiento. Esto se observa Edy Johnson (Linda Darnell), que acude al hospital a pedir a Ray que permita la autopsia y acaba creyendo su versión. La cree porque también ella ha vivido en la ignorancia y en la marginalidad, ha vivido en la miseria y en el racismo, de ahí que rechace a la asistenta de Wharton, por ser negra, y, tras el contacto humano, cambie de comportamiento y de parecer. Ahí, comprende su error, que ya sospecha al observar los preparativos de la batalla campal de la que en parte es responsable, y puede ver luz al final del túnel: hay una esperanza para poner fin a la patología que padecen los Ray Biddle, una enfermedad social heredada desde la cuna. Para los personajes de Mankiewicz parece no haber salida, sin embargo existe la posibilidad, o se confirma cuando el joven doctor, tras ser herido por el delincuente blanco, exclama: <<¡Yo no puedo matar a un hombre solo porque me odie!>>. Con esta frase y con su comportamiento, salva la vida de quien ha querido quitar la suya, Brooks pone punto y final a una cadena de odio. La rompe no por generosidad o por perdón, la hace añicos porque con ese gesto confirma que es libre y podrá vivir libre.

lunes, 25 de enero de 2021

Rosalía de Castro (1968)


Ben sei que non hai nada

novo en baixo do ceo,

que antes outros pensaron

as cousas que ora eu penso.


E ben, para qué escribo?

E ben, por que así seamos:

relox que repetimos

eternamente o mesmo.


Rosalía de Castro: Follas Novas.


Rosalía de Castro (1837-1885) fue un ejemplo magistral de una escritora que habla de sí misma, puede esconderlo entre ficciones y versos o repartirlo entre sus personajes, pero ni las novelas ni los poemas pueden tapar que el origen de cuanto escribe está dentro y no fuera, aunque el exterior marque las impresiones que verán luz en palabras y rimas. Cuando me refiero a hablar de sí misma no solo aludo a las circunstancias personales, sino a como la escritora interpreta su época y aquello cuanto ve y siente. Sus escritos desvelan una mujer diferente, ya el mero hecho de ser mujer y escribir poesía o prosa, en gallego o castellano, podría ser considerado en el siglo XIX un hecho excepcional, pero Rosalía era una excepción porque no solo se adelantó a su tiempo, sino que lo vivió a flor de piel. Era diferente porque era incapaz de ocultar, de asumir la distancia y el silencio como su lugar, era diferente porque reaccionó contra injusticias sociales y contra la injusticia que todos compartimos, la del dolor ante la pérdida.


<<Quen medite a obra de Rosalía sentirá como nela desaparece toda prevención literaria e fica poderosa na súa aparente debilidade, completa na súa interpretación intuitiva da vida, perfecta na non procurada expresión do verso, a alma enteira de Galicia, a súa dor e a súa esperanza, o gusto do sacrificio e a tráxica fermosura de inmolarse nun altar que non poden dourar soles de Gloria.>>


<<Quien medite la obra de Rosalía sentirá como en ella desaparece toda prevención literaria y permanece poderosa en su aparente debilidad, completa en su interpretación intuitiva de la vida, perfecta en la no procurada expresión del verso, el alma entera de Galicia, su dolor y su esperanza, el gusto del sacrificio y la trágica hermosura de inmolarse en un altar que no pueden dorar soles de Gloria.>>


Otero Pedrayo, Ramón: Ensaio histórico sobre a cultura galega.

La poetisa de Cantares Gallegos (1863) cantó a su tierra, a su infancia perdida, a la emigración y a la morriña, a la aflicción ante la muerte de los seres queridos y a la injusticia de los oprimidos. Y, aunque ella era uno de ellos o se sentía así, Rosalía no era la mujer que asoma a lo largo de los cinco episodios que componen la miniserie Rosalía de Castro (1968), a quien siempre observamos afligida o fingiendo aflicción, pues el problema de la serie realizada por Cayetano Luca de Tena ya no es solo su excesiva teatralidad o artificialidad, es la ausencia de identidad y de emoción tanto en el personaje interpretado por Ana María Vidal como en el resto de los que asoman a lo largo de los capítulos de esta biografía rodada en estudio, y que abarca desde la llegada de Rosalía a Madrid hasta su muerte en Iría Flavia (Padrón). De ahí que ninguno sea creíble o que todos sean increíbles por la falsedad que destilan —y pasaré por alto la sensación que me generó el laísmo en boca de tres personajes de mujeres gallegas. Por ejemplo, Gustavo Adolfo Bécquer asoma en el capítulo uno para soltar un par de frases hechas, que podrían pasar por las de un poeta, pero si el personaje se hubiera llamado X, no notaría el cambio (solo habría perdido el prestigio de representar a Bécquer), ya que carece de personalidad. Lo que tienen los personajes son los nombres, pero un nombre por sí solo no hace a la persona que lo porta, ni a la artista que expresa sus ideas, su dolor, su disconformidad, su amor, su miedo, que expresa la realidad y la emoción de ser mujer, gallega, mortal.




domingo, 24 de enero de 2021

El compadre Mendoza (1933)


La historia ha demostrado que toda revolución violenta está condenada al fracaso posrevolucionario. Cierto que depone un régimen y pone otro, pero no se produce revolución, al no cambiar las normas del juego, pues este siempre es el mismo, solo cambian los jugadores. Se dan algunas concesiones que calmen o equilibren ánimos y, a veces, se ponen nuevos nombres a las “costumbres” y a los puestos que ocupan en el viejo tablero, pero, más allá, los avances lo son en apariencia o se producen de modo progresivo, lentamente. En esto, la Revolución Mexicana no fue diferente, ni fue un proceso de combustión instantánea, como no lo es ninguna revuelta histórica. Hubo intentos anteriores, sofocados por la intervención militar, pero siempre quedaban las ascuas y la esperanza de un México mejor. Tras la muerte de Madero, el general Victoriano Huerta se hizo con el poder en un país dividido en intereses y bandos. Apenas año y medio después, los constitucionalistas lograron deponer a Huerta y su puesto lo ocupó Vetustiano Carranza, pero los líderes agraristas, Pancho Villa y Emiliano Zapata, no estuvieron de acuerdo. La lucha continuó y la sangre siguió corriendo. El compadre Mendoza (1933) se ambienta durante la Revolución y tiene el honor de ser una de las primeras grandes películas del cine mexicano sonoro. Basada en el cuento homónimo de Mauricio Magdaleno, Fernando De Fuentes, con la colaboración de Juan Bustillo Oro, filmó un instante revolucionario, de lucha de clases, de la lealtad y traición, del oportunismo y de la sangre que se derrama, pero lo hizo en la intimidad del triángulo amoroso que forman el general zapatista Felipe Nieto (Antonio R. Frausto), Dolores (Carmen Guerrero) y Rosalío Mendoza (Alfredo del Diestro) y en la sombra de las tres posturas que chocan a lo largo del film: Nieto, Mendoza (que asume una neutralidad que se comprende falsa) y los dos coroneles que representan respectivamente a los gobiernos de Huerta y de Carranza.



Es un momento de la inestabilidad entre las fuerzas que chocan en cualquier espacio y revolución, aunque también es un periodo en el que parece que los terratenientes (individualizados en Mendoza) y el campesinado se acercan y se igualan. Pero Mendoza no juega a dos bandas, en realidad, es una cacique que juega para beneficio de su estatus socioeconómico, que no quiere perder, gane quien gane; de ahí que halague y abra las puertas de su hacienda a las distintas fuerzas o tenga negocios (venta de armas y de alimentos) con los bandos enfrentados: revolucionarios y gubernamentales de Huertas y, depuesto este, carrancistas. En apariencia, Mendoza consigue mantenerse ajeno al conflicto, pero nada más lejos de la realidad, pues se aprovecha de él para ganar dinero. Cierto que no mira ideologías, salvo la suya: el dinero, pero dudo que a eso se le pueda calificar de neutral, ya que siempre se posiciona, aunque solo una vez debe hacerlo entre bandos y lealtades. Hasta entonces, a Rosalío la vida le sonríe, se casa, tiene un hijo y su amistad con Felipe Nieto le ofrece garantías de que será respetado por los zapatistas, como demuestra que el día de su boda con Dolores, Nieto le salve de morir ahorcado. Mendoza tiene una deuda con su compadre, a quien ofrece ser el padrino de su hijo, también le da su nombre, y nada apunta a la ruptura de una amistad que obliga al general revolucionario a mantener en secreto su amor por Dolores. En las posturas de ambos amigos, existe una diferencia clara, más a allá de que uno luche y el otro se mantenga al margen de la lucha. Se trata de una diferencia en relación a la lealtad —una que marcará el trágico destino de los protagonistas—, como se observa cuando uno de sus revolucionarios propone a Felipe acabar con Mendoza y quedarse con la mujer. El general ni se lo plantea, habla de su amistad, mientras que Mendoza, cuando se encuentra en una situación en la que ve peligrar su comodidad y su fortuna, escucha las palabras del coronel carrancista, palabras que sabemos implican traición y muerte. La siguiente escena muestra un primer plano del reloj que marca las dos de la madrugada. La cámara se mueve unos centímetros y nos deja ver a Mendoza. No logra conciliar el sueño, fuma y decide, mientras su mujer duerme a su lado sin saber que su marido está pensando entregar a su compadre (y posiblemente al hombre que ella ama) a cambio de unas monedas que le permitan mantener su posición de privilegio y salvar su fortuna, que peligra tras el incendio de su última cosecha.

sábado, 23 de enero de 2021

Huracán Carter (1999)


Recuerdo el lugar y las noches de verano en las que fui descubriendo Hurricane. Posiblemente, fue entonces cuando sentí que Bob Dylan era algo más que el nombre de un cantante en la distancia y del rostro que había visto en un western peckinpahiano. Gracias a esa canción, su voz dejó de ser lejana, ya no era la que llamaba a las puertas del cielo. La voz de Dylan me emocionó en comunión con la guitarra, el violín y la percusión que se combinaban para transmitirme una sensación que no voy a describir. No quiero adulterarla ni falsearla, quiero revivirla como creo que pudo ser y como todavía logra ser. Lo cierto es que me emocionó de una forma distinta al resto de temas que sonaban en aquel local donde no comprendía ni entendía la letra que despertó mi curiosidad. Es posible que preguntase, no recuerdo a quién, quizá a un amigo o a alguien que jugaba al futbolín, uno de los genios que todos reconocíamos profesionales del lugar. Quizá ese alguien fuese inexistente o llamase a las puertas de la ebriedad, o puede que descubriese el título y el autor, que me cantaba sobre un boxeador encarcelado injustamente, de otra fuente, en otro tiempo y lugar. Supongo que aquellas noches no le di mayor importancia, ni a la fuente ni a la letra de la que apenas comprendía “the story of the Hurricane” y “Champion of the World”. Semanas después, cuando regresó la vida otoñal, aún tan luminosa como la estival, la canción seguía ahí, pero con la certeza de que ya no me libraría de ella. Fui consciente de que se había convertido en manía “persecutoria” y decidí comprar el vinilo para suavizarla, también para dar rienda suelta a la nostalgia posveraniega, al goce y a la curiosidad. No puedo decir cuántas veces escuché aquel tema, ni cuándo comprendí que, aparte de apodo, fenómeno atmosférico o canción, Hurricane era denuncia y llamada. Fue el otoño del Huracán que pegó más fuerte en mi vida, fueron los meses de sentir ese tema de más de ocho minutos como algo que enraizaba en mi interior y me hacía sentir emociones contrarias: gozo y rabia. Lo grababa en las cintas que llevaba al trastero donde nos reuníamos varios amigos, lo escuchaba en una discoteca en la que alguien de minoría de edad se colaba a horas en las que se le suponía en la cama. Años después, la canción, la historia y Dylan formaban parte de mi memoria, de modo que no pude resistir la llamada de Norman Jewison cuando llevó a la pantalla la historia que, en la intimidad, en grupo reducido o en multitudes, Dylan me había cantado tantas veces. Era la historia de Rubin “Hurricane” Carter, la historia de una injusticia llamada racismo y la historia de los abusos sufridos por ese hombre que pudo haber sido campeón del mundo.



Treinta y dos años antes de Huracán Carter (The Hurricane, 1999), Jewison había realizado En el calor de la noche (In the Heat of the Night, 1967), un reconocido policíaco en el que denunciaba el racismo en una comunidad sureña donde, finalmente, se produce reconocimiento y acercamiento, se produce un mensaje de poner fin a una sinrazón cuya única meta es perpetuar el odio. Teniendo en mente este film, que Rod Steiger sea el juez que dicta que se ha cometido una injusticia con Rubin Carter (Denzel Washington) me parece significativo, porque es su personaje en el film apuntado arriba quien acaba reconociendo un igual en el agente interpretado por Sidney Poitier. Tras un largo tira y afloja entre ambos personajes, en la estación donde concluye la película, se confirma el acercamiento entre individuos, pero también entre dos comunidades separadas por el odio y los abusos raciales. Es un momento de acercar posturas, de que los blancos reconozcan la igualdad de los negros y las injusticias que han cometido. Algo similar sucede en esa sala donde se reconoce el error que ha provocado unos veinte años de encarcelamiento, de dolor y aislamiento, de sobrevivir y de lucha por la libertad ya no legal, sino la interior: una libertad a la que muy pocos, sin distinción del color de piel, alcanzan. Pero Huracán Carter no solo cuenta la historia del boxeador, sino la del adolescente que lo descubre a través de la lectura de su biografía, siete años después de que la publiquen. El inicio de la película muestra ese instante anterior a la comercialización del manuscrito, muestra a Carter preparándose para la batalla carcelaria, para defender, aún a costa de violencia y sangre, lo único que realmente tiene valor para él: su vida. Pero resulta que su vida, o su esperanza para gritar su inocencia y recuperar la libertad física, es el manuscrito que logra esconder y enviar a una editorial. Esas hojas, editadas y transformadas en el libro que luce en un escaparate, caerán en las manos de Lesra (Vicellous Reon Shannon), que también tiene su historia. Hasta que se produce el encuentro entre ambos, Jewison narra sin linealidad temporal: salta de un pasado al anterior, avanza o vuelve a retroceder, y da la suficiente información que permita conocer hechos y personajes. Este uso del tiempo confiere una sensación de movimiento continúa, a la hora de reconstruir los hechos que Lesra lee en la casa de acogida donde dos hombres y una mujer le preparan para que logre su acceso a la universidad. Estos tres canadiense se han convertido en familia para el adolescente, y también acaban siéndolo de Carter, hasta entonces alejado de todo y de todos, buscando su libertad interior y rechazando el exterior que tanto le ha quitado.

viernes, 22 de enero de 2021

El hombre de las mil caras (2016)



Somos testigos de la única época de la que podemos serlo. Es nuestra época, la que nos toca vivir y en la que, aparte de testigos, podemos ser secundarios, cómicos y dramáticos, activos y pasitos, víctimas y victimarios, y en algún momento puntual creernos los protagonistas o los héroes y heroínas de la historia. En cierta medida también somos quienes nos sorprendemos y quienes reaccionamos airados cuando no somos los que mienten u ocultan, los que manipulan o quienes aceptan la corrupción como medio para alcanzar comodidades que dentro de la legalidad sería difícil conseguir. Pero tampoco nos escandaliza tanto como aparentamos, puesto que somos conscientes de que todo eso resulta innato al ámbito político, económico y social en el que nos encontramos, lejos de nuestros orígenes naturales. Al evolucionar, desarrollamos estrategias y capacidades que posibilitan alcanzar posiciones de poder y privilegio por vías no siempre honestas o legales. Pero no hay arrepentimiento, no hasta que uno se ve señalado, acusado, acorralado, perseguido, pero ¿cuándo si no, se arrepiente quien hasta entonces no ha sufrido las consecuencias de sus acciones?


Seguramente, hubo, hay y habrá numerosas historias de hombres que engañaron a países enteros, pero la propuesta por Alberto Rodríguez en El hombre de las mil caras (2016) apunta hacia un momento, un país y un individuo concreto. <<Esta es la historia de un hombre que engañó a un país entero>> nos introduce en un engaño entre tantos que se han sucedido en cualquier país y en cualquier época a lo largo de la Historia, pero el suyo se ubica en España hacia finales de la década de 1980 y primera mitad de la siguiente. Siguiendo la estela de Jesús Camoes (Jose Coronado), alias “el piloto” —encargado de conducirnos por la trama y el engaño y llevarnos a donde quiere ir—, es la historia de un hombre y también la historia de una sociedad que abría los ojos a la corrupción política en la figura de Luis Roldán, el prófugo a quien Paco Paesa (Eduard Fernández) saca de España antes de que la justicia actúe. Paesa es el hombre que engañó a un país entero y por ello es el protagonista de la narración propuesta en El hombre de las mil caras, un film cuyo ritmo se posiciona en las antípodas del escogido por Rodríguez para la espléndida e inquietantemente pausada La isla mínima (2014), su anterior trabajo. El ritmo de esta atractiva reconstrucción de una época cobra velocidad en su montaje, en los numerosos saltos temporales y geográficos que se suceden al tiempo que lo hacen las palabras del piloto que nos guía por los hechos que conoce de antemano, pues su narración es una analepsis que retrocede a 1995 para, de ahí, viajar a un pasado anterior e iniciar la historia de Paesa, a quien nos presenta trabajando para los servicios secretos españoles durante la lucha antiterrorista. Poco después, se apunta que su vida personal se desmorona, pero no su capacidad para el engaño, como se comprueba cuando Roldán (Carlos Santos) y su mujer (Marta Etura) entran en escena, buscando en Paco un imposible: salir airosos de una fuga que aísla al prófugo en una soledad que quiebra su resistencia, y que ella también sufre en prisión.

 


La elección de iniciar la historia por lo que se supone el final, uno previo al posterior, y retroceder hasta un inicio y que la voz del “piloto” guíe señala la posibilidad de estar presenciando un engaño, de hecho somos quienes estamos siendo engañados con una intriga que nos lleva por donde quiere el narrador. Poco importa que los hechos en los que se inspira El hombre de las mil caras sean verídicos, pues lo que interesa es recrear la <<historia de un engaño>> y dar ritmo a la mascarada que reconstruye un rompecabezas cuyas piezas encajan de tal manera que nada queda al azar. ¿Beneficia a la historia y al engaño? Rodríguez emplea tomas cortas, salta continuamente de localización, de tiempo y de personajes como si de ese modo aumentase la velocidad y el suspense, pero todo responde a la necesidad de generar la intriga, esa mascarada que oculta qué. ¿El cine como juego y como medio de representar la realidad?

jueves, 21 de enero de 2021

Motherland (2019)


<<Mamá dice que la patria es todo lo que tenemos. Es lo que somos. Lo es todo>>, concluye Kovas (Matas Metlevski), el joven protagonista del primer largometraje de Tomas Vengris. Pero tampoco lo dice convencido, puesto que no son sus palabras, solo reproduce las palabras de la mujer que regresa a su tierra natal después de veinte años de ausencia. Es 1992, un año después de la caída del comunismo soviético, y Lituania vive su proceso de independencia y de reconstrucción, pero quizás todo y nada haya cambiado y nuevos cambios aguarden y lleven su tiempo.



Hogar, heimat, tierra natal, mutterland, motherland, patria, ¿qué significado tienen estas palabras? ¿Significa para todos lo mismo? ¿Son ideas que nos han inculcado? ¿Suma de sensaciones? ¿O, como individuos, nuestro hogar, nuestra patria/matria, se reduce al espacio físico, emocional, afectivo y mental que conocemos? ¿El único que podemos sentir real, sentir nuestro, es el lugar de nuestras raíces o donde enraizamos?


Regresar a la tierra madre, en el caso de Viktorija (Severija Janusauskaite), no es tanto un viaje físico como uno de identidad, pues de eso se trata, de la identidad y suma de causas, recuerdos y personas que se han sucededido o que permanecen en su vida. Ese es el hogar al que Viktorija regresa, uno que ha llevado consigo desde que huyó tiempo atrás, pero, aunque sea el mismo espacio físico, no es adonde llega Kovas, su hijo. No lo es porque el muchacho no lo siente ni lo percibe así. No puede, ya que nació en Estados Unidos y se ha criado allí, de modo que, para él, Lituania no es su hogar porque no se reconoce en el país báltico adonde llega pensando en que su paso es transitorio, algo así como unas vacaciones tras las que regresará a su casa en Boston. Kovas carece de los lazos y los nexos de su madre, no posee sus referencias del pasado anterior a la emigración, conoce fragmentos de historias contadas y posee las impresiones que le genera su contacto con un lugar hasta entonces desconocido. Motherland (2019) habla del regreso, de reconstruir una identidad y un hogar de los restos de un pasado que todavía sobrevive en el presente que Kovas observa y nosotros observamos a través de él, de la mirada de alguien que va descubriendo un entorno en conflicto donde se produce su encuentro con una realidad humana inexistente (para él) hasta entonces...

miércoles, 20 de enero de 2021

Grace Kelly. Una carrera fulgurante


<<Mi trabajo con Grace Kelly consistió en ofrecerle de Dial M for Murder a To Catch a Thief, papeles cada vez más interesantes de film a film>>


Alfred Hitchcock. “El cine según Hitchcock”


No fue la mejor actriz, ni siquiera podría asegurar que fue una buena actriz, ni recuerdo si alguno de sus papeles me emocionó o me hizo sentir emociones reales, pero no me cabe la menor duda de que se convirtió en uno de los grandes mitos de Hollywood y de la historia de Mónaco. Pero, más allá de la importancia que cada quien concede a iconos y leyendas, en realidad, al menos desde la que interpreto, nada de esto significa más que oropel con el que se adorna la imagen, ya de por sí ilusoria del ser real que vivió y sintió. Hoy, igual que ayer y seguramente que mañana, no vemos a la persona, vemos o preferimos ver la imagen idealizada en la pantalla, la prensa, el deseo y mítica popular. Pero esa parte no me interesa; aquí, lo que me interesa es la aportación artística de Grace Kelly, más que su belleza, su elegancia, su intimidad o el áurea que rodea a su figura. Su carrera en el cine se reduce a once largometrajes rodados entre 1951 y 1956, ya que a los veintisiete años abandonó la escena cinematográfica y se convirtió en la princesa de Mónaco. Pero esa es otra historia, aunque también se inicia en 1929, cuando la futura protagonista de La angustia de vivir (The Country Girl, George Seaton, 1954) abrió los ojos por primera vez.


Nacida en Filadelfia, en una familia adinerada, Grace Patricia Kelly fue la tercera de los cuatro hijos de un matrimonio entusiasta de los deportes, pero ella se decantó por la interpretación. Quizá  en esto tuvo algo que ver que su tío fuese director teatral, quizá, o puede que sencillamente le atrajese la posibilidad de actuar. Ignoro qué pensó o cuál fue el motor que la impulsó a convencer a sus padres para que la dejasen ir a Nueva York a estudiar interpretación. Sus primeros pasos profesionales fueron como modelo, después en pequeños papeles teatrales y ya en 1950 en apariciones en episodios de varias series de televisión. Un año más tarde, asoma por primera vez en la gran pantalla, lo hace en Catorce horas (Fourteen Hours, Henry Hathaway, 1951), aunque no fue un papel relevante. De mayor entidad sería el siguiente, aunque, debido al protagonismo absoluto de Gary Cooper, su presencia en Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952) fue secundaria y su intervención quizá se haya mitificado como consecuencia de su leyenda. Lo cierto es que el film de Zinnemann no la encumbró y regresó a Nueva York, al teatro, aunque su negativa a rendirse pronto la devolvería a Hollywood, para firmar su participación en Mogambo (John Ford, 1953). Tampoco sería esta producción fordiana rodada en África la que le abriría las puertas del estrellato que sí alcanzaría en su año maravilloso. Valga la redundancia, 1954 fue el año de gracia de Grace, fue su encuentro con Alfred Hitchcock y con el personaje de Georgie Elgin en La angustia de vivir, que le valió el Oscar a la mejor interpretación femenina del año. Había nacido una estrella y Hitchcock había encontrado la imagen femenina que, como Ingrid Bergman, sería ya parte de su cine —inolvidable en Atrapa un ladrón (To Catch a Thief, 1955)—; no obstante, dos años después, la actriz rodaba su último largometraje, Alta Sociedad (High Society, Charles Walters, 1956) —una revisión de Historias de Filadelfia (The Philadelphia Story, George Cukor, 1940)— y ponía fin a una carrera fulgurante. ¿Quién sabe el nivel actoral que habría alcanzado, de no haber abandonado la actuación? Lo único seguro fue que Grace Kelly dijo adiós a Hollywood y asumió el papel de princesa monegasca, aunque años después se rumoreó que iba a protagonizar Marnie, la ladrona (Marnie, Alfred Hitchcock, 1964).



Filmografia


Louise Ann Fuller en Catorce horas (Fourteen Hours, Henry Hathaway, 1951)



Amy Fowler Kane en Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952)



Linda Nordley en Mogambo (John Ford, 1953)



Margot Wendice en Crimen perfecto (Dial M for Murder, Alfred Hitchcock, 1954)



Lisa Carol Fremont en La ventana indiscreta (Rear Window, Alfred Hitchcock, 1954)



Nancy Brubaker en Los puentes de Toko-Ri (The Bridges of Toko-Ri, Mark Robson, 1954)



Georgie Elgin en La angustia de vivir (The Country Girl, George Seaton, 1954)


Catherine Knowland en Fuego verde (Green Fire, Andrew Marton, 1954)



Frances Stevens en Atrapa a un ladrón (To Catch a Thief, Alfred Hitchcock, 1955)



Princesa Alessandra en El cisne (The Swan, Charles Vidor, 1956)



Tracy Lord en Alta Sociedad (High Society, Charles Walters, 1956)