La obra teatral más famosa del escritor chileno, de origen argentino, Ariel Dorfman se estrenó en Londres y, poco después, hizo lo propio en Broadway. Allí, bajo la dirección de Mike Nichols, obtuvo un gran éxito y, como sucede con todos los grandes éxitos escénicos, no le faltaron pretendientes que quisieron llevarla a la pantalla. Pero fue Roman Polanski quien se hizo con la adaptación de una pieza dramática que encaja a la perfección en su universo psicológico y claustrofóbico, donde abundan personajes atrapados en entornos de donde prácticamente es imposible escapar, porque no se trata de un espacio físico. En el mundo cinematográfico del autor de El quimérico inquilino (The Tenant, 1977) viven personas aisladas, alienadas, asustadas, también existen apariencias y monstruosidades que se esconden entre las sombras que las protegen. Son monstruosas, pero no son monstruos, son seres humanos que destruyen, dominan y humillan a semejantes porque se creen con el poder y la inmunidad para hacerlo.
Paulina Lorca (Sigourney Weaver) sabe lo que es sentir la humillación, el dolor, la tortura y el horror que, en el presente, todavía le asalta sin aviso, pues siempre será una víctima de aquel terror institucionalizado que nunca podrá olvidar. Desde entonces, ha vivido entre la vigilia y la pesadilla que cada cierto tiempo revive sin ser capaz de olvidar. En ese momento, recuerda el olor y la voz de su agresor, la del hombre sin rostro en quién individualiza las torturas recibidas, las violaciones, los golpes, la humillación. En el concierto en el que se abre La muerte y la doncella (Death and the Maiden, 1994), Paulina sufre y no olvida, nunca podrá, aunque escuchar esa composición musical parece indicar que empieza a superar los temores que viven en ella. Pero en esa primera y breve secuencia todavía ignoramos esto. Las imágenes saltan del auditorio, donde ella y Gerardo (Stuart Wilson) —su marido y el hombre a quien no delató en aquel pasado maldito— escuchan la pieza de Schubert La muerte y la doncella, a una noche de tormenta en la solitaria costa de un país sudamericano que intenta reconstruir su democracia, después de la dictadura.
El inicio de La muerte y la doncella ubica la acción en un país de Sudamérica tras la caída de una dictadura militar y no es difícil buscar en la realidad histórica para saber que lo que se verá durante el metraje encuentra sus referentes en totalitarismos reales. El horror padecido por Paulina no lo infligió un monstruo, sino individuos que ella cree escuchar en el doctor Miranda (Ben Kingsley), casado y con dos hijos, a quien atribuye la monstruosidad de la que fue víctima. La monstruosidad que ella señala en Miranda no es de forma, no se puede ver a simple vista; existe en el fondo del torturador, se exterioriza en su capacidad para infligir dolor y en su incapacidad de sentir compasión, que ella cree reconocer en quien humillará y someterá para que confiese su crimen. Aunque parezca que asume los métodos de sus victimarios, así se lo dice su marido, Paulina no es una torturadora. Ella siente y por eso actúa de ese modo, quiere escapar de su miedo, más que vengarse. Por contra, quien fue su torturador, sea o no Miranda —queda la duda de su inocencia o culpabilidad—, no sintió remordimientos, pues, en su monstruosidad, no contempla a sus víctimas como iguales, de hecho, no duda en torturarlas porque, para quien humilla, no son merecedoras de igualarse, tiene poder sobre ellas, y en todo momento es consciente del significado de sus actos y aberraciones, si no, ¿por qué ocultarse? Paulina fue víctima de un individuo, de varios, de una dictadura, de sus guardianes en la sombra, pero sobrevivió. Ahora es una más de las que todavía revive aquel momento de encierro, cuando fue golpeada y violada por carceleros que solo pretendían reducirla al estado de humillación en el que hacer cuanto quisieran. Pero esa noche, en la que se desarrolla la película y su venganza, Paulina vive para reclamar que nadie ha pagado por los crímenes cometidos por los escuadrones de la muerte de un totalitarismo que para ella nunca podrá ser historia, pues forma y formará parte de la realidad sufrida.
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